YO NUNCA PUDE
precisar el
momento exacto
en que comenzó
el plan de
destrucción,
pero sería una
tontería negarle
importancia a la
anuencia de los
chicos y al
genio increíble
de mamá.
No sé, nunca
supe por qué nos
envolvió esa
decepción
repentina, ese
extraño hastío.
Después de todo,
papá nunca había
sido un Cid con
tiradores, y su
apariencia de
queja vertebrada
quizá se debiera
a que, dentro de
su mínima
cultura de
primer grado
inferior,
existió siempre
una pequeña luz
que le hacía
presentir este
mundo hostil,
solitario,
enfermo de
subestimaciones
y costumbres que
nos deshabita.
Pero nunca
transmitió nada:
se dejó
encasillar, se
dejó dominar por
los gritos de
mamá (alaridos
de los ojos,
esos que duelen)
o los andáte al
diablo de
nosotros, cuando
pudimos
defendernos de
él. Claro, la
cosa había
cambiado; aquel
padre golpeador
había envejecido
ya y no podía
imponer su razón
o sinrazón con
el cinturón, el
manotazo de su
palma pesada, o
la pena de ir a
la cama sin
cenar.
Hugo, casi
médico; a Héctor
le faltan dos
materias para
terminar
arquitectura,
Palmira era ya
la secretaria
privada de un
importante
editor y yo, el
menor, acababa
de ingresar a la
carrera de
abogacía. Todos
jóvenes,
inteligentes,
ambiciosos, pero
a la vez
embriagados por
una sensación
inevitable de
planeta
desierto, de
plaza vacía, de
pueblo
abandonado.
Ya papá casi no
contaba en la
familia; su
viaje diario
constaba de dos
escalas por la
mañana, una en
el baño más
amplio y sin
tardar mucho, la
otra durante el
té con leche,
escondido entre
las altas sillas
de cedro
barnizado y
nuestros cuerpos
de estatuas
inmutables.
Apenas algún
comentario sobre
un nuevo chiste
verde escuchado
en el trabajo, o
la idea de
plantar malvones
en el jardincito
del fondo
componían la
iniciativa de
papá. Aunque no
debo olvidar la
tímida
sugerencia de
comprar un pomo
grande de crema
hecha con aceite
de bacalao para
las paspaduras.
El viejo
almorzaba o
cenaba solo, en
silencio, antes
o después que
nosotros.
Además, podía
—se lo teníamos
conscientemente
permitido—
caminar de un
lado a otro del
comedor y silbar
un tango de
Cobián, pero él
no tenía muy
presente ese
derecho y hacía
sus travesías
interiores
cabizbajo, como
pidiendo
disculpas por
ocupar el aire.
Sabíamos que
papá hacía el
mejor asado,
coleccionaba
llaves y era un
experto
evaluador de
cueritos de
canilla, pero
jamás le
permitimos
demostrar sus
habilidades, no
lo dejamos
probar al pobre
maldito. Tal vez
un hombre
ingenuo como él
hubiera podido
ayudarnos a
arrancarnos esta
araña interior
que ahora nos
consume.
Y un día,
enloquecimos.
Creo que todo
comenzó aquella
noche en que
Palmira comentó
que iba a salir
con el novio y
aseguró que no
pensaba volver
hasta el día
siguiente. Mamá
no puso
objeción. No sé,
y es feo
decirlo, si fue
porque realmente
no le molestó el
asunto o nada
más que para
contrariar a
papá. Lo cierto
es que cuando
papá corrió
gritando de
manera
descomunal para
detenerla,
Héctor le hizo
una zancadilla y
el cuerpo del
viejo rodó
estrepitosamente
por las
escaleras del
living.
Era la primera
vez que pasaba
algo así, y,
aunque parezca
raro e
inconcebible, a
todos nos
pareció bárbara
la impulsiva
iniciativa de
Hectorcito. Si
hasta gozamos
uno a uno los
golpes de papá
entre escalón y
escalón,
explotando de
bronca y sin
dejar de
insultarnos
hasta chocar la
boca contra la
alfombra. Héctor
fue el secreto
portavoz de
nuestro odio,
esa furia de la
que no se habla
nunca, porque
este tipo de
sentimientos no
está permitido.
