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Descripción técnica:
Producción: Svensk Filmindustri.
Dirección: Mauritz Stiller (Helsinki, 1883 –
Estocolmo, 1928).
Puesta en escena: Mauritz Stiller y Arthur
Nordeen.
Basada en la novela Juha (1911), de
Juhani Aho (escritor finlandés, cuyo
verdadero nombre era
Johannes Brofeldt, 1861 – 1921).
Fotografía: Henrik Jaenzon.
Decorados: Axel Esbensen.
84 m. Muda. B/N.
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Reparto:
Johan: Mathias Taube (Lindesberg, Suecia, 1876 –
Estocolmo, 1934).
Marit: Jenny Hasselqvist (Estocolmo, 1894 – 1978).
El forastero: Urho Somersalmi (Helsinki, 1888 – 1962).
La madre de Johan: Hildegard Harring (nacida en 1871).
Magd o Maid, la criada del hogar de Johan y Marit: Lilly
Berg.
El viejo pescador: Nils Fredrik Widegren (nacido hacia
1836 en Suecia).
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INEXPLICABLEMENTE, EL IMPORTANTE ensayo del
crítico sueco Bengt Idestam-Almquist (Turku,
Finlandia, 1895 – Enskededalen, Suecia,
1983), titulado Cine sueco. Drama y
Renacimiento (Buenos Aires, Losange,
1958; se trata de la traducción de Alberto
Óscar Blasi de la edición italiana), no dice
nada de esta indiscutible obra maestra; ni
siquiera la nombra. Tendría que haberlo
hecho en el capítulo 10 (págs. 155-172 de la
edición en español), titulado «Stiller en su
apogeo». Es posible ―tomo el dato de la
Stockholms Stadsbibliotek― que el libro sea
el que se editó originalmente en Estocolmo
en 1952, con una introducción de Victor
Sjöström, con el título
Classics of the Swedish cinemathe Stiller &
Sjöström period
(una prueba podría ser que, al referirse el
mencionado crítico al filme Herr Arnes
Pengar, de Mauritz Stiller, dirigida en
1919, dice en la página 167 que fue
«realizado hace treinta y cuatro años»).
Otro libro anterior muy destacado de este
crítico (¿o se trata de la primera versión
del mismo ensayo?) es el que se editó en
Estocolmo en 1939, con el título Svenska
filmens drama – Sjöström och Stiller. Al
no ser la edición española de Losange una
traducción directa del original, sino de la
edición italiana, se aprecian numerosos
errores sintácticos y gramaticales.
En cuanto a lo que dice de la película
Johan el historiador italiano Roberto
Paolella en su Historia del cine mudo
(Buenos Aires, Eudeba, 1967, pág. 287;
edición original: Storia del cinema muto,
Nápoles, Giannini, 1956), es muy poco y casi
irrelevante.
El crítico de cine Fernando Usón Forniés, en
un artículo publicado en su blog (no
disponible ya en 2023) el 10 de junio de
2011, hacía interesantes precisiones acerca
de la película Johan, si bien su
texto se ceñía principalmente a analizar la
otra gran obra maestra absoluta de Stiller,
Herr Arnes Pengar (1919). Este
crítico dispone actualmente de un blog
(https://caprichocinefilo.wordpress.com/category/stiller-mauritz/)
en el que pueden encontrarse textos críticos
muy notables sobre las principales películas
del director sueco. |
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Acto I / Plano general en el que se ve llegar en su
barca, al lugar donde transcurrirá la acción, al
forastero, acompañado de varias barcas de más
trabajadores temporales. Él es el único que viaja solo,
manejando con destreza la embarcación, que avanza a
través de la corriente rápida de un río.
A continuación, una toma, interrumpida por un rótulo,
del paisaje en calma de la región, en la que los recién
llegados se dedicarán a cortar árboles y abrir nuevas
canalizaciones del río rompiendo los diques de arena y
piedra mediante explosivos. Al paisaje en calma, se le
contrapondrán inmediatamente después las aguas rápidas y
turbulentas del río, del que se deduce que crece con el
deshielo primaveral (la película comprende un periodo de
tiempo en el que se suceden varias estaciones).
Toma general en donde se ve la llegada a tierra de los
trabajadores. El forastero, un hombretón joven, vestido
con jersey, ataviado con un sombrero y botas de cuero y
llevando una pequeña mochila en la espalda, desde el
primer instante nos produce una impresión de fatuidad,
de superficialidad, de encontrarse pagado de sí mismo y
creerse un galán de éxito. Su primera acción es
dirigirse a un grupo de tres jóvenes y coger a una en
alto, como queriendo impresionar a las muchachas, aunque
se advierte la rudeza de sus gestos y movimientos, así
como una mirada torcida, no limpia. El retrato
psicológico ha sido hecho por Stiller, en breves
segundos, de manera magistral. Quien sí lo ha observado
todo a una cierta distancia es otra muchacha del lugar,
Marit. Se la ve mover sus manos juntas de manera
nerviosa, como anhelante. Está claro que estamos ante
una joven ansiosa de encontrar novio y casarse. Las
dudas y contradicciones, los titubeos e incoherencias de
su comportamiento durante el relato, ya las presentimos
sólo con esta momentánea aproximación. En la siguiente
toma, uno de los trabajadores recién llegados, un rudo
hombre con bigote, se acerca a ella intentando
galantearla, pero Marit se aparta instintivamente de sus
brazos, con evidente desagrado, pues ya ha podido ver el
porte del forastero cuando ha levantado a una de las
jóvenes, quedándose imprecisamente prendada e incluso un
tanto impresionada; de ahí, el nerviosismo de sus manos
moviéndose. Marit se dirige rápido al grupo donde está
Johan, el hombre en cuya casa vive, quien le ofrece
absoluta seguridad.
En la siguiente toma vemos a los trabajadores salir de
la amplia cabaña de madera donde se alojan, junto a la
casa donde viven Johan, su madre y Marit. Todavía en el
porche, ya coquetean los hombres con una criada, actitud
que no gusta nada a la madre de Johan, quien se ocupa de
coordinar, como dueña ―junto con su hijo― de la próspera
granja y de sus varias dependencias, las tareas de
atender a los trabajadores foráneos. La toma sirve para
un primer contacto con el carácter de la madre de Johan,
una mujer nada simpática, gruñona, demasiado estricta.
