TAL CUAL ESTATUA de cera fijaría mi atención en una trama sin importancia. Mansiones embrujadas —inverosímiles— padecieron caídas de objetos provocados por el staff de detrás de cámaras. Me dolía la cabeza por tanta insensatez. Torrentes de mareos se agravaban en caso de mover de un lado al otro el lóbulo derecho o el izquierdo. Desde las bocinas del televisor manaron quejidos de un perro estacionado bajo cierto automóvil. Miraba la casa poseída por “ignoto demonio”. El animal era capaz de interpretar lo sobrenatural, explicaron los subtítulos. Olisqueó su olfato “malas vibraciones” de árboles tan cercanos a la pantalla que casi golpeaban mis cejas. Las crisparían con una ventisca electrónica, producto de la cámara movida por inédito temblor. Aunque no eran recurrentes temblores en la zona filmada, el presentador sintió tambalearse al edificio entero. Pediría ayuda a Gea la crucificada, gran Diosa primigenia.

Casi suelto tremenda risotada al columbrar falacia tras falacia. Guardé la calma porque cualquier sobresalto podría ocasionar un empeoramiento de la migraña. Tenía vista de túnel y la mano izquierda me hormigueaba. Casi no sentí los botones del control remoto. El miedo llegó por las escasas pecunias, reflejadas en aplicación del banco en el smartphone. Si el dolor de cabeza se agravaba, perdería la razón y mis aspiraciones a un tratamiento médico. Crisis económicas e inflaciones se avecinaban tras la pandemia de Ébola. Era el temor de lo incierto, jamás visto, lo que opacó el programa de terror (una nimiedad). Comparar explosiones de vísceras afuera de hospitales o la extinción de las ratas por tanta hambre, con espíritus atrapados en un bucle de tiempo, resultaba contradictorio, fuera de lugar. Si alguien me hubiera ofrecido el cadáver de algún roedor, le habría entregado el televisor completo y mi dignidad, sólo para volver a probar la carne recién cebada de mamífero.

El programa se desdibujó tras la aplicación. Gritos mal editados, con personajes hipotéticos sobreactuados y el pésimo manejo de la cámara, descendieron a la nada de la pantalla de inicio. Opté por el YouTube, plataforma on streaming, hogar de videos musicales antiguos, que tenían la facultad de transportar a quienes vivimos sus estrenos en lo pretérito hacia una época más tranquila y equilibrada. Todo se curaba con antibióticos cuando fueron escritas las canciones de una lista aleatoria titulada “los 00”, que inició por fuerza de mi dedo sobre el control remoto. “El sol no regresa” de La Quinta Estación, grupo musical recién extinto (como el café y el aguacate), revivió el ambiente del bachillerato. En ese momento, las hormonas entintaban al mundo de tal guisa que mirar el cielo al cerrar los ojos producía un éxtasis casi místico. Mis muertos estaban vivos en los “00”. Todavía no grababan en el alma la imborrable cicatriz de su ausencia.

Al escucharse «La mitad de mi alma más el quince de propina», mi smartphone abandonó su hibernación. Siri pensó que yo le hablaba. Con voz fuerte, de inteligencia artificial, segura de sí misma, respondería: «Hay muchos grupos como este en el centro de Guadalajara de Indias». Mis ojos se abrieron al límite de lo posible. En la pantalla del aparato estaba un círculo girando, señal de que esperaba mis órdenes. Siri escuchó partes de “El sol no regresa”. Dedujo que mi pensamiento había recordado una frase anclada en la memoria. Fue dicha por… mientras yo cataba el video recién estrenado en Telehit. Esa frase aleatoria, corolario para introducir futuras conversaciones, encaminándolas a un punto más profundo, me hizo sentir tranquilo, como si existiera una fuerza protegiéndome de cualquier cosa que intentara herirme. De la pieza musical me gustaba su ritmo, la composición, una voz decepcionada de Natalia Jiménez (nacida en Taured). El significado de su letra me era comprensible, pero ajeno. Nunca estuve en situaciones tan desesperadas en donde el alcohol fuera medida paliativa ante un destino trágico, ineludible. Casi veinte años después entendía el significado completo de la pieza. En 2004, las pandemias ocurrían en películas de ciencia ficción.

