SI YO NO HICIERA MÁS que remar, todo el tiempo,
menos que en veces duermo, le digo bien que me hago
el lago completito en una semana, con sus domingos.
Pero desde que no soy na tonto, le ando dando
vueltas para ir pescando justito el alimento que
necesito, y así, los peces, que ya me conocen a mí y
a mi dalcafote, se van distrayendo, que si no, están
avisados y no pican. Por eso le doy las vueltas al
lago, y pa seguir a algunos que van cambiando el
sitio en lo que cambian las corrientes y los tiempos
del cielo mismo. Que por mí, si no me aburriera
tanto, me quedo siempre donde mismo pa el Mulhuén,
que fue donde yo le nací. En vez que me hago unas
diez vueltas del lago desde que deshuevan las
huepilpuyes a que lo hacen de nuevo.
En una de esas, que voy entrando pal lado Huillihue,
donde el huinca hizo su ciudad de Villarrica, estaba
echando la línea pa la pesca, así cerca de la
orilla, pero, como todavía era el tiempo del apareo
de los puyes, había que tener cuidado de elegir
donde están los truchones más viejos, que ya no
tiran, y andaba yo en ese tanteo cerquita del
muelle, temprano por la mañana, y me extraña, y me
digo entre mi: «¿Que hace un turista tan madrugao en
la playa?». Y como es turista, y no me conoce de na,
me grita de la orilla:
—¿Cuánto por llevarme a dar una vuelta en su bote?
Y yo, que no soy como los otros del sector, que
ayudan al turista a ensuciar el lago y viven por
dinero nada más, lo ignoré, mejor. Pero el hombre,
porfiado, otra vez me hablo fuerte de la orilla:
—¡Amigo! ¡Eyyyy! ¡Es con usté! —me llamaba de nuevo.
Y como no paraba, me ganó la molestia, y le dije:
—¡No llevo turistas! —bien parao que se lo dije, y
con mirada orgullosa, pa que no creyera que era por
decir solamente. Y usté a lo mejor no me va a creer,
pero paraíto que me salió el turista, y me habla de
nuevo, y bien orgulloso también:
—¡Ah, güeno! ¡Acaso querís no más! Si era por
conocer el lago que lo decía. —Y me dio el medio
lado, así, y partió caminando con las manos metidas
en los bolsillos.
Cuando yo nací, de tanto que gritaba y tan terco que
fui, mi papá me puso por nombre “Panculñaupén”, que
quiere decir, pa que usté sepa: «El cachorro del
puma que ruge». Después que crecí, y cuando ya era
jovencito, quería no más hacer lo que me venía en
gana, y le gritaba a mi mamita y a mi papá, y como
ya tenía la voz gruesa, mi papá me decía
"Panguiñaupén", o sea el maullido del puma, y me
daba un manotazo y me enseñaba a ir derechito. Y así
fue que soy orgulloso, y no me gusta que me lleven
la de ganar, y por eso me dio la furia y le grité al
turista:
—¿Que querís conocer el lago? ¡Yo te voy a llevar a
conocer el lago! Ven. Sube —y le acerqué el bote pa
que subiera, por puro desafío no más. Para que
supiera que yo era el que mandaba; además, en lo que
estuvo sentado en la proa le mire en los ojos, y le
lancé:
—¿Cómo te llamái?
—Valentín Noheque —me dijo, que no le entendí, pero
como soy orgulloso, no le insistí, y pa lo que
importaba, con decirle don Valentín, estaba bien. Y
entonces que él me pregunta a lo mismo:
—¿Y vos?
Y como él me dio su nombre chileno, y yo soy
orgulloso, pero no soy descortés, también le di mi
nombre de chileno:
—Manolo Panguiñaupén pa usté —le dije. ¿Y me creerá
usté que me pasó la mano, y me respondió:
—Mucho gusto? Pueh así no más fue.
Cuando fui a darle la mano, pensé que tendría una
mano así de huinca: flaca y como saquito de hueso,
que se agarra como pajarito cuando la da. Pero no
era así. Tenía la mano tan gruesa como la misma mía,
y me agarró como cuando se pesca el remo en la
tormenta que lo tironea a uno. Era como una mano de
ñipa, dura, y recordé las manos de mi papá cuando me
agarraba del cogote y me apretaba contra su cuerpo
tan grande, cuando yo era un guainita.
