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A Mariano José de Larra
SALÍ DE LA taberna que reposa a orillas del gran abrevadero
y dejé atrás la batahola de cigarros y narices de pimentón.
Salí como alma que lleva el diablo y después de aquella
pátina tumultuosa se instaló en mis ojos una pincelada
gruesa de vacío. Sobre los amplios horizontes de la pequeña
ínsula apenas quedó el aire preñado de farolas. Desapareció
también todo rastro de voces. En su lugar se abrió la sombra
limpia y ordenada de la nada, ese silencio que no molesta
porque anda con pies de plomo bajo el mar de lo
políticamente correcto.
Era aquella una oscuridad sin alma, extinta de ideales y
valores, una de esas huestes goyescas que te envuelven una
noche cualquiera y tiñen la perspectiva de mortajas y
llamaradas sombrías. El lamento revestido de letras no
servía de nada ni la indignación ni el hálito ya esquelético
de las palabras más hondas, porque el alba había
desaparecido y los días, como el taco inservible de un
calendario sin hojas, habían perdido su razón de ser. Nadie
me veía, nadie me escuchaba ni prestaba atención a mis pasos
perdidos, huérfanos de oídos, porque la soledad absoluta era
y es como un agujero negro que lo fagocita todo, la verdad,
los héroes, la familia, los amigos, la suerte y sólo se
resiste al caos una galaxia de melancolía. Se queda uno
débil y desamparado a merced de las sombras como aquel
Sancho que perdió un mal día a su amigo del alma y perdió su
ínsula. |
Yo paseaba sin rumbo por las tripas del Leviatán dormido. Y
mientras me adentraba en las calles, crecía a dentelladas un
otoño denso, desolado, crudo, casi hipocondríaco como un
esputo enorme en un pañuelo de seda. A medio camino de casa,
sobre el cerro que se yergue tras la cuesta azulada de los
pájaros donde Caín dejó enterrada su quijada (otros saben
cómo recuperarla), llamó mi atención una nube pardusca, un
zigurat en llamas meciendo sus entrañas al capricho del
viento. Su inquietante silueta me dejó ojiplático (hermosa
palabra, casi cervantina) o tal vez fueran mis viejas gafas
que zaherían la mirada crepuscular con sucios y caóticos
reflejos. Por eso, cuando tropecé con mi viejo amigo
Carrasco, el genio de la mirada limpia y las canas
destiladas entre lacios legajos, no reparé en el detalle
sombrío de sus ojos. Lucía un palo de regaliz en la boca o
un puro moribundo, no se sabe, aroma triste de vinillo y
traje de pañete, bien planchado, aunque algo roído, como el
tiempo. Mi amigo no era el mismo, parecía estar rodeado de
una evanescencia gris que afectaba a todo lo que rozaba,
miraba o describía como si se tratara de un rey Midas de la
mediumnidad. Tenía muchas cosas que contarme. Y me las
contó.
—Y eso es lo que pasó, estimado colega. Ya ves, por decir
verdades como puños, me he quedado a dos velas. Todo
molesta, hasta lo que no se dice. Me han cerrado todas las
puertas a mí, al rey de las crónicas. Una pluma, esta
honrosa pluma a modo de cetro es todo lo que me queda.
—Es lamentable que le manden a uno a hacer puñetas. Mira,
Carrasco, yo me montaría algo por mi cuenta y a tomar
viento.
—¿Sabes? Tal vez tengas razón. No me queda otra que ser ave
fénix.
—Por cierto, ¿te has fijado en aquella columna de humo?
Lleva así toda la tarde.
—Son letras ardiendo. Ese humo que llega de todas partes es
la ceniza de un millón de libros.
—¿Tú crees?
—Es el signo de los tiempos. Ahora a nadie le importa un
pito la cultura. Tampoco el albedrío. Todo es ponzoña,
carnaza y bagatela. O trinas lo que debes o te vas derecho a
la jaula.
—Suceden cosas espeluznantes. El otro día, en una noche
cerrada como esta, me di de narices con la Santa Compaña.
Casi me como la bufanda del susto.
—¿Qué me dices?
—La misma. Tenían todos aspecto de chupatintas. Les pregunté
que adónde iban y me contestaron que iban a hacerle una
visita a Doña Sátira.
—Rebus in pacem. Se ha ido la mejor de las musas, aquella
que hizo inmortal a Don Quijote. Mal presagio. Ahora que ha
muerto la Sátira no tardarán en enterrar a sus hijos. |
Las palabras del bueno de Carrasco, alias Caronte, calaron
en mi alma más que el frío punzante. Desde ese momento
anduve con la mano sobre la gorra y la bufanda enrollada en
el gaznate como una momia. A mi alrededor rugía como nunca
el monstruo antediluviano de las hojas muertas y los sueños
vacíos. Fue entonces cuando, sobre el vacío dejado por el
olmo pelado, divisé el viejo y poderoso basilisco anclado en
la fachada de la iglesia.
