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ERA UN TALENTOSO. Su pintura reflejaba un uso
exquisito de las técnicas tanto en óleo como en
acrílico o acuarela. El aprovechamiento de los
soportes diversos fue, también, siempre impecable.
Por supuesto que este talento pesó en el momento de
recibirlo en la galería de arte. La Barrantes tenía
un ojo muy vivo para detectar el valor comercial de
las pinturas, de manera que supo de inmediato que
este era un prospecto deseable. Especialmente, le
pareció con muchas posibilidades aquella pintura de
la niña y la vieja en ese ambiente de paredes ocres
y el aspecto antiguo de toda la habitación. La
pequeña ventana arriba a la derecha añadía un
misterio extraño, tal vez por el uso de las tierras
de siena, que invitaban al ojo a escudriñar lo que
no había tras ella.
La Barrantes ubicó este cuadro en un punto de la
sala que lo hacía muy visible, tanto a los
visitantes que ramoneaban de cuadro en cuadro, como
a quienes pasaban por fuera y desviaban, curiosos,
la mirada. Muchos de ellos eran apelados por esta
pintura y entraban, entonces, a ver el resto de la
muestra. De cualquier modo, sin embargo, no se había
hecho ilusiones más que moderadas, debido a que el
pintor no era conocido ni tampoco podía
catalogársele como artista, sino apenas como un
creativo talentoso.
La muestra abrió con un cóctel que financió en buena
medida el pintor, para sus amistades, parientes y
algunas relaciones de entre sus maestros que
condescendieron por simpatía a asistir y, quizás
algunas relaciones de sus relaciones. A pesar de que
envió invitaciones a las secciones de arte de todas
las revistas y diarios de circulación y a los medios
ocupados de la cultura, su nombre desconocido no
rindió fruto alguno. Solo asistieron un par de
críticos de no demasiado renombre, de medios
secundarios, que debían algún favor a la Barrantes,
y que produjeron cierta expectación al autor y a sus
amigos.
En todo caso, fue evidente que la galerista tenía
buen ojo para medir las posibilidades y montar una
exposición. No suele la gente, en estas ocasiones,
hacer más que beber y comer, compartir ideas
sociales y, en forma muy eventual y casi obligada,
recorren casi con desidia la muestra haciendo
comentarios pueriles y del todo desacertados, ya sea
a favor o en contra de la obra del autor. En este
caso no fue diferente, pero la mayor parte de
aquellos comentarios los acaparó esa pintura extraña
en que la niña parecía caminar, con su camisón de
encajes, hacia una cama que estaba más acá del plano
de la pintura y, por tanto, quedaba del todo
implícita. La vieja, al fondo, parecía ordenar ropas
en un baúl. |
Durante toda la inauguración hubo gente comentando
alrededor de esa pintura, y algunos, a raíz de ella,
parecían buscar algo más entre las otras; algo que
parecía no haber. La Barrantes, en tanto, se paseaba
con un aire más satisfecho que de costumbre. Su
estrategia parecía resultar, y sus posibilidades
aumentaban. En cualquier caso, los críticos, por una
cuestión de gregarismo profesional, se quedaron
conversando de lo suyo allá en un rincón alejado.
Cuando ya casi no había gente, sino solo el pintor y
un par de íntimos, la Barrantes y ellos mismos,
ambos se acercaron a la pintura en cuestión quizás
más por curiosidad del fenómeno social que por la
calidad de la pintura, que consideraban no podía
tener valor alguno desde el momento que el autor no
era nadie. Ahí se quedaron un momento aventurando
opiniones sobre qué podría atraer al público basto e
ignorante: “La niña los enternece, seguramente”,
dijo uno. “Y la penumbra del ambiente”, agregó el
otro.
—No deja de ser un acierto, de seguro casual, la
estructura de la composición.
—Habría que reconocer algún cierto talento.
—Pero falta contenido. No hay una intención. ¡Jamás
será un artista!
—¡Nunca! —confirmó el otro, satisfecho de su juicio.
La Barrantes sonrió desde cierta distancia. Cuando
se iban, pasaron a despedirse. Ella les dijo:
“Acuérdense de esa pintura. Acuérdense de este
pintor”. Uno de ellos sonrió y, al besarle la
mejilla en la despedida, le dijo al oído con ironía:
“Artesana de artistas”.
El pintor y sus amigos íntimos se fueron a un bar
bohemio a festejar la aventura del arte y a remojar
esa tonta sensación de triunfo tan efímera, tan
grata. Sin embargo, cada uno de ellos, en su fuero
interno, sabía que esto no solía pasar de un mero
chispazo de diversión y que su órbita personal
distaba mucho de los centros luminosos del éxito
verdadero. Un pronóstico honesto en ese momento
tendría que reconocerlo así. Así lo sentía el pintor
cada vez que bajaba de su estado de exaltación
creativa a la dura realidad.
