Resulta difícil observar de
cerca a este pájaro
solitario y desconfiado, más
conocido por su canto que
anuncia la primavera. Lo más
frecuente es verlo cuando se
desplaza por las arboledas,
ofreciendo su silueta de
pequeña rapaz en la que
destacan unas alas
puntiagudas, que mueve
velozmente, y una cola muy
larga. El colorido gris
pizarra del cuco se trueca
en el pecho y el vientre en
unas conspicuas rayas
transversales sobre fondo
blanco. La hembra pone los
huevos en nidos de otros
pájaros, uno por nido
parasitado, normalmente
llevándose en el pico otro
del propietario. El pollo
del cuco eclosiona
rápidamente y, a pesar de su
apariencia enclenque
—desnudo y ciego—, suele
arrojar a sus vecinos de
camada del nido. Pero esto
no siempre pasa. Frecuenta
cualquier zona con árboles y
vagabundea por áreas
abiertas, como pueden ser
los pastizales altimontanos.
Las poblaciones españolas
más densas se encuentran en
los bosques de coníferas y
frondosas. Aunque también
hay ejemplares desperdigados
que crían junto al mar en
los naranjales levantinos.
Pedro CEBALLOS y Francisco
J. PURROY,
Pájaros de nuestros campos y
bosques,
Ediciones Mundi-Prensa,
Madrid, 2005.
ME PARECE QUE soy algo
distinto. No sé bien por qué
he nacido. Soy un pájaro y,
como todos los demás, tengo
alas y hasta podré volar,
aunque todavía no lo he
intentado. Soy demasiado
joven, dice Madre. Aunque
algunas veces, cuando Madre
vuela rodeando la cumbre del
roquedo, Padre me dice:
—Hijo, colócate en el filo
del nido. Bate las alas,
rápido. Más rápido—, hasta
que dejo de sentir la
calidez de las plumas que
cubren el interior del nido
y, de pronto, lo miro y lo
veo cada vez más lejos, y me
asusto y me dejo caer.
—Bien, hijo. Así, hijo— y
Padre me aplaude.
Tengo dos hermanos. Ambos
son muy chillones y se pasan
el día enfrascados en
discusiones absurdas acerca
de cuál tiene las alas más
largas, cuál salta más alto,
incluso cuál defeca más
lejos del nido. Yo los
quiero, aunque no comparto
su entusiasmo.
Empecé a darme cuenta de que
era algo distinto cuando un
jilguero de los que viven en
las ramas bajas del árbol se
posó en nuestra rama y se
rio de nosotros.
—No veis lo gordo que es.
¿No os extraña? —dijo el
perverso.
Un Gorrión se posó a su lado
y añadió:
—No ves que son estúpidas
Urracas. Jamás se darán
cuenta —y ambos rieron.
—Las Urracas no somos
estúpidas —contestó uno de
mis hermanos poniéndose muy
derecho, como para
impresionarlos.
—¿Y cómo explicas que no te
des cuenta de que ese es
distinto?, —dijo,
señalándome y emprendió el
vuelo.
Mis hermanos me miraron
asombrados.
—Eres distinto
—susurró el mayor. Lo hizo
como repitiendo para sí el
sonido del Jilguero.
Distinto
—pensé yo—. ¿Qué querrá
decir distinto?
Cuando Madre volvió al nido,
le pregunté qué significaba
el sonido y ella me miró con
sus ojazos negros, e
intentando parecer
despreocupada, me dijo:
—Algo distinto es algo que
no es igual a los demás.
—¿Y por qué no es igual? —le
pregunté intrigado—. Eso no
tiene explicación.
Estuve toda la tarde
pensando en por qué yo debía
ser distinto. ¿Acaso
no era yo una urraca como
mis hermanos y mis padres?
¿Acaso no había sido siempre
eso, desde que salí del
huevo? ¿No me había
alimentado Madre como a mis
hermanos? Yo era igual que
ellos y, para demostrarlo,
empecé a participar en las
discusiones: empecé a
chillar como ellos, a
medirme las alas (que, por
cierto, tenía más cortas), a
saltar más alto y hasta a
defecar lejos del nido.
Ejemplar de urraca. La
urraca común es un ave muy común en Europa.
La ornitología afirma que es un ave muy
inteligente, más inteligente que la gran mayoría de los animales.
