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EL GOTELÉ CONTINÚA siendo el alma de este país. El español,
decía Umbral, ama lo cutre porque se ha criado en el ribazo. Lo
cutre huele más. Huele a urinario de pueblo, a baños de estación
de autobuses, a trapo de cocina con pedacitos de lenguado
abandonado en un alfeizar en pleno mes de agosto. Lo cursi
también nos gusta, pero por otros motivos. Lo cursi es, siempre
según Umbral, la mediocridad que se cree sublime y sirve, más
que nada, para tapar las manchas. Uno y otro suelen ir de la
mano, pero, a primera vista, casan mal.
La tele con nombre de ambientador estaba llena de periodistas
mediocres que se consideraban sublimes. Vestían de Dior, pero
olían a toalla húmeda. Se las daban de enterados cuando
procedían del arroyo de la sabiduría.
Mi carácter es barométrico, de manera que es posible que lo que
esté diciendo varíe sobre la marcha y el lector tenga que acudir
a la alacena para hacerse una infusión de valeriana, aunque yo
aconsejo siempre orfidal. Si fuese médico habría recetado a mis
compañeros de aquel canal de televisión con nombre de
ambientador toneladas de barbitúricos, mezclados con vodka, a lo
Marilyn. Muerte más glamurosa no puede idearse, que después no
digan que tengo mi corazoncito.
Vayamos entrando en materia. Los medios de
comunicación en este país funcionan por enchufe y por amiguismo
de portal. Se nutren de becarios a los que pagan una porquería y
a quienes explotan durante jornadas maratonianas. Demasiada
corrupción informativa y caciquismo que ha hecho que la
incultura se haya institucionalizado como la nueva cultura, algo
que se aplica a varios sectores en este país de pandereta y que
se aprecia en los adolescentes actuales, mentes planas con
serias dificultades de comprensión.
De la franja poblacional menor de
35 años no hablaré porque me aburre sobremanera y no aporta nada
nuevo.
Como ciudadano de a pie, no soporto la telebasura, ni la
vergonzosa y denunciable de los programas de Telecinco, ni la
amable y marujil de espacios como España directo en los
que el presentador de turno, chillando a sus invitados como si
no hubiesen conectado el audífono, trata a la audiencia como
anormal profunda al descubrir los diferentes tipos de tortilla
de patata o las variedades de bacalao al chilindrón.
Passolini dijo que la sociedad de la era moderna se
caracterizaría por el fascismo de la estética. Ya estamos
viviéndolo.
Comenzaré hablando de asuntos banales y divertidos, y después me
centraré en la morralla, en lo que jode, en ver cómo un grupo de
descerebrados medio lerdos procedentes de la España más facha y
retrógrada puede llegar a aniquilar a un compañero brillante.
Pero a todo cerdo le llega su San Martín y a esos puercos del
periodismo les llega hoy a modo de creación literaria, algo que
ellos no pueden hacer porque carecen de las herramientas
necesarias para conmover. De hecho, dudo de que sepan escribir
en condiciones.
Una andaluza con escasas luces, una gallega con poca telegenia y
cuerpo engendrado un domingo con desgana, una madrileña con
apellido de empresa de sanitarios que sufría estreñimiento
mental, una manchega con aires de monja pero corazón de puta,
una valenciana con ese carácter mascletà tan típico de la
capital del Turia, que un día te saludan y al otro te escupen,
un catalán perdido entre proclamas soberanistas… Hay muchos más,
pues en función de a quien se follaban en los baños o les reían
sus gracias trasnochadas, iba subiendo el número de
contrataciones.
Podría dar nombres y apellidos, pero no me apetece que me metan
una querella, si bien disfrutaría en prisión, acompañado de los
Jordis y Urdangarín, contemplando en las duchas y en el gimnasio
al alcaide y demás presos. Lo que peor llevo de esa época es el
adoctrinamiento, debería estar tipificado en el código penal. Es
muy duro observar cómo los amigos dejan de serlo y te señalan
con el dedo a partir de una red de mentiras tejida por un
escuadrón de pendencieros con una mentalidad aherrojada. Peor es
vivir todo esto en un país en el que los medios de comunicación
son mucho más libres y honestos que en España.
