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LE PREGUNTO A mi hijo JL si usa su tarjeta del banco
para pagar sus viajes en metro y en los buses del
nuevo Sistema Global de Transporte. Me asegura que
lo ha hecho, aun cuando ahora usa una tarjeta
convencional de transporte, con su correspondiente
microcircuito. “¿Por qué no usas la del banco?”, lo
interrogo. Me explica razones de rendición de
cuentas en su trabajo y otras hierbas
incomprensibles que no van en el sentido de lo que
me interesa. “¿Por qué?”, pregunta finalmente, como
siempre hacen mis hijos cuando quieren hacerme
hablar. Sé que espera (todos esperan) que responda
de esa manera que los mantiene reunidos, a los
quince, en torno a la mesa del almuerzo familiar de
domingo, intentando descubrir si miento o les digo
la verdad en esos relatos de experiencias de vida
personal. Pero ellos ya saben que nunca miento.
Mi tarjeta de banco está equipada con un minúsculo
circuito integrado que le permitiría acceder al
metro y al sistema de locomoción global. En la
página del banco en internet hay una función que se
suponía que activaría aquel pequeño circuito, casi
mágico. Como vivo cerca de mi trabajo, donde tengo
estacionamiento para el auto, nunca utilizo el metro
o los buses del Sistema Global de Transporte, pero
este infortunado accidente, en el que lo destrocé en
la esquina de las calles Cristóbal Colón con Américo
Vespucio, me convirtió en peatón obligado. Al
estacionar el auto, que, milagrosamente, aún andaba,
noté que echaba vapor por todas las arrugas del
accidente, como locomotora antigua.
Así fue como entré en la red internet y activé, ahí,
el microcircuito que me suscribe como usuario del
Sistema. El odiado Sistema Global de Transporte, que
remplazó al antiguo y conocido caos urbano por uno
nuevo. “El caos no es terrible”, les aseveré, a los
catorce (mi hija ML siempre se retira cuando cree
que viene alguna crítica encubierta en mi
conversación: odia que critique. Dice que me creo
dueño de la verdad). “Solo es insoportable cuando no
sabemos manejarnos en su infinita variedad, y eso
fue lo que hizo el nuevo sistema”. En fin, que, al
terminar la suscripción de mi tarjeta, me preguntó:
“¿Desea cargar dinero ahora a su cuenta de
transporte?”. “Por supuesto”, dije, y seleccioné la
opción de cargar tres lucas*, de manera que podía
viajar con tranquilidad algo así como una semana. |
Subí al bus con esa sensación de novato que se hace
notar en las experiencias desconocidas. Tenía cierto
temor al ridículo, a no saber cómo hacer para
entrar, pagar el valor del pasaje y parecer ducho en
el asunto. Sentía que todos me miraban con esa
expresión muda e irónicamente superior que dice, sin
hablar: “¡Mira, un novato! Vas a ver cómo hace el
ridículo”. Subí el último de todos. Hasta di la
pasada a una mujer gorda, que me sonrió coqueta, con
su suave bigotito teñido de rubio. Estudié en cada
pasajero el comportamiento debido: cómo mostrar la
tarjeta a la maquinita que identifica el cobro, la
actitud del chofer que observa con mirada sospechosa
y todo aquello que constituye una pequeña escena de
teatro muy breve. Finalmente, subieron todos y fue
mi turno. Intenté lucir una actitud relajada, una
postura despreocupada y una expresión indiferente,
aunque sentía la tensión en cada músculo, y pude
percibir una especie de sonrisa o rictus torpe
cuando puse la tarjeta delante del visor de la
maquinita amarilla. No sucedió nada. Moví
circularmente la tarjeta: nada pasó. La giré para
exhibirla por el reverso: tampoco. El chofer me miró
con una expresión que creí de desprecio, pero pudo
ser de compasión, o incluso comprensión. “Más
abajo”, me dijo. Nada más. Lo miré interrogador.
