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PISABA A FONDO el acelerador de su
pequeño y jodido Jetta del 2005 por el
boulevard Adolfo López Mateos de la
ciudad de León, Guanajuato. Fabio
apretaba sus manos en el volante; su
mirada de decisión, el sonido del motor
del auto acelerando, semáforos en verde,
amarillo y rojo pasaba, los cláxones de
los otros vehículos intentaban, en vano
y risibles, frenarlo. Pero Fabio estaba
convencido; quería suicidarse, y nada le
importaba lo demás.
Perdió el control de su auto, este cruzó
el camellón y se estrelló de lleno en la
fachada de un negocio. El ruido fue
tremendo, la noche y luces de León
fueron testigos del choque.
—Es un milagro que siga vivo —dijo un
doctor en la habitación de un hospital.
—Había una carta suicida en la guantera
del auto —replicó el enfermero—. No
entiendo por qué alguien piensa siquiera
en quitarse la vida.
—Algunos no aprecian la hermosura de la
existencia —dijo el doctor revisando
unos papeles, al tiempo que sonaban los
monitores conectados al hombre.
Fabio escuchaba. Fabio estaba vivo.
Fabio no logró su cometido. Para él, el
tiempo pasaba; sus heridas sanaban;
meses en el hospital; rehabilitación con
pocos ánimos.
El hombre estaba destruido anímicamente,
eran tan inútil que ni siquiera había
sido capaz de suicidarse, y eso que la
muerte es cosa fácil.
Aun con eso, salió del hospital, en un
mundo donde él era el centro de todo, y,
a la vez, no importaba ni un comino.
Sabía a la perfección que no sería la
última vez que estuviera decidido a
quitarse la vida; seguiría intentándolo.
No obstante, este relato obviará la
razón por la que Fabio quería
desprenderse de lo terrenal: al fin de
cuentas, los motivos humanos estaban
sometidos a la existencia sin sentido de
la mayoría de los hombres y mujeres, y,
por ende, tales motivos pecaban de un
sinsentido también, aunque en sus
mediocres vidas parecieran tener plena
justificación. Todos los motivos son
genéricos en la especie humana.
Este relato solo dirá que Fabio
aborrecía la vida —por sus motivos
obviados—, no quería permanecer en este
mundo, por los acontecimientos
desfavorables que suscitaron en su
haber, sentía un asco tremendo a la
humanidad, y cada mañana que él abría
los ojos, y la luz matinal penetraba en
sus pupilas, deseaba con todas sus
fuerzas morir ese día, o no despertar en
el siguiente.
Veía con anhelo la pintura del monte
Parnaso —heredada por su madre— colgada
en la pared de su mugriento departamento
en León. Sabía de las historias de
Donde los poetas permanecen, del
extraño peregrinaje hasta allá —en las
faldas del Parnaso—, y deseaba poder
llegar hasta allá, pero Fabio era tan
miserable que, ni poeta era, ni dinero
tenía para llegar a Grecia, y él se
dejaba devorar más por su depresión.
Y justo su mugriento departamento y esa
pintura lo esperaban al llegar del
hospital, después de tantas semanas de
rehabilitación ahí. No sabía quién había
pagado su cuenta. Cuando salió, los
administradores del hospital le dijeron
que podía irse sin más. Él creía que
había sido su amigo Ramsés Monte
Albán —a quien había conocido en Lagos
de Moreno en el 2015, o sea, un año
atrás.