Los trabajadores se lo toman a chanza y se ríen del
semblante de disgusto de la campesina. |
En la siguiente toma vemos a
Marit salir de un cobertizo,
ocupada en sus faenas diarias.
De nuevo, el mismo hombre con
bigote que intentó abrazarla, le
lanza piropos desde lejos, que
claramente desagradan a la
muchacha. Entonces, viendo lo
que ocurre, el forastero se
acerca despacio, presuntuoso,
hacia el bigotudo, lo coge del
brazo y lo arroja con fuerza
hacia el grupo de sus
compañeros. En el siguiente
plano, vemos la satisfacción que
el hecho ha producido en Marit,
quien, una vez que los hombres
desaparecen por un lateral de la
dependencia, se aproxima a la
esquina, asomándose
cautelosamente, con el fin de
ver alejarse a su inesperado
protector. Pero éste se ha
rezagado para coger una flor
silvestre. En el momento en que
retrocede para volver a donde
está Marit, ésta oculta
rápidamente la cabeza, pero el
forastero se ha percatado de que
lo estaba espiando. Dobla el
forastero la esquina de la casa
e inicia un galanteo con la
muchacha. Al principio, ella se
resiste, pero siempre
manteniendo una cierta
ambigüedad, un ligero coqueteo;
al fin accede a acercarle la
mano para que él lea las líneas
de su palma. Durante toda la
escena del flirteo, percibimos
la mirada innoble del galán, sus
intenciones prosaicas y
vulgares, esto es, sólo sexuales
(aquí se adelanta ocho años
Stiller a Tagebuch einer
Verlorenen —Tres páginas
de un diario—, de Georg
Wilhelm Pabst, realizada en
1929, cuando Fritz Rasp rezuma
deseo lujurioso ante la
adolescente Louise Brooks, bien
es cierto que mucho más
repugnante que el que ahora
muestra nuestro forastero).
La siguiente toma se inicia con
un plano general de los
trabajadores ocupados en cortar
leña y remover tierra próxima al
río. A la derecha del encuadre
está el forastero, y es por ahí,
desde el fondo, por donde vemos
acercarse a Marit con una gran
canasta al hombro que contiene
comida para los obreros. El
forastero la detiene, juega con
ella con rudeza, pero a Marit no
parecen agradarle las formas del
seductor, alejándose con
presteza. Otra vez un plano
general de los hombres apiñados
colocando una carga explosiva en
un pequeño dique de tierra que,
al ceder, abrirá un gran brazo
de agua. Con el encendido de la
mecha, la concurrencia se
desparrama, momento que
aprovecha el forastero para
acercarse de nuevo a Marit,
atraerla hacia sí y darle un
fugaz beso en la boca. La
inmediata respuesta de ella es
una bofetada en la mejilla del
descarado. Se aleja a paso
rápido, hacia el fondo del
cuadro, pero él la saluda
alegremente, como si no hubiese
ocurrido nada. El forastero se
monta en su barca, pues será él
quien inaugure con su incursión
ese nuevo brazo de agua.
Espléndido plano medio de Marit,
fugacísimo. Plano general del
forastero en la embarcación, a
través del pequeño torrente,
aproximándose en pendiente hacia
donde se halla el espectador.
Acto II / El forastero continúa
desplazándose por la impetuosa
torrentera. Magnífico plano del
interior de la casa de Johan, en
la amplia cocina. La madre está
ocupada en la comida, mientras
que Marit limpia
concienzudamente, de rodillas y
con estropajo, el suelo. La
dueña de la casa, a pesar de que
vemos el afán de Marit por hacer
bien su trabajo, tiene palabras
desagradables para con ella, en
el sentido de que debe
esforzarse más aún. Esta escena
nos permite comprender el
carácter autoritario y dominante
de la madre de Johan, así como
el papel de criada de Marit, a
pesar de que muy pronto
descubriremos que no debería ser
así. A esa función servil la ha
conducido la madre de Johan, no
éste, que es un hombre sereno y
bondadoso.
En la siguiente toma, podemos
ver a Johan, en la orilla
opuesta del ancho río, ocupado
en arrojar troncos cortados
desde lo alto de un terraplén.
Al dejar de pisar tierra firme y
colocarse en la inclinada
pendiente, pierde el equilibrio,
resbala con fuerza y cae al
suelo (todavía no lo vemos
derribado en el suelo, ni
tampoco inconsciente). De nuevo
la cocina. La madre de Johan
continúa de pie preparando la
comida, mientras que Marit está
sentada junto a ella en una
silla batiendo algo. La madre
mira a través de la ventana,
observa la humareda a lo lejos,
justo en el sitio donde está su
hijo, pero se extraña de su
tardanza; de manera áspera
ordena a Marit que vaya a
avisarle. Ésta se monta en una
barca, rema con energía y se
aproxima a la orilla donde yace
tendido el cuerpo magullado de
Johan, que todavía está
inconsciente. Antes de llegar,
ya lo divisa Marit desde la
barca. Corre hacia él
sobresaltada, le incorpora
suavemente la cabeza y al
instante recobra Johan el
sentido, aunque todavía un tanto
aturdido. Una pierna está
doblada de manera que podría
habérsela fracturado. Marit le
ayuda a levantarlo, a pesar de
que es un hombre corpulento. Él
pasa el brazo por el cuello de
ella y se dirigen hacia la
barca. Esta escena nos ha
permitido comprobar por vez
primera que Johan, que puede
rondar los cuarenta años,
incluso cuarenta y pocos, es un
hombre fornido, pero ya un poco
gastado por la dureza del
trabajo. Observamos el contraste
de edad entre él y Marit, así
como nos percatamos también de
la divergencia entre Johan y el
forastero. La sensación del
espectador ante la pérdida de la
juventud corporal de Johan, no
dejará de acompañarle durante
todo el resto del filme. Sus
movimientos serán trabajosos,
incluso torpes a veces. |
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Al principio,
ella se resiste, pero siempre manteniendo una cierta ambigüedad, un ligero coqueteo; al fin accede a acercarle la mano para que él lea las líneas de su palma. Durante toda la escena del flirteo, percibimos la mirada innoble del galán, sus intenciones prosaicas y vulgares, esto es, sólo sexuales. |
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Se produce una pequeña elipsis,
puesto que la siguiente toma
tiene lugar en el dormitorio de
Johan, en el piso de arriba de
la casa, con él convaleciente de
su caída, en la cama, junto a
una ventana que da a la entrada
principal, siendo atendido por
Marit. Cuando ella ha terminado
y se dispone a salir de la
habitación, cuya puerta está
cerrada, él la llama
delicadamente, para que se
aproxime. Es entonces cuando,
estando ella de pie junto a
Johan, éste le coge la mano con
suavidad y ternura, diciéndole
unas palabras que denotan que
siente por ella más que afecto.