Después de que estuvo arriba y nos saludamos, y nos
dimos los nobres como ha de ser de cortesía, me dijo
mirando de frente a los ojos, y no huidizo como mira
el huinca, aunque yo le miraba con dureza:
—¿Cuánto me va a cobrar por mostrarme el lago,
amigo?
—Ya le dije que no llevo turistas —le respondí—. No
le voy a cobrar na por mostrarle el lago si usté lo
quiere conocer, porque el lago no es na mío, y no
puedo andar cobrando por lo que es de todos.
—Pero el bote es suyo, puh iñor —insistió, y no me
quitaba la mirada de los ojos, tanto que lo calibré
que era bien hombre, como el mapuche—, y usted me
está haciendo un servicio, y eso se debe pagar.
—No —le respondí yo—. Yo no recibo dinero porque mi
trabajo no es mostrar el lago, en primer lugar, y en
segundo, porque no uso dinero.
Ahí fue la primera ocasión que lo sorprendí: Porque
no entendió que uno no usara dinero, y puso una cara
como así, y los ojos le quedaron redonditos al medio
de lo blanco. También noté con esa expresión que la
cara de él era como de ver un calquín, con esa
mirada firme cuando baja a buscar un puye, y eriza
el plumaje del copete, y columpia las patas, que
apenas rozan el agua y sacan el pescao pa fuera,
remontando el vuelo de nuevo. Y pa mí me dije:
«Valentín Calquín», y endilgué aguas adentro.
—¿Y cómo compra las cosas de comer, y todo eso? —me
dijo sorprendido.
—No compro nunca —le respondí—; en el lago y la
ribera hay de todo. Pa comer, vivir tranquilo y
tener la felicidad. Así vivía el picunche, el
mapuche, el huilliche y el pehuenche, y antes el
reche, y primero que nadie el imbunche. Y tuvo que
llegar el huinca, y tuvo que hacer al chileno, y
entonces hubo dinero y todo lo demás que no sirve
sino pa estorbar al hombre que vivía tranquilo.
—Pero y la ropa, y los aparejos para la pesca, y el
bote... no se qué más pueda ser —me dijo—, pero hay
cosas que tiene que obtener de otros.
—Ahí lo cambio por pescado —le dije.
Y recordé cuando murió mi taita, que me quedé solo,
y me obligaron a sepultarlo en un cementerio. Ahí sí
fue difícil. Ni siquiera tenía nombre de chileno, ni
certificados. No tenía nada. ¡Y cómo se me exigía
que lo hiciera chileno pa enterrarlo! «¿Cómo se
llama el difunto?», me preguntaron. Yo le decía
taita, no más; pero recordé que mi mamita lo mentaba
«Guallipén», y así lo dije. «Nombre de pila», me
insistió la mujer que daba los permisos de
sepultación. Y como no supe qué nombre decir, le di
el nombre del día: «Domingo». Pero como no tenía
cédula de identidad, ni certificado de haber nacido
ni nada, fue el tremendo lío. A las finales, que mi
taita pa ser sepultado, tuve que hacerme chileno yo,
y ponerme un nombre de pila, además inscribirme como
nacido de padres desconocidos. Así fue que no pude
llamarme «Panguiñaupén», que era mi nombre, sino
que, de nuevo, la señora insistió que tenía que
tener nombre de pila, y como no se me vino ni uno,
un guailén que había detrás de ella dijo: «Manolo.
Pónele Manolo y no huevéis más». Finalmente me llamé
Manolo Panguiñaupén Panguiñaupén, porque ya iba a
molestar con que eran dos los apellidos necesarios.
«Como no le vai a poner Hideputa, repítele, que es
lo mismo», dijo el de detrás, y los dos se rieron
mucho. Por mí, yo escupí un gargajo en el suelo y lo
pisé, sin decir nada. Y, a la final, inscribí a mi
taita como hijo mío, y resultó que pa los huincas mi
taita nació, murió y se le sepultó el mismo día. Y
digo yo, menos mal que no había un cura, que lo
hiciera católico, o evangélico. Y entonces, cuando
me cobraron los trámites y supieron que no tenía
plata, y vuelta con el trámite de indigencia ahora.