Allí, en la cima del templo, erguía su mirada agresiva y
penetrante. Me sentí observado. Supongo que desde lo alto el
paisaje cambia y es obvio que también el paisanaje. Se
vuelve aún más pequeño e insignificante el cúmulo de
hormigas que se dicen humanas. Hay quien ve en el basilisco
un engendro artificioso con aliento de barro. Pero las
gárgolas son otra cosa, criaturas elitistas, altivas, de
piel pétrea y el atrezo de los altos nubarrones y los chuzos
de punta les van como anillo al dedo. Semejan seres vivos,
aunque no lo sean. Al parecer, no ocurre lo mismo con las
quimeras, que están ahí por estar como un convidado de
piedra o un ideal petrificado. Carrasco me dijo en una
ocasión que el bicho de marras no es otra cosa que la peor
imagen de un espejo, algo así como la sombra alargada de un
daimon o un sátrapa. |
El basilisco no pierde comba ni aunque se le pose una
cigüeña en el cogote;por eso, el camuflaje es su principal
seña de identidad, porque el basilisco tiene la virtud de
asimilar actitudes, falacias, vanidades, censuras,
traiciones, egoísmos, mezquindades, iras, autoengaños,
sombras. Y, sin embargo, su talento camaleónico no es
resultado de la empatía. El basilisco, el politicastro, el
arribista, el pelota, el librepensador sin conciencia ni nos
oye ni nos entiende ni sentirá otra cosa que vientos o
granizos sobre su frente porque la solidez de su materia no
admite músculos intrépidos y sentimentales o eso que algunos
llaman, en voz baja, corazón. Si uno desea verse vestido de
cresta o etiqueta, embutido de honores, así acaba vestido el
basilisco, de etiqueta, o bien saca su larga lengua de
camaleón nocturno ornada de colmillos y, en un voleo, te
atrapa el sombrero lustroso y te arrima, si quieres, al buen
árbol. Y sí, se pone el basilisco el lustroso sombrero como
mandan estos y esotros cánones, se empapa de tus planes, de
tu hipocresía, de tu sillón, de tu ambición desmedida, y
resulta que el basilisco es uno mismo atado a una fachada de
por vida, a un déspota de la palabra, a una apariencia
cimentada de apariencias, un esclavo del mundo porque,
algunas veces, el basilisco se le parece a uno tanto, tanto,
tanto… |
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Aarón
Carlos
Andrés
García
(Villafranca
del
Cid,
Valencia,
1972).
Licenciado
en
Derecho,
en
el
campo
de
la
creación
literaria
ha
dedicado
especial
interés
en
el
cultivo
de
la
poesía
valenciana,
género
en
el
que
ha
sido
galardonado
con
el
Premio
Xavier
Casp
2017
y el
Premio
Flor
natural
Ciutat
de
Castelló
2020,
y la
poesía
castellana,
en
cuyo
campo
ha
sido
Finalista
del
Premio
Internacional
Ángel
Ganivet
2017
y
2019,
ha
sido
Tercero
en
el
Premio
Internacional
Letras
de
Iberoamérica
2018,
Finalista
del
Premio
internacional
Jovellanos
2022,
Segundo
Premio
del
certamen
Grupo
Literario
Numen
2022,
Mención
de
Honor
en
la
edición
del
Certamen
internacional
“Camino
de
Palabras”
2023
y,
en
julio
de
2024,
su
poema
“Silencio”
fue
galardonado
en
la
XXVII
edición
del Premio
de
Poesía
Santa
Teresa
de
Jesús
que
patrocina
la Diputación
Provincial
de
Ávila.
Su
otra
faceta,
menos
conocida,
es
la
de
escritor
humorístico,
en
la
que
muestra
su
predilección
por
el
relato
breve
con
influencias
de
los
clásicos
de
la
sátira
española
y
estadounidense.
Ha
colaborado
en
las
revistas
digitales
“Gibralfaro”,
“Letralia”,
“Mambrino”,
“Primera
página”,
“El
coloquio
de
los
Perros”,
“Noches
de
Jardín”
y
“Ariadna
RC”,
entre
otras. |
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral.
Edición no venal. Sección 1. Página
4. Año XXIII. II Época. Número 121.
Octubre-Diciembre 2024. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2024
Aarón Carlos Andrés García.
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