CAÍA LA TARDE de un día de calor sofocante. La
flama, que durante el día abrasaba el ambiente, se
aplacaba ya con el paso de las horas, y la tarde se
presentaba suave y agradable al paseo.
La vereda hasta el río estaba bordeada, a tramos,
por la reguera, donde la hierba y el té, cuyo
frescor impregnaba el ambiente de un aroma agradable
y mágico, crecían a ambos lados con profusión.
Con mis abuelos, mi tía Mercedes, María Jesús y mis
tíos, todos, disfrutábamos de aquel paseo diario
camino del río, a esa hora del día, ya cuasi entre
dos luces.
Yo iba siempre delante, adelantándome al grupo.
Impaciente por llegar, me quitaba la camisa, y hasta
las sandalias, mucho antes de ver el río.
Cuando llegaba, me zambullía en el agua, siempre
dentro de los límites que mis tíos me marcaban con
cuatro cañas, pinchadas en el fondo, prohibiéndome
sobrepasarlas, pues cerca había un recodo y, un poco
más allá, la noria.
Después de un buen rato, me hacían salir del agua a
la fuerza. Tenían que llamarme muchas veces y
decirme que, si no lo hacía, no me volvería a bañar
más en lo que quedaba de verano.
Cuando salía del agua, los dientes me castañeteaban,
y los labios los tenía como si me hubiera comido una
zanahoria morada.
Mi abuela me estaba esperando fuera con una sábana.
Enseguida, me rodeaba y me frotaba para hacerme
entrar en calor.
Los demás, recostados cerca de la orilla, sobre el
manto verde de la grama fresca, junto a los juncos y
los tarajes, charlaban hasta que anochecía.
Después, volvíamos todos de regreso, sin prisas,
paseando.
Nos estaba esperando una sabrosa olla de berenjenas,
de la que dábamos buena cuenta bajo el emparrado de
la puerta de la casa.
Sobre el río había algo que me intrigaba sobremanera
y que, siempre que iba, me llamaba la atención, y me
fijaba, a veces, durante largo rato.
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El
Condado, de regadío a olivar, con
Vadofresno al fondo. |
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Era la otra orilla. La de Vadofresno [1], famoso por sus
quesos.
Aquella pedanía, lugar desconocido y lejano para mí,
a pesar de estar tan cerca, aunque pertenecía a otra
provincia.
La otra orilla, que yo veía desde este lado, con su
noria grande y misteriosa para mí, que, con su
continuo girar y su ruido acompasado, se tragaba el
agua por abajo con sus grandes cántaros, para luego
vomitarla por arriba y servir para el riego de las
huertas próximas.
Me preguntaba cómo sería el otro lado del río. Si
tendría los sotos y la espesura de los tarajes y la
alameda igual que este lado, y si me gustaría igual
que esta parte del río, para mí tan familiar y tan
querida.
Nunca lo sabría, a pesar de estar tan cerca...
La otra orilla...
El otro lado del río...
Ese sitio desconocido y mágico que nunca pisé, y que
tanto me intrigaba.
Con su noria, y su girar quejumbroso...
La otra orilla del río...
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