LAURA REGRESA A casa, a su casa, a esa casa en la
que vive desde hace ya veinte años; en la que
trabaja desde que se acabó su viaje de bodas, en la
que ha pasado cada una de las noches de todos y cada
uno de esos días.
Laura regresa a casa buscando entre sus recuerdos
uno solo que la empuje hacia delante, que la ayude a
continuar por esa calle que la conduce hacia su
casa. Desde que nació María, no ha tenido un solo
instante de sosiego, de tranquilidad. No ha habido
una mirada dulce, una pregunta desinteresada. Desde
que nació María, su hija mayor, ella ha estado cada
vez más sola. El único refugio fue su madre, y
terminó cuando murió. Sus hermanos no quieren saber
nada, si acaso acercarse a ella cada vez que la
necesitan para algo. Se ve como instrumento,
incluso, de su propia familia. Y él sigue ahí.
Laura sabe que tarde o temprano acabará todo. Casi
desea que llegue pronto ese momento, en cuanto sus
hijos sean capaces de desenvolverse solos, en cuanto
ya no la necesiten. Ahora los ha de cuidar, de
alimentar, de mimar, de proteger. Tiene que acabar
de criarlos. Ellos son la única causa, el único
motivo que la empuja a seguir acercándose al número
nueve de esa calle que acaba de tomar.
Instintivamente se lleva la mano al bolsillo del
pantalón buscando las llaves. Duele, pero es
soportable. Ella se ha habituado a convivir con el
dolor físico, con el de las magulladuras, con el de
los golpes. La sangre no duele, los cardenales
tampoco. Duele el alma, duele el corazón, duelen las
respuestas no dadas, las preguntas no contestadas.
Duele la indiferencia de los otros, las miradas de
lástima, la incomprensión, la mala suerte, la
culpabilidad de quien recibe los palos. La sangre,
los cardenales, esos no duelen.
Y le ha dicho el cura, Don Pablo, que Dios nos
prueba a todos a lo largo de la vida, que a cada uno
lo prueba de una forma diferente, que a ella le ha
tocado esa, pero a otros los prueba con
enfermedades, con la muerte de sus hijos. Que
resignación, hija mía, resignación y alegría, que
estamos en un mundo de paso, que nos aguarda la vida
eterna, y hemos de vivir esperando llegar a ella,
con el alma preparada para que Dios nos acoja en su
seno. Que resignación, hija mía. Laura llora en el
confesionario como una Magdalena. Sus lágrimas se
mezclan con su desesperación, con su incredulidad,
con su resignación. Laura llora sin comprender el
porqué, el para qué, pero algo habrá hecho ella para
vivir así, bajo la atenta mirada de Dios, que no
hace nada para evitar los golpes, las violaciones,
las humillaciones, las vejaciones. ¿Por qué tiene
que probarla a ella de esa forma? ¿Quién es Dios
para someterla a tales situaciones? Resignación,
hija mía. Y no peques ni de pensamiento, ni de
palabra, ni de obra. Ahora va a resultar que él es
un ángel enviado por Dios para probarla.
El médico le ha dicho que si quiere que lo denuncie,
que él le dará todos los certificados que necesite,
pero que se decida ya, y cuando lo haga que piense
en sus hijos, que él está ahí para curarla cuantas
veces acuda a su consulta, pero que es ella quien
recibe los palos, que cualquier día le va a dar uno
en un mal sitio y la va a matar. Que ella verá.
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Imagen: Idea,
realización y digitalización de Andrea Felipe Morales. |
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Laura tiene cinco hijos, dos hembras y tres varones.
María fue buscada, los demás llegaron uno detrás de
otro hasta que se quedó seca, tras aquel aborto.
Todos miraron para otro lado. La huella de la bota
estaba bien marcada en su vientre. Ella dijo que
resbaló en el patio de la casa, que gracias a que
acababa de llegar él no murió allí mismo, y todos se
miraron unos a otros, y callaron. Él también calló.
Estaba de siete meses, y el feto murió a causa del
golpe recibido; a la criaturita le había cogido la
cabeza y le había explotado como un globo. Hubo que
vaciarla entera. Ya no tendría más hijos. A él no le
importó demasiado. El cabo de la guardia civil le
advirtió de que la próxima vez tendría problemas.
Suerte que su mujer era una bendita y no quiso decir
nada. Él bebía más de la cuenta, y eso justificaba
muchas cosas ante todos, también ante él mismo.
Aquella mañana no había vuelto a casa. Laura almorzó
sola, los niños se habían ido a la calle. Cuando
llegó él, se sentó a comer. Ella puso la olla a
calentar. Al volverse sintió un golpe en el vientre.
Él no podía tolerar que no lo aguardara con la
comida caliente. La patada la arrojó de espaldas
sobre la hornilla, volcando sobre su cuerpo las
lentejas que estaban puestas en el fuego. Él se dio
la vuelta y regresó al comedor, a esperar, ahora sí,
a que Laura le sirviera su almuerzo.
