VAMOS EN UN avión que sufre una serie de
averías en los motores. El aeropuerto
más cercano está muy lejos. El piloto
informa de que la única forma de que
algunos lleguemos con vida es que nos
deshagamos de algunas personas. De lo
contrario moriremos todos. Hay tres
opciones. A, morimos todos. B, tiramos
fuera del avión a la gente por sorteo;
que decida el azar. C, confeccionamos
una lista de las personas que deben de
ser salvadas. Hay una mujer embarazada,
hay una niña y un niño, varios hombres y
nosotros. Así, de entrada, lo bonito
sería salvar a la embarazada, después a
los niños, después salvarnos a nosotros
mismos y al resto de los hombres que les
den: a volar. Aunque nadie lo diría así.
Lo justo, si es que hay posibilidad de
justicia en este caso (tengo mis serias
dudas), desde luego sería que muriéramos
todos, y entre las injusticias B y C hay
pocas diferencias, que decida el azar o
que decidamos nosotros. De verdad, lo
bonito sería decir que nosotros nos
tiramos los primeros. Pero eso es
horrible, ¿significa eso que no nos
consideramos imprescindibles? ¿Que no
valoramos nuestras vidas? ¿Por qué ha de
primar la vida de otra persona sobre la
nuestra? ¿Por qué tienen más valor dos
vidas (la embarazada) que una? Pero qué
acto más noble y empático, más compasivo
sería el de dar la vida por los demás.
Sería algo así como seguir el modelo de
Cristo. Morir para salvar el mundo.
Aunque nosotros no somos Dios para tener
que salvar nada.
El dilema moral de este ejemplo tipo
test es útil para plantear cuestiones,
pero respondamos lo que respondamos, no
aclarará jamás nada al respecto de qué
pasaría en una situación real como la
planteada. En la teoría, todos somos
mejores personas de lo que lo somos en
la práctica; quiero decir, en la vida
real. Todos deseamos la paz en el mundo
y que seamos como hermanos, deseamos el
fin de las guerras, la felicidad eterna.
¿Pero quién lo realiza y cómo
realizarlo?
En mayo de 1985, Marta vivía en Puente
Mayorga. Tenía siete años. Era una niña
con mucha imaginación, y nunca podía
estarse quieta. Eso de estar sentada en
una silla era para ella como un castigo.
Marta tenía que estar de pie, saltando,
moviéndose, sentándose, levantándose,
volviéndose a sentar. Era pura fibra,
puro músculo, pura fuerza. Trepaba a los
árboles, escalaba los muros, saltaba las
vallas, daba volteretas en el aire. Pura
energía.
Estaba en su dormitorio con una caja de
gusanos de seda cuando el petrolero
explotó. El piso en que vivía estaba
cerca del mar, no en primera línea de
playa, pero sí en la segunda. La
refinería tenía un muelle en el que
repostaban los barcos, aún lo tiene, y
ahí se originó la explosión. El
petrolero estaba repostando cuando hubo
un fallo y los tanques reventaron
partiendo en dos el barco y destrozando
parte del pantalán. Treinta y tres
personas murieron, doce cuerpos de ellas
no se encontraron. Se rompieron en
pedazos, se volatilizaron.
La onda expansiva la empujó hacia atrás
y cayó sobre la cama. Los cristales de
las ventanas explotaron. Los gusanos de
seda quedaron dispersos por la cama y
Marta corrió al salón. Allí estaba su
madre. Se asomaron al balcón y vieron la
columna de humo. Por la calle, la gente
corría en pijama hacia los coches. Nadie
sabía lo que había explotado
exactamente, pero no era seguro estar al
lado de una refinería. Corrieron por la
carretera, hasta que su padre las
recogió por el camino. Había abandonado
su puesto de trabajo. Se fueron a La
Línea, a casa de su abuela.
Es muy fácil de realizar uno de esos
test como el del avión, en los que te
preguntan ¿Qué harías si pasara esto? A,
B o C. Y tú, sin que te haya pasado
nunca, respondes lo más ético, lo mejor.
