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I
QUIERE LA VIDA que al común de los hijos de Adán le
falle, entrados en los años de la vejez, la memoria,
sin contar muchas otras facultades. Pero puedo dar
fe a vuestras mercedes que un servidor, Francisco de
Talavera y Reverte, soldado en tierras de indios
desde el año de Nuestro Señor de mil y quinientos y
diecinueve, tiene muy frescos todos sus recuerdos.
Los de las gestas homéricas y los de las derrotas…
porque de todo hubo en ese nuevo mundo que el
Altísimo se sirvió conceder a los reyes de Castilla.
Y, después de Dios, los desvelos de tantos varones
esforzados. Una vida de trabajos sin cuento ha
encorvado este cuerpo ahora débil, pero con un
corazón tan bravo como cuando avistamos la Nueva
España de la mano de nuestro capitán, el inmortal
don Hernando Cortés. Antes de que el polvo cubra mis
pobres huesos, pasaré a referir unas aventuras de
las que puedo decir, en el instante supremo de hacer
los balances, que no saqué oro aunque sí honra. Me
doy, pues, por bien pagado.
Decía el cura de mi patria, el pueblo de
Valdehermoso, que un hombre recto, es decir, como
Dios manda, tiene que hablar siempre con la verdad,
aunque eso repercuta en su propio desdoro. Por eso,
aunque pretendan cronistas de la elocuencia de un
tal López de Gómara que las hazañas españolas
sobrepasaron a Alejandro y a César, diré que solo
fue nuestra una pequeña parte del valor que venció
al gran Moctezuma. ¿Cómo pudo ser de otra manera si
apenas éramos unos pocos cientos de guerreros
perdidos, sin una mala cartografía que nos guiara,
en una tierra que hacía muchas veces la de Castilla?
Fueron los indios amigos, con los de Tlaxcala a la
cabeza, los que hicieron posible que saliéramos con
bien de tantas ratoneras infernales.
Los que se sientan en los tronos olvidan muy
fácilmente los servicios que les presta la lealtad
de sus vasallos esclarecidos. Para que no se
perdiera su memoria, Diego Muñoz Camargo escribió
una crónica que los emisarios tlaxcaltecas llevarían
al buen rey, valga el oxímoron, Felipe II. El padre
de Diego, su homónimo, fue buen amigo mío. Juntos
hicimos la jornada de las Hibueras, de triste
recuerdo, cuando la estrella del marqués del Valle
parecía haberse apagado. Porque la fortuna, también
la de los elegidos, no permanece nunca clavada en el
mismo punto.
Si algo me ha enseñado la experiencia, es que la
gloria de las armas es efímera sin el concurso de
las letras. Mas los guerreros han de temer a los
malos historiadores como las mujeres feas a los
pintores. Porque, bajo capa de fingida exactitud,
cuelan en su relato exageraciones poco simpáticas
tanto a la posteridad como al juicio de los que
nunca empuñaron una espada. Ya me gustaría saber
cómo emularían a Marte todos esos teólogos que
disertan sobre la justicia y la injusticia entre el
papel de sus libros, sin haber manchado nunca sus
manos con la sangre de sus compañeros, de sus
amigos, porque ese es el título de todos los que
comparten los trabajos sin cuento de la milicia.
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Vine a este mundo, como les dije, en Valdehermoso, a
seis leguas de Badajoz, a la sombra de un castillo
que, de chico, me parecía poco menos que encantado,
en parte por la arquitectura fantasiosa de sus
torreones, en parte por mi afición poco mesurada a
las novelas de caballerías. Seguramente el discreto
lector espera que diga que nuestro señor, el barón
de Cinco Torres, salía cada tarde de sus aposentos
para buscar a alguna campesina rolliza con la que
solazarse a la sombra de un pino. Lamento ser
aguafiestas. El buen hombre no encontró nunca mayor
agrado que pasar los ratos escudriñando remotos
pergaminos, lo mismo en la lengua latina que en la
griega o la judía. Aunque una renta de cien mil
ducados ayuda, no todos los que gozan de la
opulencia de Creso aciertan a gastar sus dineros en
utilidades para el espíritu.