Marit mira hacia lugares
indeterminados, pudorosamente
avergonzada, aunque sabe que las
intenciones de Johan son
sinceras y honestas (en esta
breve escena, mientras le tiene
cogida la mano y le habla,
percibimos el inmenso contraste
de la actitud de Johan con Marit
respecto de la del forastero; la
integridad, la sencillez, la
honestidad y la nobleza, frente
a la vulgaridad, la
fanfarronería y la fatuidad
vacua). Toda la toma ha servido
también para que podamos
apreciar la delicadeza con la
que la cámara de Henrik Jaenzon
nos muestra los muebles y
objetos del dormitorio,
incluidas las escopetas colgadas
en la pared. Estando aún en esa
posición, se abre
inesperadamente la puerta y
entra la madre de Johan, quien
dirige una autoritaria y áspera
mirada de injusta desaprobación
a la muchacha, a quien considera
culpable de querer seducir a su
hijo. A partir de aquí se
manifiesta para el espectador,
abiertamente, el carácter
posesivo, además de dominante,
del amor de esta madre por su
hijo. Marit permanece poquísimos
segundos con la mano aún cogida,
pero su miedo, azoramiento y
nerviosismo aumentan; se
desprende, y, ante una mirada de
desprecio de la señora, sale de
la habitación. La madre se
sienta junto a su hijo,
reprendiendo su comportamiento,
pero éste, que es un hombre
sencillo, aunque de firmes
convicciones y más maduro de lo
que pueda uno imaginarse al
principio, le responde que está
equivocada, además de que su
actitud es improcedente e
injusta. Es entonces cuando
Stiller introduce un maravilloso
flashback, sumamente
esclarecedor, ya que Johan le
recuerda a su madre la
procedencia de Marit y las
obligaciones que debería tener
con ella, a la que, en vez de
tratar como una hija adoptiva,
ha tratado siempre como una
criada.
El flashback le permite
al realizador retrotraer la
acción dieciocho años atrás,
cuando, un frío día de invierno
en que madre (ya estaba viuda) e
hijo salen de la casa y se
montan en un trineo tirado por
un caballo, a escasos metros
todavía de la vivienda, perciben
desde lejos una persona
moviéndose muy trabajosamente,
casi hundida en un agujero en
medio de la nieve. Johan, que es
quien conduce, detiene el
trineo, aproxima la antorcha
encendida, y comprueba que se
trata de un hombre moribundo,
quien expirará en ese mismo
instante delante de sus propios
ojos. Se baja del trineo y
certifica, en efecto, el
fallecimiento del desconocido.
Pero junto al hombre muerto, muy
bien envuelto, hay un bulto
pequeño que se mueve ligeramente
(probablemente esté llorando
también). Johan lo coge con
cuidado, le destapa la cara y
comprueba que se trata de un
bebé. Sube con él al trineo y se
lo entrega a su madre. Aquí
termina el flashback. Es
decir, que Marit es una huérfana
que fue acogida hace dieciocho
años por Johan y por su madre,
pero ésta, en vez de haberla
tratado como si fuese su propia
hija, la hija que precisamente
no tenía, se ha comportado con
ella áspera y desapaciblemente,
tratándola como una sirvienta
cualquiera. No así Johan. Es
verdad que, si Marit se hubiese
criado como una verdadera hija
adoptiva, Johan hubiese muy
probablemente terminado
considerandola como una hermana
pequeña, o incluso como casi su
hija. Pero la actitud de la
madre lo ha impedido por
completo. Por eso, ahora que
Marit es una apuesta muchacha de
dieciocho años, muy bien
formada, ni fea ni guapa, aunque
sí de muy buen ver, aunque sólo
sea por su juventud, además de
ser una moza hacendosa y limpia,
Johan se ha fijado por vez
primera en ella con otros ojos,
deseándola como esposa y madre
de sus hijos. No hay el más
mínimo asomo lúbrico en sus
intenciones; todo lo contrario.
Él es un campesino, un granjero,
leñador y pescador al mismo
tiempo, pero posee una
delicadeza innata, una bondad
natural, una educación
consustancial, incluso ausencia
de malicia, cierta noble
ingenuidad, aunque, como
tendremos ocasión de verificar,
ni mucho menos es tonto; antes
al contrario, reflexiona
interiormente con atinado
juicio, es observador, quizás un
poco retardado, pero por
prudencia y falta de
precipitación, sabiendo extraer
las conclusiones oportunas de
los hechos. |
Después de haber escuchado el breve relato recordatorio
de su hijo, la madre se queda pensativa, aunque
enseguida podremos certificar que no le ha hecho la más
mínima mella. En efecto, en la siguiente toma, vemos a
la dueña de la casa ordenando a Marit que recoja sus
cosas y se marche. Ella lo hace sin rechistar, sin tan
siquiera despedirse de Johan. La vemos introducir
algunas ropas en una pequeña valija y disponerse a subir
a una calesa acompañada de un empleado de la granja.
Cuando están a punto de partir, Johan escucha ruido
abajo, se asoma por la ventana y contempla con gran
disgusto y desaprobación la acción que tiene lugar.
Intenta desesperadamente abrir la ventana, estira todo
lo que puede su brazo (magnífico plano abstracto del
cierre elevado de la ventana), pero al no conseguirlo,
rompe con el codo un cristal y llama a gritos a Marit,
ordenando al cochero que se detenga. El carruaje ya
había echado a andar. Retrocede el cochero, y Marit,
turbada y casi incrédula, procede a bajarse. Pero la
madre de Johan, que ha oído los gritos de su hijo, entra
en el dormitorio tratando de impedir la decisión de
Johan, conminando a la muchacha que continúe su camino y
se aleje de la granja. Marit está más turbada que antes;
de pie ante la calesa no sabe qué hacer. Ante la
determinación de Johan, que no ceja en volverla a
llamar, ella entra en la casa. Al traspasar, temerosa,
el umbral de la puerta del dormitorio, la madre de Johan
le agarra los brazos y la lanza contra el lecho de su
hijo, como si fuese una cualquiera, abandonando la
habitación con semblante adusto y muy contrariado,
cerrando la puerta tras ella.