Fabio sabía muy en el fondo que el
extraño Ramsés —siempre con sus redondas
gafas de sol— le había sembrado la
semilla del suicidio en ciertas charlas
en la Atenas de Jalisco, pero a Fabio no
le molestaba tal hecho; al contrario,
estaba muy agradecido a Ramsés. Creía
que pagar la cuenta del hospital era
como si él dijera: «Sal de ahí e
inténtalo de nuevo». |
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Fabio apretaba sus manos en el volante; su mirada de
decisión, el sonido del motor del auto acelerando,
semáforos en verde, amarillo y rojo pasaba, los
cláxones de los otros vehículos intentaban, en vano
y risibles, frenarlo. |
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En el muladar de su departamento, Fabio
pensó que ya era hora de intentar de
nuevo el suicidio. Por la noche salió de
ahí y se dirigió a una vieja fábrica de
zapatos en ruinas. Llevaba una soga con
él. La ató en una oxidada viga, subió a
una vieja silla, y el otro extremo de la
soga se lo amarró en el cuello.
Antes de atentar, por segunda vez,
contra su existencia, dedicó unos
pensamientos nefastos hacia el todo.
Pensaba que la repugnante existencia a
la que estaba sometido solo tenía por
fin el sufrir. Pensaba que él no había
pedido nacer, pero, aun así, tenía el
importantísimo poder de poner fin a su
propia vida; un pequeño regalo y
consuelo en un universo donde todo está
hecho para el dolor, la miseria y el
sufrimiento humanos.
Fabio tiró la silla, la cuerda se tensó,
su garganta estaba cerrada. No
pataleaba, se entregaba a la única cosa
que amaba en la vida… la muerte. Pero la
vida se mofaba de él. Los sonidos del
metal crujiendo invadían la vieja nave
industrial. La oxidada viga aguantó por
muchos años el peso que debía soportar,
pero no más; no aguantó un Fabio en
intento de suicidio, con toda su pesada
carga existencial, y se vino abajo junto
con todo lo demás. El miserable hombre
fue testigo de cómo todo se venía sobre
él, y en ese milisegundo, su mente
imaginó una encogida de hombros, como
diciendo: «¡Bah! Me conformo con esto».
Y la fábrica entera se vino abajo sobre
él.
Por desgracia para el infeliz, el efecto
dominó del derrumbamiento acomodó todo
para que los escombros hicieran un
pequeño habitáculo para el pobre diablo.
Fue una casualidad burlesca, que, para
Fabio, se convirtió en una negra broma.
—¡Hija de puta! —se escuchó a Fabio
gritar desde el fondo de los escombros.
Él le gritaba eso a la vida, claro está,
¿a quién más sería?
Al día siguiente, las noticias locales,
regionales y nacionales daban la nota de
cómo un bendecido hombre había
sobrevivido de manera sorprendente al
derrumbarse una fábrica sobre él.
Fabio apagó con furia su viejo
televisor. Esa mofa de la vida, para él,
era una macabra broma. «¿Cómo era
posible que un hombre no tuviera ni
siquiera la libertad para ejecutar su
propia muerte?», pensaba él. En fin, ya
para Fabio, todo eso se transformaba en
un oscuro reto, y él quería ganarlo a
como diera lugar.
A esas instancias, el pobre hombre había
abandonado todo su normal día a día;
comía poco, una sopa instantánea de vez
en cuando. Dejó de pagar todas sus
cuentas y todos los servicios relativos
al departamento. Ya no hablaba con
nadie, ni quería hacerlo; solo se
refugiaba en su pensamiento suicida.
Cada día que pasaba en su miserable vida
se convertía en un suplicio, en un
insoportable existir.
Duró tres días investigando ciertas
cosas para perpetrar a la perfección su
siguiente cortada de manga a la vida:
esta vez utilizaría un arma. Su plan era
simple: alguna vez leyó sobre el poeta
colombiano José Asunción Silva, y sobre
cómo este se quitó la vida; primero,
haciendo que su médico dibujara un
círculo justo en el lugar de su pecho
donde se encontraba su corazón. Después,
José se disparó con un revólver en dicho
lugar.
