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EL ALQUIMISTA LIEU Hiang está en una
habitación llena de piedras de colores,
minerales cristalinos, ámbar, hematites,
piedras de cinabrio y mercurio. Más allá,
sobre la pesada mesa, ha colocado tarros de
cristal, transparentes y misteriosos, llenos
de líquidos humeantes. Son la delicia de un
químico, pero para el alquimista, no son más
que una fuente de disgusto. Pasa, la yema de
los dedos por el dorso de una caracola que
quedó fósil en las tierras arcillosas de
Samarra y piensa que en el seno de nuestra
madre tierra se detiene el tiempo. Sin duda
es así; el tiempo se ha parado para la
caracola, por eso no ha seguido
desapareciendo. La suelta sobre el estante
lleno de libros gordos pero inútiles, el
Tratado sobre el Dragón y el Tigre, obra
de Su Tung-P´o, Las Biografías completas
de los Inmortales, de Wei Po-yang, y
allá arriba, entre otros muchos, su famosa
obra Le Lie-sien-tchuan.
Camina pensativo por la habitación, de un
lado a otro, una vuelta, otra más y se
detiene en otro estante. Coge una piedra de
ámbar y la coloca al trasluz. Puede verse la
delicada forma de un mosquito en su
interior. Está con las alas desplegadas, las
patas separadas y el cuerpo un poco inflado.
Se ve que chupó sangre. Es como si estuviera
paralizado. Esa es la palabra. En un momento
de su vida, el mosquito entró a formar parte
de la piedra, fue absorbido por esta. Como
si de pronto nos miráramos a un espejo y
quedáramos atrapados dentro de él. Puede ser
que existan piedras que absorben vidas y son
en ese sentido carnívoras. Como existen
plantas que comen moscas. Pero esto son sólo
suposiciones. Lo que el alquimista sabe
seguro es que la vida del mosquito quedó
suspendida dentro del ámbar. Pero ¿volverá a
activarse el reloj de tiempo del mosquito?
Ha quedado relegado de la cadena de
acontecimientos temporales, como puede
verse. Y ¿seguirá vivo? ¿Se puede vivir
fuera del tiempo; sin tiempo? Son tantas las
preguntas y tan pocas las respuestas. |
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Cuando el alquimista era joven, hace ya
tiempo, era tal vez herrero o chamán. Lo
cierto es que conocía tantos remedios como
enfermedades existen sobre la faz de la
tierra. Medicamentos, hierbas, piedras y
mantras curativos. Como un padre, cantaba a
sus hijos (que eran sus remedios) y lo hacía
mientras los creaba, moldeándolos como le
habían enseñado a hacerlo, como le dijo su
padre, y a su padre, su abuelo y a su abuelo
el suyo, así hasta el comienzo del tiempo y
la creación divina de la casta de los Hiang.
Les cantaba bajito mientras los forjaba en
su fragua y luego los suministraba a los
enfermos, que sanaban al instante. Pero Lieu
Hiang estaba cansado de sanar enfermos. Sí,
de dar vida para nada, porque había algo
contra lo que no conocía el remedio.
Fue entonces cuando le hablaron de la piedra
filosofal, del elixir de la vida, de las
píldoras de la inmortalidad. Decidió enfocar
de otra manera las enseñanzas que poseía,
que habían estado siempre reservadas a la
curación de enfermedades. Las había aplicado
ante todo para curar al hombre del desgaste
del tiempo; es decir, de la vejez. Pero
ahora las cosas iban a cambiar. Él, el
insigne Lieu Hiang, había decidido
convertirse en alquimista y dedicarse a
buscar la inmortalidad, a curar de la
muerte a los hombres. La búsqueda del
elixir le costó mucho trabajo. Los años
pasaban y por más que leía y experimentaba
no encontraba la mezcla adecuada para
conseguir la vida eterna.
Como todo chino, sabía que el oro es un
mineral inmortal, como también lo es el
jade. Con sus propios ojos había visto años
atrás una tumba antigua, de la época
anterior incluso a la del primer emperador.
El muerto era un hombre corpulento, con su
armadura dorada y sus ropajes intactos. Sin
duda era un guerrero. Su rostro permanecía
impasible y sus ojos abiertos estaban llenos
de vida. Como el mosquito flotando dentro
del ámbar.
Otro alquimista lo había llevado hasta la
tumba. —Es una lástima que no llegáramos a
tiempo. Si le hubiéramos suministrado las
píldoras antes de morir, quizás fuese
inmortal—, dijo. Luego, le explicó que el
guerrero fue en origen enterrado con la
armadura de oro y que con trozos de jade le
habían rellenado el cerebro
introduciéndoselos por las orejas, la nariz
y la boca. Con esto habían conseguido los
sacerdotes de la antigüedad mantener el
cuerpo del guerrero incorrupto. Pero ellos,
los alquimistas, habían ido aún más lejos.
