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DESDE LA CARRETERA que va a la costa, en ese tramo,
en el sector más elevado, se divisa el camino rural
que va de la Rinconada de Aliaga al Alto del
Robledal. El día anterior, hacia el final de la
tarde, se había desatado un aguacero que embarró los
potreros y empapó la hierba que ya había nacido,
anunciando la primavera. Me detuve en medio de la
cuesta a tomar algunas fotografías de dos caballos,
uno palomino, el otro alazán, inclinados sobre la
hierba, mordisqueando, sumidos en una bella bruma
que se elevaba del suelo en forma de vapor. Busqué
un ángulo desde el que los animales se veían
enfrentados y sus cuellos cruzados. En esta tarea
divisé, por el camino rural que va al Alto del
Robledal, a un campesino al trotecito de su caballo,
entrando a una propiedad en la que había un establo
y a su vera un furgón pequeño, con la puerta de la
chófer abierta.
Dijo que el asiento, la consola y también el volante
estaban mojados, por lo que se podía pensar que el
furgón había soportado la lluvia de la tarde y noche
anterior. Alguien más había visto llegar al furgón
desde el alto de la cuesta, a eso de las cinco de la
tarde, seguido de un auto americano grande, del que
bajaron dos personas vestidas de traje oscuro. Del
furgón descendieron otras dos: ambas, de traje
oscuro y anteojos negros. Uno abrió la puerta
deslizante del furgón y pareció ayudar a descender a
un tercero vestido con una tenida casual. Le rodeó
los hombros con su brazo y lo guio hacia la entrada
del establo. Los otros tres los siguieron detrás,
como si los estuvieran resguardando. “Después ya no
vi más porque me interné en el bosquecito de
eucaliptos, para seguir con mi faena”, relató ese
testigo. La tarde había estado muy oscura, y el
cielo cubierto de nubarrones negros presagiaba el
temporal que se vendría al anochecer. “Por eso, no
más tarde de las seis y media, volví al camino para
irme a mi casa antes del aguacero. El auto americano
ya no estaba. Solo quedó el furgoncito blanco con la
puerta del chofer abierta. A mí me pescó la
tormenta, de modo que ya no me ocupé más del
asunto”.
Puedo asegurar que era un tipo sencillo, muy
amistoso, amante de la bohemia, de los bares, de la
vida nocturna. Recuerdo el día que batió el récord
de lanzamiento en los panamericanos. Mientras todos
los noticiarios de la televisión hablaban de su
proeza y la proyección que le significaba para
lograr llegar a los juegos del año siguiente e
intentar validar su registro como récord olímpico,
el caminaba a paso lento, por el parque a orillas
del río, cantando una canción de moda: “Bajo un
mundo lleno de miedo y ambiciones siempre debe haber
ese algo que no muere...”. Ahí lo encontré. Estaba
feliz, pero no eufórico. Simplemente me dijo:
“¡Huevón, gané! Tengo un récord”. Traía todavía,
apoyada en el hombro su jabalina y, colgando, el
bolso con su equipo atlético. Lo felicité con más
efusión que la suya propia. Solo me dijo: “Vamos a
tomarnos una cerveza. Estoy cagado de sed”.
Estuvimos hasta las tres de la madrugada en el bar
donde se nos fueron uniendo muchos admiradores,
amigos de él y míos y algunos desconocidos. Más que
una celebración, fue un encuentro de bar, una
tertulia amena. Como era su costumbre, flirteó con
la mesera que nos atendió, e incluso en algún
momento lo vimos desaparecer detrás de ella. Volvió
sonriente después de unos veinte minutos, me hizo un
guiño, y continuó conversando como si nunca se
hubiera ido.
El campesino se acercó al vehículo y se apeó del
caballo. Al acercarse notó que las llaves estaban
aún en la chapa de contacto. Los portones del
establo estaban algo abiertos; no tanto que se viera
el interior, ni tan poco que impidiera el paso.
Llevando su caballo de la brida, entró al establo y
miró en torno. No se veía a nadie. Metió su caballo
en uno de los pesebres y llamó en voz alta: “¡Aló! ¡Eeeh!
¿Alguien aquí...?”. Nadie contestó. Tampoco había
otros animales en el lugar. El establo se veía muy
abandonado y había muchas señas de que estaba ya
largo tiempo en desuso, de manera que se preguntó
qué podrían estar haciendo ahí los ocupantes del
furgoncito. En algún momento pensó qué encontraría;
tal vez, alguna pareja en cierto encuentro íntimo.
Después de batir la marca panamericana, gracias a
algún auspicio, podía dedicar buena parte del tiempo
a entrenar y prepararse para las competencias
internacionales a las que le invitaban a participar.
En algunas, al comienzo, tuvo una actuación
destacada, pero luego un cubano y después un
jamaicano superaron su marca y fue quedando atrás.
Así sucedió que en aquel tiempo perdió buena parte
del incentivo y después de los entrenamientos solía
irse de parranda con amigos y fue haciéndose asiduo
de los bares de moda donde su fama le hacía fácil
conseguir mujeres y sus favores. También amigos,
amigos de la farándula y del espectáculo, donde su
simpatía le permitió entrar en las pantallas y los
pequeños escándalos en uso. Solía llegar en su
pequeño furgón hasta las puertas de los bares, de
las radios y canales de televisión, donde lo dejaba
mal estacionado sin preocupación alguna. A veces lo
multaban, pero aprovechando su fama conseguía
perdones o multas rebajadas. |
Los entrenamientos se hicieron más breves, la
preparación física menos exigente y cada vez
terminaba más temprano las sesiones. Entonces se le
veía pasar por la avenida que va del campo de
prácticas a la principal, lentamente en su pequeño
furgón observando a las mujeres que caminaban por
las veredas y a las que esperaban locomoción en las
esquinas. A veces las invitaba a subir, a veces lo
reconocían y se iban con él, otras lo evadían aun
cuando lo reconocían. De cualquier modo, fue
haciéndose cierta fama de buscón y donjuán que sus
amigos de la farándula se esforzaban en ignorar o
restarle importancia.
