LA PELÍCULA FRÄULEIN Else («La
señorita Elsa») fue dirigida por el
realizador húngaro Paul Czinner en 1929. Con
un guion del propio Czinner, que contó como
ayudante de dirección con Herbert Selpin, la
fotografía le fue encomendada al gran Karl
Freund, que también fue operador, junto con
Adolf Schlasy y Robert Baberske, mientras
que los decorados fueron responsabilidad de
Erich Kettelhut y los productores Arthur
Kiekebusch y Erich Frisch. El filme se
inspira en la novela homónima del escritor y
médico vienés Arthur Schnitzler (1862 –
1931), publicada en 1924 y concebida en
forma de monólogo interior, una novedosa
técnica narrativa que acentuaba la
introspección psicológica.
El guionista y director húngaro Paul Czinner
(Budapest, 1890 – Londres, 1972), que había
conocido poco después de 1914 al formidable
guionista Carl Mayer, con quien colaboraría
en dos películas a comienzos del sonoro (Ariane,
de 1931, y Der Träumende Mund, de
1932), tenía en su haber dos importantes
filmes antes de 1929: el protoexpresionista
Inferno, de 1919, y, sobre todo,
Nju, de 1924, en el que el papel
protagonista correspondió a Elisabeth
Bergner (Drohobych, en la región histórica
de Galitzia, hoy en el oeste de Ucrania,
1897 – Londres, 1986), de soltera Elisabeth
Ettel, con quien inició una relación,
convirtiéndose en su esposa el 9 de enero de
1933. Con la llegada de Hitler al poder
pocas semanas más tarde, ambos, que vivían y
trabajaban en Berlín, se trasladaron primero
a Viena y después a Londres, obteniendo la
ciudadanía británica en 1938. En 1939
emigraron a los Estados Unidos, aunque
regresaron a Europa en 1949, estableciéndose
al año siguiente en la capital inglesa. En
1954, ella volvió durante una temporada a
los escenarios alemanes.
Nju
significó un hito en la carrera de Paul
Czinner y en la de Elisabeth Bergner.
Destacado precedente, en lo que atañe al
triángulo amoroso, de la mucho más famosa
Varieté, de Ewald André Dupont (1925),
en la que de nuevo tuvo un papel
protagonista Emil Jannings, Nju,
basada en una obra del escritor ruso Ossip
Dimov (Osip Dymov), plantea la
insatisfacción matrimonial de una mujer
casada (Elisabeth Bergner) con un marido que
la quiere a su modo, pero que es un tanto
grosero y vulgar (Emil Jannings), por lo que
se deja seducir, de manera sorprendentemente
rápida, y, hasta cierto punto, caprichosa e
irracional, por un mediocre escritor, que,
como suele ser habitual en el actor alemán
que lo encarna, Conrad Veidt, aparece
envuelto en un inquietante halo de efluvios
demoníacos. La joven burguesa de clase
media, cuyo nombre es Nju, deja la comodidad
del hogar, abandonando a un hijo pequeño y a
un esposo que no comprende nada de su triste
destino, se traslada a un modesto piso
alquilado y cae rendida ante los oscuros y
enigmáticos encantos de un hombre que pronto
se cansará de ella, conduciéndola finalmente
al desengaño y al suicidio. Siegfried
Kracauer escribe: «Toda la película respira
una tristeza que supera a la de Die
Strasse [Karl Grune, 1923]. Era como si
la esperanza hubiera abandonado al mundo del
hogar burgués, así como el encantado mundo
callejero del rebelde de la clase media»1.
La escena inicial, con ambos esposos en la
misma habitación, ajeno el uno al otro,
sumidos en la monotonía y en la
indiferencia, ha sido bien descrita por
Roberto Paolella: «Al comienzo, la
protagonista aparece extática y alucinada,
incierta y casi a la espera; luego, a través
de una gran panorámica, la vemos caminar por
la casa, y, finalmente, detenerse en la
sala, donde el marido continúa leyendo el
diario sin reparar en ella»2.
También acierta el citado historiador
italiano cuando continúa describiendo el
primer cruce de miradas entre el poeta en la
calle y la aburrida esposa en la ventana de
su casa: «En cierto momento, la mujer se
detiene detrás de la ventana cuya cortina
corre deliberadamente para ver la calle
donde algo llama su atención: un viejo que
toca el organillo, y, luego, un hombre
(Conrad Veidt) que pasa lentamente y mira
hacia su ventana. Notable es la secuencia
que detalla el encuentro de las miradas de
la mujer y del hombre: ella tiene la
imprevista sensación —por un instinto casi
felino de su femineidad…—
de que este hombre está destinado a
convertirse en su amante»3.
La película, que se desarrolla
principalmente en ambientes cerrados y
cargados de tensión dramática, con pocos
diálogos y cierta indiferencia hacia los
nombres propios de los personajes, puede
situarse, en opinión de la ensayista y
crítico Lotte Henriette Eisner, que nosotros
compartimos4,
dentro del Kammerspielfilm, modalidad
de «cine de cámara» concebida por Leopold
Jessner, y, sobre todo, por el rumano Lupu
Pick5.
Típica de ese género cinematográfico que
tanto le debió al Kammerspiel o
«teatro de cámara» de Max Reinhardt, es la
secuencia en la que «el marido tiene el mal
gusto de leer, en presencia de un
desconocido, las cartas que le había escrito
su mujer en la época del noviazgo. Vemos
entonces pasar por el rostro de la mujer
todas las expresiones correspondientes a las
frases del tiempo pasado, para dedicarlas
—aun inconscientemente al joven amigo, como
reconocimiento de su afectuosa comprensión»6.