“Más abajo”, repitió, mostrando la máquina. A mi
vez, miré el aparato amarillo. “Por supuesto”, me
dije a mí mismo. El visor de la maquinita no podía
ser el sensor del microcircuito. Más abajo, había
una especie de rejilla que seguramente emitía alguna
señal que activaba la identificación de mi tarjeta.
La puse frente a ella: de inmediato, sonó una
chicharra y se encendió una notoria luz roja de
alerta. El chofer me miró levantando las cejas. Me
sentí avergonzado sin saber qué sucedía. Percibí la
mirada de los pasajeros que decían, sin hablar:
“¿Ves? Te lo dije. Está haciendo el ridículo”. La
retiré y volví a presentarla, pero ahora por el
anverso, asumiendo que había algún error de
procedimiento. Adopté, al hacerlo, una expresión
inteligente, como si dijera: “¡Bah!, comprendo.
Estaba al revés: ¡ahora sí!”. Volvió a encenderse la
luz roja de alerta y a sonar la chicharra. El visor
mostraba un aviso tintineante que no podía leer sin
mis anteojos. Alejé la vista, pero no logré leer el
cartelito. Las miradas de los demás pasajeros se
clavaban en mi espalda y decían: “Otro sinvergüenza
que viene con una tarjeta falsa”, o también:
“Claramente, no es un usuario. Tiene auto. Es un
ignorante; le falta calle”. El chofer, al ver mi
gesto, me interroga: “¿Qué dice la maquinita?”.
Asumiendo todo el ridículo que inocentemente quise
evitar, saco entonces la cartuchera de mis anteojos,
me los pongo intentando aparentar una prestancia que
no sentía, y leo: “Tarjeta inválida”, digo en voz
alta, y añado sorprendido, y hasta con cierto
alivio: “No puede ser, la acabo de activar en el
banco y le puse tres lucas”. Me parece ver, en el
primer asiento, a un pasajero que menea con cierta
comprensión la cabeza. El chofer dice: “Ah, claro.
Esas tarjetas de los bancos casi siempre fallan”, y
agrega, quizás con complicidad: “¡Pase no más!”.
Cierra, por fin, las puertas del bus y emprende la
marcha. Viajé gratis. |
Mientras voy por el pasillo del bus me parece que
todos me miran de reojo. Busco refugio en un asiento
casi al final de la cabina. Durante todo el trayecto
una mujer atractiva, aún casi joven, con un escote
precioso, por donde asomaban llamativos unos senos
duros y tersos, me observa con una cierta sonrisa.
En otras circunstancias le habría coqueteado y hasta
me habría acercado a conversar. Pero ahora me parece
que se burla. Casi creía oír sus expresiones:
“¡Hombres!... No saben ni pagar un pasaje de bus”.
Cada tanto, intento mirar ese escote tan atractivo,
pero ahí está su expresión de burla, esa casi
sonrisa que decía: “¡Ridículo! Seguro que a tu mujer
no le pasa esto”. Yo desvío entonces la vista y
respondo para mí mismo: “No. Porque anda en auto”.
Llego a mi oficina y vuelvo a abrir la página de
internet del banco. Conecto el enlace que se refiere
al microcircuito de transporte. Una opción indica:
“Consulte el saldo de su tarjeta de transporte”.
Pulso sobre ella. Se abre un panel que dice:
“Felicidades: Aún tiene tres mil pesos en su
cuenta”. Busco un enlace que diga algo como
“Consultas”, o “Ayuda para su microcircuito”, o
“Preguntas frecuentes”. No hay nada. Me digo que
quizás activé mal mi tarjeta. Elijo nuevamente el
enlace de activación. Una nota de fantasía escapa de
los altavoces de mi computador. Un cartelito
sobrepuesto, que contiene una tarjeta sonriente,
dice en letras destacadas: “Su tarjeta de banco ya
tiene activado el microcircuito número...” e indica
una serie de cifras. Todo es normal entonces, pero
no funciona.