Los niños asistían a sus lecciones no por amor a los
saberes de la Antigüedad sino por el reparto de
manzanas y algarrobas, pues así ya no tenían que
robarlas con el peligro de que el guarda, un hombre
malencarado que parecía no haber conocido la risa,
les descubriera. Solo a mí me interesaban las
explicaciones puntillosas sobre Aquiles y Odiseos,
que escuchaba embobado con la secreta esperanza de
emular su valor, si no de superarlo. En el pueblo se
corrió la voz de que Francisco, el hijo del pintor,
era lo que llaman los entendidos “un niño
repelente”.
Los de mi edad nos habíamos dividido en dos
pandillas, los “Villena” contra los “Medina
Sidonia”. Los segundos eran los buenos, faltaría
más. Y no atravieso el pecho al que diga lo
contrario para no deshonrar mis canas. Un día, la
tomé con un Villena al que decían “Santiago el de
las Cabras”, más conocido por el epíteto de
“egabrense”, por un motivo que ahora no viene al
caso y que, andando el tiempo, descubriría por las
malas. Con ardides sin cuento le convencí de que el
Santo Oficio le había denunciado con algún cargo
peregrino, el de llamar “Alma” a su perrita, un
animal tan noble como descuidado, o el de sugerir,
influido por las noticias indianas, que el Santo
Padre era un “papa”, doble sentido con el que
comparaba al pontífice con una de esas manzanas
zarrapastrosas que llegaban desde el Perú. Manjar de
puercos más que de seres humanos, sentenciaba el
vulgo, aunque a mí me parecía deleite olímpico
cocinado a la sartén, con una pizca de ajo por toda
sazón.
Mi condiscípulo se lo hizo encima. Porque la
Inquisición no era nada con lo que andar con bromas.
Cuando le revelé la verdad, me miró con una furia
homicida que le duró hasta el día de su muerte,
mientras yo me retorcía de risa por el suelo,
complacido con el valor que suele acompañar a los
fanfarrones.
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Organizada la que va a ser su tercera
expedición,
Hernán Cortés emprende, el 18 de febrero
de 1519, la conquista del
Imperio
Mexica, que puso bajo el dominio de la
Corona de Castilla con el nombre de
Nueva España. |
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II
Tres cuartillas en letra caligráfica. Las
encontramos esta mañana en la habitación de
Francisco de Talavera Reverte, varón de sesenta y
ocho años, que llegó hace tres meses a la
residencia. Tras perder a su esposa, doña Concepción
Ventura Cruz, cayó en picado y sufrió un síndrome de
Diógenes agudo aunque muy particular. Los servicios
sociales encontraron su domicilio, un apartamento de
apenas cincuenta metros cuadrados, lleno de libros
hasta en lugares tan inverosímiles como la cocina,
dispersos en los armarios entre la vajilla y los
tarros con especias, o el baño. La mayoría, con
abundantes y enérgicos subrayados. Había perdido
mucho peso porque apenas comía, al dedicar todo su
tiempo a la lectura de obras de temática histórica y
literaria, básicamente. Los vecinos notaron que
había dejado de salir a la calle, sin darle
demasiada importancia, según afirmarían después, por
su fama de hombre excéntrico.
—Aunque todos los sabios son así, ¿verdad?—, comentó
la vecina del piso de arriba, una arquetípica
maruja.
Este servicio psicológico señala que el paciente,
contra lo que pudiera parecer, no pretendía iniciar
una novela histórica. Lleva ya dos semanas en las
que explica a todo el mundo, compañeros y
cuidadores, sus aventuras en la América del siglo
XVI. Está convencido de haber sido uno de los
guerreros que acompañaron a Hernán Cortés. Este es
un punto altamente llamativo porque, tras una
detallada investigación, hemos podido consignar que
su vida laboral no tuvo nada de aventurera. Trabajó
en un banco durante los últimos treinta años y,
según el testimonio de sus dos sobrinos, Martín y
Alonso, nunca salió de los límites de su ciudad ni
siquiera en vacaciones.