En realidad, ni mucho menos era tan
afectuosa, como demasiado pronto tendrá
ocasión de comprobar Nju respecto del
voluble, y, en el fondo, insensible y
egoísta escritor. Una película, Nju,
en definitiva, en la que Elisabeth Bergner
tendrá ocasión de demostrar su capacidad
como actriz, especialmente para este tipo de
intrincadas situaciones psicológicas. Con
razón escribe Lotte Eisner: «Paul
Czinner encontró en ella a la intérprete
ideal de sus Kammerspielfilme… En
Nju aparece aún más entregada, desarmada
y débil, frente a un Emil Jannings, marido
robusto y sin comprensión. Czinner ha
sabido, gracias a ella, expresar con
sutilidad toda la Stimmung [atmósfera
que sugiere las vibraciones del alma]
flotante, sobre todo cuando colocó junto a
ella a Conrad Veidt, siempre demoníaco.
Extraño interludio aquí también, donde unas
pausas evocan la tensión y donde en la
película muda el silencio se hace elocuente.
Cuando Elisabeth Bergner, al final de esta
película, se lanza al abismo arrastrada
hacia abajo por las volutas de su falda
larga, estamos en el apogeo del
Kammerspiel»7.
No sería exagerado afirmar que Fräulein
Else constituyó la más relevante
interpretación de Elisabeth Bergner en el
cine silente, así como, junto con la
mencionada Nju, el más destacado
trabajo de Paul Czinner antes del sonoro. De
hecho, estas dos películas han sido
valoradas por la crítica especializada como
las mejores de su dilatada carrera, si bien
merecen asimismo ser recordadas Der
Geiger von Florenz («La violinista de
Florencia», 1926), y The Rise of
Catherine the Great («Catalina de
Rusia», 1934), ambas protagonizadas por la
misma menuda y nerviosa actriz nacida en uno
de los centros vitales de Mitteleuropa.
Paul Czinner
(Viena, 1890 – Londes, 1972), antes del
rodaje de
Fräulein
Else
(1929), contaba ya en su haber dos importantes filmes: el protoexpresionista Inferno (1919) y,
sobre todo, Nju (1924), cuyo papel
principal ofreció, con gran acierto, a
Elisabeth Bergner. Se convirtieron en
socios. Con la llegada del Partido Nazi de
Hitler al poder, ambos, de origen
judío, huyeron primero de Berlín a Viena y
después a Londres, donde obtienen la
ciudadanía británica. En 1938 contrajeron
matrimonio. A pesar de la homosexualidad de
Czinner, la unión resultó ser feliz y
enriquecedora personal y profesionalmente
para ambos socios.
Aunque el guion de Czinner
modifica determinados aspectos
de la narración original,
algunos tan irrelevantes como
situar el núcleo de la acción en
otro lugar geográfico, si bien
similar en cuanto que en ambos
casos se trata de destinos
turísticos de vacaciones, el
espíritu del breve relato de
Schnitzler, a pesar de sesudas
opiniones críticas en sentido
contrario, pervive, a nuestro
juicio, en lo esencial, poniendo
de manifiesto la angustia y
ansiedad psicológica de la
protagonista, su inasible
evolución espiritual y las
contradicciones morales de una
burguesía media-alta de rasgos
muy definidos, ya que pertenece
a una antigua ciudad imperial,
Viena, que era por entonces un
auténtico crisol y hervidero
cultural, donde se entrecruzaban
las más significativas e
influyentes corrientes
culturales de la vieja y
decadente Europa.
Para comprender lo que esa época
y esa ciudad significaron desde
la Secesión (Sezessionsstil)
de 1897 hasta la
anexión (Anschluss) de
Austria por Hitler en marzo de
1938, cualquier lector
interesado sabe muy bien que uno
de los textos fundamentales
continúa siendo El mundo de
ayer. Memorias de un europeo,
del prolífico y exitoso escritor
de origen judío Stefan Zweig,
una especie de autobiografía
intelectual redactada entre 1939
y 1941, poco antes de su
suicidio, junto con su mujer, en
la ciudad brasileña de
Petrópolis, el 22 de febrero de
1942, persuadido como estaba,
ante la arrolladora
preponderancia militar alemana,
de que todo se había perdido,
desmoronándose para siempre su
viejo y querido mundo de
relativa tolerancia y abierto
cosmopolitismo. En esto último
no le faltaba razón.
La historia que cuenta
Fräulein Else deja traslucir
varios temas que se entrelazan
mutuamente: la hipocresía
burguesa, la temeraria tentación
especuladora a fin de mantener
un estatus y un tren de vida por
encima de las propias
posibilidades, la distancia
insalvable entre el afán de
poseer bienes materiales y la
sencilla y verdadera felicidad,
la artificiosidad y vaciedad de
la vida elegante, la
responsabilidad de los padres en
la educación de los hijos y la
inmoralidad u obscenidad que
muchas veces esconden individuos
supuestamente respetables. Pero
el problema crucial que aborda
la película es de índole
psicológica. Observamos a una
jovencita, mimada y caprichosa,
consentida y sobreprotegida por
su condición de hija única, que
va a demostrar, en el momento
decisivo, una madurez y una
resolución impropias de su edad
y de las confortables
circunstancias que hasta
entonces habían rodeado su
existencia. Precisamente otras
circunstancias, esta vez ruines
y mezquinas, así como el
imperioso e incontrolable deseo
de evitar que su padre, al que
adora y tiene idealizado,
ingrese en prisión, forzarán un
proceso de maduración
extraordinariamente rápido,
vertiginoso, sin apenas tiempo
para la reflexión sosegada, cuya
consecuencia es la toma de una
decisión por parte de Elsa en la
que la preservación de la
integridad moral, corolario del
natural pudor femenino y del
respeto a ella misma, la habrán
de conducir a un desenlace
trágico. En poquísimas horas
adquiere cabal conciencia de
cuál es su deber, asumiendo con
audaz y sorprendente entereza
una solución que la obliga a
elegir entre dos opciones
radicalmente excluyentes: o
salva a su padre a costa de
mancillar su propio honor, o lo
salva sacrificando su propia
vida, pues no está dispuesta a
renunciar a su preciado e íntimo
tesoro. Al final, Elsa, a pesar
de parecernos, durante el primer
tercio del filme, una muchacha
frívola, nos ofrece un
aleccionador ejemplo de dignidad
moral. Ella es el único ser
verdaderamente adulto en un
mundo de adultos, ella es la
única que había interiorizado,
sin que nadie se percatase, un
severo código ético de conducta.
