EN UN RECODO de la vereda que se adentra por el olivar, un
viejo cortijo en ruinas espera solitario el arribo de algún
caminante. Conserva casi la totalidad de sus muros, pero las
acometidas de la lluvia y el viento han derribado parte de
la techumbre. Ante él me detengo, sus puertas abiertas me
inducen a entrar y soy recibido en una gran estancia, donde
una chimenea de campana y una escalera con peldaños
desportillados rompen la monotonía del recinto. En sus
paredes blancas, todavía azulea desteñida la cenefa que
antaño las engalanó. Desde hace años, el silencio y el
abandono ocupan el vacío que dejaron sus moradores. La vida
ha huido de allí, pero intento hacerla regresar con ayuda de
mi fantasía: hasta mí llegan imaginarias conversaciones de
mujeres, voces de hombres, gritos de niños y risas de
jóvenes; por un momento, la vida parece haber vuelto, pero
sólo me rodean viejas paredes cargadas de silencio.
Mientras me alejo, pienso en la gente que un día lo habitó:
quiénes fueron, cómo vivieron, cuáles fueron sus ilusiones,
sus amores, sus desengaños, sus alegrías, sus pesares…
Vuelvo la cabeza y distingo entre los olivos el blancor de
sus muros, únicos testigos de las historias allí vividas y
cuyos secretos guardarán siempre celosamente entre sus
piedras. |