El campesino fue examinando las pesebreras solo para
encontrar abandono y silencio entre paja podrida y
bostas secas. En algún momento quizás pensó, como yo
mismo lo hice, que los ocupantes del furgoncito
habían retrocedido al camino y estarían paseando en
el bosque del alto, o bien se habían internado por
los potreros para tomar fotografías, como yo mismo,
de la belleza de la bruma que se vaporizaba desde la
hierba. En ese momento, yo no sabía que el furgón
había llegado seguido de otro auto mayor, tampoco
que cualquiera sea la escena, no había ahí una
pareja en amores, sino alguna situación que
involucraba a cinco sujetos; todos hombres.
El hombre del vecindario que los vio llegar aseguró
que, al entrar en su casa, aún no se desataba la
tormenta que duraría hasta el amanecer; solo llovía
con cierta placidez. Apenas hubo entrado en su
propia casa, oyó dos estruendos, que, aunque muy
breves, pensó que serían los primeros truenos de la
tormenta; sin embargo, el aguacero todavía se demoró
en comenzar. Recuerda que las explosiones venían de
la dirección del establo viejo, donde estacionaron
los vehículos. “Tal vez eran cazadores y probaban
sus escopetas”, dice que pensó. Sin embargo,
resultaba extraño que estuvieran de cacería en ese
lugar y con el clima amenazante del momento, pero no
tuvo otra explicación y lo consideró poco
importante.
Cuando todavía no había batido la marca
panamericana, parecía llevar una vida bastante
ordenada; no obstante lo cual, ya cultivaba amistad
con personas del espectáculo. Así conoció a su
pareja, una cantante de relativo éxito, que luego
fue su mujer, con la que tuvo dos o tres hijos (no
lo sé bien). Es probable que el matrimonio no fuera
del todo feliz, porque solía flirtear con otras
mujeres e incluso enredarse en aventuras
clandestinas. Ella pensaba, así lo creo, que
cualquier escándalo en este sentido perjudicaría su
imagen, de manera que jamás se quejó de la conducta
impropia de su marido y siempre pareció ocultarla y
perdonarlo, ya sea cuando le llegaban rumores y
chismes o pruebas irredargüibles. Tal vez si
solucionaban los problemas en la intimidad de la
pareja, para él no significaba una enmienda, ni
siquiera un esfuerzo. “Es que tengo la sangre
demasiado caliente”, confesaba, “y no es que no esté
enamorado de ella; es un vicio que no me deja. Es lo
mismo que una droga que te atrapa. ¡Qué quieres! si
yo soy así”, declaró un amigo de la bohemia que le
habría dicho.
Luego se hizo conocido por su actuación deportiva y
por ser el hombre de una cantante de moda. Las
mujeres a las que seguía lentamente en su furgoncito
y las invitaba a subirse: “¿A dónde vas... Te
llevo...” o que abordaba en los paraderos de buses:
“¿Esperas a alguien... Vamos a dar un paseo”
comenzaron a reconocerlo y a denunciarlo, pero otras
enganchaban o confiaban. Algunas disfrutaban la
aventura, otras, inocentes o ingenuas, se sentían
ultrajadas y quizás algunas lo fueron, incluso con
cierta violencia. No sé si se sentiría culpable, o
era suficientemente impulsivo, tanto que no
alcanzaba a darse cuenta del significado de lo que
hacía; al menos no en el momento de hacerlo. Quizás
más tarde tenía remordimientos, pero el impulso y la
fuerza de la costumbre lo hacían caer una y otra vez
en la misma conducta. Tal vez solo se disculpaba a
sí mismo y se decía: “Yo no las obligué a venir y
ellas quisieron”. Aun cuando es posible que varias o
muchas fueran víctimas del temor a reaccionar, otras
se opusieron, pero fueron más débiles o frágiles.
Todo esto son especulaciones, pues no es posible
saber cómo sucedieron las cosas, y también es
posible que, amparado en el secreto y muchas veces
en la vergüenza, sintiera la suficiente impunidad
para mantener su conducta sin enjuiciarla.
En alguna de las últimas pesebreras lo encontró. La
posición en que había caído mostraba con claridad
que no había sido de manera violenta, sino con
alguna suavidad, casi como si lo hubieran posado
ahí. Una pierna flectada estaba bajo la otra y ambas
algo giradas hacia un lado, en tanto que el cuerpo
descansaba sobre la espalda y la cabeza estaba
giraba en sentido contrario al de las piernas. El
brazo de la mano libre se extendía hacia el lado de
las piernas y esta estaba con la palma hacia abajo.
La otra, que sostenía la pistola, descansaba sobre
el pecho. Llamaba la atención que sostuviera el
arma, todavía, con bastante firmeza, el dedo índice
aún rodeaba el gatillo y el resto de los dedos asía
de modo consistente la empuñadura. Resulta extraño
que, habiendo muerto de manera tan repentina a causa
de un disparo certero contra la sien, la mano que
ejecutó este no se hubiera relajado de inmediato,
haciendo que el arma cayera separada de aquella. Por
otra parte, la sangre que había logrado manar antes
de la detención del corazón, producto de la muerte,
había goteado sobre el pecho después de fluir sobre
el pómulo y la mejilla. Solo después se veía el
flujo de continuidad que la hacía caer en la paja
sucia, formando una pequeña poza. Los ojos
permanecían abiertos, mirando paralelos. Al
acercarse a observar el cadáver con más detención,
notó una mancha, todavía húmeda, que se extendía por
la pierna del pantalón que descansaba sobre la otra.