Se requieren investigaciones complementarias que
detallen la naturaleza de su trastorno de doble
personalidad. ¿Por qué esa obsesión bibliográfica
que le ha hecho llenar su domicilio de montañas de
papel, por lo general viejo, con el consiguiente
hedor? Los testimonios recogidos evidencian que pasó
las tres últimas décadas sin un solo libro,
consagrado al estricto cuidado de las cuatro macetas
con geranios que lucían en el pequeño rectángulo de
su balcón. Así un día tras otro, hasta después de la
muerte de su esposa Concepción. Desde su ingreso en
la residencia, su constante petición no es ir más
veces al lavabo, ni un cambio en la dieta, sino el
acceso a la biblioteca a cualquier hora del día.
Biblioteca que encuentra pobremente surtida, según
repite una y otra vez en las instancias que dirige
al órgano directivo competente.
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La quema de los navíos por orden de
Cortés es un mito carente de base
documental
histórica. Sobre este acontecimiento se
tiene constancia de que, poco después de
haberse fundado la Villa Rica de la Vera
Cruz, un grupo de inconformes decidió
regresar a Cuba contra las órdenes de
Cortés, que ordena celebrar un consejo
de guerra presidido por él, el cual
dictaminó severas sentencias contra los
sediciosos. Adicionalmente, como medida
preventiva para futuras conspiraciones,
Cortés mandó barrenar y hundir la mayor
parte de los barcos, así quienes
pudieran pretender la deserción se
vieron obligados a continuar en la
empresa. |
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III
Como no quise seguir los pasos del autor de mis días
como hacedor de retablos, llegó el momento de
abandonar el nido por nuevos horizontes. Podía ir a
Italia, tierra de lances y amoríos, no tan atraído
por los juegos de espada como por las nuevas formas
de la métrica, en especial por una que desde
entonces hace furor, el denominado “soneto”. El
exotismo de las Indias, sin embargo, se impuso. No
porque pensara en ganar encomiendas con miles de
indios ni toneladas del vil metal, sino hechizado
por el sueño de conocer a las amazonas o hallar la
fuente de la eterna juventud. No tanto por mí, sino
por mi padre, al que quisiera eterno como
corresponde a un buen hijo. Me hice a la mar, pues,
hasta la isla de Cuba, donde iba a conocer al osado
capitán que cambiaría mi vida: don Hernando Cortés.
Hicimos amistad, en medio de botellas de vino y una
pelea de gallos, mientras hablábamos, como suelen
hacer los hombres, de lo que dicen y hacen las
mujeres. Aún no sabía que México me aguardaba, pero
no tardaría en averiguarlo.
Estábamos, creo recordar, en Tabasco, cuando se
presentaron unos emisarios del gran Moctezuma.
Querían conocernos, estaba claro. Y trasmitir a su
señor quiénes eran aquellos extranjeros que vestían
trajes metálicos. Cortés, siempre astuto, hizo que
disparáramos una bombarda. Fue un golpe maestro. Sus
rostros, demudados, no podían ocultar el terror ante
un estruendo que parecía salido del pecho iracundo
de algún dios. Para completar la jugada, hicimos que
desfilaran ante ellos unos inmejorables caballos
andaluces, adiestrados para moverse con el ritmo de
los tambores. Solo el cielo sabe lo que aquella
pobre gente creyó ver, pues para ellos nuestros
alazanes eran criaturas tan fantásticas como para
nosotros los pegasos o los unicornios. En sus
tablillas pintaron figuras en la que se reflejaba su
espanto.
—¡Albricias! —chilló Cortés. Así trasmitirán a su
rey que ha de tener cuidado con los hijos de
Castilla.
De cuando en cuando, la gente moza viene a
preguntarme por los hechos y gestas del que fue mi
amigo. Todos esperan que les hable del guerrero
arrogante que fue, como Ulises, fecundo en ardides.
Su sorpresa es mayúscula cuando les cuento que el
señor marqués sabía ser, cuando ello se adecuaba a
sus propósitos, el más humilde de los hijos de Adán.
No se le cayeron los anillos cuando preguntó a los
tlaxcaltecas qué estratagemas acostumbran a utilizar
en la pelea y de dónde podía venir a los castellanos
el más grande perjuicio. Siempre fue muy dado a
aprender cualquier cosa que lo ayudara a mejor
encaminar los asuntos de la guerra y a tomar por
maestro a quien mejor le enseñara, sin poner a su
condición la más pequeña reserva. Así hasta que unos
éxitos demasiado persistentes trastocaron su
entendimiento, haciéndole creer que el Altísimo le
había tocado con el don de la infalibilidad.