Al día siguiente, no pudo resistir la tentación de
visitar su propia muestra, con ese cosquilleo en el
pecho que resulta de la incertidumbre cuando se la
mezcla con la magia que hace creer que todo es
posible. En el otro extremo, la voz interior le
decía: “Es inútil. No habrá nadie. Eres un fracaso”.
Esa maldita voz interna lo seguía siempre que no
estaba en el taller, o siempre que se enfrentaba con
una pintura abandonada hace algún tiempo. Nunca
llegaba a terminar una obra. A lo sumo, las
abandonaba y eran, después de algún tiempo, los
testigos mudos de su incapacidad para el arte, y de
su fracaso. “¡A la mierda!”, se insultó a sí mismo.
Sabía de memoria que cada pintura de esa muestra era
otro fracaso abandonado como todo lo que hacía. |
Cuando llegó a la sala vio, a través de los
cristales de la puerta, antes de entrar, dos
personas frente a la pintura de la vieja y la niña.
Otro par de visitantes vagaba las otras obras. Se
acercó, casi con temor, a los que miraban la pintura
para oír qué decían. Más gente pasó frente a la
puerta y les llamó la atención que hubiera otros
interesados en una de las pinturas. Alguien más
entró y se acercó también. Los que estaban frente a
la pintura recorrieron el resto de la muestra
conversando. La curiosidad de los que pasaban por
fuera se despertaba más por la gente que estaba
dentro que por las obras exhibidas. Es ese extraño
fenómeno que hace que sea más atractivo lo que es
atractivo a los demás, eso hacía que la gente
entrara.
Como sea, muchos entraban por un cierto magnetismo
de esa vieja, de esos ocres, de aquella penumbra que
parecía fluir desde aquella rara ventanuca de la
parte superior derecha de la pintura, o quizás
entraban en busca de la cama hacia la que la niña en
camisón iba y que quedaba fuera del alcance de la
vista del observador, o iban a esperar que ella
terminara de dar ese pequeño paso que había quedado
suspendido, o tal vez pretendían descubrir qué había
al fondo del baúl donde la vieja nunca terminaba de
dejar la ropa doblada que tenía delicadamente entre
las manos. Quizás era solo el talento del autor para
manejar esas luces casi ausentes entre tanta
penumbra que no hacían más que subrayar la pesada
oscuridad de la soledad de la vieja y la niña, en
ese cuarto de paredes rojas de barro.
Durante una larga semana no hubo momento en que no
hubiera alguien escudriñando la apacible intimidad o
intentando descubrir la proyección de esa vieja y la
niña del camisón. Muchos comentaban el sentido que
los ocres y las tierras de siena quemadas tenían en
la escena, o la mirada de la niña, o el paso
suspendido, o el rojo oscuro del muro, o aquel
pequeño florerito abandonado, y casi invisible en un
rincón. Algunos con aire experto opinaban que les
recordaba a tal o cual pintor: “Ese trazo lo
aprendió de Couve”, decía este, y el otro aseguraba
que “por ese florerito casi invisible y pequeño se
nota que ha de ser alumno de Villaseñor”. Otros
visitantes seguían mirando el resto de las obras y,
cada tanto, volvían a esta para comparar. Casi todos
los comentarios sobre otras pinturas de la muestra
se referían a su relación con aquella vieja y la
niña. Pero, de este modo o de otro, la sala se
mantenía siempre con un número considerable de
personas.
El sábado, por la mañana, cuando el pintor llegó a
visitar la muestra, bajo la vieja y la niña había un
cartelito rojo que decía «Vendida a don M. A. Díez
de U.». Un golpe de corriente nerviosa corrió por el
pecho y los hombros del pintor. ¡Había vendido su
primer cuadro! Los sentimientos se agolparon en
extraños pensamientos de alegría y desazón. El
comprador era un conocido coleccionista de arte y
esa sola venta demostraba que su obra era arte, que
él era artista, que había comenzado a triunfar, pero
también perdía su propia obra, a la que ya tenía un
cierto amor especial. No se sentía preparado para
renunciar a su producción. Sintió algo como una
tristeza infinita, como si hubiera perdido su
capacidad de pintar, como si nunca más pudiera
llegar a hacer algo igual. A la vez sentía que de
algún modo su pintura quedaba mancillada por el
interés comercial. Reflexionó que quizás hubiera
preferido que esa pintura la comprara alguien
sensible, que se hubiera enamorado de su contenido,
que hubiera suplicado por una rebaja o incluso un
regalo, pero esta venta lo ponía ante una tremenda
ambigüedad: Éxito y prostitución. La Barrantes
intentó consolarlo a la vez que se rio de él: “La
pintura, o la obra cualquiera de un artista, es como
los hijos”, le explicó. “Los pares con esfuerzo, con
dolor, con amor y, por eso, los crees tuyos, pero no
lo son. Los hijos y las obras solo se pertenecen a
sí mismos. Nacen sin ser nadie, le explicó.
