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¡DEBE HABER SIDO un sueño!
Era demasiado tarde para esperar que fuera una
visita social. Algo exaltado fui a abrir la puerta,
pensando en el aviso de alguna emergencia o mala
noticia. Casi iba pensando por el pasillo que va a
la entrada: «¿Quién habrá muerto?».
Sin la esperable sonrisa del inoportuno,
inexpresivo, con un sombrero de tela blanda,
arrugado, una chaqueta de tweed desplanchada, como
si hubiera dormido muchas noches con ella, y esa
mirada serena detrás de los anteojitos redondos y
pequeños, de marcos de alambre, se me quedó mirando
un rato, como si dudara que quien le había abierto
la puerta fuera quien se suponía que lo hiciera.
—¿Irizarri...? —dijo dudoso—. ¿Iñaki Irizarri...?
—insistió lleno de dudas solo en el tono de su voz,
porque la expresión general del rostro y su cuerpo
todo expresaban una certeza irredargüible.
—Yo soy— dije, pensando que se presentaría, aun
cuando ya lo había reconocido, más allá de la
posibilidad, muy probable, de que no fuera él, sino
alguien solo muy parecido. ¡No lo hizo! Hizo un
gesto tenso, que quizás simulara una sonrisa y se
limpió los pies en el choapino con las manos tomadas
en la espalda, antes de entrar a la casa, sin más.
Una vez adentro, cuando hube cerrado la puerta, me
extendió la mano y dijo:
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—Vine a conversar con usted, no se de qué, pero
entiendo que ama la conversación—. Desorientado lo
hice pasar a mi biblioteca. Quizás, no puedo
recordarlo bien, iba pensando de qué podríamos
hablar, y, sobre todo, cómo comenzaría esa
conversación. Abrí ambas puertas, encendí las luces,
muy tenues para una biblioteca, y lo invité a pasar.
Sin dudar un solo momento se dirigió al sillón de
cuero donde yo me siento a leer, y me miró, siempre
inexpresivo, como si esperara que yo iniciara la
charla. Dije:
—Le guardo su sombrero...
—No, no... —se lo tocó levemente con la mano
izquierda, como protegiéndolo —Me da frío en la
cabeza— y lo imaginé casi calvo, con un peinado
absurdo que intentaba ocultar el defecto, aun cuando
sabía que tenía una abundante cabellera que peinaba
hacia atrás, como si hubiera sido lamida por una
vaca.
Me senté frente a él, en el silloncito que tenía
para las escasas visitas que ahí recibía muy de vez
en cuando: mi mujer, mi hijo Joseba cuando quiere
hablar de sus muchos sueños de joven rebelde, mi
primo Mario, o mi amigo de infancia Gobegto. Dije:
—¡Bien! Usted dirá...
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—Así que aquí es donde usted escribe —contestó
abarcando con un gesto todo el ámbito. Miré en
torno, recorriendo lo que su gesto había pincelado.
—¡Sí! Así es —confirmé.
—¿Y nunca sale?
Me reí. Contesté:
—Siempre salgo. Voy de compras, por negocios, otras
veces almuerzo con amigos, o a reuniones sociales.
—¡Mmm! ¡Siempre en el tren subterráneo! ¿No?
—No lo había visto de ese modo. Pero... tal vez sí.
—O sea: No ve el mundo, la ciudad, la vida... Yo
escribí mucho sobre Dublín. Casi todo... Salía
bastante; a pie... Por eso noto los encierros. Por
eso me fui: Suiza, Italia, Hungría, la vieja
Yugoeslavia... ¿Tiene Gork aquí?
—¿Gork? —repasé con velocidad mis ideas, mis
conocimientos y mis sospechas. Tres ideas surgieron:
«¿Un licor o bebida espirituosa?», «¿Un tipo de
cerveza de Irlanda?», «¿Un samovar o una estufa?».
Dudoso dije: —Nnno... No sé. ¿Qué es eso?
—Para el frío... para el frío. Pero, claro, un
whisky estaría bien. ¡Así el gork demora más!, ¿no?
—dijo, y se le escapó una risita rara, resoplada de
nariz.
Para el frío, le serví un vaso generoso de un whisky
algo ordinario que tengo y se lo pasé.
—¿Le pone agua o hielo? —pregunté.
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—O sea: No ve el mundo, la ciudad, la vida... Yo escribí mucho sobre Dublín. Casi todo... Salía bastante; a pie... Por eso noto los encierros. Por eso me fui: Suiza, Italia, Hungría, la vieja Yugoeslavia... |
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—Es para el frío... es para el frío —dijo mirando
redondo desde detrás de sus anteojitos y bebió un
buen sorbo. Yo también me serví una ración, con la
disculpa absurda que era solo para espantar el
sueño: Yo ya había estado en cama y casi durmiendo.