Cuando, más tarde, levantaron el cuerpo, aquella
mancha, ya seca, había dejado una aureola notoria.
Su situación y forma debería haber inducido a la
conclusión que el hombre sufrió una intensa angustia
antes de morir, por lo que se habría orinado.
Ninguno de todos estos indicios condujo a dudas a
los investigadores de este extraño suicidio y el
caso fue cerrado judicialmente con esa conclusión. |
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Me sometí a
sus ímpetus, sabiendo que mi
debilidad jamás lograría
sino hacer más penoso el
suplicio. Al fin, me empapó
con sus fluidos y en seguida
cayó acezando sobre sus
espaldas en su asiento. |
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Caminaba por la avenida para huir del aburrimiento y
la opresión. Hubiera querido desarrollar una
actividad que complementara los esfuerzos de
conseguir una profesión, pero mi marido me había
coartado esa posibilidad. Sostenía que tenía todos
los medios de darme lo que quisiera, sin la
necesidad de trabajar. “Tú dedícate a los niños, a
hacer la familia y yo traigo la plata necesaria”,
decía. Mi vida estaba, de esta manera, reducida a
llevar y traer niños al colegio, a revisar que la
empleada doméstica hiciera su trabajo, a que no
perdiera el tiempo ni se escapara a flirtear con el
carabinero que cuidaba la embajada o la casa del
diputado, o con el guardia del colegio y más. En
resumen, mi vida consistía en servirlo a él y sus
bienes, que ni siquiera sentía míos. Así había
comenzado a salir a dar largas caminatas bajo la
arboleda de la avenida cercana, divagando en la
nada, en la ilusión de encontrar una salida al
tedio.
Cualquier día, eran todos iguales, un furgón
pequeño, de esos a los que la gente llama “pan de
molde” por su forma, que avanzaba en el mismo
sentido mío, disminuyó la velocidad al pasar a mi
lado. En la siguiente calle giró y desapareció. Al
rato lo vi avanzar muy lento por la calzada, a mi
ritmo. El chófer me sonreía como si me conociera y
estuviera saludando. Lo miré con curiosidad,
intentando reconocerlo. Lo hice: ¡Así fue! Era ese
atleta al que le decían “El Lancero”. Yo lo
reconocí, pero no lo conocía, ni él a mí. Sin
embargo, sonreía como si fuera un amigo. Más aún, me
hizo señas para que me acercara. Al principio no le
hice caso, pero su persistencia, al fin, me arrancó
una sonrisa. No lo recuerdo, pero creo que en ese
momento hice una evaluación rápida de la situación y
del entorno de mi vida aburrida: ¿Qué tendría de
malo acercarme y conversar? “¡Nada!”, pensé. “Pero
no debo. Soy una mujer casada, tengo hijos, mi
marido, que sepa, jamás me ha engañado y me lo da
todo”. Me negué meneando la cabeza, pero no se fue.
Al contrario, bajó la ventanilla y sonriendo dijo:
“Eres tan linda y estás sola. Yo también estoy solo;
¿por qué no podríamos conversar y dar un paseo
juntos?”. Muchas veces lo había visto entrevistado
en la televisión, en programas deportivos y también
de farándula. Era un hombre atractivo y ameno. Tenía
un humor liviano y una risa agradable. ¿Qué podía
pasar si compartía una tarde aburrida con él?
Finalmente, cedí y me fui con él en su auto. Cuando
ya empezó a oscurecer me fue a dejar. No le permití
acercarse tanto que supiera dónde vivía, pero, sin
convencimiento, prometí encontrarlo al día siguiente
en la avenida, en esa misma cuadra.
Al día siguiente, a la hora convenida, caía una
lluvia suave que había despejado las calles. “Vamos
a conversar y tomar las once”, propuso un salón de
té muy conocido. Me negué. “Me puede reconocer
alguien”, argumenté. Me llevó entonces a una
callecita solitaria y ciega detrás del campo de
entrenamiento, que él parecía conocer bien.
Estacionó contra un muro de cierre que dejaba ciega
la calle. A un lado había una plaza desierta; al
otro, un grupo de casitas, todas iguales, recién
construidas y desocupadas aún. Estábamos solos,
rodeados de soledad, solo acompañados de la lluvia
que caía plácida. Conversamos un rato. Mientras lo
hacíamos, él miraba alternativamente mis ojos y mi
boca, y sonreía. De pronto dijo: “Déjame besarte”.
Se lo permití. Cuando se apoderó de mis pechos, sin
pedir permiso, me sentí arrebatada. Después sucedió
todo. Hasta ese día, del que no me olvido, tuvimos
una intensa aventura que llenó mi vida antes tan
opaca. Conocí todos los miradores románticos al
atardecer, los muchos faldeos de los cerros que
rodean la ciudad, pequeños salones de té en los
aledaños y me dejé llevar de la aventura y la
lujuria en los asientos del furgón, en su piso
metálico y frío, en la hierba húmeda de cualquier
paraje rural suburbano, en alguna plaza desierta al
caer la noche y más. Más disfrutaba el peligro de la
aventura, de ser vista y reconocida, de ser
sorprendida por mi marido por alguna seña descuidada
o quizás por alguna imprudencia, que del hecho de
tener sexo con este atleta. Más me movía la
adrenalina que el calor de la pasión, aunque esta
tampoco faltaba.