En la siguiente toma, después de una elipsis, vemos ya
el interior del hogar de Johan y Marit, que se han
casado. Ella está junto a la ventana, pero se la nota
alejada, soñadora, sin afanarse en las tareas propias
del hogar, con la cabeza en otra cosa. Ve a través de
los cristales que llega el marido de pescar, y parece
sentirse ligeramente contrariada. Cuando aún él todavía
no ha entrado en la casa, ella se sienta pensativa en
una silla, y, por un instante, mediante un cortísimo
flashback, averiguamos que de quien se acuerda es
del seductor, pues el pasado que rememora su mente es
cuando el forastero le leyó los surcos de la palma de la
mano. Pero, nada más evocar ese recuerdo, durante el
cual le ha resplandecido el rostro, se lleva la mano a
la frente y agacha un poco la cabeza, consciente de que
su pensamiento no está bien, que no es moralmente
correcto. El marido entra en la estancia, cansado, y, al
pronto, se da cuenta de que algo le ocurre a su esposa;
se acerca cariñosamente, sin empalago, a fin de
interesarse, pero, cuando hace un amago de abrazarla,
ella se escabulle con el pretexto de que le duele la
cabeza. Johan parece barruntar que se trata de una
excusa, pues el espectador empieza a confirmar que esa
debe ser la actitud corriente de ella: rehuir a su
esposo, estar con él lo imprescindible para cumplir con
sus deberes conyugales. Pero no parece haber verdadero
amor. Él sí la quiere y la trata con respeto y cariño,
siempre; eso sí, sin sobreactuación, pues es un hombre
sobrio en todo. Ante todo, la respeta. Marit se ha
casado porque él se lo ha pedido, porque deseaba estar
junto a un hombre, pero resulta evidente que Johan no
parece colmar sus sueños. No obstante, ella se debatirá
en una lucha interior, y la prueba de que su fondo es
noble, es que, a pesar de su corta aventura posterior,
volverá con su esposo, arrepentida y queriéndolo de
verdad, una vez haya comprobado quién es en el fondo
Johan. Pero todavía, durante los primeros meses de su
matrimonio, sus falsos anhelos, el estar junto a un
hombre que la dobla en edad, sus ensoñaciones con el
seductor incansable, la mantienen en una situación
inestable, dubitativa, lo que no impide que Johan siga
siendo el que es: comprensible, bondadoso, trabajador,
honesto, educado y enamorado de su joven esposa. Al
escabullirse de él, se encierra en otra habitación (en
la que de nuevo podemos desparramar la mirada por los
enseres, muebles y objetos) y echa la llave. Johan,
apenado, pero entero, intuyendo borrosamente la verdad,
se acerca, intenta abrir la puerta, pero, viendo que ha
cerrado con llave, no insiste; respeta la intimidad y
los sentimientos de su joven esposa. Se aleja turbado,
reflexivo, apesadumbrado, entristecido.
En la siguiente toma, observamos
a Marit negligente en su casa.
Debe ser ella la que lleve la
comida a Johan, que está
cortando leña a unos cientos de
metros, pero prefiere que sea
Magd, la criada (la actriz Lilly
Berg), quien se la haga llegar.
En la siguiente toma, Magd
avanza desde el fondo, mientras
Johan pronto dase cuenta de que
no es su mujer la que acude;
esto le preocupa y le
entristece, según refleja su
rostro. Deja la faena,
y, mientras Magd se sienta, él, de pie, almuerza con
desgana evidente.
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El marido entra en la estancia, cansado, y, al pronto, se da cuenta de que algo le ocurre a su esposa; se acerca cariñosamente, sin empalago, a fin de interesarse, pero, cuando hace un amago de abrazarla, ella se escabulle con el pretexto de que le duele la cabeza. |
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III Acto / Preciosa toma con un
plano general delimitado por el
cercado de las vacas, dentro del
cual, al aire libre, está Marit
ordeñando a una de ellas. Llega
el forastero por la derecha del
cuadro. Se detiene en el cercado
de madera, una barrera para los
animales, pero que aquí ofrece
también una connotación
simbólica: es un obstáculo que
lo separa de Marit, y que no
debería traspasar. No obstante,
levanta una tras otra sus
fornidas piernas y atraviesa la
valla, aproximándose ufano a
Marit. Ella ya estaba de pie,
con un cántaro de leche en cada
mano; a instancias del seductor,
deja en el suelo el pesado
cántaro que llevaba en su mano
derecha, y se la estrecha al
hombre. Parece un simple gesto
de amistad. Como tales viejos
amigos, entran en la casa. Suben
los peldaños de madera, ella
delante y él detrás. Cuando
están junto al umbral de la
puerta, la criada, al fondo, en
el exterior de la vivienda, gira
la cabeza y ve cómo se
introducen en la morada, primero
Marit, y, después, el forastero,
ambos de cuerpo entero.
Ha sido un magnífico ejemplo de
profundidad de campo. Entran y
se ponen a hablar; pero eso no
lo sabemos hasta que no llega a
la casa Johan, quien, ya desde
afuera, nota que hay alguien
extraño dentro. Ha podido verlo
asomándose fugazmente a una
ventana. También es posible que
haya escuchado risas o una
conversación alegre. Ya dentro,
abre una puerta completamente
cerrada y se los encuentra
conversando muy animados. Marit
está sentada a la izquierda del
cuadro (a la derecha del galán),
y, por fortuna, tiene los brazos
cruzados. No hay ninguna señal
que denote infidelidad. Marit se
levanta contenta, le presenta el
invitado al marido y cierra la
puerta. El forastero se queda
para almorzar. Ya el saludo es
abrupto, pues el seductor choca
la mano de Johan con demasiada
fuerza, con un golpetón brusco.
Johan se muestra tranquilo y
confiado; sin embargo,
percibimos perturbadores
nubarrones en la atmósfera
psicológica alrededor del trío.