Esto que cuento sucedió en Manchester a mediados de los noventa.
Durante mi estancia en esa ciudad compartí mi vida con una
muchacha que se llamaba Stella, como la cerveza o como la hija
de Paul McCartney. O estrella en italiano, aunque de eso
tenía más bien poco. Cuando bebía era un encanto de mujer,
dicharachera, ingeniosa y espontánea. Pero cuando estaba sobria
daban ganas de encerrarla en Alcatraz porque aburría hasta a un
muerto. A menudo pensé en colocarle una botella de vodka debajo
de la almohada, estilo Sue Ellen, para que empezase a beber nada
más desperezarse. Tampoco me sorprendía mucho que Stella fuese
así. Es parte del carácter de los ingleses, cuyo enorme complejo
de inferioridad e innata falta de espontaneidad les lleva a
beber para olvidar. Eso sí, la educación ante todo, ya pueden
insultarte, darte un puntapié en medio del metro o escupirte
encima, que el famoso sorry nunca faltará. Al mismo
tiempo, el alcohol hace que se conserven en formol y la
longevidad de Reino Unido sea la más alta de Europa. Solo hace
falta echar un ojo a la monarquía.
A Stella le encantaba provocar y su prenda favorita era un
vestido rojo ceñido de Primark con medias de rejilla y tacones
verdes, una mezcla que dañaba la vista. Los ingleses no es que
sean referente en el mundo de la moda. Tampoco llegan a los
extremos de los alemanes y sus calcetines de rayas bajo las
sandalias de misionero en pleno Benidorm en agosto, pero ni
mucho menos son un ejemplo a seguir.
La moda nunca me ha atraído, al contrario, el periodismo de esas
características o “cómo sentirse seguro de ti mismo y pisar con
fuerza en la vida” gracias a unas bragas me suscita serias
dudas, sin contar el machismo que contiene y cómo cosifica a la
mujer. Tampoco entiendo que haya personas que pierdan el tiempo
(y paguen) para saber qué falda ponerse en un evento o qué
maquillaje favorece más a su tipo de piel. ¿Es necesario? La
gente paga dejándose engañar. Basta con un poco de labia, un par
de tutoriales de You Tube bajo la búsqueda de “¿cómo estar
guapa?” y mucho morro para hacerse pasar por asistente personal
(personal shopper, perdón). ¿No es eso cosificación y
reduccionismo? Debería importarnos una mierda con qué falda
vamos a una boda, lo que importa es que vayamos. O que no
vayamos y mandemos una misiva insultando a los novios y
advirtiéndoles de que la vida en pareja supone el fin absoluto y
que lo más seguro es que el novio esté cepillándose a su suegro
hace meses en el garaje del chalet. Hubo un momento de mi vida
en que me especialicé, aburrido, en información sobre moda y
solía cubrir Cibeles y todas las Fashion Week imaginables
(Milán, Nueva York, Londres, Kuala Lumpur, Cuenca, Villanueva de
la Serena, París). A partir de una plantilla, iba metiendo los
nombres de los diseñadores sobre los que tenía que informar y la
noticia estaba lista. Las muletillas eran siempre las mismas:
camina con decisión en la vida, conjuntos atemporales de quita y
pon, ideales para verano o para invierno, ropa rústica a la vez
que cosmopolita, para una mujer que sabe lo que quiere, moderna
y tradicional, que tiene una casa en Saint—Tropez pero que
disfruta con un cochinillo en Segovia. Cuando intenté humanizar
esos reportajes y darles más valor mi jefe entró en cólera y me
cambió de sección. |
Cuando vivía en Manchester, siempre me resistí a ir a
mercadillos como Bury Market. Personalmente, comprarme una
prenda de ropa y tener que desinfectarla con zotal o meterla a
90 grados en la lavadora como si tuviese ladillas no es sinónimo
de buen comprar para mí. Soy más de Zara y ropa barata que yo
estreno por primera vez.