Ese martes, ¿o fue jueves?, no estoy tan segura, al
entrar a rodear la plaza que interrumpe la avenida,
un auto grande, de color verde oscuro, nos alcanzó
y, casi al llegar al final de la plaza, nos
interceptó. En un primer momento pensé que se había
cruzado para virar a la derecha, pero en seguida
frenó bruscamente y bajaron del asiento trasero dos
tipos bien vestidos, de manera elegante, aunque su
aspecto físico era notoriamente ordinario. Los
anteojos oscuros le daban un aspecto siniestro y su
comportamiento fue feroz y grosero. Cada uno se
dirigió a una puerta del furgón y a gritos nos
dieron órdenes. A mí, el hombre que abrió mi puerta
me agarró del brazo bajo la axila y me tiró afuera
del furgón: “¡Bájate, puta conchetumadre!”, me
gritó, y, cuando me sacó fuera del vehículo, me
impulsó hacia la vereda, haciéndome caer de
rodillas. Se subió a mi asiento y antes de cerrar la
puerta me dijo: “¡Tú, huevona, no estabas aquí y no
sabes nada! Si hablas o le cuentas a alguien te
vamos a ir a buscar”. El otro obligó a mi amigo a
pasarse a la parte trasera del furgón y él mismo se
sentó al volante. De inmediato partieron. Volví a mi
casa en un estado alterado después de la
experiencia. Inventé que me había caído en la calle
y me sentía mal, de modo que me encerré en mi
dormitorio y me dormí. Eran cerca de las tres de la
tarde y no desperté hasta pasada la media noche.
Afuera llovía y había tormenta eléctrica. |
Al día subsiguiente supe por las noticias que lo
habían encontrado muerto en un establo, por El Alto
del Robledal, cerca de la Rinconada de Aliaga. Se
había suicidado de un tiro en la cabeza. Supe que
no. No era posible. Lo habían asesinado, pero no
podía decir nada por mi seguridad. Tuve temor de la
amenaza y miedo de confesar mi traición infiel.
Mi papá fue militar. En ese entonces tenía algún
cargo altamente confidencial en el ejército, del que
nunca hablaba. Muchas veces lo llamaban a horas
raras: mitad de la noche, en medio del almuerzo
familiar del domingo, o cuando tenía invitados, ya
fueran camaradas de armas o relaciones sociales y
parientes; entonces salía pidiendo perdón y dando
explicaciones ambiguas: “Es del comando, tengo que
ir urgente” o “Me llaman del edificio de gobierno” o
“Es del ministerio”, en fin. A mí, por esa época, no
me llamaba la atención, porque era, apenas, algo más
que una adolescente y todo me parecía natural: era
mi papá.
El campus donde estudiaba el primer año de
universidad quedaba varias cuadras alejado de la
avenida por donde podía tomar alguna locomoción,
pero, de todos modos, era grato caminarlas al caer
la tarde, cuando empezaba a oscurecer. Ese día de
mediados de abril llegué al paradero de buses cuando
aún no encendían las luces de los faroles públicos,
a esa hora que todas las cosas parecen de metal,
especialmente los vidrios cuando el último sol les
cae al sesgo. Es el instante en que todo parece
vivir un momento mágico. Algunos minutos después de
llegar, se detuvo frente a mí ese furgón pequeño: un
“pan de molde”. Primero no le di importancia y, por
los reflejos de la luz, no podía ver quién iba
dentro. Entonces bajó el vidrio de mi lado y vi un
rostro conocido. No supe quién era, ni por qué o de
dónde me era familiar. Sonriendo con una sonrisa de
dientes muy grandes y achicando los ojos hasta casi
cerrarlos, me dijo en tono conocido y ameno “¡Sube!
Te llevo”. Era todo tan cordial, que sin lograr
ubicar cómo encajaba esta familiaridad con la duda
que me recorría más allá de los sucesos inmediatos,
acepté la oferta y subí al auto. Mientras subía,
mientras se ponía en movimiento, mientras pasaba ese
primer momento de silencio entre nosotros, me
preguntaba quién era él: ¿un primo algo lejano?, ¿un
compañero de universidad?, ¿quién?, ¿quién? Entonces
me dijo: “Voy hasta la Avenida de la Conciliación y
ahí sigo a la derecha hacia el barrio alto”. “Yo
también voy para ese lado”, respondí sin sospecha
alguna. Me preguntó mi nombre, de modo que mi alerta
me dijo que él no me conocía. Su familiaridad era
solo un truco. Le pregunté el suyo: era un
desconocido, pero, sin embargo, su nombre me sonaba
conocido de algún modo. “¿Y qué haces?”, dijo, para
entablar alguna conversación: “¿Estudias? ¿Eres
universitaria?”. Repliqué la pregunta después de
responder: “¿Y tú?”. “Por ahora solo soy atleta; me
preparo para los juegos olímpicos”. En ese momento
lo reconocí. Supe que era El Lancero; confié en él.
Dobló en la Avenida de la Conciliación. Hablamos de
modo ameno hasta que llegamos a la bifurcación. Una
rama enfila hacia la cordillera y el despoblado, en
tanto que la otra sube un par de cuadras hasta los
terrenos del convento de los curas benedictinos.
“Déjame aquí en la esquina”, dije. “Vivo hacia el
lado de los curas”. “No”, respondió asertivo, “Vamos
aquí, un poco más allá hay un café y tomamos algo”.