“Que raro”, reflexiona mi hijo JL. Yo hice lo mismo
y no tuve problemas. “¿Anduviste en bus?”, le
pregunto. “Bueno... No. Anduve en metro”. “¿Sin
problemas?”, pregunto. “Eeeeh... bueno, le pregunté
a un viejo de la ventanilla de ventas de pasajes si
me servía. Me dijo: Sí, pero hay que visarla y la
metió en una maquinita, apretó unos botones y me la
devolvió. Nunca he tenido problemas”, concluye.
Pues bien. Al volver a casa ese día, había decidido
hacerlo en metro, pensando que sería más seguro.
También me acerqué a la ventanilla de ventas de
pasajes. Tuve que hacer una larga cola, pero
finalmente fue mi turno. “Señorita”, dije, “hoy, por
la mañana, he pasado una vergüenza insoportable con
esta tarjeta”. Le mostré mi tarjeta del banco. Ella
sonrió y la tomó. Yo pensé que era buenamoza, casi
linda. “¿Qué problema tuvo?”, preguntó. Le resumí mi
experiencia. Oí que la fila de atrás comenzaba a
murmurar. Siempre me pasa lo mismo, pero no puedo
evitarlo. “¿Y activó su tarjeta?”, me preguntó con
simpatía. “Sí. No solo la active. Le puse tres lucas
y, después de la vergüenza de esta mañana, revisé
que efectivamente se hubiera hecho”. Siempre
sonriendo, me pregunta si ya la validé en el tótem y
señala, en un sentido vago, hacia una esquina de la
estación. “¿Como sería eso?”, pregunto y miro en la
dirección que señala. No veo ningún tótem, pero
entiendo que ha de haber un sentido mágico, que casi
comprendo. “Ponga su tarjeta en la ranura del tótem
y seleccione carga remota, luego siga las
instrucciones que aparecen ahí”, dice resumiendo,
porque las voces de protesta ya se elevan detrás
mío. Me dedica una última sonrisa, grande, y me
devuelve mi tarjeta. Aprovecho de apretarle, con
suavidad, la puntita de los dedos. Mis nueve hijos
hombres ríen con esta ocurrencia, aunque sospechan
que es mentira. Las mujeres, todas, incluso la mía,
lo creen. Hacen un mohín torciendo a un lado la boca
y niegan suavemente con la cabeza. Solo en ese gesto
se parecen a su madre. En todo lo demás son iguales
a mi: Gorditas, pequeñas, cabezonas y de piernas
cortas. Solo las salva el ser rubias, como una
Shirley Temple. La fila de atrás protesta ya en voz
alta. La mujer mira por encima de mi hombro para
atender al siguiente parroquiano, entonces me voy en
busca del tótem. |
Busco algo que se asemeje a un mohai de Rapa Nui, o
algo así. Tal vez una pantalla que muestre la figura
de un indio pícaro, como esas artesanías populares y
groseras, que a veces, equivocadamente, intentan
mitigar la molestia de la gente con un toque de
humor. Me imagino insertando la tarjeta en la ranura
de un indio de palo; mientras busco, pero nada: no
encuentro ningún tótem. Lo más parecido es un
guardia, muy moreno e inexpresivo. Le pregunto:
“¿Cuales son los tótems?”. Me señala, sin hablar,
con la barbilla, una columna metálica de un metro y
medio de altura, al tope de la cual hay una pantalla
en cuya base hay dos ranuras para introducir
tarjetas. La pantalla anuncia:
“Pulse aquí para ir al Menú”. Inserto mi tarjeta
bancaria en una de las ranuras y pulso sobre el
anuncio: no pasa nada. Insisto varias veces. Cambio
la tarjeta de ranura, pero no sucede nada. El
guardia, que sí parece un tótem, dice, sin mirarme,
como si supiera que a todos los novatos nos pasa lo
mismo: “Apriete el botón”. Entonces noto que al
borde de la pantalla hay unos botones redondos y
pequeños que había creído remaches de la estructura
metálica. Pulso el que está cercano al cartel. Un
cric precede a la aparición de las opciones. Una de
ellas dice: “Carga remota”. Aprieto el remache
cercano. Dice: “Introduzca su tarjeta de pago en la
ranura superior”. Mi tarjeta de banco sería la que
pagaría, de modo que la quito de la ranura inferior
y la introduzco en la superior. Ahora aparece otra
instrucción: “Introduzca su tarjeta de transporte en
la ranura inferior”. Vuelvo a quitar la tarjeta,
ahora de la ranura superior, y la reinserto en la de
abajo. La instrucción vuelve a cambiar: “Introduzca
su tarjeta de pago en la ranura superior”. Pienso un
instante y me digo: “¡Claro! Mi tarjeta de banco es
a la vez de transporte. Debo cambiarla sucesivamente
de ranura hasta que el tótem termine su trabajo”.