Si aceptamos la terminología de
Kracauer, Fräulein Else
pertenece a ese tipo de
películas centradas en «las
dificultades íntimas de los
jóvenes de dieciocho años»8
de finales del periodo de
estabilización, la cortísima
época de recuperación económica
de poco más de un lustro, en
rigor una suerte de espejismo,
que vivirá la frágil República
de Weimar hasta que los efectos
de la Gran Depresión comiencen a
sentirse en ella. No obstante,
también hay en Fräulein Else
rasgos evidentes de lo que el
propio Kracauer denominó «nuevo
realismo» cinematográfico
alemán, cuyo más conspicuo
exponente sería Georg Wilhelm
Pabst. Para el eminente crítico,
si en La violinista de
Florencia se enfatizaba la
androginia de Elisabeth Bergner,
tratando de conciliar
«frustración psicológica» y
«ambigüedad sexual», en cuanto
que «se refuerzan mutuamente»,
en Fräulein Else la
versátil actriz «tuvo que
cambiar del muchacho feminoide a
la igualmente compleja
mujer-niña»9.
La señorita Elsa Thalhof (Elisabeth
Bergner), hija única, vive en
Viena con sus padres, feliz y
despreocupada, ajena por
completo a los graves problemas
financieros que atraviesa su
padre, Alfred Thalhof (Albert
Bassermann), un abogado
endeudado en exceso que lleva un
tren de vida por encima de sus
posibilidades. Una inesperada y
fuerte caída de la Bolsa,
provoca la pérdida de un
importante paquete de acciones
que había apostado de manera
irresponsable, afectando tan
seriamente a su maltrecha
situación económica que, además
de estar arruinado, puede
ingresar en prisión si no
restituye de inmediato unos
pagarés que se le habían
confiado. Por este motivo recibe
la visita de un notario, quien,
seria, lacónica y firmemente, le
conmina a saldar la deuda
contraída, concediéndole un
plazo de veinticuatro horas. A
fin de obtener un nuevo préstamo
y salir momentáneamente del
brete, recurre con la mayor
urgencia a distintas entidades
financieras y a supuestos
amigos, pero sin ningún
resultado.
Alfred Thalhof (Albert Bassermann),
padre de Elsa, en su despacho, en el
momento de recibir ultimátum para devolver
el dinero que debe.
Poco antes de conocer la noticia
de su delicada situación, había
consentido, junto con su esposa
(Else Heller), a que Elsa pasase
unos días de vacaciones en un
exclusivo hotel de Saint Moritz,
en el cantón suizo de los
Grisones, acompañada de su tía
materna Emma (Adele Sandrock) y
de su primo Paul (Jack Trevor),
hijo de ésta última. La
localidad alpina era a la sazón
muy conocida en la alta sociedad
europea por disponer de modernas
infraestructuras para la
práctica del esquí.
Alfred Thalhof, el padre de
Elsa, sabe que el único que
puede acceder a prestarle el
dinero que tan urgentemente
necesita es un viejo conocido
suyo, el acaudalado marchante de
arte von Dorsday (Albert
Steinrück), justamente la última
persona a cuya casa acude
durante aquella acelerada e
infructuosa jornada, pero el
secretario del millonario le
informa que se ha ausentado de
Viena por unos días, sin
revelarle dónde.
Al enterarse la esposa de Alfred
de los apuros económicos de su
marido, que acaba de recibir un
ultimátum a través de una
escueta carta del notario,
intenta consolarlo, pero, sin
ella advertirlo, pues cree que
permanece descansando en la
alcoba, Alfred se levanta
precipitadamente, se enfunda el
abrigo, donde guarda en uno de
los bolsillos una pequeña
pistola, y se dispone a salir de
la vivienda, con claras
intenciones de suicidarse en
algún lugar apartado. Casi por
casualidad, la esposa se
apercibe de la presencia del
marido a punto de salir, y, dado
su notorio estado de
nerviosismo, le registra los
bolsillos, descubriendo el arma.
Logra apaciguarlo,
convenciéndole de que debe
desistir de cometer semejante
locura, le administra un
calmante y consigue dejarlo más
tranquilo y medio adormilado en
su aposento. Fortuitamente, en
ese momento, recibe la señora
Thalhof una carta de Elsa desde
Saint Moritz, comunicando a sus
padres que se encuentra muy
contenta y que un tal señor
Dorsday la ha saludado mientras
le manifestaba que conocía a su
padre, a quien envía sus
respetos. Esta providencial
misiva le ofrece la oportunidad
a la señora Thalhof, ya que su
marido no está en condiciones de
hacer nada, de tomar la
iniciativa e intentar salvar la
situación, pues Alfred ya le
había informado previamente del
contratiempo de no encontrar a
Dorsday en su casa de Viena.
La señora Thalhof hace lo
posible por hablar por teléfono
con Elsa, pero la línea está
interrumpida a causa de la
nieve. De ahí que se decida
inmediatamente a escribirle una
carta, en la que le dice que
hable con Dorsday, lo ponga al
corriente de la delicada
situación y lo persuada de
conceder el ansiado préstamo. La
breve epístola materna la recibe
Elsa en el comedor del hotel,
acompañada de su tía y de su
primo. Sin abrirla aún, Elsa
manifiesta una infantil alegría,
pero, nada más leerla, sin que
sus parientes hayan mostrado
ninguna curiosidad por su
contenido, permanece unos
instantes pensativa, mostrando,
por vez primera, turbación en su
vivaracho rostro de jovencita
ajena a los crudos entresijos de
la realidad. Aquella falta de
curiosidad no significa
indiferencia, especialmente por
parte de su apuesto primo, tan
atento y protector siempre con
ella, pues la sigue viendo
todavía como si fuese una
adolescente que no ha dejado
completamente de ser niña. En
cuanto a su tía, aunque la trata
con la atención requerida y le
profesa indudable cariño, conoce
bien el modo de proceder de su
imprudente cuñado, a quien en
más de una ocasión ha tenido que
prestarle dinero a
regañadientes, cosa que no puede
extrañarnos, ya que, como el
espectador ha podido observar en
la secuencia inicial de la
película, Emma le ha manifestado
confidencialmente a su hermana,
en el transcurso de una velada,
con cierto tono de reproche, que
cómo es posible que vivan con
tanto lujo y despilfarro.