Insistí en que me dejara bajar, mientras seguía
avanzando. “¡Putas que eres pendeja!”, alegó
irritado. “Vamos aquí no más y después te llevo
hasta la puerta de tu casa”, propuso imperativo y me
acarició la pierna antes de darme unas palmaditas
suaves. “¡Para, imbécil!”, grité asustada. “¡Ya!, ya
voy a parar. Si ya estamos llegando”. Había avanzado
a lo menos unas cinco o seis cuadras y seguía sin
hacer ningún amago de detenerse. “O me dejas bajar o
me tiro para abajo”, dije ahora asustada, abriendo
la puerta. Vi cómo pasaba el pavimento junto al auto
y me imaginé rodando ahí. Sentí un escalofrío que me
atajó. Él pasó sobre mí y cerró la puerta; entonces,
fuera de control, le grité que me dejara y comencé a
golpearlo en el brazo, el pecho, la cabeza. Se dio
vueltas hacia mí y como si mis golpes no le hicieran
nada, me miró desencajado y me dio un solo puñetazo
con todas sus fuerzas en la nariz. Solo vi una
intensa luz blanca que me dejó ciega, pero no sentí
dolor en ese momento. No vi la maniobra, pero
percibí que doblaba hacia la izquierda. Bajamos a un
camino de tierra que percibí por el sonido, no veía
nada, como si estuviera encandilada, y, a poco
andar, atravesamos un puente de madera. Solo cuando,
después de pasar el puente, habíamos avanzado quizás
una o dos cuadras por el camino de tierra, comencé a
recuperar la vista. Estábamos en la última penumbra
antes del ocaso. Recién fui consciente de que
lloraba y que estaba sometida a mi suerte. No sé
cuánto más entró por ese camino, quizás si uno o dos
kilómetros y se detuvo bajo un sauzal. Quedamos
semicultos por las ramas que chorreaban de los
árboles. Entonces se giró hacia mí y me abrazó.
Dijo, con voz tierna: “Perdóname, amorcito, es que
estabas muy histérica” y a la vez me acariciaba la
cabeza. |
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La investigación no fue más
allá de la constatación
visual de pruebas que
indicaban que la víctima se
había quitado la vida
disparando una pistola
Taurus TH9 de nueve
milímetros contra su sien
derecha. |
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El animal, cuando su
depredador lo somete, ya no tiene fuerzas para
reaccionar y se queda quieto, a merced del enemigo.
Este comienza a devorarlo mientras su presa está aún
viva pero sin reacción ninguna. Así sentí el poder
del hombre, que comenzó con delicadeza a acariciar
mi pelo, a besar mis labios con evidente finura. Sus
manos se posaron primero con delicadeza en mis
senos, después con ansias y luego con cierta furia,
desgarrando mi blusa y apartando mis sostenes. Sentí
con asco y horror el calor de sus bufidos al acercar
su boca a mi pecho, mientras sus manos exploraban
casi desesperadas bajo mis faldas.
Me sometí a sus
ímpetus, sabiendo que mi debilidad jamás lograría
sino hacer más penoso el suplicio. Al fin, me empapó
con sus fluidos y en seguida cayó acezando sobre sus
espaldas en su asiento.
Libre ya del agobio de su abuso, con las últimas
fuerzas lo golpeé en la cara y le grité: “¡Te odio,
maricón!”. Enfurecido, abrió, pasando por encima de
mí, la puerta y me empujó fuera del furgón, mientras
gritaba: “¡Bájate, puta! ¡Fuera de aquí, infeliz!”.
La fuerza del impulso me hizo caer sentada al suelo.
Sentí cómo arrancaba el motor del vehículo y se
ponía aceleradamente en marcha, haciendo patinar las
ruedas en la tierra. En unos segundos desapareció en
la oscuridad de la noche con las luces apagadas. Se
llevó en su auto mi honra, mi estima personal, mis
calzones y mis libros y cuadernos de la universidad.
Quedé ahí sola, tirada en la oscuridad total, sin
saber dónde me encontraba.
Caminé a tientas en el sentido inverso del furgón,
durante un tiempo imposible de determinar, que me
pareció infinito, hasta que de repente surgió en la
oscuridad la silueta de una mujer con una niña
pequeña, seguida de un perro, que se acercó gruñendo
a olerme. “Quédese quietita no mah. No le va a hacer
na. Es donde no la conoce”. Dio un silbido y dijo:
“¡Juera!”. El animal bajó la cola y se alejó con un
gemido. “¿Cómo salgo de aquí?”, pregunté. “Pa allá
mismo”, dijo, a la vez que giraba para hundir la
mirada en la oscuridad a sus espaldas. “¿Y hay algún
lugar de donde llamar por teléfono, por aquí?”,
pregunté. Otra vez hundió la mirada en la oscuridad
y dijo: “Pa allá mismo, en lo de don Florián”, y,
como si ya no hubiera nada más que pudiéramos
hablar, le dio un tirón a la niña y emprendió otra
vez su camino en la noche ya caída.
«Ayer fue encontrado muerto el destacado atleta
nacional conocido con el apodo de El Lancero. Su
cuerpo fue hallado por un campesino del sector del
Alto del Robledal, en un establo del fundo El Sauzal
Bajo. El atleta se había hecho conocido cuando batió
el récord panamericano de lanzamiento de la
jabalina, con el cual superaba la marca olímpica de
la disciplina, que esperaba validar en los próximos
Juegos». Otros medios, en un primer momento dieron
la noticia en términos similares o más escuetos. Con
un facilismo extremo y una investigación negligente,
la policía determinó que la muerte del atleta había
sido un suicidio. El ministro en visita de la corte
que tomó la causa la cerró con el mismo veredicto y
bastante premura. Algunos medios, mucha gente, la
opinión pública, guiada por los programas matinales
de la televisión de la época, tuvieron muchas dudas
y comenzaron a hacerse preguntas. Entonces
aparecieron testimonios, teorías, elucubraciones,
conclusiones y más, imposibles de verificar pero que
constituyeron una leyenda, que puede tener mucho o
poco de verdad.
El expediente judicial del
caso dice que en la fecha del suceso un vecino del
sector del Alto del Robledal encontró en el establo
del fundo El Sauzal Bajo el cuerpo sin vida del
atleta, de lo que había hecho la necesaria
constancia a la policía, la que se había constituido
en el lugar y oficiado al juez del crimen de la
jurisdicción pertinente, quien instruyó las
diligencias correspondientes y ordenó la remoción
del cadáver y la colección de pruebas para la
investigación de los hechos.
