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DE PRONTO, DE manera inconsciente, sin importar
cuánto lo haya buscado, desaparezco de mí mismo:
dejo de existir. A veces, mientras leo, por ejemplo,
la escena de la lectura fluye por un derrotero
diverso al literal y, tomando un desvío, tras breves
imágenes que no están en la letra pero la enlazan,
constituyendo una aventura extraña y continua, me
pierdo a mí mismo en la nada del sueño. Otras veces,
me sucede en aquella última divagación, en la que se
elucubra planes absurdos, las más de las veces
imposibles de realizar, que quedo atrapado en un
instante vago, parecido a esos juguetes de cuerda
que de repente topan con una pared y continúan por
un momento su torpe movimiento hasta que agotan la
energía que los activa, tal vez a punto de triunfar,
o de conquistar a aquella mujer hermosa y más;
entonces desaparezco, dormido. No puedo dejar de
preguntarme: ¿Es también así la muerte? Sí; es
posible que así sea. Quizás esta vida, que se
imagina como la realidad, sea solo una divagación
que termina al momento de la muerte, en la que,
cuando menos para uno mismo, desaparece; uno se
pierde a sí mismo. Nadie lo sabe; nadie puede saber
si las cosas son como las he elucubrado hasta aquí,
ya que nadie existiría, salvo yo mismo, que soy el
divagador o soñador de mi propia vida, que, al
perderla, es como perder la conciencia cuando caemos
en el sueño. Si los otros existen, desaparecen
también conmigo, al menos para mí.
Tal vez sean pensamientos tontos, quizás absurdos y
todavía más: Soberbios. ¿Cómo puedo pretender ser yo
el gran soñador? ¿Y qué hay de quien lee estas
elucubraciones? Pues bien: Puede ser que yo sea este
que lee y mi divagación esté construida por mí en la
forma de estas letras, en tanto termino mi
ensoñación y caigo en mi propia muerte al momento de
soltar este texto, o caer vencido por estos
pensamientos al estrellarme contra ese último
obstáculo. Siendo así, por supuesto que es imposible
saber nada de lo que sucede al salir por mi muerte,
ya que hasta ahora jamás lo he hecho, ni yo, que leo
este texto, ni el escritor que he creado, para que
escriba solo para mi, esta reflexión.
Quisiera, por un solo momento, dejarme ir de esta
digresión, asumiendo que lo pensado hasta aquí es
una visión lúcida de la realidad. Al caer en el
sueño, en mi realidad inventada, me desaparezco de
mi. Eventualmente vivo, cuando menos, fragmentos de
otra realidad: aquella que sueño. Luego despierto y
he resucitado, o reaparecido. ¿Existí mientras
dormía? ¿Quién me lo asegura, si es que yo soy el
gran divagador que en mi ensueño me he inventado
esta vida en la que creo dormir y despertar, y
donde, por lo tanto, no hay nadie más? Tal vez he
modelado, por la experiencia de gran soñador
universal, cómo ha de ser esta vida que sueño, en la
que, al dormir, hay otros que me aseguran que en el
intertanto estaba ahí y no había desaparecido.
También invento que el despertar inventado me
encuentra en el mismo sitio en que me perdí en el
sueño. ¿Podrá ser posible que, como gran soñador, al
caer finalmente en el sueño mayor de la muerte, solo
esté cayendo en el sueño del soñador, que se ha
dormido? Quizás este yo mismo que cae en el sueño de
la muerte después despierte y viva otro día de
soñador y otro y otro más: habría entonces vida
después de la muerte y otra vida y otra muerte y
más.
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En fin, aquel que lee y soy yo mismo incluso sin
serlo en realidad, es posible que sonría al divagar
esto que ha creado en una lectura escrita por otro
que no deja de ser él. En esa sonrisa encierra sus
dudas, así como cuando sueña, porque esta lectura ya
lo ha cansado y duerme, y se ve a sí mismo, aunque
ajeno, en una aventura extraña y diversa, donde
quizás haya poseído a aquella mujer bella, o haya
triunfado en su profesión de psiquiatra o ingeniero,
o tal vez escritor o poeta, no pone en duda los
sucesos ni su realidad en aquel sueño, sino solo lo
vive, tampoco allá, despierto, pone en duda la
realidad que percibe y en la que cree en aquel
universo que habita. Y si soñara que es sueño y
dudoso que aquella mujer es su mujer y es prójimo y
no prolongación de sí mismo, en su sueño lo juzgaría
absurdo y lo desecharía. En la vigilia desechamos el
sueño por irreal, mientras que en el sueño nunca
juzgamos la vigilia: ¿quizás porque el sueño es la
realidad verdadera y no requiere de aquel juicio?