Visiblemente perturbada por la
lectura de la carta, Elsa, con
una improvisada excusa, abandona
la mesa, y, tal como está
vestida, se dedica a perseguir
furtivamente a Dorsday por los
pasillos y salones del hotel,
sin atreverse ni decidirse a
abordarlo. Ya desde el principio
de la llegada de Elsa al hotel,
Dorsday había reparado en ella
de manera poco honesta, aunque
disimulada, sin que la
alborozada jovenzuela pudiera
darse cuenta. Él es un hombre de
edad más que madura,
relativamente grueso, vestido
con trajes caros, aunque se
percibe sin mucho esfuerzo el
sello del nuevo rico, no muy
sociable y celadamente vulgar,
quizás con una pizca de
excentricidad impostada,
campechano con los camareros y
con el servicio, y al que le
gusta curiosear, no se sabe
exactamente con qué propósito.
Es muy probable que su principal
y casi exclusivo pensamiento
consista en cómo aumentar su
considerable patrimonio.
Albert Steinrück, el actor que
encarna el personaje de Dorsday,
dejó palmaria constancia en esta
película de sus notables dotes
actorales. Gravemente enfermo,
apenas pudo terminar el rodaje.
Murió el 10 de febrero de 1929,
pocas semanas antes del estreno,
el 8 de marzo, en el cine
Capitol de Berlín.
La dilatada y explícita
secuencia en que Elsa espía con
inocente torpeza al taimado
millonario, que, aunque sin
saber exactamente el designio
que la anima, se ha percatado
desde los primeros escarceos que
la joven lo está siguiendo por
diversos espacios del hotel, es
una de las más conseguidas
estéticamente de toda la
película. La cámara se mueve de
tal modo que siempre podemos
calibrar la distancia física que
los separa, haciendo hincapié en
resaltar los malogrados intentos
de la chica por evitar que sus
intenciones sean descubiertas.
Lo mismo se detiene a hojear un
periódico, mirando por el
rabillo del ojo a ese imponente
caballero que sin duda la
atemoriza un poco, que avanza y
retrocede a un tiempo,
ocultándose detrás de esquinas,
pilares y columnas, mientras que
Dorsday asiste un tanto
extrañado, saludando cortésmente
o esbozando una ligera sonrisa a
tan encantadora persecución. Por
fin, es el ladino marchante
quien provoca el encuentro entre
ambos, sin que Elsa pueda evitar
un cierto azoramiento y una
pudorosa vergüenza. Dorsday,
astutamente, ya que la muchacha
no se decide a contarle lo que
sucede con su padre, quizás
porque aún no ha tomado plena
conciencia de la gravedad del
asunto, se limita a invitarla a
que acuda, después de la cena,
al baile nocturno que va a
celebrarse en los salones del
establecimiento. El espectador
tampoco dispone de suficientes
datos para poder intuir las nada
limpias intenciones que impulsan
al respetable capitalista.
Si el primer tercio del filme
transcurre en Viena, los otros
dos tercios, es decir, el nudo y
el desenlace, tienen lugar en la
estación de esquí. Asimismo, la
acción principal se desarrolla
desde que Elsa recibe la carta
de su madre, después del
mediodía, y cerca de la una de
la noche, que es cuando se
consuma la tragedia.
Nada más acceder a la invitación
de Dorsday, dirígese Elsa a uno
de los salones del hotel en
busca de su tía, a fin de darle
la noticia sobre la situación de
su padre, aunque Emma,
contrariada, le hace saber que
no quiere ni oír hablar del
asunto y que no es la primera
vez que Alfred está en apuros
financieros. La negativa de Emma
por ayudar a su cuñado es
tajante. Toda esta enojosa
cuestión supone para Elsa, en
muy poco tiempo, un duro baño de
realidad. Jamás habíasele pasado
por la imaginación que una cosa
así pudiese suceder. Pero, en
tal tesitura, lo que
verdaderamente la agobia y la
conturba es el hecho de que la
persona a quien más quiere en el
mundo, su padre, se encuentre en
semejante trance.
La tía Emma (Adele Sandrock) y
su sobrina Elsa (Elisabeth Bergner)
en el hotel de St. Moritz. Emma, una
acaudalada mujer, le niega a su sobrina el
dinero que necesita su padre para eludir la
prisión.
Ahora bien, como confirmará la siguiente reacción de
Elsa, todavía no es plenamente consciente de la gravedad
de los hechos. Nada más apremiarla su tía a arreglarse
adecuadamente para el baile, Elsa sube a su habitación.
Meditabunda y angustiada, apoya su delicada y hermosa
cabecita en el espejo del armario, diciéndose a sí misma
que no puede acceder a la petición de su madre. Una
mezcla de pudoroso retraimiento por tener que dirigirse
a un hombre mucho mayor que ella, de orgullo y de
comprensible inconsciencia juvenil, la impulsan a
abandonar la estación de esquí y salir precipitadamente
en el primer tren con destino a Viena. Pero, cuando está
recogiendo sus cosas y preparando atolondradamente las
maletas, un botones llama y le entrega un telegrama
enviado por su madre. En él le requiere, esta vez sin
tapujos, que debe hablar cuanto antes con Dorsday, pues
su padre puede ser detenido en cualquier momento por
orden de la Fiscalía. El texto del telegrama supone para
Elsa un fuerte impacto. Es como si de pronto fuese
consciente, como una mujer adulta, de lo que en realidad
está sucediendo. La expresión de su rostro cambia por
completo. En una actriz tan dotada para manifestar en su
semblante las más mínimas huellas de los estados de
ánimo, esa transformación se aprecia con especial
intensidad. La pena y el abatimiento la embargan,
apoderándose de su ser sin que ella pueda oponer la más
mínima resistencia. En muy pocas horas, esta jovial,
despabilada y animosa muchacha, salida apenas de la
adolescencia, se ha convertido en una mujer, capaz de
tomar decisiones graves y sorprendentes. Las
circunstancias la han hecho madurar con una inusitada
rapidez. Ahora no le está permitido dudar.
