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EXPEDIENTE CLÍNICO
Nombre: Martina
Apellidos: Valencia Corral
Lugar de Nacimiento: Pozogordo
Fecha de Nacimiento: 23 de Enero de 1930
Hijo (-a) de: Isidro
Hijo (-a) de: Leandra
Edad: 73 años
Estado civil: Soltera
Hijos: No
Antecedentes: No
Doctor (-a): Ana Luisa García Perea
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LA PRIMERA VEZ que Martina vino a la consulta le calculé
setenta años de edad y doscientos de sufrimientos. No me
equivoqué en mucho. La acompañaban algunos familiares
con la solicitud de que emitiera el certificado de que
estaba loca y había que ingresarla en el Manicomio
Provincial. Quien más interés tenía era su hermana
Justa, que ponía un empeño en el que había mucho más que
la necesidad de acallar su conciencia y preservar los
apellidos que podrían estropearse con la deshonra de lo
que sucedía, y es que, como más adelante descubrí, había
una persecución especial contra ella desde poco después
de que dejaran de ser niñas y ella supiera que su
hermana estaba maldita con una enfermedad que Dios no
perdona, como ella decía convencida.
En la primera entrevista insistió expresamente en
acusarla de que su mal, como ella lo denominaba, no era
de nacimiento, sino que ella se había preocupado de
engordarlo en vez de curarlo, y, mientras hablaba
soltando su bilis a través de esa voz hombruna,
aparentemente serena, Martina, imperturbable,
impenetrable, callada, con la vista perdida en uno de
los diplomas de mi despacho, ni asentía ni se defendía.
Escuché a Justa, valorando la verdad que pudiera haber
en aquella verborrea imparable, pero atendía a Martina.
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No pesaría más allá de los cuarenta o cuarenta y dos
kilos, ni mediría más de metro y medio. Vestía
íntegramente de ese luto que sólo usan algunas mujeres
en algunos pueblos. No pude averiguar el color de sus
ojos, luego supe que eran muy negros, pero sí percibí el
cansancio infinito, la rendición de toda una vida,
aunque, entre tanta pesadumbre, se notaba un leve brillo
alimentado por las ganas de hacer justicia y contarle al
mundo entero que su vida y sus circunstancias la habían
condenado a ocultar un secreto que ahora quería hacer
público.
Justa repetía una y otra vez el mismo argumento, ya que
interpretaba mi silencio como su victoria, como si me
hubiera quedado sin palabras para rebatirla.
Cuando ya me cansé de escuchar la misma cháchara, y ya
que veía que no aportaba nuevas informaciones que me
ayudaran a descubrir algo distinto, le pedí que
respondiera a unas preguntas elementales que le hice, y,
poco después, le ordené que me dejara a solas con
Martina. Salió de mala gana porque quería enterarse de
lo que habláramos, pero no cedí en su petición
insistente de quedarse.
Martina, cuando ya vio que estábamos solas, me dijo que
borrara todo lo que hubiera escrito de lo que había
dicho su hermana, porque todo era mentira. Dijo que me
contaría toda la verdad. Le pedí permiso para grabar lo
que contara y me lo concedió.
—Me llamo Martina Valencia Corral, para servir a Dios y
a usted, como se decía cuando yo era chica, y quiero
decirle a usted una cosa muy gorda que me ha pasado de
toda la vida, y como ya se lo he contado al cura, que es
a quien yo creo que hay que contarle esta cosa que me ha
pasado y me pasa, pero él no me ha hecho caso, que sólo
ha hecho reñirme y llenarme de rosarios de penitencia,
no me queda otra que decírselo a usted, por si me puede
ayudar, porque yo no me quiero morir sin decirlo de una
vez, que yo ya he visto muchas cosas en la vida y
primero estaba predispuesta a no contarlo nunca, pero
luego he pensado que para qué, que por qué no contarlo
si es así y soy así, y ya que le he dado un mareo de
vueltas en la cabeza, y me ha amargado la existencia, y
me ha hecho pasar por muchos quebraderos, y no he podido
hacer lo que yo hubiera querido en esta vida, como veo
que se me acaban las ganas de seguir estando, he tomado
la decisión inquebrantable de morirme el día
veinticuatro de enero, justo después de que cumpla los
años, y no habrá quien me haga cambiar de idea: me
dejaré morir pensando que soy una santa y que Dios me ha
tomado esta prueba tan dura que he pasado para demostrar
mi santidad, que yo, llorar, he llorado para llenar un
pozo, pero nunca le he recriminado nada, bueno, igual
cuando era joven, que una es más rebelde y entiende
menos las cosas, pero luego, cuando me hice mayor, ya vi
que todas las santas tenían que sufrir tentaciones y
martirios y yo bien que las he tenido, a porradas y a
raudales, pero he aguantado hasta ahora quieta, sin
decir esta boca es mía, comiéndome los deseos cuando me
venían, rezando día y noche, y noche y día, rechazando
los embaucamientos del demonio, aunque me costara la
calma y la salud, pero resistiendo la tentación, ¿me
sigue usted, señorita?