—¡Bien, Irizarri! —dijo después de un segundo sorbo
y de habernos examinado uno a otro durante un lapso
de tiempo casi demasiado largo, de manera que ya era
necesario que alguien se explicara—. Algún día era
necesario que nos sentáramos a conversar: No sé de
qué, pero con tranquilidad.
—Bueno, ya estamos aquí. Tenemos de beber. Usted no
necesita presentarse y yo, ya sabe usted quién soy.
No sé si para usted resulta estúpido hablar de su
obra, lo que ya estará cansado de hacer. No sé si
querrá hablar de la mía, que tiene un valor
insignificante.
—¿Para usted también? —me interrumpió. Surgió en mi
mente de inmediato la idea de que él estaba de
acuerdo con que mi literatura era insignificante.
Esto me pareció, al menos, descortés. Yo podía
entender que mi obra no tenía gran valor: Casi nadie
la lee, nadie regala un libro mío y no hay edición
que haya sobrepasado unos pocos ejemplares, nunca
más de quinientos, que mueren empolvados en las
bodegas de editoriales demasiado optimistas. Pero
ese era yo. Otro debía al menos, por cortesía,
callarlo. Yo no esperaba tal franqueza de alguien,
sin importar su fama, que llegaba a beberse mi
whisky ordinario a altas horas de la noche. Esta
reflexión me tomó el tiempo suficiente como para que
se diera cuenta de que quizás me había ofendido.
Pero no fue sorpresivo, porque todos sabemos que es
intencionadamente descuidado, a veces hasta la
grosería, en su trato y hasta en su literatura. Se
explicó así: |
—No piense así. No, no. Usted me envía con cierta
frecuencia sus historias, sus artículos y más, que
suelo disfrutar y a veces odiar: Pero por sus ideas,
no por cómo las expone, o por su desvergüenza, no
porque no sea admirable como lo hace. Es decir que
puede darse el gusto de ser insignificante y
honesto, desconocido y diferente. De no ser así, no
habría venido. ¿Usted cree que visitaría así, de
modo tan familiar a García o a Vargas?
No era claro a qué Vargas o García se refería. Por
de pronto, Lorca y Márquez estaban muertos y Llosa
era demasiado petulante.
—No lo sé— dije, porque en realidad no lo sabía: No
tenía por qué saberlo—. Para mí es una sorpresa
incomprensible.
—Para mí también. Me gustan las sorpresas
incomprensibles. Por ejemplo, disfruto de saber que
la gente no comprende al señor Bloom o a Stephen
Dedalus.
—¿Y por qué tendrían que comprenderlos? Dedalus es
sólo un otroyo eventual y Bloom, un cornudo
que no quiere volver a casa.
—Por eso vine. Supongo que habrá tenido la paciencia
de leer Dublineses.
—¿Paciencia?
—Una obra de verdad insignificante.
—¿Insignificante? |
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—No piense así. No, no. Usted me envía con cierta frecuencia sus historias, sus artículos y más, que suelo disfrutar y a veces odiar: Pero por sus ideas, no por cómo las expone, o por su desvergüenza, no porque no sea admirable como lo hace. Es decir que puede darse el gusto de ser insignificante y honesto, desconocido y diferente. De no ser así, no habría venido. |
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—No en el sentido de pequeña, o sin
valor, sino porque carecen esos relatos
(no son cuentos) de un significado. Son
solo borradores de trozos de novelas que
jamás se utilizaron. De pronto quise
hacer una antología de aquello. ¿No lo
cree usted?
—Siempre lo creí así. Solo de vez en cuando imaginé
que quizás los escribió pensando en Chejov.
Comentamos, durante largo rato, de manera
desordenada, casi desinteresada, varios de esos
cuentos. Ramoneamos durante mucho rato entre
situaciones que construyen ideas y el modelo de
relatos escénicos, hasta que se produjo un silencio
largo. Fue casi como si representáramos el final de
alguno de esos mismos cuentos. Quise quebrar ese
incómodo y dije:
—Sí; posiblemente sea influencia de Chejov... Era
usted muy joven entonces...
Miró las estanterías llenas de tomos heterogéneos,
con aspecto distraído. Pensé que no me había
escuchado y casi sentí alivio. Su expresión no
dejaba de ser aburrida, de manera que me dije que
«Por qué había venido y por qué seguía aquí, si ni
siquiera el whisky era demasiado bueno, sino solo
abundante». Entonces dijo:
—Están escritos para la situación, no para la
conclusión. Se relata un momento. ¿Cómo organiza sus
libros... la biblioteca?