IV
El mundo es un pañuelo y un poco sucio a veces. El
juez Santiago Cabrero, un hombre severo recién
retirado de los tribunales, ingresó en la residencia
hace dos semanas. Soltero impenitente, no tenía, al
ser hijo único, ningún pariente que pudiera hacerse
cargo de sus cuidados. Pues bien: ha resultado ser
un antiguo amigo de Francisco, aunque la relación no
debió acabar bien entre ellos porque ambos se miran,
en el comedor, desde el silencio de los viejos
rencores, como si los dos estuvieran de acuerdo en
que todo está ya dicho. Intuyo que el viejo rencor
solo puede deberse a una causa: una mujer.
Tras ofrecerle dos cigarrillos cuando no miraban las
enfermeras, gané su confianza. Me confesó, relajado
por el tabaco, que había conocido a su antiguo amigo
en la Universidad, cuando él proyectaba escribir una
tesis sobre Cortés como edificador de conventos en
la Nueva España. Este detalle, en apariencia
esclarecedor, sugiere más enigmas de los que
resuelve.
—Pero, en las últimas tres décadas, don Francisco ha
permanecido ajeno al mundo de la historiografía.
—Porque descubrió que no tenía bastante talento para
llegar donde quería. Si no podía ser César, tendría
que conformarse con Nada. Siempre pensó que el
término medio era para los mediocres.
—Una pregunta más, don Santiago. Usted ha sido una
gran estrella de la jurisprudencia. ¿Por qué no se
ha casado?
—Eso mejor se lo pregunta a Francisco.
Y añadió un insulto que no me atrevo a reproducir.
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Hernán Cortés, camino de la conquista de
Tenochtitlán, capital del Imperio Mexica
y sede del emperador Moctezuma. |
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V
Agosto de 1519. Sobre el asunto de la quema de las
naves, los cronistas mercenarios han escrito muchas
tonterías. No me quejo, pues a todos nos resulta de
agrado posar ante la diosa de la Fama con nuestro
perfil más heroico. Cortés habría empuñado una tea
para reducir a cenizas, sin delegar en nadie la
tarea, nuestros barcos. Así, la elección no estaría
entre escapar y seguir adelante. Solo podríamos
continuar. Vencer o morir. Vista así la cuestión, ¿a
qué aguafiestas podría interesarle que los navíos,
en realidad, estuvieran ya casi podridos? A
cualquiera con un poco de sentido práctico no se le
ocultaba que invertiríamos menos cuidados en
encallarlos, para después proceder a su desguace,
que en procurar su conservación contra toda
esperanza racional. Solo quedaron tres, los que
estaban en mejores condiciones. Con una astucia
digna de Ulises, nuestro comandante hizo saber que
en ellos podrían marcharse, sin acritud por su
parte, los que no desearan perseverar en nuestra
incierta aventura.
Como la fortaleza del brazo y la agilidad de la
mente no van siempre unidas, más de un cándido creyó
en la buena fe de Cortés, ignorante de que en un
general no hay larga distancia que separe la risa
del cuchillo. El futuro marqués del Valle supo así
cuántos de nosotros no le guardaban la debida
fidelidad. Apuntó sus nombres en su memoria
prodigiosa y procedió, sin retardo, a la ejecución
sumaria de los cabecillas, seguro de exterminar la
rabia si mataba a los perros. No estaba dispuesto a
permitir que un puñado de desertores arribara a Cuba
para dar buena cuenta de sus planes al gobernador
Velázquez, que, de esta forma, sabría que actuaba
por su cuenta con el fin de escatimarle la gloria de
hacer nuevas conquistas. ¡Malhayan los chivatos!,
bramaba, con las venas hinchadas y la mirada
enloquecida, para espanto de los que solo conocíamos
sus maneras suaves.