No ha ocurrido nada, pero la
manera de moverse del forastero,
su desagradable sonrisa, su
fatuidad, su aparente seguridad
falsa y vacía, nos incomodan.
No debemos presuponer, como dije
antes, ingenuidad absoluta en
Johan. Insisto: no sólo no es
tonto, sino que posee una aguda
psicología para conocer a los
demás, especialmente aquellos
cuyas intenciones son aviesas.
Todo transcurre con una
sutileza, de manera tan
imperceptible, que el espectador
no puede asegurar lo que pasa
por el ánimo de Johan; yo estoy
seguro de que su subconsciente,
un proceso en segundo plano de
su mente está ya funcionando a
pleno rendimiento. Pero quiere y
respeta mucho a su esposa para
dejarse llevar por un impulso
imprudente, infundado, exagerado
o meramente subjetivo. Los
acontecimientos se desarrollarán
de tal modo, que el forastero
dejará al descubierto, más que
otras veces, cuáles son sus
intenciones y de qué modo
menosprecia y minusvalora a
Johan: craso error, como
tendremos ocasión de corroborar
al final. Hasta la manera de
sentarse a la mesa del forastero
produce rechazo.
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Cuando los dos hombres están ya
sentados, pues Marit aún debe
traer algunas cosas, el
forastero, con una risita
estúpida de engañamaridos,
extrae de su mochila una botella
de licor o de aguardiente. Le
escancia en un vaso a Johan,
quien, con un gesto rapidísimo y
muy difícil de percibir, le
indica con la mano que basta,
que no llene más el vaso. Es
otro gesto que define
perfectamente a Johan;
aparentemente le sigue el juego
al fanfarrón, pero sabe muy bien
dónde están los límites. Mucho
más importante es la acción de
ponerle un poco de licor a Marit;
tres veces tiene que escanciar
el forastero, pues Marit, en una
estupenda interpretación, lo
detiene otras tantas, riéndose,
entre azorada y feliz a la vez,
de romper su costumbre. Alguna
mirada furtiva se le escapa
hacia Johan, que no muestra
ningún reparo. Marit bebe un
pequeño sorbo, y, naturalmente,
casi lo escupe fuera. Esto
provoca la risa de los dos
hombres, pero mientras que Johan
se ha reído sin malicia,
satisfecho de que su esposa,
como era de esperar, no sintiera
atracción por esa bebida, el
seductor se ríe como quien se
considera por encima de las
mujeres: mientras que él está
acostumbrado a beber sin que su
cuerpo lo acuse, la pobre
muchacha no es capaz de digerir
esa pequeña cantidad de licor.
¡Cosas de mujeres! Esto es lo
que piensa el seductor y lo que
delata su desagradable alegría.
Pero lo peor está por llegar
todavía. A renglón seguido, no
sin antes hacer un gesto con el
semblante y con los ojos que lo
define integralmente (¡qué listo
soy!; ¡cómo estoy engañando a
este pobre campesino en sus
propias narices!), extrae de su
mochila un regalo para ella, un
diminuto chal, un pañuelo grande
con un dibujo a cuadros. Marit
mira a su esposo, anhelante,
para saber si debe aceptarlo;
Johan mueve afirmativamente la
cabeza, y, sin solución de
continuidad, el forastero le
arroja el chal a Marit a la
cara. Es un gesto grosero, pues
además lo ha efectuado con una
indolente displicencia de
aparente seguridad. Johan
observa. El galán se levanta y
se coloca detrás de Marit, que
continúa en pie, para ajustarle
el chal sobre los hombros.
Aprovecha para restregar
lúbricamente sus manos por los
pechos de ella. Es un segundo,
pero un segundo en el que
Stiller concentra una carga de
profundidad extraordinaria de
grosería y descaro. Johan parece
seguir imperturbable; es más,
continúa sonriendo, pues su
mujer está contenta. Su
asombroso autodominio, su
educación, su confianza en la
nobleza del ser humano, lo
mantienen en ese estado. Pero,
contra todo pronóstico, de
pronto, con absoluta naturalidad
y normalidad, le dice al
forastero que no puede aceptar
el regalo, que es su deseo
entregarle unas monedas, las que
haya costado la pañoleta. Se
levanta y se dirige hacia atrás,
donde guarda su monedero.
Durante un segundo, mientras
cuenta las monedas, lanza una
brevísima mirada de soslayo a la
pareja, una mirada que no tiene
por qué intranquilizarnos, pero
lo cierto es que la pareja está
coqueteando delante de su cara.
No se da por enterado (aquí
vendría a pelo decir que se hace
el sueco). Pero ya veremos que
su cerebro no deja de analizar
nada de lo que ocurre. Se dirige
hacia el forastero: éste, a la
izquierda del cuadro, Johan a la
derecha, mientras Marit se
aparta, saliendo fuera de campo,
acercándose hacia adelante, a la
chimenea. Johan extiende la
palma con las monedas, para que
el seductor las coja, pero éste,
brusca y groseramente, le da un
manotazo por abajo a la mano de
Johan, de abajo hacia arriba,
que hace que las monedas salten
hacia lo alto y caigan al suelo.
Al vuelo ha cogido una,
llevándosela a los labios y
besándola. El gesto significa
también: con esto es suficiente,
no quiero tu dinero. Ese gesto,
la actitud entera, han
sorprendido momentáneamente a
Johan, quien pasa de la
perplejidad al desagrado en un
instante. Mientras tanto, Marit
ha encendido una lamparita
colocada encima de la repisa de
la chimenea. Johan se agacha
para recoger las monedas, una a
una. Plano extraordinario: Johan
en medio, agachado; Marit a la
izquierda, avanzando lentamente
hacia adelante; el forastero a
la derecha. Cuando aún no se ha
levantado Johan, Marit y el
seductor se dirigen una mirada
furtiva, muy rápida, pero que en
el caso de Marit denota
deslealtad, complicidad, engaño.
Johan se levanta e invita al
forastero a salir de la casa.