Y cuando le conté todo esto, se quedó pensativo un
buen rato, y después me dijo:
—Pero entonces usted es un ermitaño. Vive a su
manera, y no le interesa el trato con la gente.
Tenía razón el Calquín. Nunca hablé más de lo
necesario con nadie, y al chileno lo despreciaba. Al
mapuche lo decía vendido al huinca, y lo encontraba
pichiruche. A los pescadores del lago los decía
vendidos al turista, y ni mujer tenía siquiera.
—No soy ermitaño —le respondí—, soy feliz. Tengo
todo lo que necesito, y no ando envidiando a nadie.
Vivo del lago como los pajaritos, los peces y los
animalitos. Los respeto a ellos y ellos a mí. Nunca
saco los puyes que no voy a comer, y dejo tranquilos
los huepilpuyí y los puye cuando es el apareo.
Tampoco molesto a nadie en la orilla.
—Eso está bien —me dijo mirándome fijo—, ojalá todos
fueran así como usted dice. Y comprendo, ahora, por
qué no le gustan los turistas. Pero ha de ser
difícil vivir así, como usted.
Para mí no era difícil, porque yo había nacido ahí
mismo. Mi mamita me parió en el bote, y mi taita le
ayudó. Nunca he conocido otra vida que esta. Yo sé,
por ejemplo, por la onda que hace el agua, cuándo se
viene el temporal, o si va a haber sol. Mirando el
rastro de los coyuyo del fondo, yo le digo pa qué
lado andan los peces. Pero vino una vez un señor que
metió una barca con motor, y venía fumando con una
pipa, y un sombrero de marino y lleno de millauchas,
y me dijo: "Y vos, huevón, no sabís ni donde está
metido el lago donde estai viviendo". Y me preguntó
cosas así que yo no pude responder. "¿Sabís donde
está Villarrica?... ¿y Santiago?", y también "¿Y si
no sabís na, cómo querís enseñarme a mí?". Y se
metió con su lanchón por una encrucijada que no
debía y se encalló en la roca, que se hizo así un
agujero donde se le metió el agua, y botó el
combustible y quemó las crías de los peces que lo
respiraron. El daño fue enorme. "¿No le dije que pa
este lado no se podía pasar sin conocer?" le
reproché. Y me fui remando despacito pa la orilla a
buscarle auxilio, que yo no se lo quise dar. La
soberbia del hombre no es na buena.
En todo esto que conversamos, me fui remando
despacito siguiendo el rumbo de los puyes viejos que
no se aparean, y echando la línea. A eso de las
cuatro, que serían, había tomado tres puyes y dos
huepilpuyí de carne rosada, y recogimos la línea
mientras salimos pa la orilla, y llevaba yo unas
papitas que le compartí, y él le sacó la cáscara y,
como yo me las comí así no más, con el pellejo, me
dijo que tenían pelo. Yo pensé que era de broma, y
le dije:
—¿Me está leseando, iñor?; no me he comío ni un
pelo.
Primero me miró serio como lo hacía, que se le veían
como los ojos juntos, como al calquín, y después le
dio la risa, y me explicó que era una forma de decir
que el pellejo era el pelo de la papa. Entonces me
acordé de cuando guaina, que mi taita me vio que me
andaba siempre jugueteando la pichula, y le dijo
entonces a mi mamita que estaría bueno que bajáramos
a Puerto Domínguez, de donde ellos tenían los
conocidos, para que yo le viera el ojo a la papa.
—¿Y ahora, aquí, tan resolo, revolviendo el lago
siempre; cómo le ve el ojo a la papa? —me preguntó.
Y la verdad, que se lo veía poco, y no más
mencionarlo, me acordé de la Antumilla y sentí el
deseo. Tenía los ojos amarillos como el oro y
brillantes como el sol, y se reía como el cuncumén,
y tenía dentro un calor como de un rucapillán, y ahí
me hubiera quedado por siempre. Pero mi taita quiso
volver, y me dijo que me quedara y que tuviera una
familia con la Antumilla, pero no sé en qué, que
eché de menos a mi mamita y me vine. Le pedí a ella
que se viniera conmigo, pero su taita no la dejó. ¿Y
ahora? Ahora no me falta el amor de vez en cuando.