Sólo sus hijos la empujaban hacia la puerta de su
casa, sólo ellos le ofrecían un motivo para
introducir la llave en la cerradura y girarla.
¿Habría otras salidas, otras soluciones?
Es un pueblo pequeño, aquí todos nos conocemos, y
conocemos a nuestros padres, y a los abuelos. Todo
el mundo sabe todo de todos. Es difícil engañar a
nadie, es complicado aparentar lo que no se es, o lo
que los demás no quieren que sea. En este pueblo,
como en todos los pueblos, la vida de cada cual
puede doblar las esquinas y acabar en los corros en
cualquier momento. El señorito es respetado; el
cacique, envidiado, y los demás a esperar lo que
Dios quiera. Cuando alguien muere, acude todo el
pueblo al entierro, pero si se ha suicidado, cosa
que últimamente ocurre con mucha frecuencia, sólo
acuden la familia y los más allegados. Después lo
entierran al otro lado de la tapia del cementerio,
en un apartado para los que no han muerto
cristianamente, a ver si Dios los perdona algún día,
cosa que por ahora está bastante difícil, porque,
con las cosas que están pasando en el mundo, Dios
debe de tener ocupaciones más importantes que
atender que perdonar a los que se ahorcan aquí, en
este pueblo. Además, el cura no pone mucho de su
parte para que eso sea así. Don Pablo se limita a
cumplir con su trabajo, y, como últimamente, tiene
más del que está acostumbrado, ha recortado bastante
en los sermones, y sólo busca culpables, sólo nos
culpa a nosotros de las desgracias que ocurren, y
eso que estamos ahí, en la misa, que si no fuera
así, difícilmente nos ampararía el Señor. A Don
Pablo no le ha gustado mucho este último muerto. Un
padre de familia, con cinco hijos que criar, cinco
bocas que alimentar. Y una mujer, a la que deja
viuda. Ahora tendrá que sacar la casa para adelante
ella sola. El cura ha hablado bien del muerto. De
todos los muertos hay que hablar bien, porque ya no
pueden hacer nada. Y mientras hablaba bien de él, la
gente miraba a la viuda, no sabían muy bien si
consolarla o callar. Ella, de negro íntegramente, se
limita a callar. Nadie le ha visto soltar ni una
sola lágrima. Seria, altiva, de negro, en la primera
fila, junto al féretro de su difunto esposo. Cuando
el cura le ha echado el agua bendita al sarcófago,
ella lo ha mirado, en silencio. Sólo lo ha mirado
esa vez. Después ha tomado la mano de María, que es
la única hija que la acompaña, y ha salido de la
iglesia. Seria, muy seria. En su rostro todavía se
puede ver un pequeño corte junto al labio. El resto
de señales han sido ocultadas tras una capa de
pintura, incluso las que le salen del alma. La gente
se le aproxima para darle el pésame. Laura calla, se
deja besar, aguarda a que termine la ceremonia, la
absurda ceremonia. Después marcha hasta el
cementerio. Allí va el cadáver casi en soledad. Ocho
o diez hombres acompañan al difunto. La viuda y
María quieren ir al cementerio, a pesar de que algún
alma caritativa le sugiere que deje a los hombres
hacer su trabajo. No. Ella ha de ir; sus ojos han de
ver cómo meten el cuerpo de su marido en la tierra,
cómo las paladas de polvo van cayendo sobre la
madera, sus oídos han de escuchar el sonido seco de
la tierra golpear primero contra la tapa, después
contra ella misma. Laura desea comprobar por ella
misma que él queda sepultado bajo el suelo que un
día lo vio nacer. Antes de que las cuerdas
desciendan el ataúd al hoyo, alguien arranca el
crucifijo de la tapa y lo entrega a la viuda.
Pregunta a la mujer que si desea verlo por última
vez, a lo que ella accede. Durante unos instantes su
mirada se clava en los párpados cerrados de él, en
su boca cerrada y atada con un pañuelo. Casi siente
pena por ese cuerpo que ya no volverá a ver nunca
más, por esas manos que ya no la volverán a golpear
jamás, por esa boca que no insultará a nadie, a
nadie, a ella tampoco, casi siente lástima por no
poder decirle todo lo que siente en ese instante, y
no es alegría, es un vacío doloroso, una amargura
que le sube desde el estómago hasta la boca, pero
también es una tranquilidad, una paz desconocida.
María, junto a ella, mira y calla. La niña, con
quince años, aprieta los labios hasta hacerlos
temblar. No quiere llorar. Su madre le ha dicho que
no quiere ver una sola lágrima en público. Cuando
estén en casa, solas, ya harán lo que tengan que
hacer, pero en público, ni una sola lágrima. María
calla, mira el rostro del padre y después dirige los
ojos hacia la madre, quien a su vez ordena el cierre
del féretro. Y las dos mujeres quedan quietas, allí,
al borde del hoyo que poco a poco se va llenando de
tierra. Cuando todo acaba, se marchan hacia la casa,
hacia el número nueve. Allí se quedarán encerradas
durante unos días.