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—Tengo muchas dudas, pero continúe a su ritmo, por
favor.
—Después vinieron las recriminaciones de mi hermana
Justa, a la que le participé algunas confidencias, que
para eso están las hermanas, vamos, digo yo, y, además,
yo se lo conté porque quería saber si a ella le pasaba
lo mismo que a mí o si yo era un bicho raro, y cuando se
lo conté, ella se puso como loca y me dijo que yo estaba
endiablada, y que no le contara nunca a nadie esa
mentecatada que tenía en la cabeza y que me dejara
cortejar por un mozo y tuviera muchos hijos, y se me
borraría eso de la sesera, ¿qué le parece a usted?
—Todavía no me ha dicho qué es lo que usted llama
problema.
—Es que de siempre me han gustado las mujeres.
Desde que oí su confesión hasta que le pude decir algo,
pasó el segundo más largo de mi vida. Sabía que si me
quedaba desconcertada, le haría más duro el trance, así
que tenía que mostrar naturalidad, pero entonces llevaba
poco tiempo como psiquiatra y me costó recomponer la
figura y volver a invitarla a que siguiera hablando.
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—Recuerdo que cuando me hice mujer, con gran alboroto
para mi madre, porque por aquel entonces yo no tenía más
que once años y me tuvo que explicar lo de eso que ya
sabe usted, también me empezó a asomar alguna idea de lo
de los hombres y las cosas que les hacen a las mujeres,
para prevenirme, que mi madre se hubiera muerto antes de
tiempo si le llego a casa con una barriga así de gorda.
Recuerdo que, cuando me contó eso que te meten, me
pareció que eso sí que era un martirio bien gordo, y no
sé si del miedo que cogí por cómo me lo contó ella, me
nació lo que me nació contra los hombres, o si era algo
que yo llevaba en los genes, pero entonces me empecé a
fijar mucho en las chicas, las miraba con cariño, con
los ojos muy abiertos y un baile de mariposas en las
tripas. No sé si usted entiende lo que le quiero decir,
pero es que veía una chica, y como si viera una Virgen,
pero con otras intenciones por mi parte, que tampoco
sabía yo muy claramente cuáles eran mis intenciones,
pero sé que quería estar con ellas, verlas desnudas,
tocarlas con caricias, así que, en cuanto surgía la
oportunidad de irnos a bañarnos desnudas a la acequia,
yo, la primera; y si decíamos de ir a dormir a casa de
la prima, yo, la primera; y si hacíamos el concurso de
ver quién tenía ya más pelitos, yo, la primera. Recuerdo
que yo me lo pasaba más mal que bien porque no terminaba
de entender los arrebatos que tenía por dentro y, sobre
todo, tenía que tener cuidado para que no se me
descubriera, porque Justa me había dicho que eso era de
lo malo lo peor y que mejor que nadie lo supiera porque
empezarían a hablar de mí y no pararían, y si llegaba a
oídos del cura, que para mí era una mezcla de Dios y el
diablo, de lo que le quería y le temía, que me iba a
excomulgar, me decía Justa, y de sobra sabía que esa era
la peor amenaza para mí, así que rezaba para dentro
mientras disfrutaba viéndolas desnudas, con mi corazón
dividido entre el gusto y el pecado, pero,
aparentemente, como si no pasara nada. Ya, cuando fui
más mayor, ¿quiere que le cuente qué me pasó cuando fui
mayor?, pues se lo cuento, porque esto que le he
relatado fue de los doce a los dieciocho años, cuando mi
madre me mandó a la capital a servir a casa de unos
señores que eran del mismo pueblo que nosotros pero que
habían emigrado, y él había ganado mucho dinero porque
era un lince para eso de las trampas y los trapicheos, y
eso que no me acuerdo de cómo se llama dar dinero a
escondidas para que le dieran provechos y negocios de
chanchullos, pero en aquellos tiempos que usted no ha
conocido, hija mía, había que buscarse las habichuelas
como fuera y hasta eso estaba medio bien visto, y a mí,