Destaca por su cuerpo blanco y negro iridiscente, acabado en una larga cola de color azul o verde metálico dependiendo de cómo incida el sol. (web:
BirdingAragon.com).
El verano estaba llegando y
nosotros éramos tan grandes
que casi no cabíamos en la
rama. Padre nos enseñaba a
volar porque debíamos
asistir a la escuela de la
Higuera durante los meses de
Julio y Agosto. Y así lo
hizo. Si bien era verdad que
mis hermanos planeaban
mejor, yo podía volar más
alto y hacía malabarismos
más complejos sobre las
ramas. Su plumaje era más
oscuro que el mío, pero yo
seguía siendo más gris y más
pequeño. En cambio, ellos
tenían sus plumas negras y
brillantes y eran más
grandes y fuertes.
Pero a ninguno nos extrañaba
en absoluto esas
diferencias, incluso
llegamos a olvidar el sonido
distinto. Fue en Julio,
cuando comenzamos a asistir
a la escuela de la Higuera,
cuando todo cambió para mí.
El primer día, el profesor
Búho estaba pasando lista.
Dijo:
El profesor abrió mucho los
ojos. Comprobó la lista de
la clase, nos miró de nuevo,
volvió a mirar la lista y,
finalmente, preguntó:
—Tengo entendido que son
tres hermanos. Y aquí solo
están presentes ustedes dos
—dijo señalando a mis
hermanos—. Y el tercero,
¿dónde está?
—Presente —contesté. Y todos
en la clase comenzaron a
reír.
—¡Silencio! —tronó el
profesor Búho—. Está bien
—dijo guiñándome el ojo,
como guardándome un
secreto—. Perdone, no lo
había visto —y siguió
pasando lista.
Desde ese día, odio la
escuela y a los otros
pájaros que van a ella,
hasta al profesor Búho por
guardarme un secreto que
desconozco. Los odio a
todos; a mis hermanos, por
reírse de mí y a mis padres,
por no darse cuenta de que
soy diferente.
—Eso no tiene explicación
—había dicho mamá. Soy una
urraca malformada o un
monstruo de urraca. Quizás
ni siquiera soy una urraca,
sino un pájaro feo, único en
su especie, una mutación
desconocida que piensa cosas
distintas de los demás
pájaros, que vuela distinto,
que ve distinto, que sueña
distinto. Un extranjero
entre los pájaros.
Ese sonido: extranjero, lo
oí en clase. Un pájaro nuevo
llegó un día a la escuela.
Fue a principios del mes de
Agosto y el pájaro era verde
como la copa de los pinos y
tenía un pico muy grande de
color rojo como el del
alumno Calamón, pero con una
forma que nunca antes había
visto.
—El pájaro Agapornis es
nuestra nueva compañera
—dijo el profesor Búho.
—¿Aga qué…? —¡Qué nombre tan
raro! —susurraban los
alumnos.
—Ejem —dijo el profesor—.
Agapornis está en otro
idioma. Es un nombre
extranjero.
—¿Extranjero?, ¿qué
significa ese sonido?
—preguntó el alumno
Collalba.
—Es un pájaro que viene de
otro lugar —explicó el
profesor Búho y siguió dando
la clase sobre los tipos de
formación que hay que
adoptar durante la
migración.
Cuando sonó el timbre del
recreo busqué a Agapornis y
le propuse jugar a cazar
lombrices. Jugamos también
al día siguiente y muchos
otros. Porque yo no le
parecía nada especial, para
ella todos éramos distintos.
Un día le pregunté cómo era
el árbol del que venía y me
contestó que nunca había
vivido en uno. Ella venía de
una jaula.
—¿Una qué? —Jaula era un
sonido nuevo para mí. Y debe
ser algo triste, porque
nunca he escuchado a ningún
pájaro cantar el sonido
jaula y nosotros cantamos
todos los sonidos. Pero
jaula es algo oscuro, es,
más bien, una ausencia de
sonido. Y es triste, muy
triste. Por eso, no puede
ser cantada. Porque los
pájaros cantamos alegrías y
nunca pesares.
Agapornis me explicó que se
trataba de un lugar del que
no se podía salir, como un
árbol o una rama de la que
no podías saltar, en la que
estabas atrapado para
siempre, que te impedía
volar lejos. Pero ella
ejercitaba todos los días
sus alas, como le enseñó su
madre a hacer en el filo del
nido, y un día la jaula se
abrió y ella voló sobre las
copas de los árboles hasta
llegar a nuestro pinar.