La cara de Stella me gustaba mucho, basta pero con gracia,
rodeada de pecas que le conferían un aire infantil pero con una
mirada que denotaba que su vida no había sido fácil. Me
recordaba, salvando las distancias, a las protagonistas de
algunas revistas porno que compraba en mi pubertad, en cuyas
portadas aparecía una chica de unos 20 años con una piruleta
roja en la boca y unas bragas a juego con un “busco a mi papá,
¿me ayudas?”. Era todo un número agenciarse con una de esas
revistas. Mi padre, cuando llegaba del trabajo a las tres de
tarde, se tiraba en el sofá como si no hubiese un mañana.
Estiraba las piernas, llamaba a voz en grito a mi madre para que
le llevara la bandeja con la comida recalentada y encendía la
televisión. Ahora no da ni pique y no rige bien, pero hace 30
años estaba de muy buen ver, más o menos como yo ahora mismo,
aquello que la gente te para por la calle y pide permiso para
tocarte.
El sofá en el que se desplomaba mi padre era como las minas del
Rey Salomón. Sin darse cuenta, solían caérsele las monedas que
llevaba en los bolsillos de sus pantalones, dinero que estafaba
a su empresa o parte de las propinas de sus clientes. Se colaban
por la tela del tresillo e iban acumulándose, como pepitas de
oro, al fondo, junto a los muelles. Una vez a la semana, para
que el botín fuese más apetitoso, esperaba a la noche para meter
mis deditos entre los muelles y recoger el dinero. Solía
recaudar unas mil pesetas al mes, una auténtica barbaridad y una
cantidad por la que podías comprarte dos Private, o una
Private y dos Penthouse o tres Playboy.
Pero crecí y dejé de comprar revistas porno porque me montaba
los bukake en mi propia casa. De hecho, a Stella la
conocí en uno de esos encuentros a las tres de la mañana, hasta
arriba de mierda y llorando la reciente muerte de Lady Di con un
consolador dentro. En el fondo, lloraba por otras cosas, unos
días por mí, la mayoría por la porquería que me circundaba y lo
hijos de puta que algunas personas podían llegar a ser, como mis
compañeros de la tele con nombre de ambientador.
También lloraba por lo que había dejado en
España. De ira, no de pena. Me salía la furia a borbotones y me
enrabietaba que en Manchester anduviera metido en una burbuja
española caciquil y envidiosa con un jefe de las SS y una panda
de acólitos que reían sus gracias. En Reino Unido, en la prensa
dominical, era normal ver cómo cadenas de televisión de peso
como BBC, Channel Five o Channel Four publicaban anuncios de
empleo en los que buscaban editores, reporteros o incluso
presentadores para el horario de máxima audiencia.
Jamás había visto en España que
Telecinco o Antena 3 publicaran un anuncio en prensa buscando
personal, ni siquiera para fregar los baños.
Reino Unido no tenía nada que ver profesionalmente hablando con
España, donde se premiaba al inepto e irresponsable y se
defenestraba al brillante. Dos veces al año la cadena de
televisión donde trabajaba celebraba una fiesta, la de verano y
la de Navidad. Para la primera alquilaba un espacio equivalente
a un pueblo entero en el que montaba un parque de atracciones de
la nada, con su montaña rusa, sus autos de choque, decenas de
puestos para disfrutar de comida de cualquier parte del mundo,
zona de relax, etc.
En la de Navidad, arrendaba un edificio emblemático del centro
de Manchester y creaba una fiesta temática. La que más me
sorprendió fue la dedicada a Tarzán. Seis plantas de un bloque
de pisos equivalentes a El Corte Inglés de Nuevos Ministerios
solamente para los empleados de la empresa. En cada planta,
grupos de actores profesionales escenificaban películas de
Tarzán y animaban a todo el mundo a interactuar. Esto se unía a
los puestos con comida internacional, piscinas climatizadas,
salas de tatuajes, tren del terror o tirolina de planta a
planta, a modo de las lianas de la selva. Tengo que reconocer
que siempre me ha encantado Johnny Weissmuller, si bien de
pequeño solía vestirme de Jane.