Elsa,
en su habitación del hotel de St. Moritz,
cuando, reflexiva y apesadumbrada, aún no
está decidida a cumplir el deseo de su madre
para que hable con Dorsday y le
pida el préstamo que necesita su padre.
Deja los preparativos del viaje y decide ir al baile. Se
viste con elegancia, aunque sin abandonar por entero un
cierto aire todavía adolescente. Acude presurosa al
encuentro con Dorsday. Éste la invita a sentarse en unos
sillones un tanto apartados, a fin de permanecer ajenos
a las miradas de los curiosos. Presentimos que Dorsday
intuye con bastante seguridad lo que la joven va a
pedirle. Elsa, azorada y afligida, con evidente
nerviosismo, le cuenta de manera sucinta a Dorsday lo
que sucede. Apenas se atreve, durante la breve
conversación, a levantar la cabeza, que permanece gacha
casi todo el rato. Confía en este hombre de apariencia
tan respetable, desconocido para ella. Él, con frío
cálculo, muestra una leve reticencia inicial, pero, casi
sin solución de continuidad, se pone de pie y accede al
ruego. A Elsa se le muda el rostro, que de la congoja
pasa en segundos al regocijo. Se levanta y expresa
efusivamente su agradecimiento. Pero no ha hecho más que
manifestarlo, cuando Dorsday, inesperadamente, con
seguridad y premeditada parsimonia, le pone una
condición. Ella aguarda. «Quisiera verla…», dice Dorsday,
dirigiendo su mirada y señalando con la mano a una
consola próxima, en cuya superficie vemos un único
adorno: una estatuilla femenina de mármol, imitación de
cualquier Venus antigua, completamente desnuda. Elsa,
abochornada y humillada, apenas puede encajar un golpe
tan bajo y miserable. Profundamente entristecida y
desconcertada, sube a su habitación. Duda. Reflexiona.
Cada minuto que pasa se encuentra más abatida, más
desesperada, más sola y abandonada. Al fin, se decide a
ayudar a su padre, pero, al mismo tiempo, adquiere
nítida conciencia del callejón sin salida en el que la
han metido. La única solución honorable que le queda es
la muerte.
Elsa en
el hotel de St. Moritz, junto a Dorsday (Albert Steinrück),
en el momento de enterarse de la miserable,
inmoral y lasciva proposición del marchante
millonario.
El director tiene buen cuidado
en huir de lo melodramático. A
partir de ese momento, todo
transcurrirá con una
imperturbable serenidad, salvo
el afán de la muchacha en que no
se trunque la resolución
adoptada. Ella, una jovencísima
mujer con ideas independientes y
libres,
no puede tolerar ser tratada
como una vulgar prostituta. La
drástica decisión no es otra que
el suicidio: ingerir una
considerable dosis de Veronal,
un potente somnífero que había
caído casualmente en sus manos
esa misma mañana o el día
anterior, cuando Paul, casi como
si se tratase de un juego, se lo
había arrebatado a una amiga,
Cissy Mohr (Grit Hegesa), con la
que había intimado desde su
llegada, cuando los tres daban
un paseo en trineo,
entregándoselo rápidamente y a
hurtadillas a su prima, quien
introduce el tubo con las
pastillas en el bolsillo de su
abrigo. Sin prestarle ninguna
importancia lo había guardado en
un cajón del escritorio de su
habitación.
La secuencia completa de la
reacción de Elsa está construida
de tal manera que incluye una
elocuente elipsis, omitiendo así
la acción de desvestirse. Cuando
se ha quedado enteramente
desnuda, se cubre el cuerpo con
un lujoso e inmaculado abrigo
blanco de pieles, ingiere todo
el frasco de comprimidos, y,
envuelta en tan simbólico
sudario, se dirige a la
habitación de Dorsday. Éste
había abandonado su suite a la
una menos veinte de la noche,
cansado de esperar a la joven.
Al no encontrarlo en sus
habitaciones, recorre
desesperada el hotel, creyendo
con razón que no va a darle
tiempo, pues el veneno está
produciendo ya sus letales
efectos. Los clientes, viéndola
pasar por los salones, la
observan asombrados, ya que la
indumentaria que lleva no se
corresponde con la agradable
temperatura ambiental producida
por la calefacción del edificio.
Elsa se tambalea un poco. Por
fin ve a Dorsday en la barra de
la cafetería, junto a numerosos
huéspedes. Se detiene. Está
situada de espaldas al
espectador, de pie, en el centro
del encuadre, con la bulliciosa
cafetería delante, en un eje
simétrico. Avanza lentamente,
recorriendo con conmovedora
gallardía la despejada distancia
que la separa del friso
horizontal donde se sitúa el
público. Pronuncia débilmente el
nombre de Dorsday. Todos se
vuelven y la miran, incluido el
marchante. Elsa, entonces,
apenas ya sin fuerzas, con la
visión borrosa, se desprende con
indecible galanura del abrigo,
que cae cual un luminoso
despojo, desvaneciéndose
simultáneamente la muchacha,
hasta quedar tumbada en el
suelo. Todos los presentes han
podido advertir fugazmente su
impoluta desnudez, que una vez
más permanece oculta al ojo del
espectador.
En su habitación del hotel de St. Moritz, Elsa,
enfundada en el abrigo que envuelve su
cuerpo completamente desnudo, vuelve a mirarse en
el espejo, pero ahora se ha tomado las
píldoras que la conducirán a la muerte. El tiempo apremia.