Agapornis era un tanto
extraña. No conocía la
mayoría de las comidas y
volaba torpe, como Mochuelo
durante el día. Me gustaba
estar con ella porque no me
hacía sentir distinto. En
realidad, ella era mucho más
distinta que yo. Pero debió
de cansarse de las burlas de
los otros pájaros y se fue.
Nunca más volvimos a saber
de Agapornis. Desapareció.
“Quizás volvió a su jaula”,
dije a mis hermanos. “¡Su
jaula!...”, susurró lleno de
tristeza el mayor de ellos.
La escuela de la Higuera
terminó y con ella el
verano. Había llegado
septiembre y debíamos
emprender nuestra primera
migración. Todo estaba
preparado, los jóvenes
seguiríamos en formación a
nuestras familias. Las
urracas con las urracas, los
jilgueros con los jilgueros,
las collalbas con las
collalbas. Cada grupo por su
camino, hacia su destino.
Siempre me han parecido muy
enigmáticos los sonidos
camino y destino. Una vez le
dije al profesor Búho: “El
destino de un pájaro es
distinto del destino de los
demás pájaros. ¿Somos, por
causa del destino, distintos
entre nosotros?”.
—Interesante cuestión
filosófica la que plantea el
alumno Urraca —sentenció el
profesor—. Dígame, señorito
Urraca, ¿conoce usted su
destino? ¿Cómo puede estar
seguro de que dos pájaros no
pueden tener el mismo
destino?
Yo no supe qué contestar y
el alumno Cuervo, que estaba
posado en la rama de
delante, se volvió, me miró
con una sonrisa y dijo:
—Siempre tiene que decir
cosas raras.
Los demás rieron y el
profesor Búho ordenó
silencio y continuó su
clase.
La migración me gusta. Veo
paisajes que nunca hubiera
podido imaginar y conozco
familias de pájaros que no
sabía que existían. África
es un continente muy
distinto de Europa. (En la
escuela de la Higuera, mis
clases preferidas eran las
de Geografía). África tiene
forma de corazón, mientras
que Europa parece un pez. En
África hay grandes desiertos
en los que no habitan los
pájaros, pero sí nuestros
ancestros los lagartos.
Siempre que veo un lagarto,
no veo a otro ser, sino a un
pájaro de tierra. Nosotros
las urracas somos pájaros de
cielo.
La migración me ayudó a
sentirme menos distinto,
menos extranjero entre las
urracas. Porque todos los
pájaros somos extranjeros o
medio extranjeros. Media
vida en el pez Europa y la
otra media en el corazón
África.
El profesor Búho estaba
posado en un árbol baobab de
la sabana africana. Hacía
mucho calor y tenía los ojos
cerrados. Yo me posé en la
rama anexa. No pareció que
me hubiera oído llegar, pero
de pronto dijo:
—Vives es un mundo que no es
el tuyo.
—¿Cómo? —le grité. Entonces
abrió los ojos para mirarme
con absoluta indiferencia.
Luego estiró las alas y
emprendió el vuelo.
Cuando hacía cosas
distintas, me decía a mí
mismo: “Parásito, eres un
parásito”. Así me
autocastigaba por la
extrañeza producida entre
las urracas. Por ejemplo, no
canto como ellas, no me
sale, tengo mi canto propio,
único. Tampoco logro gritar
como ellas, por mucho que
ensaye. Lo mío no es gritar,
sino más bien una música de
dos sonidos: Cu-co. Cu-co.
Cu-co. Cómo me relaja el
sonido Cu-co. Pero canto muy
bajito para que nadie me
oiga. Y, a veces, suena tan
fuerte en mi cabeza, que me
asusto y, cuando veo que no
ha sonado, que nadie ha
podido oírlo, siento una
gran tranquilidad. Es mi
sonido, de nadie más. No sé
si me gustaría cantarlo más
alto. No es por cantarlo,
eso da igual, probablemente
en un lugar donde no
existieran pájaros lo
cantaría en voz alta. Por
ejemplo, en el desierto.
Pero si los demás lo oyeran,
sería aún más raro. Un
pájaro más raro si cabe.