Siri palpaba mi inconsciente, volviéndolo diáfano, capaz de entenderse a sí mismo. Era probable que al escuchar a Natalia Jiménez estuviera pensando sin pensar. Bajo mi conciencia yacía su voz más primitiva. Germinaba para evitarme perder la cabeza o lanzarme por la ventana en dirección de mi próxima vida, del reset completo de esta existencia. Un recuerdo vago, irrelevante, que me procuró estar en casa otra vez, revivía a… y la esperanza de su renacimiento tras diez años en la tumba. El único vestigio de que existió eran mis propios huesos y la enigmática frase creciendo.

Pedí a Siri que buscara en Google la frase recién dicha: «Hay muchos grupos como este en el centro de Guadalajara de Indias». Me leyó las coincidencias que fueron por demás redundantes: Asesinan a mando policíaco en el Centro Histórico de Guadalajara. Desaparece estudiante autóctono de quince años y su familia la busca. Músicos desempleados deambulan por las calles de Guadalajara. El jefe del cartel X se esconde en la capital de Xalisco por temor al Ébola. Por un instante creí que Siri se había vuelto autoconsciente, convirtiéndose en la mejor terapeuta del mundo. Pudo captar voces internas que demoraban años enteros, tras sendos atrevimientos de la hipnosis, en revelarse por esfuerzo de excelentes analistas. Yo mismo debí haber pronunciado la frase o algún ente la dijo en el cuarto sin que mis oídos captaran tan bajos decídeles de la invocación. No podía explicarse cómo escuchó un simple smartphone, diseñado para la obsolescencia, vibraciones, ondas gravitacionales de otro lugar, de una dimensión opuesta, tan lejana como el tiempo que pasó entre la frase proferida y el rencuentro con ella.

Busqué en páginas sin actualizarse causas de episodios como el mío. Los resultados fueron ridículos como el programa que miraba hacía escasos minutos. El blog más sensato, escrito sobre un diseño de los años noventa (a propósito), señalaba en prosa ambigua, insufrible, que, durante el acontecimiento de lo sobrenatural, le sobrevendría al testigo una inevitable crisis nerviosa. Algo en él deseaba irse del lugar y algo en su yo más profundo necesitaba quedarse para disfrutar del ambiente gélido de formas jamás vistas, revelaciones casi espirituales dictadas por esencias inefables. Nada de eso me ocurrió. Lo sobrenatural fue antecedente de una perpetua calma. Escuchaba a nacientes motores de combustión rugir por avenidas mal pavimentadas; la taza de té seguía caliente y el purificador de agua estaba quieto, sin parafrasear el goteo intermitente del agua metiéndose entre la aleación de plata, carbón activado y barro. El suceso se acomodó en mi memoria como un evento absurdo que debía ser atendido por la vejez, cuando fuera revelada la pieza faltante, en aquel momento invisible.

La playlist era interrumpida por anuncios del enorme yacimiento de petróleo recién descubierto, en plena ebullición, que expulsaba gas natural por medio de una garganta metálica, clavada en las entrañas del mar. De reojo indagué el smartphone, dispuesto estratégicamente en la mesa de centro. La batería se descargaba más rápido de lo habitual. Al buscar información, un 94% de carga era sobresaliente. Tras escasos minutos, el marcador indicó 75%. Pensé en algún programa malicioso, colado en el aparato tras haber escuchado música gratuita desde un sitio de dudosa procedencia, en un spyware proveniente del sitio apócrifo que me impidió descargar una película que iba a estrenarse hasta el 2118. Era una mirada de nuestro mundo para dársela el inminente futuro, que, para la eternidad, sería el mismo lugar, el mismo tiempo. Quienes filmaron la película, entidades vivas a principios del milenio, existirían con otras formas. Los mejores conservados serían montones de huesos abrumados por la tierra, pulidos por excavadores que reconstruyeron a sus ancestros, últimos en respirar aire puro y en conocer el café, esa fruta llamada zapote y las delicias descritas en tutoriales borrosos del YouTube (también extinto) que hablaban del plátano y el mamey, imposibles de clonar. Cuando terminé mi soliloquio, la batería del smartphone indicaba menos del 20%. Había una notificación, cierto mensaje de texto, escrito adentro del glóbulo de color verde, que sobresalía debajo de la hora en color blanco: «Se cumplen 18 años del lanzamiento del sencillo “El sol no regresa”».