Todos mis hijos, menos JP, ríen comprensivos. Él, en
cambio, menea la cabeza burlón: se da cuenta de que
no puede ser así el procedimiento. Cambio varias
veces, a pedido, la tarjeta, hasta que alguien que
está detrás de mí carraspea impaciente. Recién
entonces me doy cuenta de que JP tiene razón: ¡Es
absurdo! Algo avergonzado, retiro la tarjeta y
simulo, para salvar el orgullo, haber terminado el
protocolo. Por si acaso, me dirijo a los torniquetes
de entrada a los andenes y, después de hacer una
larga cola, muestro mi tarjeta al detector del
microcircuito. Se oyen varios pitos. Empujo el
torniquete, pero no cede. Trato de leer lo que dice
el visor, pero alguien impaciente me dice: “Su
tarjeta está mala. Reclame en la caja”. |
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La pantalla anuncia:
“Pulse aquí para ir al Menú”. Inserto mi tarjeta
bancaria en una de las ranuras y pulso sobre el
anuncio: no pasa nada. Insisto varias veces. Cambio
la tarjeta de ranura, pero no sucede nada. |
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Es claro que no podré viajar en metro, así es que
abandono la estación y me dirijo a la parada del
bus. Voy juntando ánimo para el fracaso de la
tarjeta, para explicar el problema, para apelar a la
comprensión del chofer, cuya mirada contralora nunca
es, en absoluto, cómoda. Me subo al bus. Siento el
nudo en el estómago. Hago un esfuerzo por no parecer
avergonzado. Muestro la tarjeta a la maquinita
amarilla. Alarma. Luz roja. Repito: Alarma. Luz
roja. Digo, como para mí mismo: “No puede ser. Acabo
de cargar tres lucas”. La representación me hace
enrojecer. “¿A ver?”, dice el chofer extendiendo la
mano, para ver mi tarjeta. Cohibido, se la entrego.
No sé por qué no me atrevo a negarme. Es como una
prueba de honestidad falsa. Es decir: No soy
deshonesto, es el sistema el que falla, pero, a
sabiendas que no funcionará, emprendo un acto falso
para paliar el error con una acción, al menos, no
del todo honesta. ¿Por qué no decir desde un
principio: “Mire usted; esta tarjeta no funciona a
pesar de que la he activado e inscrito
adecuadamente, pero aún nadie me ha dado una
explicación o una solución, de modo que voy a pasar
sin pagar”? La levanta, la mira contra la luz, a
favor de la luz, la mueve, la gira y la presenta a
la máquina: ¡Alarma! ¡Luz roja!. Se la acerca al
oído y la agita (Me pregunto: ¿Para qué? ¿Creerá que
tiene algo suelto dentro? ¿Esperará oír el ruido del
mar?). Le echa el aliento y la limpia en su
estómago. La vuelve a presentar a la maquinita:
¡Alarma! ¡Luz roja! “¡Ptas la hueá rara!”, maldice.