con ellos, no me faltó de nada, que fui una más de la
familia y una hermana para su hija Pilarín, que a veces
hasta me llevaban al teatro, no crea usted, que yo he
visto muchas cosas y he estado en muchos sitios, pero
eso no viene al caso, que la cosa es que yo tenía mi
habitación, pequeña y modosita, pero muchas de las
noches, cuando ellos estaban ya dormidos, yo me iba a la
cama de Pilarín, o ella se venía a la mía, y hablábamos
durante media noche, aunque pareciera que ya nos lo
habíamos dicho todo durante el día, pero hablábamos
hasta caer reventadas de sueño, y en esas noches pasaba
de todo, que no sé si contárselo o si usted ya se hace
una idea, pero empezábamos jugando a que cuánto frío
tengo caliénteme usted, y entonces nos abrazábamos y yo
me azoraba entera de la excitación que tenía y no podía
compartir, y otras noches más aventureras jugábamos a
que yo era su marido, porque ella era normal y no como
yo, y ella se desnudaba y quería que yo la besara, pero,
como ya le digo, para ella no era más que un juego de
esa edad; tenía catorce años, pero era muy provocadora
y, aunque me dé apuro decirlo, ella fue la que me enseñó
a hacérselo una sola, ya sabe usted lo que digo... ¿que
cuánto duró?, pues hasta que nos pillaron una noche, que
era lo que tenía que pasar antes o después, porque no
sabe usted el ruido de las risas, y una noche que el
señor no podía dormir por la escandalera y vino a
regañarnos, nos encontró desnudas y ahí fue cuando me
echó y mandó una carta a mi madre explicándole todo, o
sea que se puede imaginar lo que pasó cuando volví al
pueblo y mi madre me pidió esclarecer si era verdad lo
que decía la carta; yo creo que mi madre, con lo que me
quería la pobre, hasta hubiera sido capaz de
comprenderlo, pero Justa le metió veneno y volvió otra
vez con lo de que estoy endiablada y que lo mío es
porque quiero, que si yo no quisiera, sería normal como
las demás y tendría dos o tres chiquillos y menos bollos
en la cabeza, fíjese usted lo que es eso, que bastante
es lo que una se cuece por dentro como para que encima
venga alguien con más inquisición a malmeter, así que mi
madre me recluyó en la casa y no me dejaba salir ni
diarios ni festivos, ni a por el pan ni al médico, dijo
que así se me pasaría, y sólo se me pasaron los años,
que así estuve durante ocho, hasta que cumplí los
veintinueve años de dolor de vida; en aquel entonces,
llegó al pueblo una joven que venía desterrada de la
capital porque, según comentaban las malas lenguas,
tenía el mismo gusto que yo por las mujeres, y su padre,
boticario, la había mandado a casa de unos tíos para ver
si el campo y la vida sana le apagaban los fuegos, y con
la orden expresa de que la vigilaran continuamente, así
que cada vez que salía a la calle para lo que fuera,
llevaba a su tía de sombra y no la dejaban siquiera que
se parara a hablar con otras chicas, que ya es mala
voluntad; ¿sabes usted lo que hice?, pues por si acaso
que yo no sabía si eran sólo habladurías, le hice llegar
una carta a través de Justa con la artimaña de decirle
que me la había entregado en secreto para la muchacha
Juan, el que nos traía el pan, que estaba medio
enamoradizo de ella, pero no se atrevía a hablárselo a
la cara, y que nunca le mentara a Juan este asunto, por
favor, que le daba mucho apuro, se lo dije así para que
no me descubriera el pastel, fíjese lo que tiene que
ingeniar una; en la carta le decía que me perdonara el
atrevimiento y la presunción, por si estaba equivocada,
pero que si a ella le gustaban las mujeres, a mí
también, y, además, le puse al día de por qué no podía
salir, que me tenían retenida, y cómo le había embaucado
a mi hermana con lo de Juan para poder hacerle llegar la
carta, y que no desvelara el secreto y siguiera la