No obstante, aunque supongamos que las naves
ardieran, ¿qué tendría ello fuera de lo común? Los
conquistadores hicimos lo mismo antes y después cada
vez que existió el peligro de que los hombres
retrocedieran. Aquel era otro mundo, lleno de gentes
extrañas de las que ignorábamos todo. Sin la buena
voluntad de los indios amigos, todos hubiéramos
muerto. Más de una vez me han preguntado si de
verdad les deslumbramos tanto con nuestros caballos,
o con nuestros cañones. ¿De verdad los dioses
nacieron en Extremadura? Han pasado los años y no sé
hasta qué punto pudimos encandilarlos, pero hay un
hecho que no ofrece duda: más les deslumbró saber
que éramos enemigos de sus enemigos. Eso, entonces y
en lo más remoto de los tiempos, cimienta las más
firmes amistades.
VI
Tenía que haber sido un día especial. Y lo fue, solo
que en un sentido muy distinto al esperado. A lo
largo de toda la semana anterior habíamos preparado
todos los detalles para recibir al presidente de la
república mexicana, Álvaro Xotícil, un político
guapo, carismático y reformista al que los chicos de
la prensa llamaban “el Obama azteca”. Los periódicos
decían que era el primer mandatario indígena de su
país, con lo que, de golpe, borraban del pasado a
Benito Juárez. Aunque, bien mirado, no es cuestión
de escandalizarse. ¿Desde cuándo la Historia echa a
perder un buen titular?
Durante su visita oficial a España, Xotícil deseaba
conocer el estilo de vida de la gente común, por lo
que se proyectó una visita a nuestra residencia. Los
guardaespaldas le vigilaban a una distancia
prudente, de forma que no obstaculizaran su contacto
con los ancianos. Porque seamos sinceros: ¿quién
podía esperar que unos jubilados llegaran a amenazar
su integridad física?
Como la edad no había inhibido su coquetería, las
abuelas se habían puesto sus mejores galas para
recibir a aquel buen mozo que, según decían, tenía
una retirada a Ricardo Montalbán. Una le pedía una
fotografía dedicada, otra quería emparejarlo con su
nieta. Esther, antigua militante de un grupo de
solidaridad tercermundista, arrugada por los años,
pero con los ojos aún combativos, miraba de
apartarlas para interesarse por las mujeres de los
pueblos originarios. Con discreción, Francisco de
Talavera se introdujo en el corrillo, se presentó
con voz tenue y extrajo de su bolsillo una pluma
estilográfica, con la que apuntó a la garganta del
mandatario extranjero. Si hacía cualquier gesto, no
dudaría en hundírsela hasta el fondo.
—Ahora eres mío, Moctezuma.
VII
A posteriori, los cronistas dijeron que Cortés no
debió tomar Tenochtitlán al asalto cuando bastaba
rendirla por hambre, de forma que se economiza en
vidas y destrucción. A toro pasado, todos tienen el
remedio oportuno. Mas entonces, en aquella tierra
extraña, inventábamos sobre la marcha las
herramientas que habían de hacernos favoritos de la
fortuna. Unas veces funcionaban. Otras no, como
aquella tan desgraciada catapulta que estuvo a punto
de matar a los nuestros antes que a los súbditos del
gran Moctezuma. Siempre atento a las sutilezas del
que dirán, Cortés hizo público que hacía retirar tan
grande artefacto porque, en nuestra gran piedad, no
pretendíamos acabar tan presto con los mexicas.
Alguien debió creerle, porque hasta la más grande
mentira encuentra quien la suponga verdadera.
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Entrevista de Hernán Cortés con
el emperador Moctezuma. En ella figura
una mujer, Malintzin (o doña Marina),
que hizo las veces de intérprete entre ambos
líderes y que luego el español convertiría en su
primer amor indígena.
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Los días pasaban mientras los indios resistían como
numantinos fieros. Mujeres, niños y ancianos
aportaban sus fuerzas al combate, ocupándose de
cargar las piedras que nos lanzaban sus honderos. De
ser cristianos, hubiéramos dicho que lo suyo no era
terquedad sino verdadero heroísmo. En nuestra
España, no faltan los doctores que aseguran, sin el
esfuerzo de visitar estas tierras, que todas estas
gentes son como criaturas de peño, a los que debemos
amparar bajo la luz de la caridad cristiana.