La vuelve a mirar al trasluz y sentencia: “Y tiene
los alambritos”. Me la devuelve y se encoge de
hombros: “¡Pase no más!”. Entro por el pasillo del
bus sin mirar a nadie, pero siento que todas las
miradas caen sobre mi, e intentan ver mi tarjeta que
ha debido pasar tan duro examen. Me arrincono en un
asiento vacío, donde quedo oculto a la mayoría de
las miradas. Solo una jovencita, desde el otro lado
del pasillo, a ratos me observa. Quizás solo ve el
panorama, pero creo notar una cierta censura en su
expresión tan neutra.
Al llegar a casa vuelvo a consultar internet. Busco
algún enlace que indique qué he hecho mal, pero no
hay nada. Intento repetir el protocolo de iniciación
del microcircuito, pero ahora me dice que no tengo
tarjetas de transporte pendientes de activar. La
razón me dice que lo olvide: “Sigue viajando gratis.
No es tu culpa”. Pero no sé si es la honestidad o la
vergüenza la que se niega a vivir de nuevo la
experiencia de pasar por la duda del chofer y el
rechazo de la maquinita amarilla, para terminar en
el cinismo de dura cara que parece ignorar las
miradas curiosas de los pasajeros que sí pagaron su
pasaje. Una última resistencia me dice: “¡Qué
importa! Si no conoces a nadie”. Entonces aparece en
el último rincón, el más escondido, casi invisible,
con letra pequeñísima, un enlace que dice: “Fono
ayuda las veinticuatro horas, siete días a la
semana”. Pulso sobre él, y aparece un cartelito,
también muy pequeño, como si el espacio de pantalla
de mi computador se pagara en oro conforme a la ley,
que dice: “Si necesita ayuda para un mejor servicio
de su banco en internet, llame al 600 600 4000000”
(el número está trucado por lealtad con el banco). |
“¿Y llamaste?”, pregunta S impaciente. En su mirada
noto que ya ha inventado su propia versión de mi
llamada y va varios pasos delante de mi historia.
“¿Qué crees?”, le pregunto. Responde meneando la
cabeza de lado a lado como campana: “Llamaste, te
contestó una mujer de voz sensual, te enamoraste de
ella, ella de ti, la invitaste a salir, se tomaron
las manos, se besaron en los labios y los lóbulos de
las orejas, se miraron a los ojos y decidieron vivir
juntos y tener otros veinte hijos. ¿Crees que no te
conozco?”. “¡Exacto!”, digo sonriendo y sosteniendo
su mirada. F, que aún es casi un niño, todavía cree
que todo puede ser cierto, entonces pregunta con
impaciencia, más que con ingenuidad: “¡Exacto!
¿Qué?”. “Mañana nos vamos a vivir todos con Rosita
(Así se llamaría), a su departamentito en San
Bernardo (ciudad aledaña, muy alejada del centro de
Santiago, y de nuestra casa)”. “¡Aaaah! ¡Mentira!”,
responden a coro varios de ellos. “¡Exacto!”, vuelvo
a repetir. “Bueno: ¿Qué pasó, entonces?”, apura JP.
“Contestó una mujer de voz tierna y dulce”, digo.