Ahora nos damos cuenta de que,
en realidad, no han almorzado
nada. Toda la secuencia es
absolutamente magistral, cargada
de una sorda tensión explosiva. |
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Marit
ha encendido una lamparita
colocada encima de la repisa de
la chimenea. Johan se agacha
para recoger las monedas, una a
una. Plano extraordinario: Johan
en medio, agachado; Marit a la
izquierda, avanzando lentamente hacia
adelante; el forastero a la derecha. |
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A propósito de una película de
Mauritz Stiller que, durante un
tiempo, se dio por extraviada ―La
canción de la flor escarlata
/
Song of the Scarlet Flower
/ Sången om den eldröda
blomman (1919)―,
el mencionado crítico Bengt
Idestam-Almquist comenta que,
varios años antes que Sergei
Eisenstein, ya Stiller empleaba
en sus películas objetos, paños,
muebles, casas, cuerpos,
fisonomías y movimientos «para
introducirlos en sus filmes como
pequeñas “atracciones” que
hiciesen más potentes los
acontecimientos de la narración»
(Cine sueco, Buenos
Aires, Losange, 1958, pág. 158).
Ya hemos comentado antes la
presencia de las escopetas
colgadas de la pared en la
habitación donde Johan estaba
convaleciente de su caída, así
como la objetividad física de
los muebles y enseres; ahora es
una pañoleta, que tendrá,
además, un poco más adelante, un
alto valor simbólico, cuando
Johan se dedique a buscar
desesperadamente a Marit.
Stiller, como escribe Idestam-Almquist,
compone estructuralmente cada
plano con un cuidado exquisito,
cual si se tratara de una tabla
pintada por un primitivo
flamenco; todo está medido,
calibrado, equilibrado; nada se
improvisa ni se deja al azar. El
montaje, de otro lado, es
extraordinario, insuperable,
tanto en Johan como en
Herr Arnes Pengar («El
tesoro de sir Arne», 1919): las
tomas están cortadas de tal modo
que la fluencia rítmica, lejos
de ser repetitiva o monótona, es
de una musicalidad poética
inaudita. Ningún plano es
semejante a otro. La alternancia
de los planos, bien sean
generales, panorámicos, medios o
lo que sea, está concebida al
servicio del ritmo narrativo,
equilibrando perfectamente la
expresión y la tensión dramática
con la contención y sometimiento
de las fuerzas primordiales.
En la toma siguiente, vemos al
forastero tendido perezosamente,
indolentemente, en el camastro
del pequeño cobertizo que ocupa
junto a la casa de los esposos.
Da la impresión de que la
temporada de trabajo ha
terminado o, al menos, él se ha
tomado un prolongado descanso,
merodeando como un animal en
celo junto a su presa. A través
de la ventana ve cómo entra
Marit, llevando dos grandes
alcantarillas llenas de leche,
en su casa. Tiene una
oportunidad que no está
dispuesto a desaprovechar, y así
se deduce de sus gestos y
expresión del semblante. Cuando
en la siguiente toma vemos a
Marit dentro ya de la casa, se
abre la puerta del fondo del
cuadro e irrumpe el seductor,
que penetra en la habitación con
todo descaro. Marit le ofrece un
enorme tazón de leche, que él se
bebe, sosteniéndolo sólo con la
palma de una mano, llevándoselo
a la boca sin derramar ni una
gota, en un santiamén. Sus
maneras son a un tiempo
fanfarronas y brutas; es
evidente que quiere impresionar
a la muchacha, pero siempre lo
hace del único modo que puede:
manifestando su vulgar
virilidad, su fuerza, sus gestos
y ademanes de machote rudo y
carente de la más mínima
delicadeza. Al volverse Marit y
darle la espalda, pues no se
halla cómoda ni relajada en su
presencia, aunque tampoco puede
decirse que lo rechace, el
forastero aprovecha para
acariciarle burdamente el
cuello, girar por completo el
cuerpo femenino, atraerlo hacia
él y estamparle un beso en la
boca, cogiéndole la cara con
ambas manos. Esta vez sí se ha
tratado de un beso prolongado.
Satisfecho y ufano, se va,
aunque Marit permanece de pie,
entre pensativa, desconcertada y
ligeramente arrepentida de lo
que ha permitido hacer al
hombre. Otra vez, durante toda
la escena, los cacharros de la
cocina han jugado un papel
determinante en el desarrollo de
la acción, a modo de aquellas
«atracciones» que subrayan el
comportamiento de los
personajes.
El contraste con lo que acaba de
ocurrir es la toma en la que
aparece Johan en su barca,
pescando con su red en las
tranquilas aguas. En el artículo
citado al principio de Fernando
Usón Forniés, éste hace una
observación muy atinada: cuando
contemplamos al forastero
dirigiendo su barca, siempre lo
hace sobre rápidos, sobre una
corriente de agua tumultuosa y
agitada, símbolo evidente de la
falta de estabilidad y de
equilibrio, de la inmadurez del
seductor, cuya sola presencia
constituye una amenaza para la
convivencia de los esposos en el
hogar doméstico; en cambio, a
Johan siempre se le ve cruzando
y atravesando aguas tranquilas,
que discurren con una mansa y
rítmica cadencia, símbolo a su
vez de la madurez interior del
marido, de su equilibrio
emocional, de su integridad
moral, de su amor sencillo y
verdadero por su esposa.
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Marit le ofrece un enorme tazón de leche,
que él se bebe, sosteniéndolo sólo con la
palma de una mano, llevándoselo a la boca
sin derramar ni una gota, en un santiamén.
Sus maneras son a un tiempo fanfarronas y
brutas. |
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De nuevo, en la siguiente toma, podemos ver
al forastero tumbado en la hierba que rodea
la casa. Marit, sentada en un banco adosado
al exterior de la vivienda, cose. Está
vuelta de espaldas al seductor. Durante
buena parte de la escena, la presencia de
los objetos materiales es muy acusada, esta
vez a través de la textura de las maderas
con las que está construida la casa. El
forastero se levanta y otra vez la acosa,
sentándose junto a ella, cortejándola
inoportunamente. Marit se levanta
visiblemente incómoda. Cuando han estado
durante unos instantes sentados juntos, él
queriendo acercarse y ella dándole la
espalda, evocaban ligeramente el cortejo de
sir Archie a Elsalill, en un banco, en
Herr Arnes Pengar, especialmente por la
postura de los cuerpos.