Pues bien: yo digo que ni en Italia, ni en Francia,
ni en Flandes, ni en Alemania, ni en la cálida
África donde se combate al infiel, se han visto
enemigos más avispados. Como no tardaron en darse
cuenta de que las balas de nuestra artillería iban
en línea recta, aprendieron a esquivarlas con sus
correrías en diagonal. En la corte se ha extendido
la especie de que nos consideraban dioses, por lo
que, en realidad, no habríamos tenido que pelear
gran cosa. Sobre lo primero, nada certifico; más
acerca de lo segundo, sólo puedo maldecir a los
inventores de infundios de siempre. Se vuelven de
las Indias y, como en Valladolid o dondequiera que
ande Su Majestad no hay nadie para desacreditar las
fabulaciones de su boca, creen poder engatusar a los
inocentes con el mentido certificado del “yo lo vi”.
¡Que lo nuestro fue poca cosa! El hijo de mi madre,
sépanlo todos, estuvo en cincuenta y tres batallas,
más de las que combatió Julio César.
Los nuestros, entre tanto, aguantaban con estoicismo
cualquier daño, mientras el veneno de la guerra
sumía algunos corazones en las regiones más oscuras
del alma. Para algunos, la pelea llevaba a la
degollina y la degollina a un placer apenas
disimulado. Como si la muerte, sobre todo la ajena,
ejerciera una fascinación erótica sobre aquellos
hombres rudos, para los que matar se había
convertido en una función más del cuerpo, como la
digestión del estómago o la respiración de los
pulmones. La misma sonrisa que uno tiene en la
intimidad con una dama aparecía en el rostro de
aquellos émulos del Cid cada vez que empuñaban sus
espadas enrojecidas. No desconocían que el oro y la
fama se medían por el número de indios muertos.
Cortés, mientras tanto, no dejaba de arengarnos para
que nos batiéramos sin contemplaciones.
—Sacadles las entrañas de un solo tajo.
Los indios nos transmitirían la honda impresión que
les causaban las mortíferas hendiduras de nuestras
tizonas. De una certera dentellada, la víctima veía
su brazo amputado sin saber de dónde le venía
padecimiento mayor: si del insufrible dolor físico o
del terror de presenciar lo inconcebible, fruto de
la destreza de aquellos hombres metálicos en manejar
semejantes herramientas desconocidas e infernales
contra las que ellos solo podían oponer muy débil
protección. Al verse mutilados, erraban sin saber
adónde ir, sin nadie que les ofreciera amparo y,
menos, cauterizara la herida. No tardaban en
desangrarse y caer desplomados. Todavía, de cuando
en cuando, escucho con claridad sus gritos en mis
pesadillas.
Cortés podía olvidar los mandamientos de la caridad
por unos más imperativos, los de la guerra. Mas
sabía mantener, por sorprendente que parezca, el
espíritu ecuánime, seguro de que la guerra no es más
que la continuación de la política por otros medios,
de forma que las armas han de subordinarse al
designio superior de la estrategia. Por eso,
procuraba conservar la claridad de su juicio sin que
la enturbiaran los ardores excesivos del corazón.
Como si diera a entender que el combate es un
negocio, no algo personal. Y eso, en medio de la
batalla, equivale a la corta distancia que separa la
vida de la muerte. Porque si infundes un saludable
pavor a tus contrarios, sin duda se verán
disminuidos en su capacidad para procurar tu
perjuicio.
Los cronistas han gastado tinta en hablar de
nuestras armas y de nuestros caballos, pero ni las
bestias ni las espadas o los cañones tenían valor
por sí mismos sino como instrumentos para infundir
el miedo, nuestro gran aliado. O eso creíamos
nosotros, porque a todos nos lisonjea suponer que
gozamos de omnipotencia, por más que el cura nos
recuerde que ese es un privilegio a Dios reservado
en exclusiva. Éramos jóvenes y fuertes, jóvenes y
atrevidos, jóvenes y presuntuosos. El universo
entero hubiera caído postrado ante nuestros pies con
solo desearlo. Ahora, decir esto parece el desvarío
de unos inconscientes enloquecidos por la soberbia.
Mas… ¿cómo habríamos de sentir otra cosa cuando la
voluntad de unos pocos españoles doblegaba la de un
reino tan vasto y un tan grande monarca?
