«ÉL
LO PUEDE
hacer
solo; no necesita
ayuda», dice
Patricia antes de
mirar hacia otro
lado. Los dos
esperamos en la
puerta del baño a
que Pedro salga de
la ducha. La miro y
siento todo el peso
de su fastidio; tal
vez ella note el
mío. Ambos estamos
impacientes. Al
parecer, no podemos
comunicarnos sin
discutir. Me siento
agotado. «Él puede
solo, pero lleva
mucho ahí dentro»,
le respondo.
Aproximo mi mano a
la puerta, pero
Patricia me detiene
con un comentario
que resulta más bien
un reclamo: «¿No
crees que lo
presionas
demasiado?», me dice
mientras intenta
detenerme con la
mirada.
«¿Estás segura de
que no hay problema?
Puede tener un
accidente», respondo
con un gesto de
molestia e
incomodidad; ella
mira al piso
mientras hablo.
Tengo la necesidad
de tocar la puerta y
preguntar si el niño
necesita algo.
Aunque no desconfío
de él, pienso en lo
complicado que se
volverá moverse año
tras año. El
acortamiento de su
pierna derecha
siempre ha sido
motivo de
preocupación; con el
tiempo, cuando
crezca un poco más,
Pedro sabrá del
dolor. No lo
podremos cuidar por
siempre.
Patricia habla sin
mirarme a la cara.
Sé lo que piensa.
Quiere el divorcio;
día tras día me
demuestra cuán harta
está de tener
cientos de
responsabilidades a
su cargo. La
entiendo y nada
puedo hacer para
cambiarlo. Me sofoco
al recordar la lista
de deudas. A veces
quisiera vender mi
sangre o mi alma,
tal vez uno de mis
órganos, para
poder deshacerme de
todas las fugas de
dinero. Pero caigo
en la cuenta de que
no valgo tanto; las
drogas me han echado
a perder por dentro.
Nadie pagaría un
peso por mí.
Un insecto sale por
debajo de la puerta
del baño, lo aplasto
sin pensar; Patricia
los odia. Esta
semana tuve la
consigna de limpiar
el baño y podar el
jardín. Pero mis
ocupaciones me
impidieron hacerlo
con cuidado. En
cuanto a la ducha,
solo perfumé un poco
los rincones,
cepillé los lugares
más vistosos y
ordené todos los
aditamentos para
nuestro aseo. Nadie
lo
notó.
Quiero evitar
cualquier grito de
terror. Solo de
imaginarla
quejándose porque la
suciedad pudo haber
atraído esos
animales, me
angustio. Imagino el
crujir del bicho
bajo mi zapato y me
guardo el secreto
del pequeño crimen.
Patricia avanza
sobre el pasillo; la
noto ansiosa. Me
mira e intenta
decirme algo, pero
termina por darse la
vuelta para caminar
en otra dirección.
Está enojada. «Me
hablaron de la
escuela», dice con
voz firme. «Pedro no
ha cumplido con una
sola tarea, pero
obtuvo las mejores
calificaciones en
los exámenes, ¿no es
raro? También me
dijeron que se la
pasa aconsejando a
sus compañeritos
para que hagan
cosas. Se le ocurren
las peores
travesuras; no
entiendo cómo le
hacen caso»,
continúa diciendo
mientras se aproxima
a la puerta.
Escucho la voz de
ella, pero pretendo
no darle tanta
importancia.
«Nuestro hijo
necesita un poco de
disciplina. He
pensado en mandarlo
a un colegio militar
para que se vuelva
más ordenado y se
haga responsable.
Aquí lo tenemos muy
mimado. Necesita
mano dura», comento
sin esperar
respuesta. Patricia
avanza en círculos,
es como un tiburón
en plena caza.
«Mauricio, tú eres
su padre. Se supone
que lo has educado»,
me dice burlándose.
Me mantengo en
silencio. Otro
insecto sale por
debajo de la puerta
del baño. Alcanzo a
pisarlo también.
Cruje bajo la suela
de mi zapato
derecho; siento
satisfacción al
imaginarlo
compactándose hasta
dejar embarrado el
piso. El ruido del
agua saliendo de la
regadera me relaja
un poco.
«Ya verás que allá
todo mejora.
¿Recuerdas el día
que lo convencimos
de comprarle una
patineta a cambio de
su buena conducta?
Todo el mes estuvo
tranquilo; no tuvo
accidentes, ni dejó
de trabajar en la
escuela. Algo así
podría ayudar;
algunos meses en el
colegio militar le
harán bien. Lo sé»,
digo a Patricia
mientras camino
hacia ella. La
abrazo; no se
resiste. Recuesta su
cabeza sobre mi
pecho y ríe
suavemente. Siento
su respiración sobre
mi piel; en este
momento no importa
que el mundo se vaya
a la mierda.
Patricia se
impacienta. Se
libera de mis brazos
mientras suspira.
Camina hacia la
puerta del baño. De
repente grita. Sin
darme tiempo a
reaccionar, saca de
su bolsillo un
pedazo de papel
sanitario, cubre su
mano con él y golpea
la pared. Revisa con
preocupación el
muro, los rincones
del cuarto y el
techo. Le pregunto
qué le pasa. Me
muestra el papel con
dos insectos muertos
en él. «¿Ya viste?
¡Son grillos!», me
dice mientras
observa toda la
recámara. |