El más sorprendido es Dorsday, aunque su canallesca
condición le impide sentir la más mínima compasión. Se
produce un gran revuelo y ajetreo. Alguien cubre
inmediatamente el cuerpo sin vida de Elsa y lo trasladan
a la habitación. Acude el médico, pero solo para
certificar la defunción. Entretanto, cuando el médico se
encontraba aún en la habitación, llegaba Paul al hotel,
acompañado de su amiga Cissy, después de haber pasado la
velada fuera. En el vestíbulo es informado de lo que le
ha ocurrido a su prima, motivo más que suficiente para
subir corriendo a su lado. En la última secuencia vemos
a Paul, arrodillado junto a la cama donde yace muerta su
prima Elsa, cuyo rostro, capturado de perfil por la
cámara, destaca por su candorosa belleza y placidez.
Entre la primera toma y la segunda, idéntica a la
anterior, del semblante de la joven, se intercala una
vista panorámica de las inmensas montañas cubiertas de
nieve, dejando entrever lo ajena que permanece la
grandiosa Naturaleza a los acontecimientos y desgracias
de los seres humanos.
La película deja abierto el interrogante de si Dorsday
cumplirá su palabra, aunque no parece probable que eso
pueda ya importar a nadie.
Una mueca de espanto y asombro se apodera
del rostro de
Elsa cuando la joven toma conciencia de la acción sin
retorno que acaba de cometer, pero ella no podía tolerar ser tratada como una vulgar prostituta.
Entre las críticas que se publicaron inmediatamente
después del estreno, deben recordarse, al menos, tres:
la de Ernst Jäger (en marzo, en el N.º 59 de la revista
Film-Kurier), la de Rudolf Kurtz (también en
marzo, en el N.º 57 de la revista Lichtbild–Bühne)
y la de Siegfried Kracauer, en el periódico Frankfurter Zeitung
(14 de abril
de 1929).
Ernst Jäger enfatizó la extraordinaria atención de la
que gozó Elisabeth Bergner durante toda la película,
concebida por Paul Czinner para que la cámara la
escrutase sin descanso, tanto de cerca como de lejos. El
movimiento de la cámara logra entrelazar la figura de la
menuda actriz con las distintas dependencias y el
mobiliario del hotel. La sobriedad con la que Arthur
Schnitzler construye a su personaje femenino
protagonista, a pesar de su densa penetración
psicológica, es alterada por Czinner en el sentido de
asociar estrechamente a ese mismo personaje al
movimiento de la cámara, que la persigue con tenaz
insistencia. No obstante, para este crítico la
fotografía de la película resulta ser más teatral que
cinematográfica.
Por su parte, Rudolf Kurtz, a diferencia de Ernst Jäger,
subraya el hecho de que Czinner sacrifica los efectos
teatrales estridentes por otros más estrictamente
dramáticos y silenciosos. También pondera toda esa
secuencia a la que nos hemos referido anteriormente de
la persecución de Dorsday por Elsa a través de los
pasillos y salones del hotel, insistiendo en la
habilidad con la que se ofrecen los adelantos y los
retrocesos de la joven, su ocultamiento detrás de las
columnas, hasta que el encuentro final entre ambos,
provocado por quien se supone que es el perseguido,
constituye una especie de liberación dramática,
deshaciendo la tensión acumulada durante todos esos
minutos. Aunque de menor duración temporal, la secuencia
en la que Elsa, ingerido ya el veneno, va en busca de
Dorsday, está rodada con idénticos medios, si bien
ahora, creemos nosotros, se intensifica la angustia de
la acción dramática, pues la vida se le está escapando
de las manos. Rudolf Kurtz entiende que el guion escrito
por Czinner pensando exclusivamente en Elisabeth Bergner,
adolece de cierta rigidez, lo que no impidió que la gran
actriz mostrase los más exquisitos matices emocionales,
incluso una delicada evolución espiritual que no es más
que la expresión de la propia vida interior, aspectos
del arte de la interpretación para los que estaba
particularmente dotada Elisabeth Bergner. Ahora bien,
siendo esta capacidad interpretativa valiosa en sí
misma, no es suficiente, según Kurtz, para garantizar la
eficacia de una película. Un filme necesita que el
efecto dramático pueda traducirse a través de medios
puramente ópticos, visuales, cinematográficos. Para que
las inusualmente raras cualidades interpretativas de una
actriz como Elisabeth Bergner puedan brillar con luz
propia, se requiere un marco dramático bien asentado, a
fin de que tales cualidades puedan desenvolverse y
adecuarse a la acción. Rudolf Kurtz, como varios
decenios después hizo Lotte H. Eisner, no se cansa en su
crítica de alabar las excepcionales dotes de Elisabeth
Bergner, según él una de las más preciadas posesiones
del cine alemán. Escribe: «Difícilmente hay una actriz
en todo el mundo cuyo rostro y cuyo cuerpo sean una
expresión tan pura de su vida interior». «Con una
claridad incomprensible —continúa escribiendo el mismo
crítico—,
su expresión habla del dolor y de la alegría de su
alma».
Estamos de acuerdo con el agudo crítico, sobre todo
cuando prestamos especial atención a las
transformaciones que se operan en el rostro de la
actriz, pero no solo en él, sino en todo su cuerpo, en
sus gestos y en sus movimientos, que transitan desde un
agitado e inquieto nerviosismo hasta el detenimiento
provocado por la forzosa reflexión. Concluye Kurtz
afirmando que solo una actriz de alto rango, como es el
caso de la Bergner, es capaz de llevar a cabo dilatados
monólogos visuales, sin acompañamiento alguno, confiando
únicamente en sí misma, de tal manera que genera una
tensión interior cuyos efectos han de ser necesariamente
dramáticos. Tales observaciones, incluso con mayor
motivo, podrían igualmente aplicarse a otra de las más
grandes actrices del cine mudo europeo, la danesa Asta
Nielsen10.