Fabio imitaría eso. Investigó el lugar
indicado y se dibujó un círculo en su
propio pecho; el trabajado difícil ya
estaba hecho. Seguía el fácil: conseguir
el arma. ¡Vamos, era México! En
un santiamén, Fabio ya tenía un arma en
sus manos, después de una compra rápida
y por debajo del agua —como solía
suceder en todo el país— a un corrupto
policía municipal —los menos confiables
de todos—. Para ello tuvo que vender el
cuadro del Parnaso que su madre le había
legado. |
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Fabio tiró la silla, la cuerda se tensó, su garganta
estaba cerrada. No pataleaba, se entregaba a la
única cosa que amaba en la vida… la muerte. |
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En la podredumbre que era su
departamento, Fabio se preparó. El
círculo seguía dibujado en su pecho,
apuntó el arma pegando con firmeza el
cañón a su piel desnuda, y después dijo:
—Detén la bala si puedes, perra —y
disparó.
El monitor sonaba y daba los
estridentes, dolorosos, angustiantes y
desgarradores sonidos de vida. Fabio
había sobrevivido. Un tercer milagro se
apiadaba de él. El hombre no podía
creerlo, pero el doctor le explicó:
—¡Vaya, hombre! Usted está destinado a
permanecer aún en el mundo. Su intento
falló, y falló por herencia de alguno de
sus antepasados. Resulta que usted
padece dextrocardia; una condición
congénita que consiste en que su corazón
se encuentra apuntando hacia el lado
derecho de su pecho. Es un padecimiento
poco común, ¡y vaya que ha tenido
suerte! La bala perforó solo su pulmón y
salió. Ya deje de intentarlo; la vida
quiere que usted siga con ella.
Para Fabio, eso se había transformado en
una abominable pesadilla, en una especie
de sueño burlesco y oscuro del cual
quería despertar, y pensaba él que
despertaría de esa macabra pesadilla de
la vida, muriendo.
Aun con toda su suerte, aun con esos
milagros que se habían manifestado en
él, aun con todas las señales de que la
existencia deseaba que él siguiera en el
mundo, Fabio no bajó los brazos, no se
rindió. Esta vez, creía él, no habría ni
suerte, ni padecimientos que se
interpusieran en su objetivo. Esta vez
los lograría sí o sí.
En el asqueroso baño de su departamento,
él sumergió la mitad de su cuerpo en el
agua enlamada y pútrida de la tina. En
sus manos poseía un tostador que, por
medio de un par de extensiones, conectó
a la corriente. Electrocución; ese sería
su último as.
Y ahí, con el tostador bien conectado a
la corriente, sosteniéndolo sobre su
cabeza y listo para dejarse morir, Fabio
pronunció:
—¡Que se haga la luz! —después soltó el
electrodoméstico.
Pero en ese breve instante, en esa
milésima de segundo en que el tostador
estaba a punto de romper la tensión
superficial de la verdosa agua de su
tina, en ese justo momento pasó lo
contrario de lo que Fabio pidió con su
expresión: se fue la luz. Le habían
cortado el servicio eléctrico por falta
de pago. El tostador cayó al agua, pero
no hubo electricidad que invadiera el
cuerpo del pobre diablo, solo el
salpicón de agua puerca que mojó su cara
estupefacta en la plena oscuridad. |
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El monitor sonaba y daba los estridentes, dolorosos,
angustiantes y desgarradores sonidos de vida. Fabio
había sobrevivido. Un tercer milagro se apiadaba de
él. |
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Y fue ahí, en esa oscuridad irónica,
cuando Fabio entendió. Salió del baño,
se vistió y salió a la calle. El sol
radiante invadía su rostro, las nubes
hermosas surcaban los cielos, las aves
trinaban; incluso el sonido de la ciudad
parecía hermoso para él. El viento
acariciaba su cara como obsequiándole
suaves besos tiernos. Ahí Fabio se dio
por vencido. Para él, era obvio que la
vida le tenía reservado algo grandioso e
importante; digno de vivirse. Él
recapacitó, y tuvieron que pasar todos
esos intentos de suicidio
—sorprendentemente fallidos—, odiando y
aborreciendo la existencia, estando en
el punto más cercano de la muerte, para
que él comprendiera que la vida era
hermosa, que valía toda la pena del
mundo vivir, disfrutar de ella,
divertirse, enamorarse de esa existencia
de la cual quería librarse. Y si el
dolor y el sufrimiento llegaban, pensar
que otro día mejor esperaría en el
mañana. Fabio se entregó a la esperanza,
al amor a la vida, al goce, y los rayos
del sol bañaban su rostro gris que, poco
a poco, agarraba color y dibujaba una
preciosa sonrisa de redención. Fabio era
feliz. Desde ese momento decidió vivir
la vida…
... ... ...