Sí, Héctor abrió
una puerta que
ya nunca pudo
cerrarse. Ahí,
pues, comenzó
todo, porque,
para que Palmira
pudiera irse,
tuvimos que
atarlo a una
silla, y lo que
al principio fue
una absurda pero
divertida
irreverencia,
mezcla de juego
y alegre
desahogo, se
convirtió con
los días en un
hábito
incansable de
fiereza
progresiva y,
poco a poco,
gracias a la
fértil
imaginación de
mamá y a
nuestros
conocimientos
bien adquiridos,
fuimos
esparciendo con
eficiencia la
ira insólita
pero voraz que a
menudo despierta
esta clase de
hombres.
Para mamá, para
nosotros, el
camino hacia la
libertad se
basaba en la
invalidez de
este desubicado
e ignorante
cascarrabias. La
municipalidad,
pensaba yo, como
futuro
legislador,
debería tener
jurisdicción
sobre la
capacidad de
engendrar o no
hijos, y no
debería
autorizar a ser
padre a un tipo
que, a los siete
años, había
dejado el
colegio para ir
a trabajar a un
almacén y cuyo
progenitor había
desaparecido
cuando él nació
y no le había
enseñado el
oficio para
tratar con
niños.
En fin,
volviendo al
presente, les
cuento que,
prisionero y
apretado por las
sogas, durante
horas papá nos
roció con las
más diversas
malas palabras,
amenazas y
maldiciones,
hasta que Hugo
tomó un
cuchillito de
esos que usaba
para trabajos
prácticos y le
extirpó la
lengua. Ha de
ser cierta
aquella tesis
sobre las
reacciones
dispares de cada
hemisferio del
cerebro, porque
lo que hacía
Hugo nos parecía
una locura y,
paralelamente,
lo
disfrutábamos.
La primera
semana tuvimos
la sensación de
tenerlo encima
de nosotros, y
eso que él
estaba allí,
inmóvil, a un
costado, mudo y
completamente
aferrado a una
silla. Más solo
que nunca. Por
eso, para que no
supiera nuestros
movimientos,
actuábamos
mediante gestos,
un retorcido
código
antipaternalista
que terminó por
trastornarnos
del todo. Es que
no soportábamos
saberlo cerca,
pues estábamos
seguros de que
él participaba
de nuestros
actos, los
auscultaba y
juzgaba, aun
sumergido en su
trágica comedia
de inocente
ejecutado.
Una familia... la familia y las
relaciones entre sus miembros, tema
medular de este relato de trazos
surrealistas.
Y como lo
correcto no
siempre es lo
contrario de lo
incorrecto, ya
cansados de
intrigas, y para
que papá no
pudiera
enterarse de
nuestros planes
diarios y
sufriera por no
poder evitarlos,
Hugo le cortó
las orejas y,
posteriormente,
con ayuda de una
tibia espátula
de metal dorado,
le sacó los
ojos.
Durante los días
posteriores,
tratamos de
disimular de la
mejor manera
posible la
estática
presencia de
papá, mutilado y
finalmente preso
en el altillo.
Eso sí, le
desatamos las
cuerdas y le
dábamos siempre
el beso de las
buenas noches.
El planeta
entero, con sus
consagraciones
de cristal y sus
valores
inmutables,
sería incapaz de
comprender lo
que hicimos.
Asimismo,
nosotros no
supimos
presentir que lo
amábamos
intensamente, en
la misma y
equilibrada
medida de
nuestro
desprecio. Se
dice que dos
afectos opuestos
no pueden
coexistir en un
mismo instante.
Es mentira.
Pero volvamos al
relato: las
cosas
empeoraron.
Papá, no me
pregunten cómo,
consiguió
escapar del
altillo y, aun
ciego, sordo,
mudo y débil,
pudo llegar
hasta la puerta
de calle y
salir. Casi se
entera todo el
mundo. Tuvimos
que operar otra
vez. Con ayuda
de Palmira lo
metimos en la
editorial un
domingo por la
tarde y Héctor,
que siempre tuvo
buena mano para
el dibujo y
perspectiva,
supo manejar la
máquina de
guillotinar
papel con
certeza. Sí, la
misma cuchilla
que corta las
ediciones de Poe
y de Cervantes,
y que se
deshonró
amputando las
piernas y los
brazos de papá.