corriente, y le entregara un sobre con su respuesta para
que me lo entregara a mí para que yo se lo entregara a
Juan, qué lío de palabras, y, de ese modo, nos sentimos
menos aisladas y más acompañadas en lo nuestro, y así
estuvimos con el correo hasta que no pudimos más de
deseos de conocernos y preparamos un encuentro una
noche, al son de las doce campanadas, en la parte de
atrás de la iglesia, yo me salté la ventana, que no
tenía ningún misterio para mí, y ella salió por la
puerta sin hacer ruido y nos encontramos, más nerviosas
que los flanes y locas por tenernos en los brazos, tal
como sucedió, que fuimos derechas a los besos porque
todas las palabras nos las habíamos dicho en las cartas,
y si me pongo nerviosa ahora al recordarlo es porque,
para mí, esa fue la primera vez que estaba con una mujer
por amor y no podía remitir los latidos del corazón,
ella y yo solas, los besos, las caricias, discretas,
porque estábamos detrás de la iglesia y eso impone
mucho, y, además, queríamos que nuestra primera vez de
ya sabe usted qué fuera en un sitio bonito, y allí mismo
planeamos fugarnos, escaparnos lo más lejos posible a un
sitio donde nos dejaran vivir juntas y en paz, y en eso
estuvimos hasta la amanecida, en que nos retiramos con
pena y dolor cada una a nuestra casa, y ese mismo día,
que yo no sé si es mala suerte la mía o son los
designios de Dios, fíjese usted lo que son las cosas,
apareció su padre con un coche, como si se barruntara
algo, y se la llevó a un convento, de enclaustrada o de
reclusa, o como se diga, y nunca llegué a saber más de
ella, así que volví a mi depresión, como se dice ahora,
y en esas estuve, sin volver a salir a la calle hasta
que murió mi madre, que, por aquel entonces, yo tenía
cincuenta y dos años recién cumplidos, y tuve que salir
para enterrarla, enterrar a esa santa, que era la mujer
más buena del mundo, salvo por la obstinación esa que
tuvo de no dejarme salir, que espero que Dios ya se lo
haya perdonado, y mire usted si nos pasamos horas y días
allí recluidas, y tuvimos tiempo de ver las cosas por
arriba y por abajo, y hablar hasta gastar las palabras
de tanto usarlas, pero de esto mío nunca más se volvió a
hablar, como si fuera un sacrilegio sacar el tema; cada
vez que yo quería hacerla entrar en razón, ella se ponía
rígida y había que dejarlo, y, aunque en alguna ocasión
le dije que tenía que comprenderme, y le amenacé con
matarme, porque varias veces me puse un cuchillo en el
cuello y apretaba como si fuera a cortármelo y una de
las veces hasta me hice sangrar, pero ella no se
conmovía, ni las pestañas se le movían, así que menos
todavía salir corriendo a abrazarme y a disuadirme
porque ella sabía que soy una cobarde, poca cosa, tan
poca cosa como es mi cuerpo por fuera así soy por
dentro, pero le voy a hacer un desahogo y es que yo me
he mermado mucho de los disgustos, porque de joven tenía
unas buenas tetas y un buen cuerpo, que por lo menos
medía una cuarta más que ahora, y no le exagero, pero
bueno, que no he venido a hablar de eso, ya ve usted que
si me dan carrete, no hay quien me pare, he venido para
que usted me diga cómo tengo que hacer para que todo el
mundo se entere de lo mío, porque yo quiero salir a la
calle con la cabeza bien alta y la conciencia limpia,
que bastante me he callado y bastante me he reconcomido
en silencio como para morirme así, tan ricamente para el
resto de la gente, porque ahora se habla en los debates
de la tele mucho y de todo, y con naturalidad, y sé que
esto mío no es malo ni es pecado, así que no le haga
usted caso a Justa, porque yo no estoy loca; ya ve que
hablo consecuentemente y no he dicho nada como hablan
los locos, que yo hablo como se habla en mi pueblo, que
es como me han enseñado, pero con las ideas bien dichas,
¿qué le parece?
