LA ERA QUEDABA situada a la izquierda de la vereda
que llevaba al río desde la casa.
Detrás, el pequeño tajón que lindaba con la tierra
de la chacha María Félix y el chacho Juan Antonio, y
que labraba el primo Emilio.
Enfrente había un cerezo grande y frondoso, que
había crecido, libre de podas, sin competencia de
otros árboles que limitaran su crecimiento. Se
erguía majestuoso y dominante sobre los otros
árboles, lejanos, en la extensa llanura de la
huerta.
Al fondo, el soto. La viña, en el chinarral,
lindante con los tarajes. Y el río Genil.
La simetría de posición y el tamaño de las chinas de
río conformaban un empedrado perfecto, digno del más
fresco patio andaluz. Destacaba el buen trabajo
artesano realizado, tal vez exagerado para el
destino del mismo: una era de trilla.
Según se traían del campo de siega, los haces de
trigo se iban extendiendo por toda la era, con la
ayuda de la horca y el biergo, que mis tíos
manejaban con veteranía. Se desataban los nudos,
hasta quedar extendidos por toda la superficie.
La tarea pasaba ahora a los mulos, que, uncidos por
el yugo, y dirigidos desde el centro por un largo
cabestro, comenzaban a dar vueltas alrededor, una
tras otra, hasta que las mieses estaban
suficientemente extendidas por toda la era.
Llegaba, por fin, la hora del trillo, la etapa del
proceso que a mí más me gustaba y donde yo soñaba
con emular las carreras de las cuadrigas romanas,
después de ver varias veces la película de Ben-Hur,
de Charlton Heston, en el cine del primo José.
El trillo era grande, con muchas ruedas de acero
montadas sobre unos rodillos, y que, a modo de
cuchillas afiladas, servían para trillar las mieses.
Sobre él iba fijada una silla con su respaldo y
todo.
Se trillaba durante bastante tiempo, pacientemente
pero sin pausa, hasta que todo estaba bien
triturado.
Después, llegaba el momento de aventar la parva,
para separar el trigo de la paja.
Aquella tarde, yo esperé a que mis tíos parasen la
faena para echar una humarea a la sombra del
cerezo y refrescarse con un buen trago de agua
fresca del botijo.
Cuando observé que no estaban pendientes de mí,
entré en acción. Disimuladamente, fui hasta la era.
Me subí al trillo. Tomé las riendas y, con el
zurriago, fustigué a los pobres animales varias
veces.
Las bestias, sorprendidas, se lanzaron a una carrera
desenfrenada, en línea recta, saliéndose de la era y
causando destrozos por dondequiera que iban pasando,
hasta que, por fin, después de perseguirlas durante
bastantes metros, consiguieron detenerlas. Yo salté
como pude.
Sobra decir la que me cayó después de mi hazaña de
emulación a Ben-Hur y Mesala en su carrera de
cuadrigas.
Después de la trilla, llegaba el momento más ingrato
del proceso. La
parva se volvía primero con la horca, luego con la
pala, para que el grano cayera boca arriba y
perdiera la raspa, y ya, por fin, se aventaba, que
era tirar la parva con la horca en contra del
viento, haciendo que se separase el grano de la
paja.
Había que buscar el momento y la dirección propicia
del aire. Siempre se trataba de evitar aventar por
donde corre el solano, viento del este, abrasador.
Tenía que evitarse que el polvillo que el aire
extraía de la pala de mies lanzada al aire se
volviera contra uno, cosa que ocurría con frecuencia
cuando, inesperadamente, el aire cambiaba de
dirección. Luego picaba y fastidiaba molestosamente.
Menos mal que el río quedaba cerca, y, al caer la
tarde, se podía uno dar un buen baño reparador de
todo el trasiego de una larga jornada de trabajo.
Separado el grano de la paja, se guardaba en
costales y se trasladaba al pueblo
con las bestias, para guardarlo en el atroje
de la casa de Carrucho.
Había que subirlo a cuestas hasta la cámara, en
donde esperaría hasta su comercialización. Con la
paja se hacía lo propio, y se almacenaba en el
pajar, para comida de las bestias.
Al final, se calculaba el trigo necesario para
destinarlo al consumo, como pan, y el necesario para
los animales. El resto, se vendía.
Me acuerdo claramente de haber ido muchas veces a la
tienda de la María, o de la Ana, con un vale donde
se podía leer: «Vale por un kilo de pan», producto
del intercambio del trigo por pan, que se calculaba
para el consumo de la casa para todo el año... |