La investigación no fue
más allá de la constatación visual de pruebas que
indicaban que la víctima se había quitado la vida
disparando una pistola Taurus TH9 de nueve
milímetros contra su sien derecha.
El arma había sido disparada
una sola vez y el casquillo de la munición había
sido hallado junto al cadáver. No se realizó pericia
balística. El arma era bastante antigua y había sido
adquirida por su dueño original hacía más de diez
años. Luego había sido robada y recuperada en algún
procedimiento policial, quedando, entonces, según la
ley, en los arsenales del ejército.
El expediente incluía varias fotografías tomadas en
el lugar, tanto al cadáver como al entorno del
establo y al vehículo que se comprobó que pertenecía
al suicida. Se anexaba el parte de denuncia del
campesino que lo había hallado y el resultado del
interrogatorio que le realizó luego la policía. La
autopsia, aparte de los datos técnicos que
aseguraban que el occiso era quien se suponía que
fuera, indicaba una serie de datos técnicos que
descartaban otras causas de muerte que no fueran el
disparo, sin salida de proyectil, alojado en el
lóbulo frontal del hemisferio izquierdo, apoyado en
el hueso esfenoides, lo que sugiere que el disparo
fue realizado en dirección de arriba hacia abajo en
un ángulo de tres grados y de adelante hacia atrás
en cinco grados; todo lo cual sugería un posible
suicidio, aun cuando no podía descartarse la acción
de un tercero. No obstante que la mano derecha
presentaba rastros de pólvora quemada y sostenía la
pistola que habría disparado, el análisis funcional
de los miembros sugería la posibilidad que el sujeto
fuera zurdo. |
Con todos estos antecedentes a la vista, el ministro
de la corte cerró el caso como un suicidio. No se
investigó si el suicida había dejado alguna carta
que explicara su decisión, antecedente que sugirió a
la familia que El Lancero pudo haber sido asesinado,
aun cuando no pudieron proponer una causa plausible:
tampoco la había para el suicidio. Como sea, su
familia parental intentó investigar la posibilidad
de la intervención de terceros, y tal vez fue la
causa de que se iniciaran las leyendas y mitos que
han perdurado en el tiempo. Su mujer, por otra
parte, se negó a participar en este esfuerzo por
esclarecer los hechos, alegando que podía afectar su
imagen y perjudicar su carrera como cantante.
Casi quince años después, la familia, que nunca tuvo
acceso al expediente judicial o a los partes
policiales, logró encontrar al campesino que
descubrió el cadáver. Este los llevó a ver el lugar
y señaló los detalles del hallazgo, posición del
cuerpo, la extraña torsión de este y más. El
campesino habría señalado un lugar en una de las
vigas del techo del establo donde él creía percibir
un agujero de bala. También les dijo que había
conocido a un vecino, ya difunto, que aseguraba
haber visto llegar el furgón seguido de un auto
grande de color verde oscuro, del que bajaron otros
hombres que habrían acompañado al atleta al interior
del establo. No recordaba si el relato del testigo
indicaba que los hubiera visto irse. Lo que sí
relataba era que había escuchado dos detonaciones,
que inicialmente había confundido con los primeros
truenos de la tormenta que se desató después. Al
parecer, este testigo intentó entregar su
testimonio, pero nadie se interesó por escucharlo.
Los investigadores encargados por la familia
rastrearon la techumbre del galpón que alojaba el
establo y encontraron una bala de calibre nueve por
diecinueve alojados en el lugar indicado por el
campesino. No se pudo explicar el hecho que hubiera
este segundo proyectil en un lugar que sugería un
disparo percutido desde la posición del cadáver que
no estaba respaldado por un segundo casquillo. El
estado de la madera en el agujero dejado por la bala
sugería una antigüedad similar a la del suceso
investigado o, en todo caso, mayor. ¿Pudo ser,
casualmente, un disparo desconectado del suicidio?
No se pudo demostrar ni una ni otra alternativa. El
investigador no pudo acceder a la pistola
supuestamente utilizada por El Lancero, que había
sido dada de baja y entregada a los arsenales del
ejército para ser fundida. Por otra parte, el
expediente indicaba que el arma solo había sido
disparada una vez. ¿Cómo podía, entonces, explicarse
este segundo disparo, que pudo ser escuchado por un
testigo? Desafortunadamente, este ya había fallecido
y no se pudo conseguir otros antecedentes en este
sentido.
El investigador rastreó sin resultados la pista de
los autos verde oscuro de fabricación americana que
hubieran obtenido permiso de circulación en el año
de los hechos. Buscó denuncias hechas en la fecha o
inmediatamente posteriores, relativas a accidentes
de tránsito en las rutas usuales de El Lancero,
especialmente en la avenida que va desde el campo
deportivo de entrenamiento hasta la avenida
principal, sin ningún indicio. Preguntó en los
negocios aledaños si recordaban algún suceso que
involucrara a un furgón “pan de molde” con un auto
grande americano de color verde. Finalmente, su
empeño dio resultados. Una mujer que trabajaba en
una casa del contorno de la plaza que interrumpía,
en aquel tiempo, la avenida, relató que antes que la
vía fuera abierta por el centro del parque,
recordaba haber visto “un auto verde, grande, que se
cruzó delante de un furgón, como si fuera a doblar a
su mano derecha, y se detuvo bien bruscamente,
encerrando al furgón. Unos hombres se bajaron del
auto y sacaron a tirones a una mujer que iba en el
furgoncito y se subieron ellos. Después partieron
los dos, el auto verde oscuro y el otro, para la
izquierda hacia el centro de la ciudad. La mujer
quedó tirada en el suelo, sola. Yo la ayudé a
pararse y después se fue en sentido contrario al de
los autos. Estaba como avergonzada: ¡Ni las gracias
dio!”.