Había situaciones un tanto extrañas en el día a día de la
televisión. Los americanos no se caracterizan precisamente por
sus buenos conocimientos de geografía y su asimilación de
culturas. En algunos casos, lo más cercano a la historia para
ellos es saber el año en que se fundó el gimnasio de su barrio o
cuando nació Britney Spears (y toda la lista de sus presidentes
y estados, por supuesto). En Manchester, la empresa para la que
trabajaba centralizaba, para ahorrar costes, los canales de
televisión en español, alemán, inglés, italiano y francés. Los
periodistas de los cinco canales podíamos utilizar los mismos
vídeos y apoyarnos mutuamente. También compartíamos estudios,
platós y técnicos de sonido e iluminación. En mi caso, por
ejemplo, cuando permanecía en los estudios centrales, presentaba
los informativos en español y la señal se retransmitía a las
plataformas de televisión digital de España. Cuando me mandaban
de enviado especial, también para ahorrar costes, ofrecía
crónicas en mi lengua materna y en italiano, inglés y francés.
Obviamente, habría sido absurdo presentar en los estudios
centrales en un idioma que no hubiera sido el mío por muy bien
que lo hablara. Es curioso cómo es el espectador. Acepta sin
problemas que un presentador tenga acento cuando sabe que está
trabajando de enviado especial en un evento determinado, pero no
toleraría bajo ningún concepto que en el telediario de las tres
de la tarde de la primera cadena Ana Blanco hablase a lo indio.
Por cierto, ¿cuántos años tiene Ana
Blanco? ¿700? No he trabajado nunca en TVE, pero cuando me muera
quiero que me criogenicen en el sótano de la empresa, habida
cuenta de los resultados obtenidos con Ana y Jordi Hurtado.
Quizá tienen algo que ver
con la monarquía británica. |
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De la franja poblacional menor de
35 años no hablaré porque me aburre sobremanera y no aporta nada
nuevo. |
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Una de mis jefas, Katherine, se empeñó en aumentar el nivel de
empatía con el público español y realizar una televisión de
cercanía. En una reunión, hablando tan en serio como el que
analiza el teorema de Pitágoras, propuso que los presentadores
del canal en lengua española saliesen en antena vestidos con
traje cordobés y las chicas, de flamenca. Incluso creyó haber
descubierto el santo Grial cuando se le ocurrió financiar algún
programa con publicidad de gazpacho en tetrabrik y paella de
bote. Costó Dios y ayuda que mi jefe la convenciese de que su
idea no era del todo adecuada. Yo me reía mucho con los
americanos, en especial con Katherine. Sabían que había
estudiado en Pamplona y enloquecían cuando les contaba anécdotas
de los Sanfermines. Kat, licenciada cum laude en
Comunicación en Yale y matrícula de honor en un máster
especializado en mass media en Harvard, pensaba que vivir
en Pamplona era como hacerlo en medio de la guerrilla, como
sentir el miedo que daría tener a dos palmos a Sendero Luminoso
o el vértigo de atravesar un puente con cocodrilos en el
Himalaya, con el K2 de testigo silencioso. Estaba convencida de
que, todos los días del año, durante diez minutos, las calles de
la ciudad se llenaban de toros. A mí me encantaba seguirle la
corriente y charlar animadamente con ella en el McDonald’s de la
esquina.
—Debe de ser muy duro vivir en esa ciudad, ¿verdad?
—Ni que lo digas, Kat. Pero estamos acostumbrados. Todos los
días, a las siete de la tarde en verano y a las cinco en
invierno, suenan las bocinas para que nos apartemos a un lado de
la calle ante la llegada de la manada. Un poco como en Pearl
Harbour, para que te hagas una idea.
—¿No hay percances?
—De vez en cuando, pero date cuenta de que todos tenemos en casa
un toro, del mismo modo que tú, en Wisconsin, tienes un bisonte
al que dar amor y afecto. Es algo que lo llevas dentro e incluso
no paras de charlar con tu amigo en la calle o de tomar una
cerveza si suena la bocina y pasan los toros. Es nuestro devenir
diario.
—Tenéis mucho valor.