Claro, harías lo correcto, sin duda. A.
Pero la vida real no es un test. Cuando
te hayas en la tesitura de tener que
optar, no hay propuestas. No está la A,
ni la B, ni la C. Tienes la
responsabilidad de crear la respuesta,
la reacción. Y no es nada fácil. Los
hechos nos sobrepasan y respondemos como
podemos. ¿Darías la vida por un niño a
punto de morir? ¿Por tu hijo a punto de
morir? Todo el mundo diría “Sí, por
supuesto”. Pero ¿quién lo haría? Habría
otras preguntas que hacerse antes de
actuar: ¿serviría de algo?, por ejemplo.
¿Quiero decir, sobreviviría el niño o mi
hijo si yo diera la vida? ¿O daría igual
y moriríamos los dos? Pero, en verdad,
daría igual las preguntas, porque no
tendríamos tiempo de hacérnoslas. Al
final, es el instinto lo que te guía,
algo no meditado que te mueve. Y te
puede mover a sobrevivir, porque eso es
algo muy potente. Estamos programados
para sobrevivir, no para dar nuestra
vida por otros. Pero claro, suena feo.
¿Quién sabe lo que haría? Nadie lo sabe,
hay que estar en la situación.
En mayo de 1985, Marta vivía en Puente
Mayorga. Tenía siete años. [...] Estaba
en su dormitorio con una caja de gusanos
de seda cuando el petrolero explotó. El
piso en que vivía estaba cerca del mar,
no en primera línea de playa, pero sí en
la segunda. La refinería tenía un muelle en el que repostaban los barcos, aún lo tiene, y ahí se originó la explosión.
(Foto: Antonio Medina | "Área", edición
digital 26 Mayo 2022)
Después de lo del petrolero, Marta, que
era una niña imaginativa, creadora,
fantasiosa, quedó obsesionada por las
explosiones. Le obsesionaba sobre todo
su capacidad de destrucción. Decían que
el padre de Álvaro, su compañero de
clase, se había volatilizado. A ella,
aquello le parecía de lo más asombroso,
una persona que había desaparecido
completamente. No había quedado nada,
había reventado en millones de pedazos
invisibles. Un padre que ya no era nada.
No un cuerpo muerto. Nada. Poco sabía
Marta por entonces del dolor de la
muerte, o del dolor de su compañero
Álvaro. Ella sólo sabía de la
volatilización, aquel misterio que hacía
desaparecer por completo los cuerpos de
las personas.
1985 también fue un año de atentados de
ETA. Marta los veía por la tele, las
bombas, los guardias civiles muertos. Le
parecía que, por todas partes, en los
telediarios, en la escuela, en su casa,
no se hablaba de otra cosa que no fueran
bombas o explosiones. En el verano se
prohibió el baño en la playa de Puente
Mayorga. Por un lado, había petróleo por
todas partes y, por otro, todavía
aparecían pedazos de cuerpos por aquí y
por allá. Cuando en septiembre volvió a
la escuela comenzó toda una psicosis al
respecto de los programas de evacuación.
Porque el petrolero explotó en domingo y
no había escuela. ¿Pero, y si hubiese
sido entre semana? Sonaban las sirenas,
salían al patio, se ponían en fila y,
así ordenados, debían salir por la
puerta del patio de la escuela, en el
caso de que no fuera un simulacro.
Contaban el tiempo que tardaban en
ordenarlos para la evacuación. Había que
mejorar los tiempos, ser más rápidos.
Cada día lo hacían mejor.
Luego llegó la evacuación de verdad. Ya
no era un simulacro. Sonaron las sirenas
y tenían que salir de allí. Sus madres
se agolparon a la puerta de la escuela
para recogerlos y sacarlos de Puente
Mayorga. Al ver las caras de pánico, a
Marta le entraron ganas de llorar, pero
no lloró. Se concentró en la fila y
caminó mirando el suelo hacia la puerta,
en donde la esperaba su madre. No había
explosiones, ni humo, eran fugas de
gases tóxicos. Algo invisible que iba
flotando por el aire y que podía
matarlos si lo respiraban.