El investigador pudo coleccionar un sinnúmero de
testimonios indirectos que apuntaban a que El
Lancero levantaba mujeres en la ruta de retorno de
sus entrenamientos, o recorría las avenidas
concurridas, invitando a mujeres en los paraderos de
la locomoción colectiva. Algunos se repetían, con
ligeras diferencias de detalle, como el de la
universitaria que habría recogido y llevado con
engaños a un lugar despoblado donde la habría
violado. Algunas versiones de este caso aseguraban
que la joven habría ido con el atleta de manera
voluntaria, pero que después, despechada por un
supuesto rechazo, habría intentado aprovecharse de
su fama para obtener algún provecho o venganza
personal. Otras, que aludían al secuestro y abuso,
aseguraban que la universitaria era hija de un
funcionario policial de alto grado, que habría sido
responsable de la muerte de El Lancero. Hubo algunos
medios que se hicieron eco de este rumor e
investigaron al funcionario policial que podría
calzar con el caso. De esta manera, a base de
rumores, trascendidos, testimonios de testigos
supuestamente bien informados y más, se llegó a
identificar a un alto oficial, al que se entrevistó
y tuvo que confrontar la acusación periodística
construida y salir a defender su inocencia ante el
tribunal implacable de los medios de prensa, que
habían comenzado a publicar el caso en el que se le
identificaba con nombres, rango e institución. |
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La posición
en que había caído mostraba
con claridad que no había
sido de manera violenta,
sino con alguna suavidad,
casi como si lo hubieran
posado ahí. |
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El oficial que pertenecía a la rama de inteligencia
de la policía se defendió alegando que si bien tenía
una hija universitaria, “esta estudiaba en la
Creighton University, en Omaha, en Estados Unidos,
por esa época. Por otro lado, yo mismo estaba en
comisión de servicio en Italia cuando ocurrieron los
hechos, lo que pueden, si lo desean, corroborar en
la institución”.
El abogado de la familia del atleta recurrió
al tribunal de primera instancia para pedir revisión
de la causa que determinó el suicidio, a pesar que
los indicios tenidos a la vista resultaban
circunstanciales. De hecho, el único testigo en la
causa había sido el campesino que halló el cuerpo
del suicida en el establo y lo reportó como
suicidio: “Hay un hombre muerto en el establo
abandonado que hay a la entrada del camino al Alto
del Robledal. Creo que se suicidó”. Los funcionarios
policiales redactaron el parte del hallazgo en
términos perentorios: “El occiso, de sexo masculino,
de aproximadamente veinticinco años, se encontraba
tendido en posición de haber caído a causa de un
disparo en la sien derecha realizado con el arma que
se encontraba en su mano”. El peritaje médico indicó
que la causa de muerte era un tiro de pistola
autoinfligido, con el arma en la mano del suicida,
cuyo plomo se encontró alojado en su cavidad
craneal. Era demasiado claro.
El proyectil incrustado en la viga del techo del
establo podía obedecer a un disparo realizado en
otra ocasión o a un tiro realizado de prueba por el
propio suicida, que no dominaba el uso del arma y
que en ningún caso era prueba irrefutable de la
participación de terceros. Tampoco era prueba, sino
muy circunstancial, el relato de la intercepción de
un vehículo similar al del suicida en un lugar
alejado de los hechos. No se encontró pruebas en la
escena del suceso que indicaran la presencia de
terceras personas. No había testigos de la presencia
del supuesto automóvil verde oscuro y sus ocupantes.
Lo mismo que otros elementos alegados estaban todos
basados en rumores, historias y leyendas. Por todo
esto, el tribunal de primera instancia rechazó la
petición: “A lo que se solicita resuélvase: No ha
lugar”.
El abogado recurrió de apelación, pero la Corte de
Apelaciones confirmó lo actuado por el tribunal de
primera instancia. Finalmente, presentó un recurso
de casación en fondo y forma, debido a fallos en la
investigación e interpretación de las pruebas. La
Corte Suprema rechazó el recurso por tres votos
contra dos, con el voto decisivo del abogado
integrante de la sala, que a su vez era abogado del
departamento jurídico del ejército. El recurrente
alegó, por otra parte, que este habría sido llamado
de manera irregular, saltando el orden de
precedencia debido. La corte no consideró que estos
hechos fueran causa de inhabilidad.
De este modo, la causa fue cerrada definitivamente
con la sentencia de suicidio de la víctima, en la
justicia penal ordinaria, quedando así sujeta a los
tribunales de la calle y la opinión pública, cuya
sentencia se sujetaría, no a las pruebas, como
sucede en aquella, sino al sensacionalismo, al
rumor, a la leyenda y la fantasía. La que se decía
más seria se ajustaría a las supuestas
investigaciones encargadas por la familia de El
Lancero, y sostenía que este, el día de su muerte,
regresaba de su entrenamiento diario con una
compañera de equipo, conduciendo su vehículo por la
avenida que va del campo de deportes a la de La
Conciliación cuando fue interceptado por un
automóvil americano de color verde oscuro,
perteneciente a la agencia de inteligencia de la
policía uniformada, en la plaza del mismo nombre de
la avenida. Dos sujetos que viajaban en el vehículo
americano abordaron el del atleta, obligando a su
compañera a descender y lo habrían obligado a
conducir a la ruta de la costa, desviándose ambos
vehículos al sector de la Rinconada de Aliaga. A
medio camino entre la Rinconada y el Alto del
Robledal, habrían ingresado el furgón y el automóvil
verde a los establos del sector. En una de sus
pesebreras habrían asesinado a El Lancero con un
tiro en la sien derecha, para luego poner el arma en
la mano correspondiente de este y percutir un
segundo tiro que habría quedado incrustado en una
viga del techo del establo, con el fin que la mano
del suicida tuviera rastros de pólvora quemada. Los
asesinos y tampoco los investigadores forenses
habrían reparado que el atleta era zurdo. La víctima
habría caído sobre su costado izquierdo y habría
sido virado hacia la derecha para acomodar el arma
en su mano, luego de reponer en el cargador la bala
utilizada. De esta manera, el cuerpo habría quedado
en una posición contorsionada extraña. El crimen
sería un encargo en venganza de un supuesto ataque
de la víctima a una joven universitaria, hija de un
oficial de inteligencia del ejército. |
La cantante, pareja del atleta, había
desarrollado una carrera exitosa que la
había llevado a triunfar en toda América
Latina. En el día de los hechos, ella se
encontraba en gira en México. Hubiera
sido de esperar que la hubiera
suspendido y retornado de inmediato.