—No te creas, Kat. A esas horas las calles están vacías. Lo
hacen con vistas. A las cinco de la tarde, en invierno, estamos
aún echando la siesta. Y a las siete de la tarde, en verano, en
la calle se registran más de 50 grados, de manera que todo el
mundo está en casa y no sale hasta las once de la noche, la hora
ideal para ir al tablao y beber manzanilla.
—Spain’s different!
El canal en el que trabajaba era una puta mierda, lleno de
mindundis de tres al cuarto que iban de Matías Prats por la vida
y tenían la telegenia y la inteligencia en el culo. Tuve la mala
suerte de que, a pesar de vivir en un país en el que se premiaba
el talento y el periodismo de calidad, yo me metí en una burbuja
española en medio de la capital británica, me introduje en la
boca del lobo.
Stella me ayudó, todo hay que decirlo, aunque ellos ganaron la
batalla y, al final, opté por mi salud mental antes que por el
dinero que ganaba, que era bastante, si bien nunca alcancé los
niveles de los endiosados del grupo porque yo era el tonto.
Hablaré solamente de unos pocos porque me aburre mencionarlos y
porque no quiero invocar a espíritus errantes. El jefe se
llamaba Pedro. Me encantaría poner su nombre verdadero porque el
poder de la literatura reside en que el artista puede vengarse y
aniquilar a los mequetrefes, pero no me apetece que me
denuncien.
Los matones quieren una víctima fácil, pero cuando ven que
alguien se hace respetar buscan otro blanco. Ese fue mi problema
en ese sitio, no me hice respetar y me jodieron vivo. Poco a
poco fui empequeñeciéndome, yo mismo me quitaba valor, de modo
que me convertí en el blanco ideal para mediocres e ineptos.
Incluso quienes eran conscientes de lo que estaba pasando, un
mobbing en toda regla, como la señora con apellido de
sanitario o la gallega de cuerpo amorfo, hicieron de tripas
corazón porque no querían que les salpicase.
Recuerdo que a los dos años de trabajar en esa empresa me
pusieron en el turno de madrugada junto con Miss WC. Nos
conocíamos, pero de cruzar tres o cuatro palabras. Al compartir
un par de meses de periodismo nocturno nos hicimos bastante
amigos y ella alucinó de mi capacidad de trabajo y eficacia. No
entendía que Pedro me tuviese defenestrado. Pasado un tiempo,
también dejó de hablarme. Por miedo, por pereza, por envidia. No
lo sé. |
Pedro me recordaba a El Fary, pequeñito, con cara de campesino
de cortijo y una talla de calzado 38. Hablaba inglés como Johan
Cruyff después de 40 años en España: Benidorm, paella,
toros. En su caso, jelou, zorri y bai. Me daba verdadera
vergüenza ajena cuando venían los responsables ingleses y Pedro
hablaba a lo Toro Sentado. Yo cometí el error de no enfrentarme
a él, de no denunciarle, de no pedir el traslado a otro
departamento. Tenía miedo y me fui quitando importancia y, como
he dicho antes, los pendencieros quieren una víctima fácil. Si
esa víctima es encima brillante pero se quita el fulgor de un
plumazo porque tiene miedo a destacar el caldo de cultivo que se
ha preparado para el mediocre es perfecto.
Era fascinante llegar a la empresa y que, hasta pasadas tres
horas, nadie me encargase nada. No dejaba de ser maravilloso que
la valenciana de carácter champán se acercase a tu sitio con
preguntas propias de Stephen Hawking.
—Buenos días, como sabrás hoy abrimos el informativo con la
Bolsa de París.
—Eso he oído, Eugenia.
—París es una ciudad.
—¿No me digas?
—Es la capital de Francia.
—Eugenia, necesito un valium ya mismo, me estás descubriendo un
universo paralelo.
—I know it (Ai nou it), en el colegio me llamaban Séneca.
—¡Cuánta razón tenían! ¿Podrías por favor mandarme más
información sobre París?
—Claro, estoy aquí para ayudarte.