Aquello iba de mal en peor, primero la
volatilización que deshacía los cuerpos
humanos y luego el invisible aire
envenenado. Marta tenía siete años,
estaba obsesionada. Veía en los
telediarios los atentados de ETA con
suma atención. Soñaba con bombas. Como
en la película de Terminator. Ese
sueño de la madre en el parque lleno de
niños y que ve cómo una bomba nuclear o
algo así se expande y ella se agarra a
la verja del parque y todo arde, se
descompone, se volatiliza. Algo así.
Al año siguiente, sus padres decidieron
que aquel lugar era insoportable y se
fueron a vivir a La Línea de la
Concepción. La explosión y los planes de
evacuación quedaron atrás, pero Marta
seguía obsesionada con las bombas. Su
casa estaba justo enfrente de la nueva
escuela, a unos tres metros. La calle
era estrecha y peatonal. Era de niñas,
una escuela católica femenina. Allí no
se saltaban vallas, ni se subía a los
árboles, la fuerza bruta de Marta no
estaba bien vista. Había que sentarse
educadamente, había que rezar y moverse
poco. Como mucho, jugar al elástico. Que
sí, se salta, pero no se corre, se salta
una y otra vez en el mismo sitio. No hay
desplazamiento. A Marta no le gustaba la
nueva escuela.
Un viernes por la mañana, la señorita
estaba explicando algo del Génesis
cuando la directora entró en la clase.
Dijo que habían llamado por teléfono
dando una amenaza de bomba. ¡La ETA!,
pensó Marta. Dijo que tenían que irse a
sus casas. Allí no había plan de
evacuación, ni sirenas. Marta sabía que
su madre no estaba en casa, porque
estaba en el hospital con su abuela, y
su padre estaba en el trabajo. Llevaba
apenas tres meses en aquella escuela.
¿Qué debía hacer? Lo primero fue buscar
a sus hermanos. Las cosas surgen
instantáneamente y no hay tiempo de
pensar mucho en las soluciones. ¿Vas a
dejar atrás a tus hermanos menores? Eran
una carga, desde luego; tenían cuatro y
cinco años. Fue al parvulario a por sus
hermanos. Pero no los encontraba por
ninguna parte. Aquello era un caos de
gente corriendo y niños llorando. ¿Dónde
estaban sus hermanos?
Al año siguiente, sus padres decidieron que aquel lugar era insoportable y se fueron a vivir a La Línea de la Concepción. La explosión y los planes de evacuación quedaron atrás, pero Marta seguía obsesionada con las bombas. Su casa estaba justo enfrente de la nueva escuela, a unos tres metros.
(Foto: EFE | A. Carrasco Rangel
Una maestra le dijo que estaban en casa
de una vecina. Que se fuera ella también
para allá. Sólo tenía que cruzar la
calle.
—Mis padres no están en casa —le dijo
Marta. La profesora ya lo sabía. Sólo
tenía que cruzar la calle, le dijo. Pero
a Marta, la casa de la vecina, a tres
metros de la escuela, no le parecía un
sitio seguro. Era una locura. Habría que
evacuar la calle, por lo menos. ¿Cómo se
iba a quedar en la casa de la vecina? ¿Y
sus hermanos, sus pobres hermanos,
criaturas inocentes, los iba a dejar
allí, con la vecina, en la casa que
explotaría junto con la escuela, iba a
permitir que se volatilizasen? ¿Podría
ella misma soportar la volatilización?
Cruzó la calle y oyó a sus hermanos en
el interior de la casa de la vecina.
Estaban jugando en el garaje. Los
escuchó a través de la puerta metálica.
Iba a pegar en la puerta de la vecina.