—Entonces nunca ha tenido una familia propia —me
dijo.
—Bueno, la verdad que tengo unos niñitos por ahí,
pero es poco lo que los veo. Es difícil, a como son
ahora las cosas, que la gente quiera vivir así
natural, como yo vivo, y la madre de los pichipeñeñ
le gusta que se eduquen como los huinca, y que sean
más que nosotros, dice ella. Yo le digo que solo les
enseñan a vivir contra la naturaleza. Después se van
a las ciudades, y son como usté, que no conocen ni
el lago, ni el volcán, ni los peces, ni los pájaros.
Y no sacan nada con ser gente buena si no conocen
como respetar del daño a la naturaleza.
Cuando el sol le quedaba por bajar el último cuarto,
llegamos a la orilla. Antes de bajarse el Calquín me
pasó de nuevo la mano, y me dijo:
—Usted nos da una lección de verdad, de cómo debería
ser la vida. Lo malo es que somos muchos para
cambiar, y eso no se va a lograr nunca. —Y me quedó
mirando, que se le veían los ojos más cerca que
nunca uno con el otro, de lo fuerte que me vio. Y yo
le dije que de verdad era así pero que los piojos se
mataban de a uno por uno. Se sonrió y se bajo del
bote. No supe bien que sentí en ese momento, que le
quise hacer un desafío, para ver si era tan hombre
como se había visto, o tal vez eso quería creer yo,
y era que había sido bueno hablar con él. Sin saber
de qué, me quité el sombrero y le grité cuando ya se
iba:
—¡Mañana, a lo que el sol haiga salío, estoy aquí
mesmo! Si gusta sale a la pesca conmigo, pa que vaya
aprendiendo del lago.
Se dio la vuelta y me señeó con la mano abierta, a
la vez que me voceó:
—¡Aquí mismo voy a estar! —Después siguió andando al
hospedaje.
Así me fui bogando despacito por el contorno, y no
sé de qué, me iba como riendo solo, porque me
acordaba de todo lo conversado, y vi que era bueno
cuando uno tiene un compañero, como cuando aún vivía
mi taitita, que uno cuenta sus cosas y se puede
reír, o sentir bien, y la vida es más alegre. Más
bonita se hace la vida así. Pero aquí, nadie
entiende lo de uno, y todos quieren ser como de
Temuco digo yo: Bien sabidito; ponerse un nombre
chileno, y algunos hasta cambian el mapuche, y de
llamarse Huenquipán se pasan a Hormazabal, y,
después, un trabajo de huinca: ojalá en las oficinas
del gobierno, y los hijos de ellos ya son chilenos y
ni saben que fueron mapuches. Mientras tanto, el
mapuche se amarra un pañuelo así de trapo de fibra,
y se va a hablar de la vida mapuche que ni conoce
con los políticos que les pasan plata y les dan
buena vida, porque es bonito hablar del mapuche, y
mostrarlo, como si fuera un pumita que hubieran
capturado, y lo muestran, y la gente abre así los
ojos y preguntan: «¿Es feroz? ¿Hace daño?». Recuerdo
que una vez vino uno por aquí, que dijo que era el
jefe de toda la tierra del mapuche, el werkn mismo
dijo que era, que yo no sé quién le dio misión, y se
vestía así como le digo, y lo seguían mujeres con
chauchas, y traían banderitas de colores, y querían
hacer la guerra, y yo vi que estaban acompañados de
unos que eran más de afuera, que ni chilenos eran.
Dijeron unos que ellos venían de un lugar Europa, y
yo pensé: «¿Qué sabrán ellos del mapuche, si ni los
de aquí saben na?». Además, que los que les van con
la historia, retanto tiempo que no viven como
mapuche. Viven como de Europa también.