Lo peor de ese trabajo es que fue un mobbing que se
fraguó poco a poco. Hubiese preferido que me obligaran a fregar
suelos o limpiar los baños. Es como cuando un novio te deja pero
no ha pasado algo terrible. Sabes que la relación no tenía
futuro, pero te gustaría haberle pillado con otro, que te
hubiese insultado, matado a tu madre o quemado la casa para
escudarte en algo tangible y desechar culpabilidades. En esa
televisión pasó algo parecido. Me mandaron de corresponsal a
varios sitios, me pusieron de presentador estrella, de editor,
de enviado especial… Pero siempre con la muletilla de “está
empezando, vamos a hacerle un favor”.
Me pregunto qué diría El Fary cuando le llamaron desde Nueva
York tras una cumbre internacional en el Líbano, alabando mis
dotes como presentador y mi olfato periodístico. Me pregunto qué
diría El Fary cuando cubrí los atentados de Madrid,
permaneciendo 12 horas ininterrumpidas en el estudio, sin
prompter, con decenas de invitados, sin trabarme ni una sola
vez. Me pregunto qué decía El Fary cuando mis compañeros
escribían una noticia cada dos horas (y mal) y yo en dos horas
estructuraba los informativos de una semana entera con
excelencia. |
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Jamás había visto en España que
Telecinco o Antena 3 publicaran un anuncio en prensa buscando
personal, ni siquiera para fregar los baños. |
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Oakland 45 – Los Angeles Lakers 56, clamor en la final
Dame una M, dame una I, dame una E, dame una D, dame una O.
Y todos juntos, como hermanos, decimos: Miedo.
Ya lo decían de pequeño mis profesores a mis padres: “Vuestro
hijo es de muy altas capacidades, sufrirá mucho”. Tampoco es que
fuesen el pozo de la sabiduría o el oráculo. Dos más dos son
cuatro. Bueno, para mis compañeros quizá 4,3.
Siempre he admirado al villano, al perturbado, al que asume la
locura como modo de vida. No aguanto al típico chico bien
afeitado, rasurado de gimnasio, con su corbata y un buen trabajo
que pasa los domingos en su chalet del extrarradio.
Quiero embadurnarme de la fritanga que rezuman unos huevos
comidos encima de un sofá roído y lleno de mocos vetustos una
tarde de domingo.
No quiero ir al Hilton, sino al arroyo.
Paso del Ritz, dame el ribazo.
No voy de monja porque soy la más puta de todas.
No quiero cremas hidratantes para el contorno de ojos anunciadas
por Elle McPerson, uso mi propio semen, lleno de proteínas que,
al solidificarse, crean una capa protectora que permite que mi
piel luzca como la de un bebé.
Me gustan las personas desesperadas con mentes y destinos hechos
a jirones, cuyo corazón ha sufrido pero que gestionan ese
sufrimiento del único modo posible, desternillándose de él.
No me hace gracia la gente feliz porque sí, sino aquella que ha
generado su felicidad a partir de los golpes.
Me gustan las mujeres que van al Carrefour en chándal y con
tacones y llenas de maquillaje barato porque les da exactamente
igual lo que piensen de ellas los demás, en especial algunos
hombres aún impregnados de un machismo retrógrado con olor a
alcantarilla, hombres que son incapaces de ver que el feminismo
no implica que las mujeres merezcan un trato especial,
simplemente conlleva que merecen un trato igual. Deberíamos
rebelarnos contra esta sociedad patriarcal y androcéntrica,
cagarnos encima de mequetrefes como quienes trabajaban en ese
canal de televisión.
Hay veces que me encantaría expulsar toda
la ira que se ha ido acumulando en mi interior, todo el dolor
que me carcome como una solitaria desde los intestinos, que me
provoca laceraciones, que se convierte en pus cuando trata de
salir a la superficie. En mis pesadillas, salgo a la calle con
una recortada y aniquilo a ciertas personas que me han hecho la
vida imposible, como El Fary
y sus secuaces. Recreo al personaje de Michael Douglas en Un
día de furia, pero con un arma de menor calidad y un sueldo
que no llega ni para café. A veces reemplazo los tiros por el
veneno, al estilo de la Antigua Roma. Mi
subconsciente prefiere realizar los
ajusticiamientos empleando beleño, estramonio, belladona,
mandrágora o cicuta antes que vérselas con una pistola en un
túnel abandonado. Es mucho más poético.
