EN EL TECHO DEL kiosquito, yo veía latas, vidrios,
palos, palomas muertas y algún que otro gato dormido
de añadidura, hasta que, al fin, daba —oh alegría—
con la parrillita portátil y la mandaba a las vías
del tren, pues esta no consistía en otra cosa que en
cuatro o cinco fierros cruzados.
—Anoche —explicaba entonces Fantasía— cayó el
turquito Maradona por mi casa, el hermano del Diego.
Hicimos un picadito…, y yo se las estaba pudiendo.
Pero bueno, entonces el turquito me dijo que tenía
hambre, y le dije que justo tenía que venir a
laburar acá, y le dije que el Diego podía venirse a
comer el asadito acá conmigo, y el turquito dijo que
sí, y yo no pude, patrón, no pude…
—No importa, Fantasía. Pero anoche llovió tanto que
ni Noé hubiera podido jugar a la pelota en un tiempo
así.
—Hoy —agregaba yo— te quedás dos horas más.
No me hubiera venido mal revisar el enorme bolso de
Fantasía. Dos horas después, cuando yo no estaba, de
allí él sacaba carne, sal, chimichurri, cebollas,
morrones y luego la malévola y subrepticia
parrillita portátil. Prendía los carbones en la
vereda del kiosquito, tiraba la parrillita encima,
metía la carne y, luego, unos bolivianos que vendían
chipa, junto a algunos albañiles argentinos y
paraguayos, se arrimaban con botellas de vino: el
aymará, el quechua y el guaraní resonaban en esos
asados precolombinos, mientras los gatos del
kiosquito me robaban las revistas.
Al día siguiente, bien prevenido por los informes de
alto secreto estratégico de los diarieros del
barrio, yo encontraba la nueva parrillita escondida
en el techo y, claro está, la volvía a lanzar a las
vías del tren.
—Mire, patrón —explicaba entonces Fantasía—, ayer
justo vino el expresidente Alfonsín, y entonces,
patrón, yo no pude negarme a…
Lo más increíble de todo, y siendo yo un viejo
emigrante asturiano, aunque bastante acriollado ya,
es que Fantasía, moreno y aindiado, pretendía
hacerse pasar de español. Pues un día, en efecto, se
vino con un viejo sable, un viejo sable que él decía
que era de su bisabuelo y que lo había traído de
Pontevedra, y yo, creo, sentí el aliento del mar
ante el sable, el aliento de las olas. Yo sentí, sí,
el aroma de los barcos… en el viejo sable de
Ultramar.
Pero me dije, o quise decirme: ¿Este provinciano?
¿De allá de las selvas de Misiones? No, no creo.
—Ya ve, patrón —me decía—; con este sable, el viejo
Peyrano se enfrentó con los ingleses y los franceses
y los alemanes y los turcos y mató a cien, solamente
él, en una batalla, y creo que un rey de allá de
España le pidió, patrón, le pidió casarse con su
hija, pero, ya sabe, patrón, el viejo no quería, y
es por eso que nosotros tuvimos que…
—Fantasía —le dije—, hoy te quedás dos horas más.
Vendí el miserable kiosquito. Y resulta que Fantasía
estaba más “en negro” que una bolsa de carbón, pero
antes, de echarlo sin más trámite, él me sonrió con
esa boca desdentada y me dijo:
—Conseguí laburo, patrón. No, no insista, patrón; me
voy.
No mucho tiempo después, sin trabajo, apenas parando
la olla, yo caminaba por la medianoche eludiendo a
los diarieros de alto secreto estratégico.
—Fantasía —le decía cuando llegaba.
—Patrón.
Fantasía —el muy ladino patrón nuevo le había
conservado el puesto— se sacaba del techo la
parrillita de marras, y entonces venían los chiperos
bolivianos, los albañiles paraguayos y argentinos y,
ya lo saben, un viejo emigrado desempleado español.
Y así tramábamos, en la vereda oscura y sin
transeúntes, esos bonitos asados precolombinos como
para chuparse los dedos.
Antes de volver a mi casa y aventurarme, más
“cargado” que una bodega de vino, a cruzar las vías
del tren, recuerdo que Fantasía explicaba:
—Mire, patrón, no quise irme, pero la oferta era
buena, y necesitaban a uno que supiera inglés y algo
de informática, así que tuve que pensarla; no pude,
patrón, yo no pude dejar de escuchar…
—Ojalá que no te encuentren la parrillita, Fantasía
—le interrumpía yo, mordisqueando un hueso miserable
de los que habían sobrado.
—Eso no importa, patrón —me explicaba Fantasía, y
así removíamos los dos el asado y lo removíamos con
ese mismo Viejo Sable de Ultramar, y Fantasía que
seguía diciendo—: Usted ya sabe que siempre se puede
inventar algo. |