Varios menean la cabeza. “Buenas noches, bienvenido
al servicio de ayuda de su Banco. Habla Yamilé. ¿Con
quien hablo yo?”, dice esta fórmula con una
velocidad de crucero tal que nadie puede
interrumpirla, según ha sido entrenada, y que a la
vez lo obliga a uno a identificarse, cuestión que
siempre me resulta antipática. Es que no agrega nada
a la solución de mi problema que ella sepa mi
nombre. Tal vez esta molestia vaga sea la que haya
hecho a S adelantar esa historia del romance
absurdo, sabiendo cómo pienso y cómo ironizo. Le
miento y respondo: “Usted habla con Yeison Parrales,
Yamilé. Estoy llamando desde un teléfono público en
una esquina peligrosísima en la comuna de Cerrito
Bajo (este nombre es tan falso como el mío), donde
incluso asesinan a los desconocidos de día claro. A
las cuatro de la tarde, cuando aún se puede escapar
del enemigo, intenté tomar un bus y pagarlo con mi
flamante tarjeta de banco, equipada con
microcircuito de transporte y cargada
tecnológicamente en internet con tres lucas, que
serían suficientes para movilizarme una semana
entera. Desde entonces, y hasta estas horas de la
noche, no solo he pasado vergüenzas, sino he tenido
verdadero terror y me he sentido arriesgando la vida
cada vez que intenté abordar un bus y fui expulsado
grosera y hasta violentamente, no tan solo por los
choferes, sino por los pasajeros que me han tratado
de abusador, ladrón, paria, fascista, opositor y
tantas otras cosas falsas, a la vez que dolorosas”.
“Pero señor, ¡por Dios!”, me responde, “quisiera
ayudarlo, pero no sé cómo”. “Dígame, nada más, cómo
hago para que las tres lucas de saldo de mi tarjeta
sean entendidas por las maquinitas amarillas de los
buses”, le digo en tono inocente, como si estuviera
hablando con alguien todopoderosa, capaz de quitar,
a distancia, las trabas de mi tarjeta. Con tono de
conmiseración comprensiva me dice: “¡Oh!, cómo lo
siento, no hay manera a esta hora. Solo se me ocurre
decirle que tome un taxi, por favor. ¡Ese barrio es
muy peligroso!”. “Es que no pasa ninguno”, le
explico, “pregunté a una mujer que bajó de uno de
los buses al que no me dejaron subir y me recomendó
que caminara hasta Tercera Transversal, a unas
treinta cuadras de aquí: los taxis no se acercan
para este lado, dijo”. Con voz compungida, Yamilé
me dice que tenga mucho cuidado y camine las treinta
cuadras. “Es que la tarjeta solo comienza a operar
cuando se la activa en un tótem del banco, dentro de
cualquier sucursal”. Le explico mi experiencia con
el tótem en la estación del metro y me explica que
no sirve: “Solo se puede validar su activación en
una sucursal del banco. Después ya puede utilizar
los tótem del transporte”. Con inocencia pregunto:
“¿Y hay tótem en las cabinas de los cajeros
automáticos del banco?”. “En realidad, no”, me
explica, “solo al interior de las oficinas del
banco, pero tampoco le serviría de nada: En ese
barrio no hay sucursales. ¡Lo lamento!”. “¿Y qué
hago entonces?”, insisto. Me pregunta dónde estoy,
con precisión, para ver si ella me puede enviar un
taxi. Le digo que estoy en Poeta Magallanes Moore
con Avenida Espinal. La oigo teclear un rato, a
través del teléfono, en su computador. Finalmente
oigo: “¡Uuuuuff!, está lejísimos, pero voy a
intentarlo. No corte”. Oigo música y propaganda del
banco, que indica sus bondades y servicios. Se
repite una vez y otra, tres, cuatro veces, otra más.
Después de mucho se vuelve a oír la voz de Yamilé:
“Don Yeison, un taxi podría estar esperándolo en
veinticinco minutos más en Avenida Espinal con
Tercera Transversal”. Le hago ver que eso es a más
de treinta cuadras de donde estoy. “Dudo llegar vivo
hasta allá”, le digo. “¡Cuánto lo siento!”, contesta
apenada: “Quisiera poder acompañarlo: ¡De verdad!”.
