Frente a mí
se abría un sendero infinito
de tierra virgen, bordeado
por miles de árboles
alineados que parecían darse
a la fuga en un horizonte
infinito. Sentí el impulso
incontrolable de caminar
hacia él.
Andaba despacio, cuidando
cada paso, pues sabía que
cada huella que dejaba en
aquel camino perduraría
hasta la eternidad. Una
brisa a la espalda me
empujaba. Caminaba casi sin
esfuerzo, sin sentir fatiga
ni agotamiento. El azul del
cielo y el verde intenso de
los árboles me transmitían
el bienestar que necesitaba
y me daban esperanzas para
seguir adelante.
Mientras avanzaba estaba
pensando en lo que podría
estar esperándome más allá
de esa niebla luminosa hasta
donde alcanzaba mi vista,
imaginaba un mundo nuevo
detrás, un paraíso donde
descansar cuando el camino
acabase.
Poco a poco y casi sin darme
cuenta, ese paisaje
fantástico y utópico fue
corroyéndose, tomando formas
abstractas, y los colores
vivos que emitían se
marchitaron lentamente,
diluyéndose a tonos sombríos
y muertos. Los árboles se
volvieron más frondosos,
tanto, que casi no se
distinguía el color del
cielo y el camino cada vez
se hacía más y más estrecho.
Un viento frío y cortante me
golpeaba de frente,
levantando violentamente la
hojarasca que ahora cubría
la tierra. El color azul del
éter y el verde de la
vegetación tomaron tonos
ocres y negros, sin vida.
Sentía que me asfixiaba
caminando por ese sendero
angosto y sin aire, y decidí
detenerme a descansar y
retomar oxígeno. Al mirar a
mis rodillas las encontré
magulladas, sangrando.
Busqué y descubrí heridas en
cada rincón de mi cuerpo.
Algunas llagas ya habían
cicatrizado y otras seguían
en carne viva; algunas eran
superficiales y otras tan
profundas que mi ser jamás
lograría olvidar.
Aligeré el paso, asustado.
Corría por el camino a toda
prisa hacia un horizonte
oscuro y una niebla grisácea
que vivía en el infinito.
Perdía el equilibro y caía,
y rápidamente me volvía a
levantar para seguir huyendo
de algo que no conocía, pero
cuya presencia notaba en mi
nuca. Poco a poco fui
perdiendo fuerzas y no
lograba mantenerme erguido.
Avanzaba reptando por un
camino terrorífico y
sombrío, mientras miles de
piedras afiladas sajaban mi
carne.
De repente, paré. No podía
entender lo que veía frente
a mí. Me puse en pie con los
ojos como platos
visualizando el lugar hasta
donde el sendero me había
conducido.
Derrotado, salté sin más.
Era el final del camino y me
lancé por el precipicio. Mi
vida pasó ante mis ojos como
un relámpago. Iba a chocar
contra el suelo. No habría
un mañana y lo sabía. Era el
final, el final del camino.
Pero un ángel bajó de entre
las nubes y me cogió de la
mano en el último segundo,
salvando mi vida. Me llevó a
dar un paseo por el cielo y
me di cuenta de lo
equivocado que estaba. Desde
esa altura, pude ver que no
era el final del camino,
había más, mucho más; pero
estaba escondido.
El ángel me dejó en tierra
firme y se fue, sin más.
Mientras andaba, soñaba con
él; cada paso lo daba por
él. Voy a llegar al final
del camino, puede que esté
allí esperándome, quiero
volver a ver el mundo a
través de los ojos de aquel
ángel.
Frente a mí se abría un
sendero infinito de tierra virgen,
bordeado por miles de árboles alineados
que parecían darse a la fuga en un
horizonte infinito.
2
Desperté sobresaltado, con
la respiración entrecortada.
Un sudor frío cubría mi
cuerpo. Me destapé, estaba
acalorado, y me incorporé.
En la oscuridad de la
habitación aún podía ver la
mirada de aquel ángel,
observándome. Era la mirada
más limpia y pura que jamás
había visto, la mirada de
unos ojos atormentados,
inocentes, incomprendidos,
sedientos de amor, que
transmitían paz y esperanza
y, a través de los cuales,
habitaba un universo
infinito de sueños y dudas.
Una mirada sin dueño, que
necesitaba volver a sentir.
—Cariño, ¿qué hora es?
—Aún es temprano, duérmete
—dijo una voz a mi lado, mi
mujer.
—He tenido un sueño muy
raro. Siento haberte
despertado.