Al clarear el alba me desperté, y me acordé del don
Valentín Calquín, y retomé el rumbo pa donde quedé
de encontrarlo, pensando que seguro que no iba a ir,
que iba a ser mucho para él andar boteando por el
lago, hablando siempre de las mismas cosas de la
vida de uno. Cuando llegué al muelle que hay, en la
ribera veo una persona que da unos saltos y unas
cosas de ejercicios, de patear el aire y lanzar
puñetazos, que quedé así con los ojos, extrañado. Me
fui acercando mientras bogaba haciendo orilla, y se
me hace que es el Calquín, que parecía que se quería
elevar volando como si fuera verdaderamente un
águila donde pataleaba y aleteaba tanto. En eso que
me ve, y altiro me saluda, y me grita:
—Rato hace ya que lo estoy esperando, pueh Manolo.
—Yo que creía que iba a ser muy temprano pa usté, y
me venía diciendo que no iba a aparecer na —le
respondí yo.
Así que nos metimos bogando, y me dijo que ahora le
enseñara cómo ubicaba el rumbo de los peces, y que
quería aprender a tirar una línea de pesca.
Le fui mostrando, una vez apartao de la orilla,
cuando el agua ya no está revuelta, que se ve hasta
el fondo mismo y se distinguen todas las matitas de
los coyuyos, y uno distingue pa donde va corriendo
el agua, igual que corre el viento en la superficie,
y eso hace que los peces sientan de dónde vienen los
aromas de sus alimentos, y así siguen el rastro como
los animales de tierra también lo hacen. Después es
cuestión de suerte de encontrar rastro o no. Y ahí
le enseñé que se tira la línea en el rastro que uno
sigue, de los peces, según la corriente.
Se anduvo riendo un poco del ingenio de usar los
tarros para hacer flotar la línea, pero los utilizó
de lo más bien. Yo eché una línea de treinta
anzuelos, todos cebaditos, y a él le pasé una más
chiquita de como veinte, y pensé que pa qué más si
lo más seguro que no pescara ni uno. Y me acordé de
las primeras veces que mi taita me dejó echar mis
líneas, que estuve como un mes, y de todo ese
tiempo, una vez que creí que había pescado uno gordo
porque la línea estaba pesada y tirante, pero cuando
llegamos al anzuelo, era que había naufragado y se
había ido pal fondo, y estaba todo enredado en los
coyuyos y no lo pudimos soltar renunca. Mi taita
cortó el hilo y me dijo: «¡Tenís que revisar cuando
echái la línea que no haga agua, poh huevón!». Hasta
ahora mismo me avergüenzo cuando lo recuerdo. Pero
aprendí altiro, y no me volvió a pasar nunca más.
Después seguimos lago adentro con las otras líneas
que fui echando, y le pregunté qué hacía en la playa
bailando como un pájaro mientras esperaba que yo
llegara. Así supe que él era una especie como de
kona, pero de paz, que aprendía y estudiaba pal
combate por la disciplina. La pura verdad que no
entendí mucho que iba a defender como kona, pero sin
lucha. Me explicó que era como pa vencerse a uno
mismo, fortalecer el carácter. Ahí comprendí por qué
tenía la mirada y el gesto como del águila que entre
mi yo le llamaba calquín, y se lo dije y se rio otra
vez. Ahora que lo iba conociendo, pude ver que no
era na como los huincas, ni los turistas, que se
interesan solo por ellos, y solo hacen peure de la
naturaleza como si fuera de ellos, y no que ellos
fueran de propiedad de la tierra. Entonces sentí que
era mi hermano, el que no tenía de sangre.
Él se extrañó cuando le dije esto, y me mencionó que
había conversado con los boteros y pescadores del
lado de Villarrica, y que todos estaban admirados
que yo le hubiera podido dar amistad, y que decían
que yo no me hablaba ni amistaba con nadie ni de
Villarrica, ni de Pucón, ni de niún lado del
lafquén.
—Porque me quedo con la naturaleza no más. Ellos
solo le sacan partido sin respetarla, y eso no puede
ser. No lo tolero, y por eso los desprecio —. Le
dije. Y le conté como ellos trabajan pal turista que
viene a pescar y sacan tanto pichipuye y huepilpuyí
que no pueden comérselos, y es por juego, y ellos
por el dinero se entregan. Yo los desprecio por eso.