VIII
Bien está lo que bien acaba. Álvaro Xotícil parecía
un guaperas simpático, pero en aquel momento
decisivo mostró a todos de qué pasta están hechos
los verdaderos líderes. Otro se habría puesto a
sudar. Incluso habría dejado escapar un abundante
lloro si es que no se lo hacía en los pantalones. De
su boca, en cambio, solo brotaron tres palabras
enérgicas.
—Tranquilos. Es solo un viejo.
Eso bastó para detener a sus guardaespaldas,
dispuestos a hacer estallar de un disparo la cabeza
de Francisco. Tras cuatro minutos interminables, el
pobre anciano empezó a farfullar. Sus músculos se
destensaban. Xotícil hubiera podido evadirse
entonces. Prefirió esperar unos segundos más y dejar
que la naturaleza siguiera su curso: el secuestrador
se durmió y hubiera caído redondo sobre la moqueta
si el señor presidente, rápido de reflejos, no lo
hubiera impedido con un movimiento que denotaba una
compasión profunda.
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Escena de la batalla definitiva. Muchas
de las
batallas que se libraron entre los mexicas y los españoles ocurrieron
mayormente en las ciudades de Cempoala,
Texcoco y Tlaxcala. Pero la
confrontación que supuso la caída del
Imperio Azteca tuvo como escenario
Tenochtitlán en 1521. |
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IX
Ya es hora de decirlo. Si algún pecado distinguió al
muy valeroso don Hernando Cortés, ese fue la
soberbia. Acompañada, claro está, de la cólera.
Poseía talentos incomparables y la ambición
desmedida del que quiere ser demasiado. Más de una
vez me hirió con su condescendencia, o con la
minusvaloración de mis saberes. Como cuando no pude
convencerle de que la proporción áurea era cosa de
Vitrubio y no de Ptolomeo. Pero era mi amigo, le
amaba y no permitía que en ninguna balanza pesaran
más sus yerros. Ahora, próximo ya a rendir mi alma,
aún echo de menos nuestras prolongadísimas charlas
en las noches de insomnio frente a Tenochtitlán, en
las que disputábamos sobre la superioridad de los
antiguos o de los modernos. Él tenía grandes
conocimientos, mas peroraba con tal seguridad que
los poco avisados no le hubieran tomado por
bachiller sino por el mismísimo doctor Angélico.
Siempre estuvo convencido de que, antes o después,
encontraría la forma para domesticar a la fortuna y,
sobre todo, a la fama.
—Nunca se vio sitio tan fiero desde que el césar
Tito, al frente de sus invictas legiones, ganara
Jerusalén.
—No te pongas estupendo, Hernando —le repliqué
paródico, como siempre hacía cuando le daba por
citar hazañas de los romanos.
—No es por vanidad, Francisco, pero nuestra gesta
sobrepasará las de Alejandros, Pirros, Aníbales y
Césares.
— Loor a Cortés el Magno.
A ningún otro de sus capitanes le permitía hablar
con la misma confianza. Porque, lúcido como siempre
fue, sabía que un poco de ironía le ayudaba a no
despeñarse por el feo vicio de la presunción, al que
tanto le inclinaba su natural. Había leído algunos
libros de Historia y no quería acabar como tantos
aspirantes a generales que, a la hora de medirse con
el enemigo, no pasaban de tamborileros. Pero,
precisamente porque tenía libertad de palabra, mi
conciencia me empujaba a no desaprovecharla con
silencios cobardes.
—Está muriendo mucha gente. Tantos miles de indios
en estado tan lastimoso mueven a piedad.
Puso el gesto que delataba cuando sufría una punzada
en su conciencia.
—La gloria tiene su precio, Francisco. Me veo
forzado a la severidad.
—Lo comprendo. Pero más nos vale que los futuros
historiadores encuentren mejores en alguna cosa
nuestras conquistas a las de los paganos de lengua
griega o latina.
De cuando en cuando le hablaba así, en términos
floridos, para que no olvidara que, si él tenía
estudios, yo también. Y algunos más.
—Primero tenemos que ganar. Después, como quiere
Nuestro Señor Jesucristo, seremos compasivos con los
que todavía no conocen su luz.
—Sí, pero, a este paso, no quedaran indios que
labren nuestras encomiendas ni extraigan el oro para
el quinto del Rey.
—Primero, vencer.
Cuando se le tensaban las venas de su cuello, sabía
que la conversación había acabado.
