AL CERRAR LA PUERTA DEL coche, elevé la mirada hacia
el cielo limpio y estrellado de noviembre. En lugar
de pensar en la magnificencia del Cosmos, en la
magia de la Creación, en el milagroso espectáculo
que los dioses, misericordiosos, nos brindaban en
ciertas ocasiones, me dejaba perturbar por la
llamarada que recorría mi cuerpo cada vez que
pensaba en el cambio climático. Noviembre sin
nieblas; noviembre sin heladas dignas de mención;
noviembre sin lluvias y, por tanto, sin nubes. Ni
siquiera llevaba puesto el forro polar, aunque
tampoco hacía una temperatura suficientemente
agradable como para estar más de treinta minutos a
la intemperie solamente pertrechado de una camiseta
y un jersey de lana fina. Sin mirar, pulsé el mando
a distancia de mi vehículo para cerrarlo y enfilé el
caminito hacia la puerta de mi casa. Introduje la
llave en la cerradura, abrí y penetré en el cálido
interior. El termostato marcaba 21 ºC.
—¡Hola, amor! —saludé desde el hall, elevando
un poquito la voz para ser escuchado—. Ya estoy
aquí.
—¡Estoy en la cocina!
Entre las paredes, las puertas abiertas y cerradas,
los muebles de diseño, el ambiente un tanto aséptico
y minimalista (la decoración había sido obra suya,
gracias a Dios; como, gracias al demonio, ella había
respetado que una de las dependencias de la amplia
vivienda mantuviera mi típico e infernal desorden)
sentí llegar hacia mí, serpenteando, el sonido de su
voz agradable y cariñosa. Un timbre quizá agudo,
dulce, neutro, sin un acento o tinte claro. Mi
cuerpo se llenó de gozo y armonía, y un
estremecimiento se apoderó de mi alma. Sonreí…
Dejé mi maletín y el portátil en el recibidor y
caminé despacio en su busca. Enseguida escuché el
ruido del agua hirviendo en la pastera armonizando
en re mayor con el saltarín aceite caliente de la
sartén.
A escondidas, la observé enfrascada en su tarea. Me
descubrió. Se giró hacia mí para mostrarme su
escultural figura de treintañera más que cumplida,
enfundada en unos ceñidos pantalones vaqueros que
lucían un trasero que quitaba el hipo y una blusa
corta que resaltaba sus pechos no demasiado grandes,
aunque picudos y sensuales; su larga, lisa y
escandinava melena rubia; sus ojos de un azul
intenso y limpio como el cielo de La Mancha en
verano; su nariz recta y bien perfilada; sus labios
no exageradamente carnosos…
Me sonrió. Me acerqué y la abracé. Me miró de esa
manera que tanto me gustaba, como una mujer
enamorada, y nos besamos suavemente. La apreté
contra mí; con mi mano derecha busqué su nuca entre
la perfecta madeja de cabello y busqué su lengua.
Durante esos quince segundos de pasión compartida,
me sentí en plenitud. Fuera de este mundo.
—Huele muy bien…
—Ravioli con salsa al queso de Cabrales. Y de
segundo, unos escalopines con pimienta verde.
—¡Fantástico! Me refería a tu perfume…
Sonrió, e incluso pareció hacer un amago de
sonrojarse.
—¡Tonto…! —me dio otro piquito— ¡Hoy no te dejaré
elegir el postre! Comerás fruta, que buena falta te
hace, so vago.
—Si es que por no pelarla…
—Ya te voy a dar yo “pelada”, ya… —me dedicó una
sonrisa más que picarona— ¿Qué tal el día, amor?
—Más o menos bien. Siempre surge alguna chorrada que
me saca de mis casillas y que queda por resolver
para días venideros. Pero bueno, sí, lo voy llevando
mejor…
—Nunca terminamos de adaptarnos —respondió—. La vida
es una lucha continua. ¡Venga! Ve a ducharte. Esto
está casi a punto. Para cuando te hayas cambiado de
ropa, ya estará la mesa servida.
—¡Gracias, cariño…! —besé su mejilla y le hice caso.
* * * * *
Hablamos un poco de todo durante la cena. Al acabar,
sonriente, Elena me miraba agradecida por ayudarle a
recoger las viandas. ¡Como si eso fuera un problema
para alguien! Ni mucho menos, para mí. ¡Dichoso
machismo…! Mientras yo le pasaba los escasos platos
que habíamos empleado, ella les daba un agua para
introducirlos en nuestro lavavajillas. Yo miraba sus
tersas manos mientras empleaba un paño para
secárselas. Los que remataban en largos dedos de
perfiladas uñas que, casi cada noche, acariciaban mi
espalda, o mis labios, o mi vientre, o mi calva…
Recogí los cubiertos secos, circunstancia que ella
aprovechó para salir antes que yo de la cocina.
Cuando entré en el salón, me esperaba de pie, junto
a la mesa baja que presidía el cómodo tresillo,
mirándome con dulzura. Sobre el cristal, un elegante
posavasos de madera decorado con motivos orientales
impedía que el vaso ancho y bajo que contenía un
licor de crema de orujo con abundante hielo marcara
la huella circular de su base.
—Cuánto me gustaría que me acompañaras bebiendo…
—Sabes que no puedo, cariño… —respondió— ¡Aunque me
encanta mirar tu boca cuando tú lo haces!
Probé el dulce brebaje; repasé mis labios con mi
húmeda lengua. Se acercó, me miró, y me besó con
ternura.
