HONORÉ, MI AMIGO, escribió, allá por mil ochocientos
treinta, un relato que, al menos algunos, catalogan
como novela. Yo, que no entiendo, o no quiero
entender de cánones, a la obra Sarrasine, la
califico como una curiosa narración. Ahí escribe el
relato que un hombre refiere a su amante eventual,
sobre un artista pintor y escultor, Sarrasine,
enamorado de un hombre que se disfraza de mujer,
Zambinella, para cantar en el teatro de la ópera en
Roma. En algún momento, el narrador anónimo,
califica a la Zambinella diciendo: «Era la mujer con
sus repentinas timideces, sus irrazonables
caprichos, sus instintivos presentimientos, sus
infundadas audacias, sus charlas y su hechicera
finura de sentimiento».
Un amigo esquizofrénico, o quizás su hermana por
cuenta del desquiciado, hace hablar así a
Zaratustra, hijo putativo de Zoroastro, una mañana
al recibir los primeros rayos del sol: «¡Tú, gran
astro! ¡Qué sería de tu felicidad si no tuvieras a
aquellos a quienes iluminas!».
Tanto Honoré como mi amigo esquizofrénico están ya
muertos hace mucho, no porque mi compañero de
tertulia de hoy, también muerto, los haya asesinado,
cosa que hizo, aun cuando su herramienta del crimen
fue la pluma y no la espada, que, aunque más
poderosa que esta última según Edward Bulwer-Lytton,
no haya sido la causante definitiva de la muerte
irremediable de ninguno de los tres.
Mi compañero de hoy me pregunta, en relación a la
cita del relato: «¿Quién está hablando así? ¿El
héroe de la novela, interesado en ignorar al
castrado que se esconde bajo la mujer? ¿El individuo
Balzac, al que la experiencia personal ha provisto
de una filosofía sobre la mujer? ¿El autor Balzac,
haciendo profesión de ciertas ideas «literarias»
sobre la feminidad? ¿La sabiduría universal? ¿La
psicología romántica?» y concluye que nunca lo
sabremos, pues «la escritura es la destrucción de
toda voz, de todo origen» y dictamina que «con ella
acaba por perderse toda identidad, comenzando por la
propia identidad del cuerpo que escribe», con lo
cual decreta la muerte del autor. Me sonrío y le
pregunto si no habrá estado leyendo al loco de la
culebra, la pájara y el burro, que amenazó, cierta
mañana, al sol, y envalentonado por la indiferencia
de este terminó por asesinar a Dios: «Así habló
Zaratustra» le digo.
Es innegable, arguyo, que el autor escribe para el
lector. Más innegable que el sol sale para quienes
calienta. «¿Qué sería del autor sin el lector?» le
pregunto a Rolando, pero, antes de que esgrima una
respuesta le agrego: «¿De qué sirve el lector, o qué
sería de él, sin el autor que le escriba?». No
alcanza a tomar aire para razonar una respuesta
cuando le agrego: «¿Y sin el texto escrito, que es
la palabra del autor, ¿qué sería del lector, del
crítico, del filósofo, o del mismo autor? ¿Están,
acaso, todos ellos muertos?».
Discutimos hasta muy tarde, y como sucede en toda
discusión, tuvo argumentos poderosos que incluso
apelaban al mérito de los juglares antiguos que
añadían o restaban eficacia al relato, con lo que
era claro que este era una obra de cada juglar y no
de su primer autor, difuminado y evanescido en el
tiempo hasta perderse. Yo alegué que la ignorancia y
su audacia, tal como sucedió con Zaratustra, no
terminaron con el Demiurgo, así como el monje santo
no pudo matar a Dios, tampoco mató a su autor. De
hecho, a quien se imputa el magnicidio de Dios es a
mi amigo el esquizofrénico, no al monje de la
culebra y la pájara, que tampoco asesinó a su autor,
sino, por el contrario, lo llenó de gloria y vida
eterna o inmortalidad.
Insistió Rolando, en que habrían sido los ingleses,
en tiempos en que la bruma ahogaba Londres, cuando
el capitalismo, enseñoreado como resumen y causa del
positivismo, haya inducido a este último a conceder
la máxima importancia a la persona del autor. Apeló
también a Mallarmé, que se desliga de su obra para
entregarla al lenguaje y devuelve el sitial al
lector. Vuelvo a sonreír y le digo que ese es un
artilugio pudoroso, sólo para no dejar huérfana a la
obra, entregársela a un padre putativo: El Lector.