“Después, ellos enamoran a la vida, conquistan a la
gente, la sociedad los consagra y son grandes
hombres o grandes obras”. Son arte si la sociedad
los nomina tales, y eso no depende de si se venden o
de quien las compra, le explicó. |
El diario del domingo, en su sección de arte, le
dedicó un artículo destacado, no tanto al pintor o a
su obra en la muestra, a los que se refirió en forma
tangencial, sino a esa pintura de aquella vieja y
esa niña en la que no había una cama, pero sí una
ventana que no derramaba luz, en cambio sí una
penumbra ocre sobre los muros rojos cuyos reflejos
iluminaban con raro fulgor a la vieja y a la niña,
lo mismo que al florerito abandonado en un rincón
casi invisible de la pintura y de la habitación en
su perspectiva. La descripción de la pintura hacía
justicia al misterio de la niña y la vieja, de la
ventana sin cama, del fondo del baúl oculto y del
florero abandonado, y lo realzaba de tal modo que
las visitas a la exposición se multiplicaron y en
torno a la habitación en penumbras proyectada en el
lienzo y a la niña que jamás terminaba de dar ese
paso suspendido y al florerito sin flores tirado en
el rincón o a la vieja con la ropa en los brazos,
que nunca guardaría en ese arcón de color tierra de
siena; había en todo momento mucha gente que
intentaba resolver la eterna suspensión del tiempo
extremado en la figura de la niña y la vieja, o
languidecido en ese florerito, de seguro olvidado.
Algunos creían ver en el suspenso de la acción la
representación del fluir eterno del tiempo; otros,
en cambio, insistían en que aquello era una mera
representación de este detenido entre las figuras, y
que la luminosa penumbra representaba el misterio
inexplicable del nudo que ata al hombre a su
transcurso. Alguien, entonces protestaba que el
femenino de las figuras, así como la ventana que
derramaba oscuridad demostraba la paradoja que
significaba el tiempo para el ser humano. Otro, en
cambio, quiso resumir todas las opiniones y se
aventuró a decir que ahí era donde residía el arte
de la obra.
La Barrantes había pedido al pintor que pusiera
precios a sus pinturas, lo que lo tuvo en un largo
aprieto. Por una parte, quería ponerlas muy baratas
a fin de venderlas todas, como le era necesario. Por
otro, quería hacer una valoración justa, a su
entender, y poner a su obra el precio que realmente
valía. ¿Pero cuál era ese? ¿Acaso su obra costaba el
amor puesto en ella? ¿O tal vez el interés que
despertaba en los que la conocían? En realidad,
quienes podían apreciarla de un modo u otro eran sus
amigos y finalmente tendrían que darle el costo de
la amistad. ¿Sería necesario ver cómo evaluaba el
mercado otras obras de pintores tan desconocidos y
talentosos como él mismo? Era difícil, pues su
propia capacidad, estimada por sí mismo, de seguro
tendría mucha soberbia o un exceso de humildad.
Entonces fue que sintió el estremecimiento conocido
del fracaso: ¡A qué dar tanta vuelta! si lo seguro
era que no se iba a vender ninguna. Ahora, en
respuesta, afloró el orgullo: Y si no las van a
comprar, ¿por qué ponerles un precio tan bajo?
Finalmente, pensó, una parte importante del juicio
de quienes vean mi pintura será económico. Una
pintura de cuarenta lucas es una porquería, mientras
que una de cuatrocientas podrá estar sobrevalorada,
pero será vista según su precio. |
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La descripción de la pintura hacía justicia al misterio de la niña y la vieja, de la ventana sin cama, del fondo del baúl oculto y del florero abandonado. |
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De ese modo, las pinturas fueron tasadas
según tamaño aproximado, y aquellos
cuadritos pequeños de treinta y cinco
por veinticinco partieron en trescientas
lucas y los de formato grande de un
metro veinte por ochenta centímetros los
dejó en novecientos ochenta lucas. La
vieja y la niña había quedado entre los
de seiscientas, que el pintor recibió
con felicidad casi incrédula. La
Barrantes dijo haber cobrado setecientas
para incluir su comisión, pero la verdad
es que le había pedido al coleccionista
mil doscientas, sabiendo que a este le
gustaba la pintura de alto precio, ya
que tenía para pagarla. Por lo demás, el
solo hecho de poseerla la valoraría de
inmediato, producto de ese raro efecto
Midas de que adolece el arte. El
coleccionista prefirió pagar mil
trescientas con tal de que ella corriera
el rumor de que, en realidad, él había
pagado mil ochocientas, y le donó
doscientas más con tal de que
mantuviera, al menos, esa pintura
expuesta durante otro par de semanas.