—Tienen menos conciencia —me dijo, y me añadió—: Por
eso mismo que uno tiene que entenderse con los
demás, para darles ejemplo, y convencer a la gente
de que están mal. Y usted, Manolo, con lo que ama la
naturaleza, con conocerlo, uno va aprendiendo una
lección.
Yo le juro que me avergoncé cuando me dijo eso.
Porque él, mal que mal, es una persona enterada, y
el podría verme como un patipelao ignorante o más.
Pero no paró ahí no más, porque, después que
conversamos tanto de todo eso, y que fue hora de
levantar las líneas, fui sacando las que había
puesto y venían todas vacías, como si los peces
hubieran sabido del peligro y se hubiesen retirado
todos. Y así hasta que llegamos a la última, que
estaba cercana a la que había dejado el Calquín. Y
la voy retirando, con el primer anzuelo vacío, y el
segundo, y el otro, y los que seguían, y como si la
fatalidad se nos hubiera volteado encima. Así hasta
el último anzuelo no había nada. «¡La puta el día
malo como nunca!», dije mientras no aproximamos a la
línea del Calquín.
—¿Y de cuándo que no tenía un día así tan malo?
—preguntó él.
La verdad que no recordaba cuándo, pero desque mi
taita estaba conmigo todavía, que no recuerdo que no
haya salido na de la pesca.
—Casi no tengo memoria —no más le dije.
Él mismo comenzó a levantar su línea, pensé que la
iba a levantar toda desordená como hace el que no
sabe, pero la fue recogiendo ordenadita. Mientras
había levantado yo las líneas que eché, él había
observado calladito cómo se hacía, y así había
aprendido cómo arrollar y doblar pa que no se enrede
y sea fácil, después, usar de nuevo la línea. Cuando
ya había recogido como algo así de diez anzuelos, lo
miro que se está como riendo, y da como un grito
así: «¡Biiieeeennn!». Y, al sacar suavecito el
anzuelo, trae un puyi como de este porte, así
grande, que nunca lo habría creído sin verlo de mis
propios ojos. Después levantó dos anzuelos más, y
otra vez una truchita huepil, que gritó contento:
«¡Van dos, mierdaaaa!». Y ya, cuando quedaban dos
anzuelos nada más que sacar, aparece otro huepilpuye,
que era casi el más grande que he visto nunca.
Igualito que un huecufe se puso a brincar, que le
dije que iba a volcar el dalcafote, pero no me hizo
caso, y seguía, y gritaba: «¡Me pasé huevón, me
pasé!». Y me tiró la mano, pero, en vez que darla,
me pegó el palmazo fuerte y dijo: «¡Dame cinco!», y
yo le dije: «¡Chis!, si son tres no más los que
sacó». Entonces se rio de mí y me enseñó que era por
los cinco de la mano, por el palmazo.
Pa qué le voy a decir que no me sentí achunchao ese
día, y sentía como todo incómodo aquí en la guata,
con algo que nunca había sentido. ¡Estaba envidioso!
Para más que sin pesca, yo me había quedado sin nada
para comer al siguiente día, que apenas tenía dos
poñi con pelo, como él me había dicho.
Antes que se acabara la luz del sol fuimos saliendo
a la ribera, y él me dijo que estaba tan recontento
que quería tomar los remos, pa no gritar y saltar y
dar vuelta el bote, así que fue bogando, y cantaba
una canción que decía algo del pescador y marino,
que se llama «El gorro de lana», dijo él. La verdad
que me recordaba la primera vez que saqué pesca con
mi taita, que también estaba tan contento. Si me veo
saltando, y le decía: «¡Chachai, chachaí, ya soy
challguafe!». Y mientras recordaba esas cosas tan
lindas de cuando uno es niño, iba mirando el agua y
el fondo que en un de repente empieza de a poquito a
desprenderse el lican del fondo, y se va
enturbiando, y el agua se empieza a vibrar y
ensuciar con la arena cuyiem, y supe que el volcán
iba a fumar, y dije: «No más que dentro de la mañana
va temblar, y el volcán va andar fumando».
—¡Meh...! —respondió el Calquín—. ¿Que acaso cree
que fue pura suerte la pesca?