Me sentí bien con su solidaridad y le dije que por
ella iba a lanzarme a esa aventura loca: “La voy a
llamar en cada teléfono público que encuentre para
que me vaya consolando”, agregué. |
“Pero ¿qué hacías tú en ese barrio a esas horas?”,
pregunta JP. F, aun más preocupado, dice: “¿Y cómo
saliste de ahí?”. “No salí”, le respondo. “¿Entonces
cómo?”, insiste. “Está mintiendo, igual que
siempre”, replica mi hija V. “¿Y dónde estaba,
entonces?”, pregunta él. “Tendido, cómodamente,
sobre mi cama”, me río. “¿Y le decías todas esas
mentiras a la señorita del banco?”. “Bueno, ¿y todas
las vergüenzas que yo he pasado por culpa del
banco?”. “Es que la señorita que te atendió no es el
banco”, dice JL. “¿Y quién es el banco?”, pregunto.
“Además desperté sus mejores sentimientos de
solidaridad: no cualquiera lo hace”.
“Bien. Está bien”, alega S, “pero explica cómo
saliste de ahí. ¿Caminaste las treinta cuadras? ¿No
te asaltaron?”. JP se ríe y le recuerda que son
todas mentiras: “¿No te das cuenta?”. “No me
importa: igual quiero saber, por lo menos”.
En realidad, caminé las
treinta cuadras en la más absoluta obscuridad.
A mitad de camino, un borrachito se me unió y me
agarró del brazo: “Nunca quiero llegar a mi casa, ni
tampoco me esperan”, me explicó, a pesar de que yo
no quería oírlo, sino que me dejara solo; pero me
dijo que la soledad era mala, sobre todo en estos
barrios, se hacía hasta peligrosa, “Gon toa seguridá”,
dijo, remeciéndome del brazo. “Yo mihmo podría sagar
una guchilla y pedirle plata para tomar, o hasta
invitarlo, porque tomar gon un gaballero es por lo
menos un placer”. En el camino encontramos varios
teléfonos públicos, desde los que quise llamar a
Yamilé, pero todos estaban destrozados y saqueados.
“La gente es mu mala”, opinó mi acompañante, “pero
yo le he tomao estimación”, agregó y se metió la
mano en un bolsillo, que parecía más profundo por
los ademanes de borracho. Sacó, para mi sorpresa, un
teléfono celular de última generación, que nos
saludó con luces de colores, músicas celestiales y
polifónicas, y me lo pasó: “Llame de aquí; porque es
mi amigo”, dijo, remeciéndome de nuevo el brazo. De
este modo, llamé varias veces, en el trayecto, a
Yamilé, que me dio ánimo y me dijo que me cuidara
del borrachito: “Los hombres que toman son todos
malos”, afirmó. “Sí, claro”, me interrumpe JP, “esta
es la parte de los comerciales; hay que pasar un
mensaje”. Varios se ríen, mientras yo, algo
incómodo, trato de ignorarlo y sigo la historia.
Otros piden silencio a las bromas y cuchicheos que
han comenzado.
Faltando unas cinco cuadras para llegar a la Tercera
Transversal, pasamos frente a un boliche que
anunciaba, en un cartel iluminado con una lucecilla
roja: “Bar de Don Misael. Servido por mis propias
sobrinas”. Ahí, el borracho me remeció por la manga
otra vez y me quitó el celular. Dijo: “¡Aguí me bajo
yo!”, como si estuviéramos en un bus y partió con
paso extrañamente seguro. Después se perdió detrás
de las puertas de batientes del boliche. Yo caminé
las cinco cuadras que faltaban orientándome en la
oscuridad total por las luces del horizonte
promisorio. Al llegar, vi un taxi esperando en la
esquina. Abrí la puerta para subir y saludé
diciendo: “¡Qué suerte!”, sintiéndome a salvo. “Lo
siento, señor”, respondió el chofer, “está ocupado
el taxi. Espero a un pasajero”. “¿Y qué hago
ahora?”, dije con alguna desesperación. “Si lo
desea, le llamo otro auto”, respondió el chofer,
“pero se demorará un poco”. “No, no; gracias. Se
supone que la señorita Yamilé me iba a mandar un
taxi hasta aquí”. El chofer sonríe, amistoso, y
pregunta: “¿La señorita Yamilé del banco?”, y
agrega: “¿Usted es el señor Parrales, gerente de
sucursal?”. Iba a decir que no, que mi nombre era
Irizarri, pero recordé que le había dado ese nombre
a la señorita del banco, y me enterneció ver que me
había dado el cargo de gerente de sucursal para
conseguir el taxi. “Sí, sí, por supuesto”, dije y me
dejé caer, por fin, en el asiento. |
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"...Explica cómo saliste de
ahí. ¿Caminaste las treinta
cuadras? ¿No te asaltaron?”. JP se ríe y le recuerda que son
todas mentiras: “¿No te das cuenta?”. “No me
importa: igual quiero saber, por lo menos”.