Estoy de vuelta: ya me he encarnado en mí mismo y
dejo las divagaciones. Todo lo anterior quizás solo
lo soñó o lo elucubró en las puertas de una
ensoñación Guillaume Apollinaire. Tal vez
tímidamente o en medio de una tertulia en la que era
maestro y André Breton un discípulo lo entregó como
cierta fantasía posible y apenas literaria. Es que
la literatura es eso: La eclosión del pensamiento
profundo, ese pensamiento que no tiene aún juicio
alguno y florece en una ficción o una posibilidad y
quizás en una fantasía. Por esos años, Freud era un
fuerte estímulo literario con sus teorías que se
movían cerca de las ciencias. Quizás, a partir de
ahí, Breton y otros artistas, que por serlo eran
libres, divagando concluyeron que el artista tenía
derecho, y, más aún, el deber, de crear no solo
sobre este mundo real que va del suelo al cielo,
sino a todo lo ancho del rango de su vida que se
desarrolla sobre y más allá de lo que entendemos por
realidad y que quedaba al descubierto que también lo
era, cuando se lo vivía en los sueños, pero también
en lo onírico y en la fantasía y en todo el rango de
lo que se podía pensar cuando se baja las defensas
del juicio, de la razón, incluso de la intuición,
del sentimiento y la pulsión. Más allá y más allá de
aquel más allá continúa para siempre lo surreal, que
no es otra cosa que lo real que hasta ahora se había
negado y de pronto aparece y hace luz en todo su
esplendor cuando no comenzamos por negarlo.
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¿Y si no eran solo admirables artistas locos? ¿Si
eran visionarios? ¿Es posible, entonces, que deba
comenzar a tomar más seriamente aquella vida que
alterno día a día con esta en la que escribo esto?
Me viene al recuerdo la sospecha de Julio Cortázar,
que lo lleva a relatar La noche boca abajo ¿o
es boca arriba? Ahí Julio relata la convivencia de
ambos mundos posibles, claro que él debe estrellarse
en moto para hacerlo. Uno pasa de uno a otro a
través de la barrera del sueño, a lo menos. También
con cierto ejercicio de liberación lo lograría
traspasando a un estado onírico inducido,
posiblemente aquello que llaman regresiones. Tal vez
entre el mundo real y el surreal haya una suerte de
antisimetría. ¿Y cuál es el mundo real? Para
Cortázar, finalmente, el mundo real era el soñado y
era un sueño absurdo soñado en la realidad onírica.
Pienso que es extraño.
Nunca antes había visto que los bancos de madera de
una iglesia estuvieran tapizados de felpa roja,
menos aún de un rojo tan vivo; pero era así, sin
duda. También me llama la atención las tachuelas de
cabeza dorada que la sujetan a la madera. Me digo,
no obstante, que lo más extraño es que al sacerdote
que oficia no le importe que ella esté completamente
desnuda y su pelo verde, pero, sin embargo, no me
llama la atención que yo mismo también lo estoy y mi
pecho sangra. Él se acerca, entre las manos trae un
balde de bronce pequeño y brillante. De su interior
saca un hisopo y nos asperja con energía mientras
repite algunas fórmulas incomprensibles. Se acerca a
ella y le derrama agua verde en el pecho, que fluye
entre sus senos y hasta su regazo. Él dice, solemne:
“Ya estás pura y limpia. Él estará contigo”, y
luego, dirigiéndose a mí, me la derrama sobre la
cabeza, y corre hasta mis hombros y brazos. Está
caliente y su flujo es sensual y grato. Me dice,
fijando en mí una mirada severa: “La sangre del
cordero es tan caliente como esta agua. Bébela
porque ella te pertenecerá”. Yo no sé si se refería
al agua o a la sangre, ¿o a la mujer?