Pero, de pronto, cambió de idea. “Yo no
quiero morir”, se dijo. “No quiero
volatilizarme, que mi cuerpo desaparezca
en mil pedacitos invisibles”. Si pegaba
a la puerta, la vecina la iba a obligar
a quedarse allí. No tenían pinta de ir a
ninguna parte. Todos los vecinos de la
calle permanecían en sus casas. Nadie
iba a evacuar la calle. Eran todos unos
ignorantes. No habían visto nunca una
bomba. A ellos no los había empujado
nunca una onda expansiva. Marta no
quería quedarse en casa de la vecina y
morir con sus hermanos. No había forma
de que una niña de nueve años recién
cumplidos pudiese reclamar con autoridad
a sus hermanos menores de cuatro y cinco
a una vecina. “Me llevo a mis hermanos
ahora mismo”. Pero la vecina no se los
daría. La obligaría a quedarse en su
casa y esperar allí a su madre.
Marta jamás pegó a aquella puerta. Se
fue de la calle. Como no conocía bien el
pueblo, caminó hacia el mar. Había una
calle muy larga, la calle Pedreras, que
conectaba con la playa de poniente. Como
sólo era seguir una misma calle, no
podía perderse. Llegó al paseo marítimo
y se sentó en un malecón a esperar que
la escuela explotara y sus hermanos
muriesen. A que muriesen todos los
vecinos. Por aquel entonces, no había
teléfonos móviles. Nadie podía avisar a
sus padres de lo que estaba pasando.
Estaba sola. Se había quedado sola en el
mundo, a la orilla del mar. Sus padres
jamás se lo perdonarían. Había dejado
morir a sus hermanos. Las criaturas
inocentes. Nadie la querría jamás. Era
una persona horrible que había elegido
sobrevivir. ¿Darías tu vida? Así de
fácil. ¿A, B o C? No hay propuestas, hay
actos, sólo actos. Es como si las
palabras no sirvieran de nada, su
significado se desarrolla lentamente y
los actos toman la iniciativa. Ir con
palabras a un momento así es como acudir
a un tiroteo con un cuchillo. A Marta le
hubiera gustado hacer lo correcto, lo
que se esperaba de ella. Ir a casa de la
vecina a por sus hermanos, haber
intentado una huida, una fuga de última
hora, antes de la detonación, o haberse
quedado a morir con ellos. Pero no fue
así.
Estuvo allí sentada, en el malecón del
paseo marítimo, toda la tarde. Ni
siquiera tuvo hambre. Los coches pasaban
por la avenida. Paraban cuando el
semáforo se ponía en rojo. Avanzaban
cuando estaba en verde. No se oyeron
sirenas, ni el sonido de la explosión,
ni se veía humo alguno. Cuando el
petrolero explotó en Puente Mayorga, la
columna de humo era tan alta que no se
le veía el final, era como si entrase en
el cielo atravesándolo más allá de las
nubes y la atmósfera. Una columna que
rompía los cielos y se expandía desde la
superficie terrestre hasta el espacio.
Su madre le dijo que habían dicho por la
radio que la columna de humo se veía
desde África, desde el otro lado del
Estrecho. La llamó así: columna de humo.
Era una palabra contundente. Columna.
El sol empezó a bajar en el horizonte y
Marta comenzó a tener frío, por la
humedad del mar sobre todo. Era
diciembre. No parecía que hubiera pasado
nada. Quizás la bomba no había
estallado. Pero estaba lejos de casa.
Quizás no había oído desde allí la
explosión. Pensó que si sus dos hermanos
estaban muertos, sus padres la odiarían.
No podía volver a casa. ¿Pero y si
estaban vivos y había sido una falsa
alarma? Creyó que lo mejor era acercase
un poco, y comenzó a caminar por la
calle Pedreras de vuelta a casa. Cuando
se cruzaba con gente por la acera andaba
más despacio para ver de qué hablaban.
Porque si había explotado la bomba,
deberían de hablar de ello. Después de
lo del petrolero en Puente Mayorga, no
se habló de otra cosa por las calles.
Pero hablaban de cosas triviales.