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Imagen: Idea,
realización y digitalización de Andrea Felipe Morales. |
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Lo van preparando todo. Las maletas, los hatillos;
sólo se llevarán lo imprescindible, la ropa y el
poco dinero que Laura ha podido ahorrar a lo largo
de los años, a espaldas de su marido, quien no era
capaz de juntar dos pesetas.
Madrid está lejos, muy lejos. Quienes han ido han
tardado mucho en volver; algunos, incluso, ni han
vuelto. Debe estar muy lejos del pueblo. Muchas
horas de tren desde la estación; dos transbordos;
mucha vía. El tren pasa a las cinco de la mañana.
Para solamente unos minutos. Es de noche, y la mujer
sale de su casa, casi furtivamente. María lleva de
la mano a un hermano; en los brazos de Laura duerme
la más pequeña. Todos cargan algún bulto con las
pocas cosas que se llevan. Es de noche y tiene la
sensación de que huye, de que se escapa. El aire
fresco le golpea el rostro. Caminan en silencio,
casi en fila por la calle de la estación. Esperarán
a que llegue el correo. Se marchan a vivir a Madrid,
a trabajar, a levantar de nuevo la familia, su nueva
familia, ya libre de miedos, de llantos, de
silencios largos como el dolor.
En el andén, los niños están dormitando en el banco
que hay bajo la farola. Ella mira hacia el lugar por
donde ha de aparecer la máquina. Trae retraso. No le
importa, a Laura no le importa esperar. Ya no tiene
prisa. La mente le vuela. Hace apenas dos semanas
hubiera ansiado la llegada del tren, escondida tras
alguna esquina. Hoy no, hoy no tiene prisa, y se
marcha, ante todos sus paisanos que ahora siguen
durmiendo. Mañana hablarán de ella, algunos hasta le
tendrán lástima. Pobres gentes. Y una lágrima le cae
rodando por la mejilla. Ahora sí le da rienda suelta
a esa presión que la ha martirizado desde que abrió
la puerta con aquella llave. Cómo pudo ser capaz.
Él, tan macho, tan arrogante, de violar a su propia
hija. A ella la podía matar, pero a la niña, a su
María, que tanto y tanto la había querido desde
niña, que era su debilidad. Mentira, todo mentira,
egoísmo, cinismo. Había hecho muy bien el papel de
cara a la calle. La niña llevaba tiempo huyendo del
padre. Ella no se percibió de nada hasta que
descubrió al padre con la chiquilla, llorosa,
gimiendo impotente ante lo que le estaba ocurriendo.
Los demás estaban en la calle. Él había golpeado un
rato antes a la madre hasta hacerla huir de la casa,
acabó en la iglesia, en el confesionario.
Resignación, hija mía, resignación. Dios sabe lo que
hace. La niña regresó en mal momento. Él sólo tuvo
que usar la fuerza, su fuerza. Ella había huido
hasta ese momento de las caricias de su padre, pero
el miedo le había hecho callar, el miedo y las
amenazas —si dices algo, mataré a tu madre y a tus
hermanos—. Y ella callaba una y otra vez. Pero nunca
había llegado tan lejos. La puerta se abrió. Laura
no aguantó un minuto más. Golpeó a su esposo, a su
marido, al padre de sus hijos y de sus hijas lo más
fuerte que pudo, sólo una vez, con toda la rabia,
con toda la pecaminosa ira que pudo, con todas las
fuerzas que Dios le dio. Como pudieron, madre e hija
subieron el cuerpo del hombre hasta las cámaras de
la casa. Un hilo de sangre marcaba el trayecto que
habían seguido. Pesaba, pero no estaba muerto,
todavía no estaba muerto. A ella no se le había
ocurrido nunca matarlo, pero lo que le acababa de
hacer a la niña era demasiado hasta para lo más
sagrado. Una vez en la cámara, lo sentaron en un
rincón. Ella echó a María de allí y cerró la puerta,
cogió la escopeta de caza, descalzó a su marido de
un pie y le disparó tan cerca como pudo. Su muerte
había sido fruto de una locura momentánea, producida
por el alcohol. Así lo certificó el médico, así lo
aceptaron el juez y el cabo de la guardia civil. A
Don Pablo, el cura, no le gustó el muerto, pero no
dijo nada. La confesión y sus secretos son una cosa
muy seria, y él aguardaría. Pero Laura jamás
volvería a pasar por allí, ni por ningún otro
confesionario.
El tren se escuchó a lo lejos. Pronto subirían y se
irían a otro lugar, a donde nadie los conocería, a
donde nadie les preguntaría, ni les diría, a donde
podrían comenzar una nueva vida, casi desde cero.
Porque, al fin y al cabo, la sangre no duele, ni los
cardenales tampoco; duele la indiferencia de quienes
han de estar ahí para cuando los necesitemos, duele
el silencio ante la humillación, pero todas las
heridas cicatrizan, hasta las de la vida, aunque
nunca se olviden.
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