SE LLAMA NATASCHA y fue campeona mundial de Tetris
en el año 2009. Ahora mismo está en el salón de su
casa, un ático de la Diagonal de Barcelona, coqueto
refugio, organizando por quinta vez en lo que va de
semana los libros de la estantería, colocándolos,
por orden decreciente, del centro a los extremos,
formando una campana de Gauss. Natascha gusta de
decir que es una chica metódica, aunque quienes la
conocen prefieren llamarla maniática (su novio
pensaba lo mismo, aunque apreciaba en ella otras
virtudes).
Después de quince años de juego, ha comprendido que
los principios básicos de Tetris (todo encaja solo
en su lugar; siempre hay un hueco donde cada cosa
encaja) son muy válidos para la vida diaria, y los
aplica continuamente, en multitud de ocasiones. Nada
más sencillo ni entretenido que dividir el mundo en
bloques y convertirse en un maestro acomodándolos en
desafiantes estructuras, sin que se amontonen, en el
menor tiempo posible. Así consigue, por ejemplo, que
el modesto salario que percibe por dar clases
particulares de inglés todos los martes y jueves sea
suficiente para cubrir sus necesidades, y aún para
permitirse algún que otro —aparente— capricho.
Sin embargo, este sistema obliga a una rigurosa
conducta que, de igual modo, la fuerza a cosas tan
curiosas, o ridículas, como calcular la medida
exacta de masa que necesita una tortita para que su
circunferencia coincida al milímetro con el contorno
del plato en que se sirve. Busca la armonía, la
simetría, la coherencia y la regularidad donde los
demás solo se preocupan por el aroma, la cantidad,
la textura o el sabor.
Es matemática hasta en el sexo. Para ella, el coito
es una aritmética más, una geometría de los cuerpos
desnudos que luchan por adaptarse a un patrón
indeterminado, por lo que lleva, desde los
dieciséis, aprendiendo nuevas posturas y filigranas.
Estas son las otras virtudes a las que se refería el
novio, o tal vez los pretextos, según se entienda a
tenor de lo que ocurrió.
Una mañana, el chico, recién duchado y con la camisa
planchada, confiesa que no se siente con fuerzas
para continuar con una relación en la que lentamente
se ahoga, en la que no se siente completado, y que
prefiere dejarlo y quedar como —aparentes— buenos
amigos.
Natascha no dice nada; no reacciona. Durante cuatro
años ni un mal gesto, ni una palabra amarga, ni la
menor señal de advertencia. Lo creía satisfecho,
cómodo; pero se equivocó. A la campeona mundial de
Tetris, por primera vez, hay algo que no le cuadra.
Se siente como si la pieza alargada, la de los
cuatro módulos en línea, hubiese caído tumbada
taponando un espacio vertical, hecho a medida,
estropeando la siguiente jugada.
Él hace las maletas y se marcha callejeando. Ella
sale a pasear y camina hacia adelante sin detenerse,
con una mano rozando las paredes de los edificios,
corrigiendo mentalmente las interrupciones (puertas,
pasajes, escaleras que suben o que bajan, balcones…)
para quedarse con ese segmento conceptual, completo,
constante.
Así se topa con el frío panel de un escaparate,
donde encuentra la solución. Se llama Crystal Lover
y es un estimulador acrílico e hipoalergénico de
diseño. Mide 25 centímetros de largo, ancho en punta
2'5, medio 2'8 y base 3'5; cuesta 32’95 euros. Todo
encaja solo en su lugar; siempre hay un hueco donde
cada cosa encaja. Si la decoración, la economía, la
cocina e incluso la anatomía siguen esa regla,
piensa Natascha, ¿por qué iba a ser diferente con
los sentimientos? Lo compra y vuelve a casa. Un dedo
acaricia el envoltorio de cartón a través de la
bolsa y toda ella se agita, casi se sacude, en un
estremecimiento repentino. La pieza caída ha
desaparecido, un nuevo bloque se acerca. Puede
seguir jugando: nada obstaculiza ya la partida
perfecta. Sonríe, tarareando los acordes de una de
las melodías MIDI más reconocibles de todos los
tiempos como quien canta el We are the champions,
de Queen. |