Llegó a la esquina de su calle y se
asomó a mirar. En medio había un coche
de bomberos. Estaba allí aparcado. Con
las luces apagadas. Unos bomberos se
hallaban hablando a la puerta de la
escuela. Marta esperaba encontrar allí
un boquete, la escuela y las casas
volatilizadas. Pero no, todo estaba en
su sitio. Algo había pasado, desde
luego, porque allí estaban los bomberos,
pero era algo en la escuela. Las casas
de enfrente estaban intactas y había
vecinos a la puerta. Sintió un gran
alivio por sus hermanos. Sus padres no
tendrían que odiarla por haberlos dejado
morir.
Marta [...] se fue de la calle. Como no
conocía bien el pueblo, caminó hacia el
mar. Había una calle muy larga, la calle
Pedreras, que conectaba con la playa de
poniente. Como sólo era seguir una misma
calle, no podía perderse. Llegó al paseo
marítimo y se sentó en un malecón a
esperar que la escuela explotara y sus
hermanos muriesen.
(Foto: Alicia Ramos González)
Caminó hacia su casa y vio a su madre.
Estaba llorando y un bombero la
consolaba. Levantó la vista y la vio. Su
mirada era toda furia, parecía que le
salieran llamas de los ojos. Se levantó
y le pegó un tortazo. Con la mano
abierta, como un latigazo. La cara le
quemaba. Sus hermanos salieron al
zaguán. Marta entró corriendo en la
casa. Subió las escaleras entre lágrimas
y se encerró en su habitación.
Lo que había pasado era que nadie sabía
en dónde estaba Marta. Su madre volvió
del hospital y recogió a sus hermanos de
la casa de la vecina, pero Marta no
estaba. Pensaron que quizás se había
accidentado dentro de la escuela.
Llamaron a los bomberos, que estaban
peinando todo el interior de la escuela
buscándola. La limpiadora de la escuela
le dijo que pensaron que se había caído
por las escaleras y que estaba por
alguna parte del interior herida y
asustada.
Ese día, Marta no bajó a cenar. No salió
de la habitación. Al día siguiente, al
mediodía, salió porque tenía hambre. Su
madre le preguntó:
—¿Dónde estuviste? —pero ella no
respondió nada. Nunca respondió nada. No
quería que supieran que había dejado
morir a sus hermanos. Era mejor que no
supieran lo que había hecho. Así no
tendrían que odiarla.
Al final, aquello fue como el test del
avión. Si la escuela en la que estudias
está a punto de explotar y volatizarse,
y tus hermanos están encerrados allí
dentro, ¿qué harías? Hay tres opciones.
A. Vas y te encierras con ellos; o sea,
morimos todos. B. Intentas salvarlos en
el poco tiempo que tienes entre que
explota o no la bomba: arriesgas tu
vida. C. Salvas tu vida y te vas.
Todo el mundo elegiría B, idealmente,
por supuesto. Pero Marta eligió en la
realidad C. Al final, todo quedó en un
dilema moral, porque era la falsa
amenaza de bomba de unas niñas de octavo
que no querían hacer un examen. Pero
nunca nadie supo lo que Marta eligió.
Nunca respondió a la pregunta dónde
había estado ni a ninguna otra. Nunca
dijo ni una sola palabra.
El silencio puede ser cualquier cosa.
Alicia Ramos González
(San Roque, 1978). Licenciada en
Historia del Arte por la
Universidad de Granada.
Doctorada en Filosofía por la
Universidad de Sevilla.
Extensión Universitaria en
Creación Literaria por la
Universidad de Sevilla.
Historiadora y profesora de
Filosofía.
Ha publicado en
numerosas revistas literarias
relatos y poesías. También en
dos libros de relatos conjuntos:
A propósito de Shakespeare
(Editorial Samarcanda) y
Voces ajenas (Editorial
Padilla).
Nacida entre el mar y la
frontera, sus creaciones
literarias comenzaron afines al
realismo fantástico, pasando por
el dadaísmo, la autoficción y la
introspección filosófica.
Siempre con el mundo conocido,
el campo de Gibraltar, como
punto de partida.