He investigado sobre el devenir de mis compañeros durante los
últimos 20 años. Como no podía ser de otra manera, El Fary
prosperó. Fue jefe de prensa de un partido político de derechas,
consejero de comunicación del Mercado de las Telecomunicaciones
y máximo responsable de marketing de una constructora. |
This is Spain.
En Linkedin y Facebook he constatado que sigue igual de feo que
hace dos décadas. De hecho, su cara parece un cataclismo. La
bilis no es como la lefa que me aplico en mis ojeras, al
contrario, se regurgita por las noches y se queda pegada a la
papada. En esa búsqueda de información me ha sorprendido que
varios de mis compañeros se aparearon entre ellos, siguiendo los
consejos sectarios del canal de televisión. Miss WC lo dejó con
su marido y se lio con uno de la casa, lo mismo que en el pasado
habían hecho otros tantos. Tengo entendido que una de ellas dejó
la comunicación y se metió a alfarera y ceramista, estilo Demi
Morre en Ghost. Se compró una casa en Almería y vive de
su arte. La andaluza es ahora mandamás en una empresa
separatista catalana tras acostarse con el promotor. Intenté
hablar con ella para sonsacarle información y porque hubo un
momento en que la aprecié bastante. Tras un par de mensajes de
compromiso, me ignoró. No se lo echo en cara, si no tuvo huevos
de defenderme en su momento y huyó como un cervatillo presa del
adoctrinamiento, más de 20 años después todo esto le daría una
pereza enorme. Algo similar sucedió con la gallega, un par de
mensajes de cortesía y bloqueo al canto. Eso sí, me animó a que
la llamase si me acercaba por su tierra. ¡Qué detalle!
Me fascina causar estos sentimientos entre la gente. Soy muy
peculiar, hablo a trompicones, como una ametralladora cargada
desigualmente, de repente suelto doscientas frases en menos de
un minuto y, acto seguido, me quedo callado media hora mirando
al techo, aunque mis ojos siguen hablando. Lo sé, la intensidad
y la brillantez no están de moda.
Quiero que me dejen ser, simplemente eso,
o me veré obligado a partir al mundo de nunca jamás en el que
aquellos carentes de un corazón libre de prejuicios no podrán
entrar. Sé perfectamente a quién me llevaré, puedo contarlos con
los dedos de una mano.
¿Qué sucedería si todos los locos del mundo gritásemos a la vez,
si nos lanzáramos desnudos a los campos al mismo tiempo y
dijésemos lo que pasa por nuestras cabezas en un preciso
momento?
¿Cambiaría el curso del universo? ¿Habría una redistribución de
la riqueza? ¿Mis compañeros se teletransportarían a la época
inquisitorial y morirían en la hoguera? Como dijo Bukowski,
me interesan más los pervertidos que los santos; me encuentro
bien entre marginados porque soy un marginado.
La tele con nombre de ambientador es solo un recuerdo en mi
memoria. Incluso, a veces, no sé si realmente existió. Fellini
aseguraba que se inventaba capítulos de su vida para poder
contar historias. Yo hago eso constantemente, de manera que no
sé con seguridad si lo que acabo de contar sucedió.
Las arrugas interiores empiezan a dolerme, pero sigo al pie del
cañón. Me da igual que mi vida se haga pública, siempre he
pensando que la intimidad no es sino un cuento para que nos
comamos la penas en soledad. En realidad, no deseo el mal a mis
compañeros de aquella empresa, simplemente me entristece la
gente plana que no aporta nada y que disfruta jodiendo al
prójimo. No les perdonaría porque no hay nada que perdonar a
quienes son tan limitados que no se dan cuenta de lo que hacen.
Admito, de todos modos, que la idea de destrozarles los sesos
con la recortada me parece tentadora. |
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¿Qué sucedería si todos los locos del mundo
gritásemos a la vez, si nos lanzáramos desnudos a
los campos al mismo tiempo y dijésemos lo que pasa
por nuestras cabezas en un preciso momento? |
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La imaginación es mi mejor aliado, algo de lo que ellos carecen.