... ...
En un cuarto de hospital, otro
doctor y otro enfermero conversan:
—¿Cuánto lleva aquí? —preguntó el
enfermero apuntando a una cama.
—Tres años —contestó el doctor—. El
informe dice que había una carta
suicida en su guantera. Condujo a
toda velocidad su auto por
el boulevard Adolfo López Mateos, y
quiso quitarse la vida
estrellándose. No lo logró. Está en
coma desde el accidente. No lo
desconectamos porque los aparatos
indican que tiene cierta actividad
cerebral inusual, y la eutanasia aún
no es legal.
—Pobre hombre —se lamentó el
enfermero.
—Su nombre es Fabio… Y sí, pobre
diablo —replicó el doctor—. Quiso
arrancarse la vida, y no solo falló,
sino que, con esto, se condenó a
ella. Permanecerá cautivo de su
propia mente, atrapado por la
existencia. Sabrá Dios qué estará
pasando en su cabeza, pero lo que
sea que esté experimentando durará
por mucho tiempo, mientras aún viva
y esté en este coma, y no hay
indicios de que se detenga.
—El suicida está sometido a vivir
—dijo el enfermero—. Vaya macabro
chiste.
—Es la mofa de la vida —suspiró el
doctor.
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Amaury R. Ledesma
(Lagos de Moreno,
Jalisco, México,
1991). Narrador y
poeta. Arquitecto
por la Universidad
del Valle de
Atemajac, Campus
Lagos de Moreno, Jal,
en 2013. Maestría en
diseño
arquitectónico por
la Universidad de La
Salle, campus bajío,
en la ciudad de
León, Gto, México,
en 2016.
Co-fundador, editor
y diseñador de la
revista literaria
digital Perro
Negro de la Calle,
en línea desde el
2016. Invitado en
2018 y 2019 al
encuentro de poetas
Francisco González
León, de Lagos de
Moreno, Jalisco.
Su obra narrativa se
centra en historias
sobre lo fantástico,
seres
sobrenaturales,
taumaturgia e
ironía, donde todos
sus relatos
convergen en un
común universo
literario que se va
expandiendo poco a
poco. Enfoca su obra
poética (rima o
prosa) a la
transmisión de los
conceptos comunes
del inconsciente
colectivo, sin las
abstracciones
exageradas, de las
que, él considera,
peca la poesía
actual.
Ha publicado obras
en distintas
revistas literarias:
“El noveno arcano” (La
Marraqueta,
Santiago de Chile,
2019), “Tótem” (Pluma,
Ciudad autónoma de
Buenos Aires, 2019),
“Lo que pasó en el
sótano” (El Ojo
de Uk, Seminario
digital de poesía,
horror, fantasía y
ciencia ficción,
Monterrey, Nuevo
León, 2019), “La
eterna noche de los
rayos” y “Violeta” (Katabasis,
2020) y “El puente
del recuerdo” (Resonancias,
2020). |
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Edición no venal. Sección 1. Página 4. Año XIX. II Época. Número 107 EXTRA.
Julio-Diciembre 2020. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2020 Amaury R. Ledesma.
© Las imágenes incluidas en esta publicación se usan exclusivamente como ilustraciones del texto, y todas ellas han sido aportadas con tal fin por el propio autor. Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010.
© 2002-2020 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3, Ático G. 29.730. Rincón de la Victoria (Málaga).
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