Pero no sucedió. Una vez concluida la
gira, que incluyó otros dos países, al
llegar al aeropuerto fue abordada por
los periodistas de diversos medios,
tanto de farándula como policiales. En
sus declaraciones, todas extrañamente
evasivas, jamás mencionó el nombre de su
pareja y solo se refirió a él como “el
padre de mis hijos”. Este hecho fue
interpretado por muchos como una rara
aversión, quizás tangente al odio, que
se transformó en culpa. Así, una segunda
sentencia del tribunal de la calle
estableció que ella había contratado a
los esbirros que ejecutaron al padre de
sus hijos.
Una tercera sentencia de la justicia
popular acogió la tesis del suicidio,
explicado como una reacción al
remordimiento por el abuso cometido con
diversas mujeres, agravado por la
difusión que ciertos medios
sensacionalistas habrían hecho de esta
información.
Muchas personas alcanzan notoriedad por
ciertos logros personales en su vida,
que, pasado el tiempo, son olvidados.
Así sucede en casos como el de El
Lancero. Pero la inmortalidad solo se
alcanza si, enredado con el logro
personal, se muere de manera
espectacular.
Fantasía y realidad construyen la
leyenda. Quizás es solo leyenda o nada
más que fantasía, pero puede ser parte
de la realidad que, por lo mismo, no
siempre es pública, sino solo cuando es
espectacular. En este caso no llegó a
serlo. Dijo:
—Mamá: Yo maté a ese hombre. Debí
hacerlo porque estaba atado a un pacto;
el mismo que ahora será mi condena,
porque al fin me toca morir a mí. Ahora
debo entregar mi alma al peso de la gran
conciencia universal del mal. Quizás tú
quieras llamarla Infierno o Lucifer,
quizás Belcebú o Gehena, el Demonio o el
Ángel Caído, Bahal Zebub, Satanás o el
Gran Farsante; ¡no importa! Llámalo del
mejor modo que sepas. Sábelo, mamá, no
fue el único; no fue lo único: me
entregué al mal y la perversión, y por
eso, ahora, al momento de mi muerte te
lo pido: ¡Ruega por mí! ¡Ruega porque
reciba conmiseración y perdón! Quizás si
tú me perdonas, mamá, allá en mi destino
final, ellos luchen por mí y rescaten mi
alma del gran abismo para burlar al Gran
Burlador Universal. Muchos, lo sé,
mientras perdían su alma, la ganaron en
el momento de la caída, arrepentidos. Yo
ahora estoy cayendo, mamá. Ahí veo a los
que ya cayeron antes que yo: están
Augusto, Sadham, Pol, Vladimir, Joseph,
Adolf…, y, con su lúgubre coro, me
llaman a ser uno de ellos y yo no, no lo
deseo. Ruega por mí, mamá. Todavía veo
al ver hacia arriba a Lázaro que tuvo
consuelo, a Franz que fue traicionado, a
Fedor que no logró crear al gran héroe
del pequeño Aliosha, a Goethe el profeta
de mi destino, a Mann refigurando al
Fausto; ruega por mí, te lo ruego. Entre
ellos, con su lanza en ristre, venciendo
todas sus miserias, lavado de sus
ofensas, está el suicidado. Dile, mamá,
que me perdone, que me extienda su mano,
o con ella, el largo de su lanza
justiciera para sujetarme y ascender.
Al fin, ya casi vencido y condenado, con
su último aliento dijo:
—Solo rescindo el contrato y entrego mi
alma a la misericordia popular.
Nada más se puede decir. ¿Acaso perdonan
los pueblos? |
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Kepa Uriberri
nace en un invierno austral,
en Santiago de Chile, a
mediados del siglo pasado,
con un nombre diferente. A
comienzos del actual,
empieza a escribir, así como
se llega a una fiesta a la
que no se ha sido invitado.
Para no ser notado, oculta
su nombre real con uno
ficticio, que el destino,
quizás por broma, lo ha ido
convirtiendo en verdadero.
Hoy, cuando escribe, y
quizás para siempre, ha
llegado a ser Kepa Uriberri.
No ha cultivado honores, ni
títulos, ni reconocimientos
excepto el agrado de ser
leído por algunos pocos en
su literatura abierta y
gratuita, depositada en la
gran red universal.
Al Kepa Uriberri que escribe
se le puede leer en «Peregrinos
y sus Letras», «Adamar»,
«Pluma y Tintero» y,
desde luego, y desde hace
muchos años, en «Gibralfaro».
«NaranjaPlatano»
y «El
lugar literario de Kepa
Uriberri»
son sus sitios propios de
libre expresión.
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral.
Edición no venal. Sección 1. Página 3. Año XIX. II Época. Número 107 EXTRA.
Julio-Diciembre 2020. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2020 Kepa Uriberri.
© Las imágenes incluidas en esta publicación se usan exclusivamente como ilustraciones del texto y los derechos de autor que pudiesen concurrir en ellas pertenecen en exclusiva a su(s) creador(es).
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