Con un abrigo blanco de
pieles que cubre su cuerpo desnudo, y
notando ya los letales efectos del fármaco
que ha ingerido,
Elsa se dirige a la presencia del millonario.
Avanza lentamente, recorriendo
con conmovedora gallardía la despejada
distancia que la separa del friso horizontal
donde se sitúa el público.
El menos entusiasta es Kracauer, quien ve un defecto en
el hecho de que la película no haya construido su trama
desde la perspectiva de la protagonista, perdiendo así
significado el conjunto de acontecimientos, que acaban
articulándose en una concatenación obsoleta. Según el
inconfundible y polémico crítico, Paul Czinner debería
haberse ceñido más al texto de Arthur Schnitzler. En el
filme, a diferencia de lo que ocurre en la novela, lo
psicológico cede ante lo social. Solo las condiciones
que sustentan la incardinación de Elsa en la novela
permiten que sus acciones resulten comprensibles. Tales
condiciones no han sido tenidas en cuenta por Paul
Czinner, es decir, que Elsa no nos es mostrada como una
jovencita en la que se pueda confiar, precisamente
porque en ella se conjugan armoniosamente la inocencia
con la reflexión, sino que es colocada en medio de ese
mundo despreocupado y frívolo de la clase media-alta
alemana durante la segunda mitad del decenio de 1920. El
realizador desaprovecha las complejas asociaciones que
podrían desprenderse del comportamiento y de las
reacciones psicológicas de Elsa, empobreciendo de ese
modo la trama y completándola de manera mecánica. Es
como si el espectador fuese testigo involuntario de todo
el viaje en tren desde Viena hasta Saint Moritz,
emprendido por Elsa en compañía de su tía y de su primo,
quedando asimismo atrapado en los nimios acontecimientos
del hotel de lujo con sus pequeños e insignificantes
detalles. Todo esto termina siendo visto como si tuviese
entidad en sí mismo, pero está desprovisto de vida al no
ser contemplado desde la experiencia interior de Elsa.
En definitiva, que para Kracauer la actriz Elisabeth
Bergner, debido a la dirección de Paul Czinner, tiene
dificultades para hacer comprensible su personaje de la
señorita Elsa. Sin embargo, la intrínseca capacidad
expresiva de la actriz no puede ser silenciada,
asistiendo a escenas e instantes verdaderamente
intensos.
Naturalmente, no compartimos el juicio crítico de
Kracauer, que, como en otras ocasiones, pretende
establecer un vínculo inmutable entre dos creaciones
artísticas diferentes, en este caso concreto la novela
de Schnitzler y la película de Czinner, rechazando la
autonomía de la segunda respecto de la primera. Eso no
quiere decir que una película, si se inspira
directamente o es una adaptación de un relato, no deba
conservar el espíritu que impregna a este último, pero
no tiene por qué mimetizarlo, no solo porque un filme,
por regla general, no puede dar cumplida cuenta de los
pormenorizados detalles y de las situaciones o estados
de ánimo que a veces solamente permiten ser
desarrollados o sugeridos en una novela, género que
admite, por su propia idiosincrasia, unos recursos
expresivos y unos monólogos interiores particularmente
sutiles, sino también porque se trata de géneros
distintos, cada uno con su propio lenguaje y sus
genuinos e intransferibles procedimientos estéticos y
estilísticos. La novela de Schnitzler, según hemos
dejado constancia al comienzo de estas líneas, está
construida en forma de monólogo interior, técnica
extremadamente difícil de adecuar a las posibilidades
técnicas del cine. Incluso el teatro se adapta mejor a
ella. Un buen ejemplo de esa dificultad lo tenemos en
las novelas de la escritora inglesa Virginia Woolf, tan
renuentes a ser llevadas a la pantalla. Sin embargo, ese
mismo tipo de novelas se adaptan mejor a la
representación teatral, como ocurre con alguna del
escritor español Miguel Delibes. No creemos que el hecho
de que la realización de Czinner excluya la visión
subjetiva de la protagonista, impida radicalmente la
plasmación de los complejos estados espirituales y
psicológicos de Elsa, los cuales evolucionan o se
transforman al hilo de los acontecimientos que se
narran. Tampoco estamos plenamente de acuerdo en que lo
social prevalezca sobre lo psicológico. La película
dibuja el comportamiento de una determinada clase
social, pero sin impedir el libre desenvolvimiento
psicológico y espiritual del personaje principal.
Kracauer, y esto lo compartimos con él, es muy proclive
a interesarse por los aspectos y motivaciones
psicológicas de los personajes de las películas que
examina, pero esa propensión no tiene necesariamente que
minimizar otros aspectos. En otros lugares nos hemos
referido a la excesiva ideologización de muchos de los
análisis de Kracauer11.
Deseamos concluir con el referido retrato que de
Elisabeth Bergner hizo Lotte H. Eisner, del que ya hemos
adelantado algunas líneas. Escribe: «Vibrante,
sensitiva, animada de una intelectualidad nerviosa,
Elisabeth Bergner había tomado, por así decirlo, en la
segunda mitad de los años 20, la sucesión de Asta
Nielsen. Hasta el advenimiento de Hitler, encarnó el
espíritu de una época que estuvo llena de tensión, de
vida espiritual intensa y muy próxima aún del éxtasis
expansivo de la inmediata posguerra. Se vivía con prisa,
con inquietud, como si se presintiera que esa cultura y
ese impulso iban a desaparecer pronto. Se reparó en
Elisabeth Bergner cuando encarnó, siendo mujer-niña
llena de frágil encanto, en los escenarios de Max
Reinhardt, a las jóvenes heroínas de Shakespeare; su
cuerpo de efebo revestía un traje del Quattrocento, como
Reinhardt la prefería, con sus hombros ligeramente
alzados hacia su débil cuello. Al igual que Asta
Nielsen, sabía llevar un vestido de adolescente sin que
su aspecto fuera vulgar… sin traicionar su feminidad…
Sus expresiones tenían miles de facetas y miles de
matices»12.
Málaga, 8 de abril
de 2021.