—No pasa nada, ven aquí.
Me acomodé entre sus brazos.
Ella me besaba la piel,
hasta que volvió a dormirse.
Yo no pude pegar ojo en lo
que quedaba de noche.
Cuando despertó, mi mente
aún seguía en blanco.
—Buenos días —dije.
—Buenos días, cariño.
Se incorporó y me besó en la
boca, mirándome fijamente.
Sus ojos eran negros,
profundos, con un leve
vestigio de luz que había
logrado sobrevivir al paso
del tiempo. No eran esos con
los que había soñado. Una
extraña sensación recorrió
mi cuerpo y me empujó a
salir de entre los brazos de
mi mujer. Me dirigí hacia la
cocina y me preparé un café.
Mientras desayunaba, escuché
el sonido de unos pasos
inquietos correteando
desnudos hacia donde yo
estaba. Era mi hija, Raquel,
tenía 8 años. Ella era la
luz que alumbraba a un
matrimonio cuya chispa se
apagaba lentamente; era mi
ángel personal, la dulzura
hecha carne.
—Buenos días, papi —dijo con
una energía envidiable.
—Buenos días, preciosa
—contesté sonriendo.
Busqué su mirada impaciente
como si algo dependiera de
ello. Ella la evitaba sin
darse cuenta viendo a la
televisión.
—Voy a tener que quitar la
tele, porque te quedas
embobada —improvisé.
—No. Mira, también estoy
desayunando.
Contesté con una sonrisa
muda, que se diluyó en un
segundo. Tampoco había
soñado con los ojos de mi
hija, mi ángel. El que me
había salvado de la caída
era otro. Sentí una presión
en el pecho y de nuevo
inundó todo mi yo la
necesidad de escapar de
allí. Recogí mi desayuno de
la mesa, tomé las llaves del
coche y abrí la puerta de la
calle.
—Me voy a trabajar —anuncié
mientas salía.
Deseé que, dejando atrás mi
hogar, se quedaran con él
los pensamientos que me
asediaban, pero no fue así.
3
Trabajaba de funcionario en
una oficina de correos, un
trabajo sencillo para una
persona sencilla. Llevaba
unos seis años en el puesto.
Anteriormente iba de empleo
en empleo, sobreviviendo con
los salarios mínimos que
ofrecían los grandes
empresarios a los
trabajadores temporeros.
Cuando nació Raquel, me vi
con la necesidad de
encontrar una seguridad
salarial y preparé
oposiciones, que aprobé a la
primera.
Llegué temprano a la oficina
y decidí permanecer dentro
del coche ordenando las
ideas que me invadían, hasta
que llegara la hora de
entrar.
La mirada de aquel ángel me
perseguía. Una mirada sin
nombre y sin dueño que
sentía mía. Era la señal que
esperaba desde hacía tiempo,
pues me incomodaba
últimamente mi relación con
mi esposa. Un matrimonio que
envejecía conformista ante
una llama en decadencia, y
sus cenizas, palpables aun
escondidas, como cicatrices
en el alma, que se olvidan a
la fuerza y se ocultan tras
la piel.
Lo que más nos unía ya era
nuestra hija. Me aterraba
pensar que no era suya la
mirada con la que había
soñado. Necesitaba encontrar
al dueño de aquellos ojos,
los de mi ángel salvador,
que me sacara del camino
angosto y me guiara por ese
sendero que yo solo sería
incapaz de encontrar.
Me bajé del vehículo y entré
en la oficina; ya estaban
dentro todos mis compañeros.
Me llevaba bien con la
mayoría de ellos, en
especial con Marta, una
muchacha tres años más joven
que yo, que había entrado a
trabajar allí unos meses
atrás, hacia la cual sentía
una gran afinidad y
atracción física. En varias
ocasiones había pensado
invitarla a almorzar después
de trabajar, pero no lo
hice: me faltaron fuerzas al
recordar a mi hija; incluso
una vez decliné una muy
sutil oferta suya para
hacerlo.
—Hola, Pedro, ¿qué tal el
fin de semana —dijo al
verme.
—Muy bien, descansando. ¿Y
tú?, ¿fuiste a ver a tu
madre al pueblo?
—Sí, ya está mejor. La edad,
que no perdona.
—Como tantas otras cosas.
—¿Sabes? El otro día me
acordé de ti —admitió
titubeante.
—Ah, ¿sí?, ¿y a qué se debe
semejante honor?