Si no me creo mis propias fantasías y doy por válidos mis
espejismos, difícilmente podré hacer creíbles mis historias,
como esta que acabo de contar. Nadie pretende encontrar la
realidad en la ficción porque para eso ya tenemos la vida, de
manera que la imaginación, una vez más, es la clave. Sufrí mucho
en aquel momento de mi vida y es posible que parte del carácter
insoportable que me caracteriza hunda sus cimientos en esa
experiencia, pero, al mismo tiempo, gracias a esos pendencieros,
tengo material para crear y para reírme a la cara del
sufrimiento. Y no me va mal, soy un icono cultural, el oráculo
del siglo XXI. Debe de joder mucho haber favorecido mi éxito,
pues, en el fondo, ellos son parte de él.
Este texto se ha publicado y puede leerse en medio mundo, ¿qué
se siente, queridos, al saber que la humanidad es consciente de
que uno es imbécil? Va a resultar que el tonto no escribía tan
mal… E iría más allá, en breve todo esto recorrerá los
escenarios de España a modo de obra de teatro en escenarios de
primer nivel. Os mandaré invitaciones.
Es más cansado quedarse callado que decir aquello que se piensa,
del mismo modo que estar triste todo el rato es muy duro. Por
eso, apuesto por ser una portera feliz, por decir aquello que
pasa por mi cabeza sin temor al qué dirán.
Ojalá mis compañeros me manden mensajes insultándome y me
escupan por la calle si nos cruzamos en la boca del metro. Les
invitaré a mi próximo bukake…
A todo esto, Stella se llamaba Robert y era un camionero de la
ruta Leeds—Belgrado que murió al salirse de una curva en los
Cárpatos. No le echo de menos.
No he dicho cómo se llamaba el canal de televisión con nombre de
ambientador porque, una vez más, no tengo dinero para abogados
en caso de querella. Eso sí, era tan cutre que desapareció. |
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Eduardo Viladés
Escritor. Periodista.
Dramaturgo. Director de escena
+Info: Comunicación integral |
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Eduardo Viladés.
Escritor, periodista, dramaturgo
y
director de escena con más de 24
años de carrera, referente
en la cultura española
contemporánea. Ganador de
prestigiosos premios
internacionales de teatro y
literatura, cultiva el
teatro largo, de medio
formato y de corta duración,
así como la narrativa.
Sus
obras teatrales se
representan en varias
ciudades españolas, México,
Colombia, Perú, República
Dominicana y Estados Unidos.
Colabora asiduamente con sus
ensayos, relatos y obras de
narrativa con las
editoriales Extrañas Noches
(Buenos Aires), Lado
(Berlín), Otras
Inquisiciones (Hannover) y
Viceversa (Nueva York).
Compagina su labor como
dramaturgo y director de
escena con el periodismo,
área en la que cuenta con
más de dos décadas de
trayectoria profesional en
diversos países del mundo
como reportero, editor y
presentador de TV.
Ha vivido
en Reino Unido, Italia,
Bélgica y Francia. También
es experto en periodismo
cultural y de tendencias y
documentales de
sensibilización social, un
artista polifacético.
Administra el portal “Eduardo
Viladés, Comunicación
Integral”
para facilitar información
relacionada con el mundo de
las Artes Escénicas, y el
blog
“Eduardo
Viladés, Dramaturgo. El
Teatro al Alcance de su Mano”,
dedicado a informar en
exclusiva sobre su
dedicación a la
dramaturgia.
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral.
Edición no venal. Sección 1. Página 5. Año XIX. II Época. Número 106
EXTRA.
Enero-Marzo 2020. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2020 Eduardo Viladés.
© Las imágenes incluidas en esta publicación se usan exclusivamente como ilustraciones del texto, y los derechos de autor a que hubiere lugar pertenecen
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Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010.
© 2002-2020 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana.
Calle Castillón, 3, Ático G. 29.730. Rincón de la Victoria (Málaga).
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