De pronto, Marit ve cómo se acerca a la
orilla Johan montado en su barca, una vez
concluida la pesca. Se desembaraza
rápidamente del forastero y acude a donde
está su marido, quien había empezado a
recoger los peces adheridos a la red. Marit
ha llegado turbada y agitada. En la
siguiente toma, perteneciente a la misma
secuencia, ambos esposos se hallan dentro de
un cobertizo, pues Johan tiene que disponer
algunas cosas. Ella lo ha seguido, sin
querer separarse de su lado. A través de la
ventana del almacén observa al forastero,
cuyo tronco y cabeza quedan encuadrados
maravillosamente en el vano. Al verlo
merodear, Marit se abraza impulsivamente a
su marido, quien se queda un tanto perplejo,
poco acostumbrado como está a esas muestras
efusivas de cariño por parte de su joven
esposa. Salen y se sientan en un banco de
madera situado en un lateral de la casa,
bajo la impertinente mirada del forastero,
que permanece a pocos metros, aunque Johan
no le da aparentemente importancia, haciendo
como si no ocurriese nada, absorbido en
estar junto a Marit. Pero, de improviso, ve
humo a lo lejos, en la otra orilla, un
anuncio, por lo que comprobamos luego, de
que su madre, a la que estaba esperando, ha
llegado. Decide acudir en barca en su busca
para recogerla. Otra vez se quedan solos el
forastero y Marit. Para llegar hasta donde
está sentada Marit, tiene que cruzar de
nuevo otra barrera que se interpone
simbólicamente entre ambos: las redes de
pescar tendidas al sol para secarse. Lo
vemos hacer el gesto de levantarlas,
franquearlas con grosero desparpajo y
penetrar en el recinto «prohibido», en el
hortus conclusus. Pero Marit no se
doblega esta vez a sus propósitos, que no
son otros que besarla de nuevo, forzándola.
Lo elude, se aleja, y él, despectivamente
molesto, le propina una patada al cubo que
contiene el pescado, que queda boca abajo
con su contenido esparcido alrededor del
círculo. El forastero se marcha. |
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Madre e hijo se aproximan en barca a la orilla; nada más
pisar tierra, la madre amonesta al hijo por el descuido
o negligencia de tener el pescado tirado en el suelo,
atribuyendo el desorden a la poco querida nuera. Al
alejarse, el seductor se cruza con la madre de Johan,
quien vuelve ligeramente por dos veces la cabeza hacia
el hombre en señal de desconfianza. La madre de Johan
entra en la vivienda del matrimonio, y le falta tiempo
para dirigirle unas palabras poco amables a Marit, a la
que sigue considerando como una simple criada. Parece
reprocharle el desorden reinante, la negligencia de la
joven, que, en realidad, no son tales. Pero esta vez
Marit no se calla, pues considera, con toda razón,
injustas las amonestaciones de su autoritaria y
desabrida suegra. Ambas mujeres discuten brevemente.
Marit opta por marcharse. Se coloca el chal que le había
regalado el forastero, y, en la puerta, le dice a un
desconcertado Johan que se va a dar un paseo, ya que no
puede soportar la actitud de esa mujer tan poco atenta y
cariñosa. Johan, serio y disgustado, entra en la casa,
se sienta a la mesa y reprocha con decisión y firmeza a
su madre la manera de comportarse con Marit. Ésta, que
no sabe muy bien hacia dónde dirigirse ni qué hacer, sin
reflexionar apenas sobre su proceder de este preciso
momento, encamina sus pasos hacia el accidentado
pedregal que bordea la orilla del río, viendo acercarse
a lo lejos al seductor en su barca, a través de los
rápidos. Lo llama haciéndole señales con la mano, pero
al llegar él a la orilla, ella, dominada por la
turbación, corre hacia un enorme peñasco, como queriendo
protegerse de una amenaza. Al acercarse él a ella, Marit,
medio desmayada, se deja coger por el forastero, quien
la levanta en brazos y se la lleva a la barca. Antes de
dejar la imponente roca, la pañoleta con dibujo a
cuadros que le regalara el descarado galán, se le cae al
suelo, quedando allí, blanca y pura, como un testigo
mudo de su precipitada huida irreflexiva y alocada, casi
de mujer despechada, cuando no tiene ningún motivo por
lo que respecta a su esposo para comportarse de ese
modo.
Entretanto, Johan y su madre se disponen a almorzar,
pero al ver el marido la irregular tardanza de su
esposa, se alarma, se levanta de la mesa y sale afuera,
inquiriendo a la sirvienta si la ha visto. La muchacha,
muy asustada, le indica somera e imprecisamente, que se
ha dirigido hacia el pedregal. Hasta allí se encamina
Johan, por primera vez en toda la película como fuera de
sí, angustiado y perturbado por la desaparición de su
mujer. Su paso por el pedregal es torpe y dificultoso,
hasta el punto de que incluso tropieza y cae al suelo. |
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Al acercarse él a ella, Marit, medio
desmayada, se deja coger por el forastero,
quien la levanta en brazos y se la lleva a
la barca. Antes de dejar la imponente roca,
la pañoleta con dibujo a cuadros que le
regalara el descarado galán, se le cae al
suelo, quedando allí, blanca y pura, como un
testigo mudo de su precipitada huida
irreflexiva y alocada, casi de mujer
despechada... |
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IV Acto / En su travesía-huida río abajo, el
forastero y Marit, transmutada de manera
poco juiciosa y fugazmente en una infiel
esposa que no llega, sin embargo, a
convertirse en amante del seductor, alcanzan
pronto los rápidos. Aquí la cámara de Henrik
Jaenzon, bajo la supervisión minuciosa y
obsesiva de Mauritz Stiller, filma unas
inmarcesibles imágenes de la barca, con los
dos fugitivos, desplazándose por la
impetuosa, caudalosa y turbulenta corriente,
imágenes no filmadas nunca antes ni tampoco
después, absolutamente insuperables en su
maestría técnica, en la minuciosa
composición de los encuadres, en su
simbolismo extraordinario, con los
individuos empequeñecidos ante la fuerza
incontrolada de la naturaleza, capaz de
domeñar nuestras voluntades y nuestros
destinos. Ese empequeñecimiento de la
criatura humana ante la inmensidad y la
fuerza primigenia de la naturaleza, nos
evoca algunas pinturas del flamenco Peter
Brueghel el Viejo, quien, a mediados
del siglo XVI, acusa en algunos de sus
cuadros, dominados por la omnipresencia del