Abatida la capital de Moctezuma, nuestra
preocupación primera fue elevar al cielo nuestra
gratitud infinita. Algunos de los nuestros habían
pasado a las Indias solo por el oro, pero otros,
como el heroico don Hernando Cortés, no se
conformaban con un motivo tan bajo y vil, sino que
procuraban dilatar las tierras de su Rey y el
imperio de nuestra religión. Eso no quiere decir,
evidente es decirlo, que estuviéramos hechos de la
misma madera que la de los santos.
Decía nuestro amigo Díaz del Castillo que nuestro
comandante no conocía el reposo. Tenía razón. Pudo
retirarse, después de su simpar victoria, a llevar
una vida regalada, más ese era un oxímoron que le
desplacía en sus fibras más íntimas, pues estaba
convencido de que a este valle de lágrimas venimos a
acometer esfuerzos. Cuanto más dignos de Hércules
son los trabajos, más gloria. Así de simple.
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X
Despertó tras doce horas de profundo sueño sin
recordar un ápice del incidente. Francisco de
Talavera nos miraba extrañado, circunspecto,
mientras reprimía sus ganas de preguntar qué hacía
un hombre con metralleta custodiando la puerta de su
habitación. El juez Santiago Cabrero, su antiguo
amigo de juventud, me dijo que siempre fue un
chiflado y moriría con tal.
—Un puto Sheldon Cooper, eso es lo que es.
La Wikipedia me desveló el significado de sus
palabras. Nuestro hombre adolecía, en efecto, de un
temperamento obsesivo, hasta el punto de que su
verdadera vida se hallaba entre las páginas de sus
libros, no en una realidad hecha de horarios y
reglamentaciones. Le mostré las cuartillas de su
autobiografía supuesta.
—Estas son las páginas de su libro, don Francisco.
Sobre cuando estuvo en las Indias con Hernán Cortés.
Me miró como si me hubiera querido reír de él.
—Mi nombre es Francisco de Talavera, jovencito. Y,
para que lo sepa, no estoy tan loco como para creer
que he estado en la conquista de México.
Murió al día siguiente. En paz. No sin antes llamar
al juez Cabrero para decirle que él podía haber
tenido a las meretrices más caras, pero ninguna de
ellas, estaba seguro, le había acurrucado jamás con
la ternura de su Concepción. |
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Francisco Martínez Hoyos
(Barcelona, 1972). Doctor en
Historia por la Universidad
de Barcelona. Ha estudiado a
fondo el cristianismo
progresista bajo el
franquismo y dedicado varios
trabajos a la historia de
América Latina.
Entre su cada vez más
ampliado listado de títulos
de obras, podemos citar
La cruz y el martillo.
Alfonso Comín y los
comunistas cristianos
(Ediciones Rubeo, 2009), Francisco
de Miranda, el eterno
revolucionario
(Editorial Arpegio, 2012),
Breve Historia de Hernán
Cortés (Nowtilus, 2014),
Breve Historia de la
Revolución Mexicana (Nowtilus,
2015), El indigenismo.
Desde 1492 hasta la
actualidad (Editorial
Cátedra, 2018), Che
Guevara. Biografía
(Editorial Renacimiento,
2020) y el Rey de
América. John F. Kennedy,
vencedor de la esperanza
(Guillermo Escolar, Editor,
2023).
Es articulista y crítico de
libros en las revistas
“Historia y Vida”
y
“El
Ciervo”,
y, como creador literario,
ha
publicado relatos cortos en
antologías como
Perversidades: Cuento al
Filo (Ediciones Rubeo,
2015).
El
que tiene por título El misterio inexistente de JFK
está disponible para
nuestros lectores en
Tribuna Invitada
.
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. eDICIÓN NO VENAL. Sección 1. Página 4. Año XVII. II Época. Número 100.
Abril-Junio 2018. Actualizado: 1 Junio 2024. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2018 Francisco Martínez Hoyos. © Las imágenes incluidas en esta publicación se usan exclusivamente como ilustraciones del texto.
Los derechos que pudieran concurrir sobre ellas corresponden en exclusiva a su(s) creador(es). Depósito Legal MA-265-2010.
© 2002-2018 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3. 29.730. Rincón de la Victoria (Málaga).
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