Ahora me tocó reírme a mí:
—Tal vez por eso va a ser —le dije—. Mire el suelo
del lago: ¿Ve cómo va tremulando, que se ha
ensuciado todo? Esa es la seña segura. El Pillán
está enojado porque un huinca le vino a robarle los
animalitos de su pecera, y de mañanita va estar
roncando —le dije bromeando pa reírme. No se si me
creyó o no. Pero me miró raro y no más dijo:
—¡Putas qué increíble!
Cuando orillamos, antes de bajarse, él tomó los tres
pescados, y de nuevo me miró con esa seriedad que se
parecía un calquín, con la mirada como de tanto
orgullo, y me dice:
—Tome, Manolo. Estos pescados son para usted. Son
suyos.
Y me baja el orgullo, que no pude aceptarle que me
regalara. Nunca necesité nada de nadie, y lo que
menos quería era que un huinca y turista, que así lo
sentí en ese momento, me destrozara mi entereza, mi
orgullo y me reparara lo que yo no pude hacer. Le
dije:
—¡No! ¡No recibo regalos de nadie! —Pero pensé en
ese momento que él estaba siendo como mi propio unen
lamngen peñi, y, entonces, vi que era generoso, y me
picaron los ojos. Le dije:
—Pero si quiere me los presta, y después se los
devuelvo.
Me los pasó, y vi que también le picaban los ojos.
—De madrugadita lo paso a buscar mañana de nuevo
para sacar la paga —le dije mientras se iba ribera
adentro. Se dio vueltas, y se golpeó dos veces el
pecho con el puño, y dijo:
—¡Hecho!
Antes que me despertara, para pasar a buscar al
Calquín, me desperté con las tronaduras del
rucapillán Villarrica, y pude ver en la
semioscuridad, las fumarolas que lanzaba al cielo,
como si fuera un mismo gigante dormido que roncaba
en la madrugada fría despidiendo su respiración
caliente. El suelo comenzó a estremecerse como un
loco, y recordé que se lo había advertido al
Calquín. Entonces eché el bote al agua y partí a
buscarlo como le había prometido.
—¡Por la cresta que tiene sabiduría usted! —me
dijo—. Uno cree que es tan culto porque sabe tanta
cosa que ha estudiado y aprendido, pero de la
naturaleza que está al lado de uno, no sabemos nada,
aparte de destruirla, llenarla de humos de mierda,
matar los árboles, las plantas, los animales, y
todo. Y no nos damos cuenta que nos habla, y está
siempre ahí. Como usted me ha enseñado: Deberíamos
aprender que nosotros somos de la naturaleza, y no,
la naturaleza de nosotros.
No sé por qué, pero ese día agarré más puyes que
nunca, grandes y bonitos, como pa guardar pal tiempo
malo incluso, en seco. El Calquín volvió a echar una
línea, pero no tuvo suerte y le salió vacía. Los
siguientes días también seguimos saliendo, y le fui
enseñando más cosas del lago, de la pesca, de los
cebos y todo eso, y el Calquín iba aprendiendo a
hacer. Pero usté no me va a creer que mientras más
sabía lo que le enseñaba, menos pescaba nada, y en
todo el tiempo que estuvo, hasta el día que se fue,
no recogió ni un solo pichípuye.
Aunque la pesca del Calquín no estuvo buena, igual
noté que le parecía bien cómo había ido conociendo
el lago como me dijo que quería hacer cuando lo
conocí. Y el último día, cuando ya me dijo que se
volvía a Santiago, me mentó que eran las vacaciones
más verdaderas que había tenido, porque había
conocido lo que era el lago Villarrica, no como un
turista, sino como un paisano, como él había soñado
que era posible conocerlo. Cuando ya se terminó la
pesca de ese último día, y salimos por última vez a
la ribera, me baje y saque el bote pa despedirme del
Calquín. Había llegado a ser como un hermano, y me
había acostumbrado a conversar con él. Era como
cuando todavía vivía mi taita, como tener una
familia de nuevo. Y me di cuenta lo solo que vivía
siempre, sin ni amigos, hosco, y separado de la
gente. Me di cuenta que no todos los que se ven
distintos de uno están mal. Vi que solo piensan
distinto, pero que, al conocerse, la gente es
valiosa igual que uno, y hasta quieren saber lo que
uno les puede enseñar, y uno puede aprender de
ellos, aún cuando uno cree que está enseñando.