En realidad, caminé las
treinta cuadras en la más absoluta obscuridad. |
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Atravesamos toda la ciudad hasta aquí. Al llegar
busqué mi billetera para pagar el taxi y no la
encontré, tampoco mis documentos ni mis tarjetas de
crédito y de banco con el maravilloso microcircuito
de transporte: El borrachito, con una técnica
impecable, al remecerme me había robado todo. El
taxista me dijo: “No se preocupe don Yeison. El
banco paga”, y me dio las buenas noches antes de
partir.
Quise mirar la hora, pero tampoco tenía reloj.
“¡Ah! No te creo nada, son todas puras mentiras”,
dijo JP levantándose de la mesa. “Ahí tienes el
mismo reloj de siempre”, alegó mostrando mi muñeca.
“En fin; podría contarte como lo recuperé”, dije,
pero todos sabemos que son mentiras. Incluso ustedes
mismos son una mentira y ni siquiera existen. Son
solo un pretexto para tejer historias.
Entonces, nos levantamos todos de la mesa y nos
fuimos, cada cual a lo suyo. |
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*
NOTA del EDITOR
Luca (nombre femenino y de uso coloquial en Argentina, Colombia y Uruguay) se refiere a un billete de mil pesos.
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Kepa Uriberri
nace en un invierno austral,
en Santiago de Chile, a
mediados del siglo pasado,
con un nombre diferente. A
comienzos del actual,
empieza a escribir, así como
se llega a una fiesta a la
que no se ha sido invitado.
Para no ser notado, oculta
su nombre real con uno
ficticio, que el destino,
quizás por broma, lo ha ido
convirtiendo en verdadero.
Hoy, cuando escribe, y
quizás para siempre, ha
llegado a ser Kepa Uriberri.
No ha cultivado honores, ni
títulos, ni reconocimientos
excepto el agrado de ser
leído por algunos pocos en
su literatura abierta y
gratuita, depositada en la
gran red universal.
Al Kepa Uriberri que escribe
se le puede leer en «Peregrinos
y sus Letras», «Adamar»,
«Pluma y Tintero» y,
desde luego, y desde hace
muchos años, en «Gibralfaro».
«NaranjaPlatano»
y «El
lugar literario de Kepa
Uriberri»
son sus sitios propios de
libre expresión.
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral.
Edición no venal. Sección 1. Página 3. Año XXII. II Época. Número 114.
Enero-Marzo 2023. ISSN 1696-9294.
Director: José Antonio Molero
Benavides. Copyright © 2023 Kepa Uriberri.
© Las immágenes que ilustran el texto han sido tomadas de sendas publicaciones periodísticas en las que no se ostenta, en modo alguno, los derechos de autoría.
En todo caso, cualquier derecho que pudiera concurrir sobre las mismas en tal caso corresponde en exclusiva a su(s) creador(es).
Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010.
© 2002-2023 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte.
Facultad de Ciencias de la
Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana.
Calle Castillón, 3, Ático G. 29730. Rincón de la Victoria (Málaga).
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