OTIS NACIÓ EN uno de los hospitales más avanzados
del planeta, en Nueva York. Vive en un lujoso
edificio, desde siempre. Va a un buen colegio cerca
de su casa. Sus padres son productores musicales y
les va muy bien, así que no sufre problemas
económicos y tiene cuanto quiere.
Un día, su madre le regaló un espléndido saxo, de
los caros, y su padre, la matrícula en la Escuela de
Artes. A él le sorprendió un poco. No le hizo una
ilusión especial, pero tampoco estaba mal. Se
encogió de hombros y fue a clase. Los primeros días
no fueron cómodos, pero se dio tiempo. A las dos
semanas ya iba por inercia, y el saxo le molestaba.
Al mes iba por no desagradar a sus padres, y cargaba
con el saxo como Sísifo con la piedra. Luego, por
fin, tiró el saxo y dejó de ir.
Sus padres se preocuparon mucho: su único hijo había
abandonado la ilusión de su vida. Lo llevaron a un
psicólogo. Otis no entendió demasiado bien por qué,
pero, bien mirado, tampoco estaba mal. Se encogió de
hombros y fue al psicólogo. El psicólogo hizo lo de
siempre: recetar unas pastillas a un hijo único y
negro.
Ahora Otis es un hipocondríaco gordo,
escrupulosamente tiquismiquis con la más mínima
quisicosa relacionada con la higiene y la salud. Le
tiene pánico a todo aquello que no le llegue
absolutamente garantizado y minuciosamente
controlado. Jamás comerá un pollo que no haya pasado
por Sanidad, ni probará unos guisantes que no vengan
en tarro de cristal al vacío y precintado por las
autoridades. Pero le podrían dar gato por liebre si
quisieran, porque no sabe diferenciar una gallina de
un ternero, ni un ficus de un espárrago.
Otis nunca ha visto un animal en vivo, salvo las
mascotas de sus anónimos y desconocidos
conciudadanos; no hay macetas en su casa, ni en la
entrada del edificio, ni árboles en su distrito;
nunca ha pisado tierra, ni barro: solo asfalto,
acera, mármol.
Como se puede permitir el lujo (y se lo permite) de
levantarse tarde, nunca ha visto amanecer, aunque
tampoco se ve mucho desde su casa. Todo lo que
conoce lo conoce a través de la tele. En ella tiene
todos los canales del mundo, gracias a las
parabólicas de la azotea. Para él, todo es «eso que
salió una vez en la tele». Incluso aquella vez que,
entre canal y canal, reconoció en MTV una voz que
había oído en el contestador automático. Aquello
coincidió, por pura casualidad, con la
estadísticamente improbable circunstancia de que
estuvieran allí sus padres.
El simple hecho de que el zapping de su hijo
no interrumpiera el vídeo del famoso saxofonista
Grover Washington Jr. les hizo pensar que aquello le
gustaba mucho.
… … … … …
Timor sigue viviendo en Sarajevo.
Prefiere decirlo así.
Un kilo de patatas cuesta dos sueldos de su padre,
que consideró ahora más importante que nunca no
dejar de ser concejal de cultura.
A su hermano lo reclutaron.
Ya no hay cristales en las ventanas, sino placas de
plástico.
La calle por la que iba al colegio es un lodazal.
A veces, se echa al monte a cazar conejos, perdices
o lagartos, a pesar de los francotiradores.
Un día, su madre le regaló un espléndido saxo, de
los caros, y su padre, la matrícula en la Escuela de
Artes. A él le hizo mucha ilusión. Tuvo que dejarlo
cuando el bombardeo, pero siguió practicando en su
casa.
El invierno pasado intentó vender el saxo.
No hubo suerte el primer día.
El segundo, lo cambió por un kilo de mantequilla.
El tercero, su madre le volvió a regalar el mismo
saxo.
Ya no volvió a intentarlo.
Ahora Timor se apresura a tocar en cuanto aparece un
periodista, mejor de radio o de televisión. Ya no se
asusta con las bombas o con los disparos: lo único
que le hace interrumpir un tema es la risa que le
provoca la cara de pánico de los corresponsales
cuando se oye una explosión.
Tiene la esperanza de que alguien de la MTV lo vea
tocar y le guste y le haga un contrato y saque de
allí a su familia. |