VAN DE AZUL, todo de azul. El viento
bate los mantos de hilo, bruscamente
añiles. Cosidas a la moharra de la pica
(cuyo aguijón es romo), las oriflamas
saborean las nubes con serpentinas
lenguas de cobalto. Los pájaros
sobrevuelan las líneas cerradas durante
días antes de dejarse caer, vencidos por
el esfuerzo de la cruel distancia; el
involuntario oleaje de sus aturquesadas
cimeras no se distingue del auténtico
mar. Y, como el agua, perduran
constantes. Puede que sea el suelo el
que se mueve bajo sus pies, el que los
avanza y los retrocede, el que los
posiciona en la coordenada precisa y
consiente su peso. Si caminasen
realmente, si diesen, al mismo tiempo,
un solo paso, la vibración provocada por
el monstruoso desplazamiento
resquebrajaría la superficie y el abismo
se ahondaría hasta despedazar el corazón
de la tierra. Basta el hosco ronquido de
los tambores, viejos como los brazos que
los redoblan, viejos como la guerra
que va destensando sus pellejos, para
recrear la siniestra ilusión de la
marcha innecesaria. El enemigo nunca
está demasiado lejos; las persecuciones
son ejercicios inútiles. Su estrategia
es la del aire contra la roca. Su
disciplina, la regalada certeza de ser
invencibles, inexorables. Las legiones
de César pelearon con arrojo para luego
perderse en una jaula de hombres
infinitos, donde también se extraviaron
y olvidaron su época y su lealtad
enloquecidas hordas del rey Jerjes,
maltrechas falanges macedonias en busca
del Nilo, jinetes arqueros de la eterna
China, primitivas tribus de secretos
archipiélagos, honderos celtas y
veteranos cartagineses que, desprovistos
de armas y de dioses, imploraron la
piedad del degüello. En remotas
secciones cuya denominación sus propios
comandantes ignoran, aún perseveran
náufragos soldados en batallas
espectrales, abandonados entre rostros
que declinan una sucesiva indiferencia.
No luchan; no se defienden. La
Infantería es un instrumento afinado,
perfectamente armónico; el sistema por
el que se rige es eficaz, automático.
Las heridas abiertas en la formación son
restañadas con rapidez. Por cada
puesto hay un número inagotable de
suplentes: cuando un guerrero cae, otro
viene a ocupar su lugar, respetando y
conservando la ilimitada simetría. La
velocidad de la muerte nunca alcanza la
frecuencia del reemplazo, de suerte que
la marea humana fluye extensiva, como
una necrópolis infecciosa, fúngica,
atrayendo y arrastrando cadáveres,
devorando siglos, civilizaciones,
burlando la geografía y la temperatura,
hasta rellenar los huecos. Hasta
completar el mundo. El hombre no ha
comprendido aún que la paz es insensata;
que es, en cualquier caso, un trastorno
puntual de la Historia. La vastedad del
frente zarco, sus providenciales
dimensiones, la niegan. En su victoria
total, en su triunfo incontestable,
esférico, próximo, habita la única
esperanza. Ser uno más y nada más.
Encajar, al fin, para siempre. Ojos
azules, horizonte azul. Milimétricamente
felices. |