NOTAS
1
Siegfried Kracauer. De Caligari a Hitler. Una historia
psicológica del cine alemán. Barcelona, Paidós, 1985,
pág. 121. La edición original inglesa es de 1947.
2
Roberto Paolella. Historia del cine mudo. Buenos
Aires, Eudeba, 1967, pág. 331. La edición original
italiana es de 1956.
3Ibídem, págs. 331-332.
4
Lotte H. Eisner. La pantalla demoníaca. Las
influencias de Max Reinhardt y del Expresionismo.
Madrid, Cátedra, 1996, pág. 257. La edición original
francesa es de 1952.
5
Véase nuestro artículo «Hintertreppe, un notable y
temprano ejemplo del Kammerspielfilm», escrito en
febrero de 2021. Gibralfaro, 108, Universidad de Málaga
(enero-marzo 2021). También en el enlace:
<http://www.enriquecastanos.com/hintertreppe.htm>.
6
Roberto Paolella, pág. 332.
7
Lotte H. Eisner, pág. 257.
8
Siegfried Kracauer, pág. 153.
9Ibídem.
10
Entre las más encendidas palabras de admiración por
Asta Nielsen, destacan las de Lotte H. Eisner en uno de
los apéndices de su estudio La pantalla demoníaca. Véase
a este respecto nuestro artículo «Los expresivos ojos y
los pesados párpados de Asta Nielsen. Anotaciones a Der
Absturz, de Ludwig Wolff (1922)», de finales de marzo de
2021. Gibralfaro, 112, Universidad de Málaga
(julio-septiembre 2022). También en este enlace:
<http://www.enriquecastanos.com/wolff_absturz.htm>.
11
Esta cuestión la hemos abordado en dos artículos:
«Reflexiones sobre la película Das Blaue Licht, de Leni
Riefenstahl (1932)», de diciembre de 2014 (http://www.enriquecastanos.com/riefenstahl_luz_azul.htm),
y «Mädchen in Uniform (1931), una obra maestra de la
realización y la interpretación», de enero de 2015
(http://www.enriquecastanos.com/sagan_leontine_madchen_in_uniform.htm).
El primero de los dos artículos fue publicado en Fedro.
Revista de Estética y Teoría de las Artes, 16.
Universidad de Sevilla, julio de 2016; el segundo en la
revista Gibralfaro, 92. Universidad de Málaga,
julio-septiembre de 2016.
12
Lotte H. Eisner, págs. 257-258.
Enrique Castaños Alés
(Málaga, 1956). Profesor
de Instituto de
Enseñanza Media desde
1982 hasta 2016.
Profesor asociado del
Departamento de Historia
del Arte de la
Universidad de Málaga
durante los cursos
2006-2011. Licenciado en
Filosofía y Letras en
1979, se especializó en
Historia Medieval. Su
Memoria de Licenciatura,
leída a finales de 1981
y aprobada con la
calificación de
Sobresaliente por
unanimidad, versó sobre
El socialismo
postrevolucionario
anterior a Karl Marx:
Charles Fourier, Henri
de Saint Simon, Robert
Owen y Pierre-Joseph
Proudhon. Su Tesis
Doctoral, defendida en
el año 2000 con la
calificación de
Sobresaliente cum Laude,
se centró en Los
orígenes del arte
cibernético en España.
La experiencia del
Centro de Cálculo de la
Universidad de Madrid.
Es autor del libro La
pintura de vanguardia en
Málaga durante la
segunda mitad del siglo
XX (1997),
reelaborado y ampliado
en 2011 bajo el título
Las artes plásticas
en Málaga en la segunda
mitad del siglo XX.
Crítico de arte del
diario SUR de Málaga
entre 1996 y 2012.
Colaborador de las
revistas Lápiz,
Galería,
Cuadernos
Hispanoamericanos,
Boletín de Arte de la
Universidad de Málaga,
Arte y Parte y
Fedro. Revista de
Estética y Teoría de las
Artes (Universidad
de Sevilla).
Ha sido Director de la
Sala de Exposiciones de
la Diputación de Málaga,
Coordinador de la Sala
de Exposiciones de la
Universidad de Málaga,
Director del
Departamento de
Promoción Cultural de la
Fundación Picasso-Casa
Natal y comisario de
múltiples exposiciones,
entre las que destacan
las antológicas y
retrospectivas dedicadas
a Manuel Barbadillo
Nocea, Stefan von
Reiswitz, Godofredo
Ortega Muñoz, Esteban
Vicente y Francisco
Hernández Díaz. Ha
comisariado exposiciones
monográficas de Tomás
García Asensio, Lugán,
Oriol Vilapuig, Santiago
Mayo, Jordi Teixidor
Otto, Andreu Alfaro,
Manuel Salinas, Pablo
Alonso Herráiz, Dámaso
Ruano Gómez, Manuel
Mingorance Acién y el
Colectivo Palmo de
Málaga. En 1992 fue
comisario de la
exposición El arte de
construir el arte,
con los fondos del
Colegio de Arquitectos
de Málaga. Colaborador
de la muestra «Andalucía
y la modernidad», del
volumen Arte desde
Andalucía para el siglo
XXI, y del catálogo
de la exposición El
discreto encanto de la
tecnología,
celebrada en el MEIAC de
Badajoz y el Museo ZKM
de Karlsruhe.
Ha impartido numerosas
conferencias y ha sido
ponente en diversos
seminarios organizados
por las Universidades de
Málaga y Alicante. Ha
escrito y publicado en
revistas especializadas
amplios artículos sobre
diversas novelas de Bram
Stoker, Fiódor
Dostoyevski, Nathaniel
Hawthorne, Anne Brontë y
Miguel de Unamuno, así
como sobre películas de
Leontine Sagan,
Ludwig Wolff,
Leni
Riefenstahl, Philippe
Claudel y Leopold
Jessner. Colaborador del
Diccionario
Biográfico Español
de la Real Academia de
la Historia. En 1997
publicó unas
Consideraciones sobre «Ordet»,
de Carl Theodor Dreyer.