En el instante en que tuve esa duda, unas gotas de
agua cayeron desde mi mano sobre la felpa roja
haciendo una mancha oscura como de sangre. Cuando
intento explicar aquella, ella se sienta a
horcajadas sobre mis piernas y, tomando mi mano, se
rodeó con mi brazo, como si se abrigara o como si
dijera “Tenme”. Sentí la avasalladora compulsión del
deseo. No obstante, la propuesta de Cortázar, por
ejemplo, tiene una cierta simetría de reglas de
realidad, en el delirio tanto como en el mundo del
accidente en moto, lo mismo que en su alternancia:
el accidentado, o perseguido de los aztecas, alterna
entre las mismas escenas en distintas transferencias
de uno a otro sueño, mientras Aragón amparado en lo
erótico, creo que cae en lo grosero y luego falla en
el acuerdo con el lector.
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Si el narrador está impedido de comunicarse con su
universo narrado, porque es parte de él, lo que le
permite ser testigo de la vida erótica de su hija y
de su nieta Irene, ¿cómo puede relatar a su lector a
través de su impedimento? Pienso en el acuerdo del
autor con el lector y me argumento que este no
acepta el acuerdo, no obstante que el lector no es
único, lo que hace que el autor tampoco lo sea: yo
solo propongo, en el análisis, a mi autor personal,
propio de mi encarnación de lector. En esa instancia
Louis Aragon fracasa. Recuerdo entonces algún
artículo en que se asevera que renunció al
surrealismo y se hizo comunista. Poeta en Nueva
York de García Lorca sí es surrealista; hay ahí
una surrealidad que superpone a la realidad,
propuesta por el poeta. Aragón aprieta los labios
contra los dientes y maldice en francés, de manera
que no entiendo lo que dice. Viste de gris y su
frente es en exceso amplia. Se parece a Véliz. Sí.
Le digo que García Lorca logra, incluso en su
Romancero gitano, proyectar la realidad a lo
surreal y pone las cosas en su lugar. Estira los
labios hacia adelante y pega la barbilla al pescuezo
para volver a blasfemar en francés. Le sugiero, creo
que lo hago, porque no me oigo decirlo, que lea el
Romance sonámbulo. Ahí establece claramente,
al comienzo y final: «El barco sobre la mar y el
caballo en la montaña» que cada cosa debe estar en
su lugar y yo acepto el trato con el autor cuando
dice: «Si yo pudiera mocito, este trato se cerraba».
García Lorca pone cada elemento en su lugar y monta
una realidad sobre otra y otra y sobre ellas la
surrealidad onírica. Sobre el verde que te quiero
verde, verde viento, verdes ramas y ojos de fría
plata pone las cosas en su lugar: el barco sobre la
mar y el caballo en la montaña. Véliz protesta y
dice con su voz lenta y nasal: “Irene y Victoria son
relatadas desde el monólogo interior”. Él viste de
gris y los ojos de color agua son hipócritas. Un
cabeceo me muestra el trazado azul de la huella de
un insecto que ramoneó sobre la hoja donde escribo y
que termina en la punta de oro de la Sheaffer roja
que fue de mi padre. Me la regaló al morir; dijo:
“Joseba, durante sesenta años administré mi vida con
esta lapicera. Ahora es tuya. Quizás te acompañe en
el camino imposible de la fama”. No sé por qué me
dice Joseba, si mi nombre es otro. “¡Eh bien! ¡Qui
est le nom!”, dice Aragon, proyectando los labios
como una trompilla, a la vez que pega la barbilla al
pescuezo; “seulemente une interjección”, concluye en
mal castellano. “Monólogo interior”, pienso, y
vuelvo a ver la traza azul sobre mi trabajo. La
lapicera ha caído ahora de mi mano sobre el papel,
dejando una salpicadura finísima ahí donde habrá
reventado el insecto que caminó sobre mis letras.
Véliz, desde el fondo de mi pensamiento, repite “Es
un monólogo interior: un soliloquio. ¿Comprendes?”.