Si el lector se apropia de la obra, se instituye en
autor al hacerla suya: «¿Acaso muere también
fulminado en la epifanía de la creación, elevado a
la categoría de autor?» le pregunto. Hubo unos
segundos de silencio: ¡Políticos! El político
reflexiona rápido y desvía el tema. Rolando salta de
Mallarmé a Proust, de manera virtuosa. «Proust
desdibuja al autor, incluso al narrador, que ni
siquiera es quien escribe, sino quien va a escribir
en algún futuro» dice, y, en una especie de vuelta
en el aire de la literatura, asegura que «Proust
hace de su propia vida una obra cuyo modelo fue su
propio libro, de tal modo que nos resultara evidente
que no es Charlus el que imita a Montesquiou, sino
que Montesquiou, en su realidad anecdótica,
histórica, no es sino un fragmento secundario,
derivado, de Charlus». Casi me convence. Pienso en
mí mismo: «Yo no soy Iñaki Irisarri, soy sólo José
Mal grite y mi propia obra (tal vez una vez muerto y
evanescido), me crea como Iñaki. Como tal soy sólo
la creación de mi obra”. Por un momento quedo
perplejo y subrayo con esta toma de conciencia:
¿Quién es Pablo Neruda? Sino sólo la creación de
Los versos del capitán, o de la resolución de
Crepusculario, o del Canto General. ¿No
es, acaso, el resultado de Veinte poemas de amor
y una canción desesperada? Sin ellas y las
otras, el cuerpo, el hombre, ese exembajador, el
amante, el abandonador de su hija enferma y más, es
sólo Neftalí Reyes Basoalto.
«¿Entonces» le pregunto, «quién es Roland de Barthes?:
¿Es el autor de esas cuatro páginas que fascinan a
tantos que viéndose muertos inmediatamente después
de escribir su vergüenza posible, pueden perder el
pudor y mostrarse?» y le insisto, con malicia:
«¿Acaso si el autor perviviera, habrías escrito ese
libro que menciono?». Ahora es él el que ríe. Y
parafraseando al hijo putativo de Zoroastro y de la
hermana de Friedrich me pregunta, a su vez: «¿Tú,
que no le has ganado a nadie, ¿qué sería de ti sin
el libro El susurro del lenguaje?» y agrega:
«¿Estarías obligado al pudor y la creación?
¿Tendrías el beneficio de cerrar tu manuscrito, el
último día y volver a ser libre sin responsabilidad
ulterior?: Que cada lector cree cada vez su propia
obra y deje al autor en su descanso eterno».
«Déjame comprender bien» le digo, y me quedo
observando su felicidad triunfal. «Tú, que tampoco
le habrás ganado a nadie, porque según tus cuatro
páginas de crimen, has muerto al cerrarlas y no
serán ya tuyas sino de algún lector desconocido, has
asesinado a Balzac tantas veces como las obras que
escribió, y así a Proust, a Montesquiou, a Flaubert,
Valery, Sartre, Camus y más y más, hasta ser el
mayor asesino en serie, mientras tus víctimas
resucitaban porfiadamente una y otra vez y otra vez,
persistiendo en su afán de crear y ser autor de cada
nueva obra; entonces: ¿Resucita el autor? Y para
pervivir: ¿Debe tener siempre una obra inconclusa, o
inédita? ¿O totalmente fracasada? ¿Y cómo saltaron
sobre ese abismo Cervantes, Shakespeare, Goethe,
Dante?».
Llueve suavemente en París. Mi furgoneta azul,
orgullo de la Francia tiene el parabrisas surcado de
muchas trazas de lluvia. El limpiador se acciona
manual y lo he traído olvidado, metido en este loco
diálogo, mientras nos bamboleamos por el Boulevard
Saint-Michel. Tomo la ruedecilla que hace girar los
limpiadores y le doy un giro a cada lado, antes de
llegar a la Rue des Écoles, para poder ver con
claridad al girar a la derecha. Mi furgoneta vira
con gracia, casi como si navegara el Sena y no las
calles de París. Cabecea un poco y enfila por la Rue
des Écoles. El parabrisas se vuelve borroso otra
vez: ¡No importa! No voy demasiado rápido. Me
distraigo un segundo buscando la ruedecilla del
mando limpiador, al ver la calle, otra vez, ese
hombre distraído atraviesa desde la vereda del
Collège de France, en diagonal hacia el oriente,
dándome las espaldas. ¡Freno! Pero mi furgoneta azul
patina en el pavimente mojado. Intento esquivar al
hombre, pero ya no es posible. Sólo veo cómo lo
alcanzo, como abre los brazos, quizás intentando
asirse de algo. Veo cómo sus piernas se elevan y
cómo vuela por los aires. Hoy, veinticinco de
febrero de mil novecientos ochenta, una Citröen
azul, símbolo del orgullo de Francia, en la avenida
de la cultura, frente al Collège de France, ha
embestido a uno de los símbolos de la teoría
literaria y de la semiología más importantes de su
época: ¡Cuán frágil es el autor! Para el veintiséis
de marzo, el autor habrá muerto. ¡Se habrá hecho
inmortal! |