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Tardé en responder a su pregunta porque me sorprendió el
silencio que apareció de golpe, y porque aún estaba en
su historia, a la que me había trasladado sin que me
diera cuenta, atrapada por ese relato tan caótico como
humano, y lejos de la atención que mi profesionalidad me
exigía, había sucumbido a la experiencia de una vida,
que había reducido a Martina a ese ser que tenía delante
de mí.
Mi compasión, antes que mi oficio.
Aún no sé si la ética de mi profesión tiene una
excepción para un caso como este, o para una novata como
era entonces. No sé si hay un perdón establecido para
estos casos, pero quería más ser su amiga que su juez, y
más, darle un abrazo que una receta, y así lo hice, a
contrapelo de las leyes, en contra de las normas, aunque
técnicamente quizás la estropeara en vez de ayudarla,
pero yo quería mostrarle mi empatía, consolarla en mis
brazos, tratar de transmitirle la aceptación que la vida
le debía, y lloré con ella en un abrazo de hermanas
buenas, o en el abrazo de la hija que nunca tuvo, pero
yo quería seguir abrazada a Martina, tan menuda, tan
emocionada, a punto de llorar de nuevo dentro del único
abrazo de los últimos años, desde que aquella monja
involuntaria le fue robada. Entonces se deshizo. Fue
entonces cuando se dejó vencer por sus propias emociones
retenidas, fue entonces cuando dio rienda suelta a las
lágrimas de lujo que tenía reservadas por si llegaba el
día que tuvieran que manifestar alegría en vez de la
llantina habitual. Fue entonces cuando soltó sus manos,
deshaciendo el nudo permanente de sus dedos, y estiró
mucho sus brazos, desconcertada, con las ideas bailando,
hasta pasarlos por mi espalda, y trató de hacer fuerza,
de aferrarse a mí como a un milagro, y se dejó vencer,
se dejó caer mansamente, me traspasó el peso de su
pasado, las muchas incomprensiones, el mar de sus
miedos, y la responsabilidad de su porvenir.
Así nos quedamos.
El tiempo, a veces, tiene la decencia de no entrometerse
y descansa de su dictadura.
Cuando ya éramos una, y yo la comprendía en su espíritu,
y tenía instalado dentro de mí todo lo que era y había
sido ella, nos separamos dulcemente. Me dio un beso como
los que me daba mi abuela, me miró sonriendo, y se fue
hacia la puerta. Cuando la abrió, antes de salir, se
giró y me dijo con la mirada gracias, hija mía.
Vino más veces a la consulta, hasta que ambas sentimos
que ya estaba preparada para llevar sola el resto de su
vida.
Desistió de su idea de dejarse morir: tenía mucho que
recuperar y se puso a ello.
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Francisco de Sales Sánchez
Corrales
(Córdoba, España, 1954).
Gerente de una empresa de
distribución. Escribir en
prosa y en verso le ha
atraído fervorosamente desde
la edad más temprana, pero
no ha sido hasta hace unos
años, no muchos, cuando ha
podido dedicarle a la
creación de historias y a
hilvanar unos versos con
otros el tiempo que con
tanto celo reclama la
vocación literaria.
Ha publicado un libro,
Andrea Amor, que se
inserta en el realismo
fantástico, pero es autor de
otros varios, que, aunque
concluidos, permanecen aún
inéditos. Ha escrito también
más de medio centenar de
relatos cortos y un millar
de poemas, que ha dado a
conocer (y lo está haciendo
todavía) en diversas páginas
digitales de Literatura.
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral.
Edición no venal. Sección 3. Página
2. Año XXII. II Época. Número 117.
Octubre-Diciembre 2023. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2023
Francisco de Sales Sánchez Corrales.
Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2023 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte.
Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga
& Ediciones Digitales Bezmiliana.
Calle Castillón, 3. 29.730. Rincón de la Victoria (Málaga). | |
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