“Sí”, respondo, “sería lícito si el relato, supuesto
monólogo, tuviera un objetivo más allá del afán de
mostrarse surreal o erótico”. Véliz, desde el fondo
del pensamiento, argumenta que el monólogo es
siempre válido, y escucho los rezongos de Aragon,
quizás con los labios muy apretados contra los
dientes. Me pongo de pie como una reacción
automática, para conservar la lucidez, rondando en
torno al monólogo; entonces se produce la sincronía,
en el mil seiscientos treinta y cinco.
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«Yo sueño que estoy aquí destas prisiones cargado, y
soñé que en otro estado más lisonjero me vi. ¿Qué es
la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una
ilusión...». Es Pedro Calderón de la Barca que viene
en mi auxilio, con los monólogos y soliloquios de
Segismundo. Con Pedro no llega a ser necesario
plantearse el acuerdo del autor con el lector. El
último queda de inmediato atrapado por las dos
realidades de Segismundo: el prisionero encadenado y
la surrealidad, para él, porque duda de ella, como
se duda de la de Apollinaire, en la que es el rey
que gobierna: «Sueña el rey que es rey y con este
sueño vive, mandando, disponiendo y gobernando...» y
entonces le pregunto a Véliz: “¿Fue Calderón el
primer surrealista o su precursor? ¿Fue un
adelantado?”. Me responde, casi con desprecio: “El
monólogo, el soliloquio ha existido desde siempre.
Es el primer recurso de la literatura: su motor”.
Por un momento me siento vencido. No alcanzo a
pensar que el monólogo nace en voz alta y, por lo
tanto, como una necesidad de diálogo, que, a falta
de interlocutor, se dialogó con sí mismo para
resolver un juicio personal. Así, entonces,
ineluctablemente, el soliloquio obedece a una
argumentación, a un raciocinio. Con el tiempo, en la
literatura moderna se silencia, pero no pierde esta
esencia de reflexión. Por su parte, la escritura
automática de algunos surrealistas: ¿Cómo podría
tener reflexión? Solo sería un acierto azaroso. Si
es así, prefiero quedarme con el surrealismo de
García Lorca:
La noche se puso íntima
como una pequeña plaza.
Guardias civiles borrachos
en la puerta golpeaban.
Verde que te quiero verde,
verde viento, verdes ramas.
El barco sobre la mar.
Y el caballo en la montaña.
Aquí nada es automático, todo está en su lugar y
puede ser traducido en la razón del lector. Véliz,
al verme convencido, me grita en mal francés, como
si defendiera a Aragon o a sí mismo: “El barco y el
caballo solo representan a la muerte. ¡Eso se
sabe!”. Alude a interpretaciones del Romance
sonámbulo que él sabe que no comparto. “Ya
hablaremos de eso” le respondo y trazo una línea
azul al final de este texto con la Sheaffer que su
padre regaló a Joseba.
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Tomado de su libro Ellos son mis amigos, Independently published, Amazon, 2019.
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Kepa Uriberri
nace en un invierno austral,
en Santiago de Chile, a
mediados del siglo pasado,
con un nombre diferente. A
comienzos del actual,
empieza a escribir, así como
se llega a una fiesta a la
que no se ha sido invitado.
Para no ser notado, oculta
su nombre real con uno
ficticio, que el destino,
quizás por broma, lo ha ido
convirtiendo en verdadero.
Hoy, cuando escribe, y
quizás para siempre, ha
llegado a ser Kepa Uriberri.
No ha cultivado honores, ni
títulos, ni reconocimientos
excepto el agrado de ser
leído
por algunos pocos en su
literatura abierta y
gratuita, depositada en la
gran red universal.
Al Kepa Uriberri que escribe
se le puede leer en «Peregrinos
y sus Letras», «Adamar»,
«Pluma y Tintero» y,
desde luego, y desde hace
muchos años, en «Gibralfaro».
«NaranjaPlatano»
y «El
lugar literario de Kepa
Uriberri»
son sus sitios propios de
libre
expresión.
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral.
Edición no venal. Sección 1. Página 3. Año XVIII. II Época. Número 105.
Abril-Junio 2019. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2019 Kepa Uriberri.
© La imagen incluida en esta publicación ha sido aportada por el autor del texto y se usa exclusivamente como ilustración
del texto. Diseño y maquetación:
EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010.
© 2002-2019 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana.
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