«Era uno de esos pobres niños a quienes no llega
nunca
el don de la palabra ni el regalo de la gracia;
niño alegre él y triste de ver;
todo para su madre, nada para los demás.»
(JUAN RAMÓN JIMÉNEZ, “El niño tonto”, en
Platero y
yo, cap. 17).
JOSEÍLLO SE PODRÍA decir que era un niño normal.
Quizá, para algunos, resultaba un poco retraído.
No le gustaba jugar con los otros niños. Y rara vez
se le veía acompañado, o con algún grupo de la
escuela. Pero, por lo demás, se comportaba
normalmente.
Los niños no le tenían en cuenta. Les
resultaba aburrido y no se dirigían a él si no era
para gastarle alguna broma, o mofarse de él,
malvadamente.
Poco a poco, se iba aislando de todo. Y, en la
escuela, se iba quedando atrás con respecto a sus
compañeros.
Los chicos de su clase se reían de su ignorancia
cuando el maestro le preguntaba la lección y no era
capaz de responder a las preguntas.
Todo esto fue minando poco a poco su personalidad y
lo fue transformando en un niño hosco, huidizo,
introvertido.
El solo contacto visual con los otros niños, le
producía desazón y miedo de que pudieran reírse de
él o decirle algo desagradable.
Cuando jugaban, él nunca intervenía; se mantenía a
cierta distancia, observando cómo lo hacían los
demás.
De vez en cuando, los otros probaban reírse de él
con bromas de todo tipo, desde ponerse uno detrás y
empujarle otro, haciéndole caer. Otras, haciéndole
burlas y humillándole.
Lejos de superar aquella situación, Joseíllo
empeoraba con el tiempo. Cada vez se le veía más
ausente, descentrado y distante.
A veces, los otros chicos sacaban un pañuelo del
bolsillo y simulaban torearle, haciéndole entrar al
trapo. Incluso le chillaban para que imitase al
toro, haciéndole restregar el pie contra el suelo
antes de la embestida.
En fin, ya se sabe, los niños pueden ser a veces tremendamente malvados y crueles.
Llegó el momento en que solo no eran los niños los
que se metían con él; también los mayores se sumaron
a aquella campaña de agravios, sometiendo al
pobre muchacho a toda clase de bromas y burlas.
Nadie tomaba en serio a Joseíllo. De todas partes le
llovían bromas, vejaciones y burlas.
Su estima había llegado a un estado de postración
tal que su situación personal era completamente
anormal. Fuera de control. Estaba ido.
Completamente volao.
Ya solamente atendía al grito de «¡Eh, bicho…!» y él
se arrancaba como para embestir.
Y cuando la casualidad ponía a su paso un grupo de
muchachos a los que había pasado inadvertido, era
él, ya, quien llamaba la atención de todos.
Era increíble ver cómo un chico normal —un poco
introvertido, sí— en pocos años se había
convertido en el tonto del pueblo.
A base de ridiculizarlo, de reírse de él, de
humillarlo tanto y tantas veces los pequeños, como
después los mayores, había llegado a ese estado
degradación personal.
¡Ea, el pueblo ya tenía su tonto!
Una vez más, el dicho «Era medio tonto y, entre
todos, lo volvieron tonto del to’…» se había
cumplido.
Cruel, ¿no…? |