—¡Deja que moje mis dedos ahí dentro! Espera,
inclínalo un poco… Eso es.
Así lo hice. Introdujo su índice y corazón
izquierdos muy, muy levemente y, luego, se froto
sensualmente los labios con ellos.
—Bésame otra vez…
Posé el robusto cubilete sobre la mesa, la sujeté
con ambos manos por sendos hombros y la besé con
fuerza, moviendo mi lengua despacio, saboreando la
suya hasta el último rincón. Sentí crecer mi bulto
en la entrepierna…
—¡Qué rica sabes, Elena!
Ella soltó una risita de complicidad; sus ojos reían
por sí misma. Con suavidad, me empujó hasta lograr
que yo quedase sentado en el sofá; luego, se acomodó
a horcajadas sobre mí y continuó besándome y
acariciándome…
* * * * *
—Se te nota cansado… ¡Aunque tienes menos ojeras!
—Últimamente noto bastante la fatiga, sí. Y esa
crema que me trajiste es realmente milagrosa.
—Necesitamos irnos un fin de semana juntos a alguna
parte… Pasear a caballo, o hacer senderismo, o andar
en bicicleta. Hacer unas fotos. ¡Y follar una tarde
entera! Como conejos. ¡Necesitas desconectar!
¡Desconectar…! Una palabra con más que doble
sentido.
—A ver si acabo todos estos tejemanejes, cielo mío.
¡Hey! —exclamé—. Falta bien poco para nuestro
aniversario. ¡Esta vez haremos algo muy especial! Te
lo prometo… —le dije mientras besaba mi índice y se
lo posaba con suavidad en sus labios.
—Que estemos juntos ya es suficientemente especial,
amor… Me haces sentir muy feliz. Me siendo muy
amada, en completa plenitud.
—Y yo lo soy mucho contigo —me costó no
emocionarme—. Nunca agradeceré lo suficiente el día
que entraste en mi vida…
—¡Venga! A la cama, como un niño bueno y obediente.
—¡Jopé! —exclamé fingiendo ser lo que realmente soy.
Un niño inmaduro. De cincuenta años, pero
absolutamente inmaduro.
—¡Ni jopé, ni jopetas! Mañana será un día crucial
para ti. Necesitas estar descansado. ¡Y no olvides
tomar ahora mismo tus medicinas!
Mi boca exhaló una palabrota mundana. Ella me
reprendió con la mirada. Giré un poco mi cuello
hacia el hombro, hinché mis carrillos apretando los
labios y, expulsando abundante aire, los hice sonar
en una mala pedorreta.
—¡Idiota! —me dijo—. Y sin más, se dio la vuelta
para penetrar en el baño. La seguí para obedecerla.
Mientras desembalaba los comprimidos que colaboraban
en dirigir mi vida de un modo mejor, ya sabéis, más
engañoso, ella se cepillaba su áurea cabellera
coquetamente. La abracé por detrás, me apreté contra
su trasero y acerqué mi mejilla a la suya.
—¿Te he dicho alguna vez cuánto te quiero?
—Como un millón de veces… ¿Y yo a ti? ¿Te lo he
dicho alguna vez?
—Algunas más que yo, creo, y eso no es justo… Te
espero en la cama, bichilla mía.
Lanzó un guiño hacia el espejo, dirigido hacia mí, y
entonces fue recogiendo todo los enseres de uso
típicamente femenino que había depositado sobre la
encimera del lavabo.
Instantes más tarde, ataviada de un sensual camisón
corto de seda azul celeste, exhibió ante mí su
cuerpo perfecto. Abrió las sábanas por su lado y se
introdujo en la cama. Apoyó su modélica cabeza sobre
la almohada y me miró intensamente, sin parpadear.
—¿Has visto el cielo nocturno? Está precioso…
—Lo estoy contemplando ahora mismo.
—¡Bobo! Gracias…
—Sí. Lo vi. Ni una nube que perturbe el horizonte.
Casiopea se ve perfecta. No parece que vaya a helar
esta noche.
Acarició mi mejilla con ternura…
—Te das mucha caña, cariño mío. ¡Pero pronto pasará!
—Ojalá… —repliqué sin demasiado convencimiento.
—¿Desconectamos? No te veo muy inspirado para hacer
otra vez el amor…
Asentí cerrando mis ojos con fuerza y moviendo
levemente mi cabeza. Entre mis labios, rebelde,
escapó un lamentable suspiro. Me besó; apoyó su
cabeza sobre mi hombro y, acomodándose, me rodeó con
su brazo derecho. “Abrázame”, me dijo; lo hice con
mi izquierdo mientras mi antebrazo derecho sujetaba
su cabeza por el cuello. La acaricié con ambas manos
desde ambos frentes. La acaricié, y lo hice de todas
las maneras posibles, recorriendo dulcemente todos
los vericuetos de su cuerpo…
Y cuando más sentía su fragancia a lavanda, cuando
más amor desprendía sobre Elena, mi dulce y tierna
Elena, entonces, como cada noche, sonó el clic
fatídico. Ese leve zumbido eléctrico al que tanto me
cuesta acostumbrarme.
Se desconectó.
Mi vida junto a Elena. Robot Misuka 4255 LNA. De
reciente fabricación; japonés, exclusivo, dotado de
funciones inimaginables dignas del programador
informático mas avezado, que lograba llenar mi
asquerosa y vacía vida con un tipo de vacío
diferente.
Casi, perfecto.
Elena… |