Crearon unas píldoras compuestas de polvo de
cinabrio y de mercurio que tenían la
propiedad de rejuvenecer al muerto. Se
calculó que el guerrero había rejuvenecido
veinte años. —¿Y cuánto tiempo lleváis
suministrándole las píldoras?—, había
preguntado Lieu Hiang. |
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Tres años fue la respuesta. Nuestro
alquimista pensó que el hombre, que ahora
parecía tener unos treinta años, debió de
morir con cincuenta. Una edad muy avanzada
para un guerrero. Sin duda hubo de ser uno
de los grandes, de los valientes. Trató de
imaginarlo de pie. Era un hombre alto y
fuerte, debía de imponer bastante. Pero la
estatura era desmesurada para un chino.
Quizás estuviese mezclado con mongol, o
quizás hubiese sido castrado, como el famoso
Zheng He.
El otro alquimista le explicó que, a ese
paso, en cuatro años, el guerrero sería un
bebé. Y lo dijo orgulloso. A Lieu Hiang le
pareció repugnante y el otro alquimista, un
ser despreciable. Tras asentir brevemente,
con una sonrisa irónica le replicó: —Pero no
conseguirás que viva.
Por eso decía el alquimista que era una
lástima que hubieran llegado tan tarde. Lieu
Hiang lo observó con firmeza y los ojos del
otro hombre le parecieron ojos de viejo.
Entonces comprendió que ese hombre había
probado las píldoras y que se estaba
haciendo cada vez más joven. Pero ese
alquimista había fallado, porque no
conseguiría escapar a la muerte. Ese hombre
sería dentro de poco un adolescente, más
tarde un niño, luego un bebé, después un
feto y al fin nada. Sería como si jamás
hubiese existido. Como si nunca hubiera
nacido. Lo miró de nuevo y vio los ojos de
un no nato y comprendió que, aun así, el
alquimista estaba orgulloso de su
descubrimiento.
Pero Lieu Hiang no era de ese tipo de
hombres. Quería ir más allá que los demás
alquimistas y, aunque aceptó el regalo de
las píldoras, lo hizo condescendiente.
Sentía una profunda repulsión hacia los
otros alquimistas. Esos que rejuvenecían.
Hombres que caminaban en el tiempo hacia
atrás. Seres repugnantes, porque, a Lieu
Hiang, la infancia siempre le pareció una
etapa de la vida del hombre vergonzosa por
su parquedad de conocimientos. La vejez en
cambio siempre era sabia y majestuosa. Ese
era el momento adecuado para que la vida del
hombre quedara estacionada.
Lieu Hiang sigue caminando pensativo por su
habitación. Mira a través de la ventana y se
queda un rato ensimismado en el vuelo de una
garza real que cruza el arrozal del valle.
Levanta la vista y ve las montañas con sus
riscos de caliza erosionados por el viento y
la continua humedad que la bruma provoca a
todas horas. Piensa en las bañeras que es
como él llama a unos boquetes que la erosión
provoca en las zonas lisas de la roca y que
están llenos de agua, siempre oscura y
opaca. Un agua en el que una persona no
puede verse reflejada. |
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Se dirige hacia el escritorio. Ha decidido
comenzar su camino. En el primer cajón están
las nuevas píldoras de la inmortalidad, las
verdaderas, las que él ha perfeccionado
partiendo de la composición de las que los
otros alquimistas inventaron. Se la mete en
la boca, entre la lengua y el paladar, y se
la traga. No le sabe a nada y esto le
alegra. Se sienta en el suelo y comienza a
cantar un mantra, como solía hacer mientras
suministraba un medicamento a un enfermo.
Porque la oración es curativa y nunca, en la
historia de la humanidad, bastaron los
medicamentos para sanar.
No sabe cuánto tiempo ha estado allí
sentado. Es como si durante el mantra su
alma escapara de su cuerpo. Fue como cuando
estás en el mar y te estiras boca arriba y
te dejas mecer por las olas hasta perder la
noción de quién eres, de dónde estás, de
cuánto tiempo llevas así. Pero, de pronto,
el mantra cesó. Lieu Hiang no supo si fue su
lengua quien paró, porque le pareció que el
mantra estaba dentro de él y ya no lo
cantaba con la boca, sino con el alma. Cesó.
Eso es todo. Y el alquimista observa la
habitación por la que ha pasado una
eternidad. Los recipientes están rotos, la
madera del escritorio resquebrajada, las
estanterías desvencijadas, los libros
cubiertos de una capa de polvo espesa que
impide la lectura de sus títulos. Se
levanta. Mira por la ventana como hizo antes
de tomar la píldora, y el paisaje sigue
siendo el mismo. Se siente aliviado. Más
tarde, desempolva el espejo antiguo de su
abuelo y se observa con suma curiosidad. Ha
cambiado mucho. Ya nadie sería capaz de
reconocerlo. Sobre todo porque ha cambiado
de color. Los pelos de su cabeza y sus
largas barbas se han vuelto de color rojo.