Lo que quedaba
de él ya no
molestaba mucho.
Apenas una
comida diaria
(naturista) y un
poquito de pis
entre las siete
y las ocho de la
noche. De eso se
ocupaba Palmira;
yo, en cambio,
le acariciaba
los pómulos,
ahora ya sin
temor,
imaginando las
lágrimas que
derramaría si le
hubiéramos
dejado los ojos.
Y Hugo, con la
cabeza gacha,
murmuraba
«perdón,
perdón», pero
papá ya no
escuchaba.
Paulatinamente,
comenzamos a
abandonar las
fiestas y otras
reuniones. Por
último, la
facultad, el
trabajo, el
mundo exterior.
Palmira cortó la
relación con su
novio. Inclusive
dejamos de ir al
comedor y al
jardincito del
fondo. El radio
de vida incluía
únicamente la
cocina, el baño
y el altillo.
Mamá fue la
última en
claudicar, la
que más tardó en
aflojar, pero
Héctor la
convenció y la
trajo un día
hasta el altillo
(ya hablo de
este lugarcito
como de otra
casa, el nuevo
hogar). Y papá,
imposible
olvidar ese
gesto, papá
pareció saberlo,
sentir que todos
estábamos allí,
sujetos a él,
ciegos, sordos,
mudos e
inválidos,
implorando esa
dulce sonrisa
que él,
finalmente, nos
ofrendaba entre
jadeos.
Desde entonces,
nada ha
cambiado. El
remedio para la
familia no
resultó, y a
veces pienso que
esta anulación
del padre ha
sido un fracaso
mayor de lo
sospechado. Es
más, ayer,
cuando mamá nos
hizo salir a
todos del cuarto
(no necesito
aclarar que ya
vivimos en el
altillo), se
debió, según un
chisme de
Palmira, a que
ella tenía ganas
de volver a
abrazar a papá
como en los
primeros
tiempos. Y,
bueno, son
marido y mujer,
necesitan un
poco de
intimidad, qué
tanto.
Cuando de seres
humanos se
trata, ciertas
batallas
interiores
pueden deparar
las más diversas
sorpresas, como
se ve.
De su libro
El ultimo otoño
y otros cuentos
(1982),
galardonado con
la Faja de Honor
de la S.A.D.E.
en el concurso
de 1983.
Luis Buero.
Psicólogo social, guionista,
escritor y periodista. Docente
en TEA Imagen, Universidad de
Morón y Universidad de Belgrano.
Ha impartido cursos y seminarios
en ISER y APTRA.
Es autor de diferentes obras
para televisión (“Un Milagro de
Cristo en la Quebrada”,
documental, CANAL 2, San Luis,
1994) y radio (“El Tiempo que
Viene”, periodismo, FM
Comunidad, 1996). Es, asimismo,
autor de los libros “Príncipes y
Medias Lunas” (1971),
“Cuentodisea” (1975), “El Ultimo
Otoño” (1982) y “Historia de la
Televisión Argentina Contada por
sus Protagonistas” (Universidad
de Morón, 1999), obra por la que
fue galardonado con la Faja de
Honor de la S.A.D.E. (1983) y
recibió la Mención Especial en
la ceremonia de entrega del
Premio Martín Fierro 99.
Colabora en los diarios “La
Nación”, “Clarín (Buenos Aires),
“La Voz del Interior” (Córdoba),
“La Prensa”, “Tiempo Argentino”,
“La Razón”, “Época”
(Corrientes), “Norte” (Chaco),
“La Mañana Regional” (Daireaux)-La
Huella (San Martín), “El Diario
de la Mañana” (Escobar), “El
Fundador” ( V. Gesell), “Publimetro”,
“El Sureño” (Tierra del Fuego),
“Cosmopolitan” y Cambio 16”
(España), entre otros.