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CUANDO ERA, ME penetraba la noche, espacio que parecía muy
tarde. Antes de las tres del rosetón, detrás del párpado
meciéndose por el aire del vidrio y el metal, aparecía una
caja de muerto, semejante a las que nunca había visto, para
abrirse o cerrarse al compás de los latidos en sempiterno
eco. El ataúd era madera fina, piel de niño, probablemente
de cedro. Tenía dibujadas en las esquinas a querubines y al
Dios barbado más arriba, que vigilaba con mirada inquisidora
mis ojos cerrados, como lunas apagadas de planeta conocido.
Sus continentes en gran Pangea se parecían a mi vista
unidimensional, que pegaba todo. Mis ojos dejaban de
funcionar, como los del Creador, embonados en tiempo de
dinosaurios, ajenos a la época de América, al nuevo mundo y
a los cinco océanos inexistentes para reptiles de antaño. El
vacío, la oscuridad del almohadón, las manos heladas sobre
el pecho, me volvían imperceptible al cambio. Debajo de la
cama, cada estación pasaba inadvertida. Era obstinada calma
de cuerpo boreal, inundado por glicerol, formalina y alcohol
en vez de sangre. Resistía pudriciones, la invasión
constante de insectos antropófagos, acostumbrados a
devolverle a la naturaleza lo que una vez tuvo nacimiento.
Mi madre aparentaba columna de barro antiguo, con pies de
sabino, el día que le conté. Inmensa, como árbol perenne,
vestía una bata de baño o corteza, con mandil rojo,
semejante a las hormigas que bajan hojas de la copa, atado
por detrás. Sus grebas caían como frutos autumnales, cada
vez que musitaba la olla exprés al ser tallada por una
esponja impregnada por jabones, rechinidos sabor limón y
lejía. Hablé cerca del refrigerador que acababa de
encenderse, para seguir enfriando leche recién hervida y
jamón mal cortado de vísceras de cerdo. Ella giró un poco la
cabeza hasta dejar ver su oreja grande, morena, habitada por
un pájaro de cerilla que miraba, intuitivamente, lo que iba
a decirle. Oyó, sin interrumpir, esperando la perorata para
seguir callada. Tan detalladas fueron mis locuciones que los
trastes sucios, difíciles de limpiar, terminaron en los
cajones bien acomodados, como si jamás hubieran permitido a
la carne de pollo de naranja, a la cebolla y al aceite tocar
su superficie antiadherente.
En el comedor de ciprés, sentado en la silla que le
correspondía, estaba mi padre, envuelto en su pluma de búho,
también callado, mirando de reojo el noticiero, la
televisión que zumbaba quedo, como epitafio. Había entrado
sigilosamente, desde la calle, con talante de pecera. Ignoré
el rugido inconfundible del motor de su camioneta.
Minimizaría la llave entrando por el cerrojo y el empujón
sobre la puerta para que se cerrara. «Mañana nos vamos al
campo deportivo para enseñarte a jugar fútbol», dijo antes
de levantarse y tomar del tendedero una toalla. Al abrirse
la llave del agua caliente, me hice creer que mi sueño era
como ese vapor saliendo del baño, al principio insoportable,
sin dejar ver más que neblina capaz de perder los objetos y,
al final, irrelevante, cuya única huella eran los poros
abiertos por tantos grados centígrados de alucinaciones. |
Transeúnte en calles de crematorios, olorosas a alcohol
barato, pernoctó en cualquier bar rellenado con mesas de
metal y vasos de vidrio que soportaban hielo, tequila
barato. Se perdía entre el último segundo o el primer minuto
de la hora siniestra. Eran las tres de la mañana y todavía
no llegaba el féretro a postrarse tras el rosetón, para
acomodar mi cuerpo en él, a la espera del horror del
recuerdo acontecido entre el sueño o el quedarse dormido.
Ahora el ataúd surcaba los crematorios hasta acomodar al
nuevo morador en su regazo. La madrugada era su cuna. El
respiro del horror se convertía en insomnio, el primero de
la vida, antes de las horas, del tiempo. La luz del cuarto
de mi madre permaneció inmutable como el reloj de pared en
desuso, congelado a las cinco de la tarde de hace algunos
años. Resbalándose por debajo de la puerta, gotas rojas de
lágrima emponzoñaban mosaicos, apenas perceptibles, del piso
resbaladizo tapizado con terciopelo.
El envenenamiento de mis pies supo a nada, lo supe de
inmediato. Una cognición ajena a mí, hundida en los dedos,
infantil como la ponzoña, cuyo pico, colmillo o escupitajo
era invisible, trajo la mortalidad a mi pensamiento. Supe, a
los cuatro años, que, en algún lugar del futuro, el asombro
se repetiría. Otra mujer de la edad de mi madre lloriqueaba
la conjetura. Tumbada en cama, con las manos cubriéndole el
rostro, al embozar una pijama de franela, de color rosa, con
dibujos de flores rosas desde el cuello hasta el último
botón, vaticinaría mi llegada en espíritu, cuando yo, su
caduco amante, esperaba a que un grupo de hombres lo
enterraran, decapitado, en el desierto.
Mi padre entró a las seis de la mañana. Su camisa mal
fajada, los botones rotos del pantalón, contrastaban con su
cara afeitada, con el bigote recién delineado a la vieja
usanza. Tiró las llaves en la mesa de centro. Junto a ellas
acomodó una billetera, tenía el escudo de su equipo de
fútbol preferido en la superficie de cuero. Antes de
tumbarse en el sillón, dispuesto a encender el televisor en
el canal deportivo y dormitar —o no— una o dos horas, llamó
a mi madre, quien bajó las escaleras pausadamente,
acomodando en cada escalón el pie entero, como si
presintiera una caída inminente. Sus manos delgadas y los
dedos largos, heredados de su abuela, se postraron en el
barandal de la tal forma que pensé iba a arrancar la madera.