Un rojo intenso casi anaranjado. Y no sólo
esto, el color de su piel también ha mutado
y se ha vuelto rojiza. —Como un Dios—,
piensa. |
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No se sorprende, porque esto ya lo había
predicho. Volverse rojo cinabrio es el
primer paso para la conversión en oro, o
sea, en inmortal. Busca en su escritorio y
encuentra la segunda píldora.
Esta vez es distinto. Mientras reza el mantra, no se siente flotar. Su alma no se
separa de su cuerpo. Ahora busca la
inmortalidad volviéndose hacia sí mismo.
Entonces halla que dentro de su propio cuerpo
tiene un cielo en forma de calabaza. Un
cielo enorme lleno de montañas con picos
nevados, por donde flotan espirales de
pensamientos, desde los más inocentes, que
son los de la infancia, y florecen como
lirios en el valle, hasta los más complejos,
que se enredan con otros ocupando hectáreas.
Atraviesa las siete puertas del palacio de
jade que hay en el arrozal de su corazón y
canta el mantra más alto que los latidos, a
su ritmo y compás. Podría decirse que su
cuerpo comienza a latir al compás del mantra
y cada vez es más perfecto el canto, tanto,
que ya no necesita que el corazón lata,
porque ha atravesado las puertas de jade y
ha ido más allá de las profundidades de su
propia alma.
El alquimista deja de oír su corazón y
siente que ya no le pesa tanto el cuerpo. El
canto sigue sonando perfecto y el alquimista
viajando hacia donde se forjan las almas. Un
horno simple, en donde las llamas primarias
de un fuego anaranjado con destellos azules
ilumina la sala. En las paredes están
escritas todas las historias. Busca a Lieu
Hiang y escribe el final de su historia, que
no es sino principio. Observa el fuego
eterno y asiste al nacimiento de algunas
almas. Como burbujas redondeadas flotan por
la sala y suben y suben pesadamente por la
chimenea del horno hasta desaparecer allá
arriba. Han ido a desvirtuarse al mundo
mortal, como el resto de las almas. Entonces
el mantra cesa y el alquimista vuelve a su
habitación.
Le parece que ha pasado otra eternidad, pero
mira por la ventana y ve el mismo paisaje.
Allá, en el valle, está el verde arrozal y,
más arriba, las nubes jugueteando en los
picos. Atraviesa el horizonte
el vuelo cansado de la garza con sus largas
patas colgadas y su cuello enroscado. Lieu
Hiang comprende que los paisajes están
dentro de los hombres. Ese es su paisaje y
por eso no cambia. La habitación está lejos.
Él la ve desde arriba. Intenta moverse,
avanzar hacia el escritorio y no sabe
siquiera si tiene piernas porque es capaz de
desplazarse volando. Abre el cajón
mentalmente y coge la última píldora.
Mientras la toma desempolva de nuevo el
espejo. Se mira en él y comprueba que se ha
vuelto de oro. Finalmente es un hombre
inmortal. Sonríe y el espejo, que no puede
soportar la presión del tiempo reflejado,
explota en mil pedazos.
Lieu Hiang sale flotando por la ventana,
atraviesa el arrozal ante el asombro de los
campesinos, que se arrodillan a su paso, y
se dirige hacia las montañas de niebla
eterna. |
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Le parece que ha pasado otra eternidad, pero
mira por la ventana y ve el mismo paisaje.
Allá, en el valle, está el verde arrozal y,
más arriba, las nubes jugueteando en los
picos. |
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Alicia Ramos González
(San Roque, 1978).
Licenciada en Historia del
Arte por la Universidad de
Granada. Doctorada en
Filosofía por la Universidad
de Sevilla. Extensión
Universitaria en Creación
Literaria por la Universidad
de Sevilla. Historiadora y
profesora de Filosofía.
Ha publicado en numerosas
revistas literarias relatos
y poesías, y ha participado
en dos compilaciones de
relatos de autoría
colectiva: A propósito de
Shakespeare (Editorial
Samarcanda, 2017) y Voces
ajenas (Editorial
Padilla, 2005).
Nacida entre el mar y la
frontera, sus creaciones
literarias comenzaron afines
al realismo fantástico,
pasando por el dadaísmo, la
autoficción y la
introspección filosófica.
Siempre con el mundo
conocido, el campo de
Gibraltar, como punto de
partida.
Alicia dispone de un blog
para contactar con quienes
deseen comentar sus libros
o, simplemente, hablar de
Literatura:
Aliki-Artes
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral.
Edición no venal. Sección 1. Página 1. Año XXIII. II Época. Número 118.
Enero-Marzo 2024. ISSN 1696-9294.
Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2024 Alicia Ramos González.
Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2024 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte.
Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga
& Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3. 29.730. Rincón de la Victoria (Málaga). | |
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