No sabes qué responderle. En
realidad, lo sabes bien,
pero hay en tu interior una
lucha, que todavía no has
resuelto y que, por eso
mismo, te ha impedido
decidirte. Hasta hoy. No te
parece justo que, en el día
de su muerte, él obtenga tan
fácilmente el pasaporte a
esa otra vida en la que
cree; o en la que, al menos,
dice creer. Pero ¿acaso hay
justicia en este mundo? Él
ha matado, por propia mano o
por encargo. Ha violado
todo, desde la confianza de
quienes lo creyeron sincero,
hasta los frágiles cuerpos
sometidos por la fuerza a su
omnímoda voluntad. Ha
torturado cuerpos y mentes.
Ha condenado a la miseria a
tantos, que ya no hay forma
de contarlos. Ha mentido,
robado, escarnecido,
condenado. Y lo peor, ha
despreciado a sus víctimas.
Indiferente a todo, excepto
a sus deseos, él implora hoy
tu clemencia. Sabe que
siempre intentaste ser recto
y cumplir con tu deber.
Quizás no siempre pudiste
lograrlo, pero ese fue tu
camino. De eso mismo se
aprovechó para llevarte a su
lado. Estaba seguro de que
no te negarías a tratarlo y
protegerlo de su enfermedad,
al igual que a cualquiera de
tus pacientes.
—¿Te arrepientes de algo?
—preguntas tú.
—¿Debería hacerlo? —responde
él, preguntando.
Tú sabes que su respuesta es
retórica, que es pura
fórmula. El poder corrompe,
y él apesta, no solo por sus
llagas y efluvios, sino por
todo su ser. Te parece
indigno que él tenga, sobre
sus víctimas, la ventaja que
les negó en su momento:
presentarse limpio de mancha
y culpa ante su dios,
absuelto de sus pecados por
un ministro de esa religión
que se proclama dueña de la
verdad.
No crees en esa verdad;
tampoco en esos dioses
salvajes y crueles que los
hombres han inventado para
justificar lo injustificable
y ahogar sus miedos en el
alcohol de la fe. No, no es
lo tuyo. Únicamente para
quienes creyeran en esa otra
vida habría consecuencias;
para nadie más. A ti, el más
allá te tiene sin cuidado.
Así es; entonces, no hay
nada de lo que arrepentirse,
ni nadie que te juzgue. Has
tomado al fin tu decisión,
que no afectará nada de lo
que deberá ocurrir según lo
previsto. Harás lo que has
convenido con él: mitigar su
sufrimiento y acortar su
agonía. Para eso, siguiendo
sus estrictas órdenes, os
han dejado solos en esta
triste habitación. |
—Sí, deberías… No, si no
quieres; tampoco importa ya
—alegas, con tristeza.
—¿Entonces…? —te pregunta,
comprendiendo resignado, y
esperando que actúes.
Sabe que tu respuesta lo
condena, pero no puede hacer
otra cosa. Él te dio el
poder.
—Entonces… adiós. No nos
debemos nada.
Cargas la jeringa con ese
medicamento mágico para
aliviar el cuerpo y el alma,
que tanto tú como él saben
de sobra que su organismo no
resistirá, y lo inyectas por
la tubuladura plástica que
está conectada a su vena.
Cuando deja de respirar, te
vas.
Sin remordimientos.
Sin penas.
Sin cuentas pendientes. |