Pasado ese plazo, le dejó la pintura en
concesión, con el pago de una cierta
tarifa menor para que la promoviera
entre sus obras de oferta permanente y
la exhibiera cada tanto al público.
Los amigos del pintor, a sus espaldas,
decían que no tenía mérito alguno. “Es
el típico pintor ornamental”,
aseguraban. “Por eso vende”, creía otro.
Parecía que el éxito lo hacía
despreciable. “Eso no es arte, el arte
es otra cosa”. Criticaban la falta de
vida que resultaba en una pintura sin
contenido, vacía. “Esa niña no tiene
rostro, está muerta, y la vieja es
anacrónica. Es un recurso fácil para
aparentar una ancianidad ausente. Diría
que es un disfraz”. Tenían un cierto
consenso en que lo que había de
fotográfico en aquella pintura, lo mismo
que el resto de sus pinturas, aún menos
logradas, era lo que parecía maravillar
al público ignorante y a los corredores
del arte. En realidad, es eso,
precisamente, lo que la despoja de
contenido alguno, insistían. “Aún no ha
sufrido nada. ¿Cómo podría hacer arte
sin conocer la calle? Es por eso que
pinta fotografías inventadas, muertas.
Son solo naturaleza muerta”, concluían.
La vieja y la niña cautivó a un
comprador extranjero que, después de
regatear varias horas con la Barrantes,
pagó doce mil dólares por agregar la
pieza a su colección personal. Además,
se interesó por visitar al pintor en su
taller, donde adquirió otras varias
obras en valores bastante más bajos,
pero casi inimaginables para el artista.
No por esto cambió el concepto de sus
amigos, sino todo lo contrario, se
afianzó la idea de que su pintura era
ornamental y comercial, carente
totalmente de contenido artístico. A la
vez, algunos de ellos comenzaron a
evitarlo como si hubiera cometido alguna
falta.
Con el tiempo, aumentaron las visitas de
compradores a su taller. Sin embargo, él
era el mismo, y continuaba dejando
inconclusas cada una de sus obras, que
jamás eran perfectas sino apenas una
expresión de su fracaso persistente.
Uno de esos lunes, como cualquier otro
lunes, concluyó que jamás pintaría
aquella obra de arte que llegara a
hacerlo trascender más allá de sí mismo;
esa gran obra universal que le
permitiera bajar de su sesión con los
pinceles y colores, con las telas y
cartones y sentir que lo había
conseguido, que había hecho esa tremenda
pintura con la que vagamente venía
soñando desde siempre. Jamás pintaría
esa obra que para sí mismo pudiera
llamarse arte. Decidió entonces que el
arte no era posible ni existía, solo era
un sueño pueril y utópico, perteneciente
a la ilusión ingenua del ejecutante.
Entonces pensó en suicidarse, pero
finalmente se hizo médico. |
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Kepa Uriberri
nace en un invierno austral,
en Santiago de Chile, a
mediados del siglo pasado,
con un nombre diferente. A
comienzos del actual,
empieza a escribir, así como
se llega a una fiesta a la
que no se ha sido invitado.
Para no ser notado, oculta
su nombre real con uno
ficticio, que el destino,
quizás por broma, lo ha ido
convirtiendo en verdadero.
Hoy, cuando escribe, y
quizás para siempre, ha
llegado a ser Kepa Uriberri.
No ha cultivado honores, ni
títulos, ni reconocimientos
excepto el agrado de ser
leído por algunos pocos en
su literatura abierta y
gratuita, depositada en la
gran red universal.
Al Kepa Uriberri que escribe
se le puede leer en «Peregrinos
y sus Letras», «Adamar»,
«Pluma y Tintero» y,
desde luego, y desde hace
muchos años, en «Gibralfaro».
«NaranjaPlatano»
y «El
lugar literario de Kepa
Uriberri»
son sus sitios propios de
libre expresión.
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral.
Edición no venal. Sección 1. Página 3. Año XXI. II Época. Número 112.
Julio-Septiembre 2022. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2022 Kepa Uriberri.
© La imagen que ilustra esta publicación ha sido aportada por el autor del mismo para tal finalidad; cualquier derecho que pudiera concurrir sobre la misma pertenece en exclusiva a su creador.
Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010.
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