—Nada importante,
simplemente encontré por
casualidad el libro del que
me hablabas la semana pasada
y lo compré. Sentía
curiosidad.
—Me alegro. Veo que te voy
guiando por el buen camino.
Ya me dirás qué te ha
parecido.
La miré a los ojos,
fijamente. El tiempo se
detuvo en el instante que
nuestras pupilas se
encontraron. Los tenía
verdes, como un prado virgen
empapado con gotas de rocío
en una mañana de verano; del
color de la esperanza, como
el verde de un frondoso
árbol que crece solitario en
una tierra infértil. Unos
ojos con fuego en su
interior. Un fuego que
intentaba salir con cada
mirada, con cada parpadeo, y
que abrasaba lentamente los
míos, descontrolados en una
orgía de llamas e incienso.
Pero no eran los que había
visto en mi sueño. De nuevo,
ella no era mi ángel. Sentí
un nudo en el estómago y hui
de la oficina con la excusa
de que me encontraba mal y
marchaba a casa. He de
reconocer que me obsesioné
con la idea de ponerle dueño
a aquella mirada mágica que
me sedujo.
4
Anduve sin rumbo observando
a las gentes, buscando en
los ojos de extraños una
mirada que sentía como el
reflejo de mi propia alma.
Hurgando en vano en rostros
ajenos para encontrar una
parte de mí, que me
perseguía y castigaba, y
volver a ver a través de sus
pupilas aquel universo de
paz y armonía.
De repente, el cielo gris
que cubría nuestras cabezas,
empapó la ciudad con un
aguacero que empezó a caer
violentamente. Los
transeúntes abandonaron las
calles y se refugiaron bajo
algún techo cercano. Yo
permanecía parado en mitad
de la vía, solitario y ajeno
a todo. Eché a correr sin
rumbo tan rápido como pude,
sentía que mi corazón quería
salirse del pecho y mis
pulmones trepar por mi
garganta y escapar para
tomar un poco de oxígeno.
De repente, el cielo gris
que cubría nuestras cabezas, empapó la
ciudad con un aguacero que empezó a caer
violentamente. Los transeúntes
abandonaron las calles y se refugiaron
bajo algún techo cercano.
5
Cuando dejó de llover me
encontré sentado en un banco
cercano a casa, sin aliento,
derrotado y sin fuerzas. Me
levanté desahuciado y me
dirigí a mi hogar. Llamé a
la puerta.
—¡Pedro!, gracias a Dios.
Nos tenías preocupadísimas.
Estás empapado, ¿dónde has
estado —dijo mi esposa al
verme, aliviada y preocupada
al mismo tiempo.
Entré sin contestar y me
dirigí directamente al baño.
Cerré la puerta y me
desnudé. Me metí en la ducha
y estuve diez minutos bajo
un chorro humeante de agua
casi hirviendo, con la
cabeza alzada, sin mover ni
un músculo.
Me sequé y até la toalla a
la cintura de mi frágil
cuerpo desnudo y me dejé
caer, apoyándome en el
lavabo, con la mirada baja.
Alcé la vista y me vi
reflejado en el espejo. El
agua resbalaba por mi cara y
goteaba desde mi barbilla.
Tenía el pelo mojado y
enmarañado, los ojos
perdidos en el infinito.
Un escalofrío recorrió mi
cuerpo y levantó cada vello
de mi piel. Reconocí aquella
mirada tan pronto como la vi
a través del cristal, era
con la que había soñado, la
mirada transparente y limpia
de aquel ángel que salvó mi
vida. Pude ver, en mi
reflejo, una lágrima brotar
inocente y caer, muda, al
lavabo. Yo era ese ángel,
pues su mirada me
pertenecía. Quizás adopté
sus ojos al verle, quizás
siempre los había tenido.
En ese momento, entró mi
esposa al baño y, al verme
llorando, me abrazó. Nos
fundimos en un abrazo
eterno, como dos velas que
soportan el calor de una
llama infinita.
Alberto Hidalgo
Domínguez
(Málaga, 1987) realizó
los estudios de
Educación Primaria en el
C. P. “Poeta Salvador
Rueda”, en Arroyo de la
Miel (Málaga), los de
E.S.O. en el “Colegio
Maravillas” y los de
Bachillerato en el I.E.S.
“Arroyo de la Miel”, en
la misma localidad.
Actualmente, está
cursando 3.º de
Magisterio (especialidad
de Maestro en Educación
Musical) en la Facultad
de Ciencias de la
Educación de la
Universidad de Málaga.