—No la organizo. Cada libro va a dar donde cabe.
Nada más.
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—¡Ah! Ahora entiendo. —Se metió la mano en un
bolsillo de la chaqueta y saco un paquete arrugado
de color amarillento. Lo desenvolvió hasta que
apareció una pipa de barro, que cargó con el tabaco
que también había en el paquete. Mordió el tubo
mientras arrugaba todo de nuevo y lo devolvía al
bolsillo. Escarbó en el del otro lado y sacó
fósforos. Encendió la pipa rústica y soltó varias
bocanadas de humo de un tabaco que, tal vez, en
alguna época pretérita fue aromático y hoy apestoso.
La biblioteca se llenó de esa niebla espesa.
Entonces dijo:
—Se puede fumar, ¿no?
—Preferiblemente, ¡no!
—¡Ajá! ¡Bueno! —respondió y siguió chupando la pipa.
Agregó:
—Creo que Dublineses fue un dolor de cabezas
para los críticos y muy aburrido para los idiotas.
Solo los académicos lo han disfrutado. El Ulysses
solo lo ha leído alguna gente muy esforzada. Si no
convences a la gente que no son capaces de leerte y
entenderte, nunca te darás a conocer. Mírate tú,
Irizarri: ¿Quién te lee? ¿Cuántos comienzan a leerte
y te abandonan? ¿Crees que los superas?
—Jamás... Escribo porque me divierte. No soy un
vendedor.
—Por eso estoy aquí. Es que eres muy torpe.
Me encogí de hombros.
—¿Y qué hacer? Solo soy así. |
—Al menos, haz un esfuerzo —dijo y se puso de pie.
Recorrió las estanterías, sacó algunos libros, los
devolvió a su sitio y, mordiendo la pipa, agregó—:
Pero aquí no hay ningún libro mío, ni tampoco suyo.
¿Le puedo decir Iñaki, supongo?
—Por supuesto. Siempre que me permitas tutearte.
—En fin... Ya debo irme —extendió los brazos a los
lados en un gesto de resignación—. Tal vez nos
veamos —concluyó. Se fue hacia la puerta y con prisa
abandonó la casa. Creo que lo seguí, preguntándome
¿para qué pedir permiso de llamarme por mi nombre
justo cuando se va?, pero cuando alcancé la puerta,
ya había salido y había cerrado dando un portazo.
A la mañana siguiente, en la biblioteca, había dos
vasos de whisky en la mesita de centro: uno vacío y
el otro a medias. La botella estaba ahí, casi vacía.
Junto a un cenicero, que nunca ocupo y que pudo
haber estado lleno de cenizas de pipa, había un tomo
de Dublineses abierto en la página treinta y
nueve. Leí: «Levantando la vista a lo oscuro, me vi
como un niño manipulado y puesto en ridículo por la
vanidad, y los ojos me ardieron de angustia y
rabia».
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Kepa Uriberri
nace en un invierno
austral, en Santiago de
Chile, a mediados del
siglo pasado, con un
nombre diferente, y, a
comienzos del actual,
empieza a escribir,
procurando pasar
inadvertido, todo
silencioso, como
quien se mete en una
fiesta a la que no ha
sido invitado. Para no
ser notado, oculta su
nombre real con uno
ficticio, que el
destino, quizás por
broma, lo ha ido
convirtiendo en
verdadero. Hoy, cuando
escribe, y quizás para
siempre, ha llegado a
ser Kepa Uriberri. No ha
cultivado honores, ni
títulos, ni
reconocimientos excepto
el agrado de ser leído
por algunos pocos en su
literatura abierta y
gratuita, depositada en
la gran red universal.
Al Kepa Uriberri que
escribe se le puede leer
en «Peregrinos y sus
Letras», «Adamar»,
«Pluma y Tintero»
y, desde luego, y desde
hace muchos años, en «Gibralfaro».
Y, además, en
«NaranjaPlatano»
y «El
lugar literario de Kepa
Uriberri»,
que
son sus sitios propios
de libre expresión.
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral.
Edición no venal. Sección 1. Página 3. Año XVIII. II Época. Número 104.
Julio-Septiembre 2019. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2019 Kepa Uriberri.
© Las imágenes incluidas en esta publicación
corresponden a sendos fotogramas de la película "La huella", y se usan como ilustraciones del texto, a cuyo efecto han sido distrosionadas;
en todo caso, los derechos de autor que pudiesen concurrir
sobre las mismas corresponden en exclusiva a su(s) creador(es).
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