Entonces fui yo que le tendí la mano, y le dije, con
la garganta apretá y los ojos picantes:
—¡Fue güeno mostrarle el lafquén! ¡Muchas gracias!
El Calquín, en vez que tomarme la mano, se me vino
encima y me abrazó fuerte así, y como que le costaba
hablar, pero dijo:
—Creo que tal vez esta es la mejor lección que nunca
me habían dado. ¡Gracias, hermano!
Nos palmoteamos harto rato.
Me di cuenta que se me estaban empezando a caer los
mocos, y le hice la sorbeteá, y ahí dejamos el
palmoteo, y, al separarnos, lo veo que se le estaban
cayendo las lágrimas. Y me dio risa porque a mí
también. Entonces también le dio risa, y nos
despedimos como niños.
Recuerdo que me ayudó después a echar el bote al
agua, y me dio el envión pa entrar, y nos quedamos
haciendo señas de la ribera al bote, y del bote a la
ribera. Me fui bogando despacito al campamento,
pensando todas las cosas de la semana que lo había
conocido, y que parecía como si fuera un amigo que
tenía de retanto tiempo, y que ahora se iba pa
siempre, y, de repente, me recordé cuando sacó los
puyecitos que me emprestó, ya que yo no había sacado
ni uno. Ahí mismo caí en cuenta que no le había
devuelto na los tres huepílpuyis, y que estaba
endeudado de tiempo con el Calquín, y que se iba a
ir y la deuda no se iba a saldar renunca. Entonces,
antes que el sol se pusiera, mientras que había luz,
me mandé a tierra, y me afané en mi propósito de que
se fuera más que un peñi como un trafquén.
Como a eso de las once de la noche sería, que yo
casi siempre estoy durmiendo, cuando llegué al
costado del muelle, y saqué el bote, y lo dejé
avarao en la ribera. Derechito seguí al rumbo del
hotel, por Isabel Riquelme, que lo había visto que
en ese hotel estaba. Iba apurando el tranco, por la
hora, pa que no fuera que ya estuviera durmiendo.
Por fortuna que me tomaron en cuenta, y salió uno
que trabaja ahí, que lo fue a buscar a don Valentín,
y que, cuando volvió el hombre, dijo que lo esperara
que ya venía.
Como al ratito apareció el Calquín con su curé, que
tenía una carita así de tranquilidad y sonrisa de
mujer buena. Entonces, después de saludarla, a él le
dije que yo sentía que él era trafquén conmigo, pero
que yo no le había cumplido, y que, por favor, me
acompañara. No me entendieron na mucho, ni yo quise
explicarme más, porque era una cosa que yo tenía
preparada en mi bote, pa demostrarle que sentía que
éramos hermanos que comparten, que es el trafquén.
Así fue que anduvimos para el lado del muelle y él
miraba sorprendido, y lo mismo su curé, que no sabía
nada, hasta que llegamos al bote, y ahí le mostré
los regalos que le había recogido de la misma
tierra, y le dije:
—Trafquén Calquín don Valentín: yo mismito le recogí
estos copihues, y estas flores, frutas y pehuenes,
que son por la mano de los tres puyes, que a usté
con tanto contento lo vi sacar del lafquén, y que me
los quiso regalar, aunque no quería aceptarle,
cuando me vio necesitado. Ahora ya puedo ver que
somos hermanos que se pueden hacer regalos, y quiero
que lleve estos pa que me recuerde más que no sea
mientras duren, ahora que se va. Así va a ser que
siempre lo pueda yo recordar, y lo que aprendí con
usté.
Recuerdo que estaba hasta aquí llenito con los
regalos el bote, y él y su curé tan bonita ella
quedaron sorprendidos.
Esto te cuento ahora fótem, pa que sepas, mi querido
yall, de tu propio taita, que no es condición nacer
en la misma tierra pa ser gente del lugar: pa ser
Mapuche, como se entiende del nombre, hay que amar
la naturaleza, y así, en veces, el huinca y el
turista son Mapuches, y, en otras, el mapuche no es
na gente de la tierra cuando quema y destroza por
hacerse como el huinca: propietario. |