Parásito, parásito,
parásito. Soy un parásito.
Pa-rá-si-to, me repito
constantemente. Como si un
ser extraño venido de otro
planeta o de otro mundo, un
ser amorfo, informe, algo
así como una mariposa de
vuelo transparente, hubiese
entrado en el ciclo de las
vidas pajariles y hubiera
puesto un huevo. Uno como un
diamante, del que yo nací.
Un gusano parásito, viviendo
en un ciclo de vidas que no
comprende, que no es natural
a él. Entre extraños.
La migración nunca acaba.
Nosotros, las urracas, si es
que soy una urraca, nos
pasamos la vida viajando del
sur de Europa al sur de
África. Pero hay pájaros que
llegan más lejos, hasta un
lugar cuyo sonido es Polo.
Hay dos polos, que son los
dos extremos de la Tierra.
Uno en el Norte y otro en el
Sur. Antes, sentía
curiosidad y quería viajar a
los polos, pero luego conocí
a un pájaro llamado Albatros
y me explicó que hay que
cruzar mares grandes y fríos
y se me quitaron las ganas.
De todas formas, hay muy
pocos pájaros en los polos.
Creo que mi interés por la
Geografía se debe a que
tengo esperanzas de
encontrar a otro como yo,
que cante bajito el sonido
Cu-co u otro sonido propio,
que lo piense en silencio.
El profesor Búho insinuó que
dos pájaros quizás puedan
tener el mismo destino. Ser
iguales.
He decidido que voy a
partir. Las urracas están
emparejadas, construyen sus
nidos para la nueva estación
de cría. Me miran como a un
bicho raro. Si Agapornis
siguiera entre nosotros, le
hubiera propuesto hacer un
nido juntos. Pero estoy
solo. Y mi canto me
sorprende. “Cu-co”, se me
escapó el otro día y las
urracas me miraron
asustadas. Padre miró
avergonzado hacia otro lado.
“Lo siento”, susurré.
Voy a cruzar este pequeño
mar. Me voy a quedar en el
desierto: al corazón del
corazón África y allí voy a
cantar ante la inmensidad
del paisaje sin árboles,
“Cu-co, Cu-co”. Hasta
cansarme, hasta quedarme sin
voz. Voy a excavar un
agujero en la arena como
hacen los pájaros de tierra
y a construir allí dentro un
nido, desde donde nadie
pueda oír mi canto Cu-co y
pueda pensar en voz alta. Un
parásito del
desierto.
El desierto está formado por
tierras altas, tanto que
casi tocan al sol. Hace
mucho calor y el peso del
sol sobre mis alas me impide
volar. Tengo sed, porque he
cantado. El eco de mi canto
todavía sigue vivo, rebota
en las montañas y ha entrado
en las cuevas dibujando mi
sonido para siempre. ¡Cómo
me gusta cantar el sonido
para siempre! Lástima que
todo lo que sé decir no sean
más que sonidos.
Esta noche he soñado con las
urracas. Madre había puesto
dos huevos relucientes en el
nido. Pero, cuando volaba
sobre la cumbre del roquedo,
un pájaro gris, parecido a
Tórtola, ha puesto un huevo
en nuestro nido y ha volado
lejos. Madre ha vuelto y los
ha incubado. Luego, los
huevos han empezado a
moverse, a eclosionar y han
salido dos hermosas
urraquitas y un horrible
pájaro gordo y sin pelo.
Madre ha dicho: “Mis hijos”,
y el horrible pollo ha
cantado: “Cu-co”.
Alicia Ramos González
(San Roque, 1978). Licenciada en
Historia del Arte por la
Universidad de Granada.
Doctorada en Filosofía por la
Universidad de Sevilla.
Extensión Universitaria en
Creación Literaria por la
Universidad de Sevilla.
Historiadora y profesora de
Filosofía.
Ha publicado en
numerosas revistas literarias
relatos y poesías. También en
dos libros de relatos conjuntos:
A propósito de Shakespeare
(Editorial Samarcanda) y
Voces ajenas (Editorial
Padilla).
Nacida entre el mar y la
frontera, sus creaciones
literarias comenzaron afines al
realismo fantástico, pasando por
el dadaísmo, la autoficción y la
introspección filosófica.
Siempre con el mundo conocido,
el campo de Gibraltar, como
punto de partida.