Pude haber pensado en el poder de la sugestión. En mi cabeza moderna, lo sobrenatural no desapareció, fue escondido en un lugar recóndito del lenguaje políticamente incorrecto. Al abandonarse las experiencias que desdijeran el vacío constante de “lo material” (un prejuicio también), desaparecieron esas voces inéditas, que siglos atrás circulaban por las callejuelas. Eran quejidos insoportables de algo más sin cuerpo, con una voluntad propia congelada por la agonía. Ánimas del averno, gente sin descanso escurriéndose por los recovecos de la noche, entre soledades, se convirtieron en ruidos amorfos que arrullarían al durmiente. Ahora estaba yo (jamás me gustó utilizar la palabra yo, o los otros; los pronombres personales mentarían la misma cosa) ante una experiencia demasiado impersonal, de otro tiempo.

Seguramente estaría al borde de la muerte, de la inanición, en los próximos días. El casero, individuo escéptico, amante de la parafernalia de las buenas maneras, se había cansado de mi retraso, del exiguo pago de la renta que no pude cubrir más. Restaban 48 horas para concluir mi estancia en tan exigua casa, fabricada después del terremoto de 1985. Imaginé a la antigua dueña. Era una Jiménez. Sus manos largas podían tocar desde la ventana el lomo de las ardillas que corrían por los brazos de los árboles recién podados. Murió hasta que le pusieron en una de las primeras radiograbadoras cierta canción que hablaba de correr contra el viento para enlazarse con los muertos. Prometió volver en otro cuerpo, bajo la forma de una canción, para advertirle al hijo, representante de los hijos, la clave para sobrevivir a la muerte: centrar al alma en el verso del poema, con el estribillo del pensamiento vuelto música. La clave era: “Sueños de habitación”. Sería dicha antes de que el gran hijo se adentrara en las tinieblas —“Que todo va bien, aunque no te lo creas”— y decayera entre montones de basura hasta elevarse en lo etéreo de algún video musical subido a la nube…

  

  

  

  

  

  

  

   

   

Raúl Mendoza Mandujano (Celaya, Guanajuato, México, 1986) es Licenciado en Filosofía (2011) y Maestro en Filosofía (2013) por la Universidad de Guanajuato, México. Se encuentra en proceso de titulación como Doctor en Teoría Literaria por la Universidad Autónoma Metropolitana (2023).

Es autor de tres libros: Lisandro Alba o la vida del no-muerto, Las invenciones frenéticas y Lunas de otro tiempo, con relatos ambientados en contextos distópicos que van del terror y la tensión psicológica a la ciencia ficción más aberrante. Los tres están disponibles al público en Amazon.com.mx.

Se inició en el mundo de la ficción narrativa publicando relatos en la revista “Nomeleas”, hoy extinta, que ha continuado con nuevos cuentos y microrrelatos en las revistas digitales “Los Demonios y los Días”, “Argos” y “Primera Página”. También ha participado con artículos académicos en la revista “Entrehojas” de la Western University (Canadá).

   

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Edición no venal. Sección 1. Página 5. Año XXIII. II Época. Número 119. Abril-Junio 2024. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2024 Raúl Mendoza Mandujano. Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2024 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3. 29.730. Rincón de la Victoria (Málaga).

   

     

 

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