Ella se colocó junto al sillón. Tenía la cabeza llena de
tubos, para hacerse los chinos. Cruzó las manos antes de
escuchar lo que “el negro”, como le llamaba a su esposo, iba
a revelarle. Mi padre, sin despegar la vista del televisor,
le dijo: «Estuve, investigue e investigue toda la tarde y
parte de la noche. No encontré nada. El bibliotecario estaba
anonadado por lo que le pregunté. Me dijo que fuera a la
cantina y buscara a Timoteo el pagano. Ese es tu pariente,
¿no? ¿Le pusieron así porque se volvió alcohólico o porque
quedó loco tras la guerra? En la desesperación, lo topé en
una mesa, después en otra, sorbiendo las sobras de whisky y
de tequila, según el gusto del cliente. Lo invité a sentarse
conmigo, le pregunté si había escuchado lo que era “una caja
de muerto” o “un ataúd”. Se le crisparon los cabellos: «Si
quieres que te responda, no voy a ocupar una copa, sino esa
botella de mezcal que tiene acomodada el pendejo del barista,
como si fuera suya, junto al barril de cerveza». Nos
acurrucamos cerca de la rocola, pegados a la ventana, para
que entrara bien el aire y ayudara con el cuerpo recién
calentado por el mezcal. Se escuchaba una canción muy
antigua, de los años cincuenta, la cantante refería a un
torero y a su hermano, víctimas de la fiesta charra. |
«Anduve en los Estados Confederados, cuando se disolvieron,
dejó de haber trabajo, a ellos los exterminaron como ratas
de alcantarilla. Para los japoneses éramos más valiosos que
los sureños. Pronto quedaron despoblados los plantíos. Iban
a repoblarlos con chinos, que trabajarían hasta desfallecer
y volverse, de inmediato, en abono del maíz, del algodón y
del trigo. Fue ahí en donde escuché algo parecido a lo que
preguntas. Para los americanos era muy importante resistir
la conquista, no encontraron otra respuesta que en la
ficción, en una novela, por demás funesta. El libro se
llamaba La ocupación del Eje en América. Aunque nunca
fue escrita, decían haberla leído, el rumor creció. En un
acto de fe desproporcionado, creyeron que en esas páginas
estaba la manera de evitar el exterminio, de revelarse
contra sus verdugos. Mientras descansábamos a la sombra de
un árbol, junto a un pozo o encima de alguna máquina de
manufactura alemana, dispuesta a procesar el arroz o el
trigo, escuché que en tal libro se hablaba de cajas de
muerto o de ataúdes. Eran piezas cuadrangulares, casi
siempre de madera, fabricadas por carpinteros y vendidas en
casas funerarias, que le servían de última morada a los
recién fallecidos. Que yo sepa, jamás se han usado en
nuestro mundo o en el mundo del pasado. La tradición, como
has de saber, evolucionó desde entregar a los muertos a la
tierra sin ninguna envoltura hasta cremarlos modernamente en
cámaras diseñadas para tal efecto. Estoy seguro de que tú
nunca has escuchado de cajas de muerto o de ataúdes, menos
sabes de ese libro sin escribirse, producto de la
desesperación norteamericana. Por su puesto que tu hijo
tampoco conoce algo al respecto. ¿De dónde sacaste a ese
niño?».
Oí, escondido en la balaustrada, el discurrir de mi padre.
Lo atribuí al alcohol, a la necesidad de encontrarle sentido
a lo onírico, dimensión falsa o traicionera. Para evitar la
continuación de mi estulticia, bajé cuidadosamente, hasta
interrumpirlos. Mi padre se había cambiado los zapatos por
unos tenis. En vez de pantalón llevaba shorts. Pidió que
buscara el balón. Así fue como conocí la estrategia
defensiva, ofensiva, el once contra once, la importancia de
las cuatro porterías y el valor de no ver al balón cuando
surcaba el cielo como caja de muerto, para no quedar ciego
por la ponzoña de los dos soles. |
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Raúl Mendoza Mandujano
(Celaya, Guanajuato, México,
1986) es Licenciado en
Filosofía (2011) y Maestro
en Filosofía (2013) por la
Universidad de Guanajuato,
México. Se encuentra en
proceso de titulación como
Doctor en Teoría Literaria
por la Universidad Autónoma
Metropolitana (2023).
Es autor de tres libros:
Lisandro Alba o la vida del
no-muerto, Las
invenciones frenéticas y
Lunas de otro tiempo,
con relatos ambientados en
contextos distópicos que van
del terror y la tensión
psicológica a la ciencia
ficción más aberrante. Los
tres están disponibles al
público en Amazon.com.mx.
Se inició en el mundo de la
ficción narrativa publicando
relatos en la revista “Nomeleas”,
hoy extinta, que ha
continuado con nuevos
cuentos y microrrelatos en
las revistas digitales “Los
Demonios y los Días”,
“Argos” y “Primera Página”.
También ha participado con
artículos académicos en la
revista “Entrehojas” de la
Western University (Canadá).
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral.
Edición no venal. Sección 1. Página
5. Año XXII. II Época. Número 116.
Junio-Septiembre 2023. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2023
Raúl Mendoza Mandujano.
© La imagen se utiliza
exclusivamente para ilustrar el
relato y ha sido tomada de la web "xataka.com/stories
de Xataka", en la que no se indica
prohibición de su reutilización; en
todo caso, cualquier derecho que pudiese concurrir sobre ella
corresponde a los titulares de la
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