paisaje, la pequeñez del hombre en el
cosmos, su insignificancia, pero también la
época de profunda crisis espiritual que
supuso el Manierismo europeo. Cuando los
franceses han traducido esta película de
Stiller con el título de À travers les
rapides, no van del todo descaminados,
pues el agua, como elemento natural
primordial, tiene una presencia tan grande y
poderosa en el filme, tan simbólica, que
termina convirtiéndose en un sujeto más de
la acción. Un sujeto autónomo de
extraordinaria importancia. No estaría de
más recordar aquí la observación del
historiador de arte Kenneth Clark a
propósito de la importancia del agua en la
cosmovisión de Leonardo da Vinci; para el
genial artista y científico florentino, el
agua es el elemento natural decisivo: su
movimiento, su fluir, los remolinos que
provoca, la lluvia torrencial, las cascadas
y torrentes. «El agua ―escribe el
historiador inglés en su célebre monografía
sobre Leonardo de 1939, revisada en 1952― es
para la tierra lo que la sangre para el
cuerpo. L’acqua è il vetturale della
natura. De esta manera se explica el
espacio, inmenso y descorazonador para quien
estudia a Leonardo da Vinci, que ocupan en
sus cuadernos de apuntes las descripciones y
diagramas del movimiento del agua. En ellos
nos encontramos con estudios y símbolos de
esa energía continua, cuya observación
inclinó a Leonardo a hacer de ella el centro
de su sistema cósmico» (Kenneth Clark,
Leonardo da Vinci, Madrid, Alianza,
1986, pág. 10). |
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La barca, guiada, a pesar de su considerable eslora, con
suma destreza por el forastero, y con Marit sentada en
la zona central, insegura y cada vez más asustada,
incluso apoderada de un impreciso sentimiento de culpa,
se balancea como una pluma de un lado al otro del eje
del encuadre, sin salirse nunca del mismo, a veces
manteniéndose menos de un segundo en el centro del
cuadro, para volver a ser zarandeada por la fuerza
inagotable de la corriente; en dos ocasiones al menos,
la barca, centrada en la zona media inferior del plano,
se sitúa atravesada, como una diagonal que estructurase
arquitectónicamente la composición, al modo de la
alargada formación rocosa que desde el lado derecho
atraviesa hacia la izquierda en pendiente inclinada la
escena de la Lamentación sobre Cristo muerto,
hasta desembocar junto al grupo de la Virgen con su
Hijo, obra pintada por Giotto, a principios del siglo
XIV, en la Capilla de los Scrovegni de Padua. La barca
se parece también a una «diagonal trágica», como la
representada por Pedro Pablo Rubens, entre 1612-1614, en
la tabla central del Descendimiento de la Cruz de
la Catedral de Amberes; o bien vuelve a tener una enorme
potencia abstracta, como ocurre con el bellísimo Cuerpo
de Cristo muerto en el Descendimiento de Roger
van der Weyden del Museo del Prado, de hacia 1435. La
colocación de la barca en el encuadre, siempre
agitándose y balanceándose de un lado para otro,
descendiendo por la corriente, tan difícilmente domeñada
por el remero, constituye un prodigioso equilibrio, casi
imposible de ser superado, entre el naturalismo propio
de filmar las turbulentas aguas y la concepción
abstracta; porque, otra de las más grandes innovaciones
de Stiller, es precisamente que, sin dejar de evocar el
drama naturalista, tal como podían dictárselo las obras
teatrales del noruego Henrik Ibsen, y, sobre todo, del
dramaturgo sueco Augusto Strindberg, nunca renuncia a la
concepción abstracta general. Aquí sí hay un poderoso
punto de unión con el Descendimiento de Roger,
pues del mismo modo que éste, al introducir a los
personajes en una suerte de «caja», de relicario dorado,
simulando un «Schnitzaltar»,
los somete a una estilización abstracta, según supo ver
con gran agudeza Erwin Panofsky en su excelso estudio de
1953 (Los primitivos flamencos, Madrid, Cátedra,
1998, pág. 256), también Stiller controla continuamente
los bordes del plano, de tal manera que los personajes
están sometidos a un esquema más amplio de intenciones
estéticas abstractas. Esto no significa que se olvide de
las pasiones individuales, pero están contenidas con
elegancia sublime, como en la tabla de Roger, pues, como
escribió Bartolommeo Fazio en 1745, a propósito de una
composición perdida de Roger, «se conserva la dignidad
en medio de un río de lágrimas» (citado por Erwin
Panofsky en Los primitivos flamencos, pág. 255).
Además, no es posible percibir la más mínima monotonía o
repetición entre un plano y otro, perfectamente
demostrable si comparamos la primera y segunda visión de
la embarcación atravesada diagonalmente de un lado a
otro de la pantalla; lo que diferencia estos planos es
el modo de moverse Marit en la barca, levantando los
brazos hacia su cabeza, agitándose, sin desbordamiento,
sin pathos, de un lado para otro del propio eje
de su cuerpo, moviendo el cuello y la cabeza. Es decir,
el movimiento contenido del personaje femenino, pues en
estos dos planos desaparece el forastero, que está fuera
de campo, otorga individualidad y autonomía rítmica al
plano, a fin de diferenciarlos a todos ellos entre sí. |
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La barca, guiada con
suma destreza por el forastero, y con Marit sentada en
la zona central, insegura y cada vez más
asustada, se balancea como una
pluma de un lado al otro del eje del
encuadre, sin salirse nunca del mismo, a
veces manteniéndose menos de un segundo en
el centro del cuadro, para volver a ser
zarandeada por la fuerza inagotable de la
corriente... |
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Es necesario un respiro, un breve descanso, aunque sólo
sea para que Marit se calme y no siga tan asustada.
Recalan en una orilla, pero ella permanece sentada en la
embarcación, sin saber qué hacer, turbada, embargada por
un escondido sentimiento de culpa, ya que no puede por
menos de reconocer lo injusto de su proceder. Al fin,
continúan de nuevo la bajada por la tumultuosa corriente
fluvial.
Entretanto, Johan ha llegado, después de incorporarse
trabajosamente, al peñasco de marras, permanece unos
segundos cavilando, baja un poco los ojos y descubre la
preciosa prenda blanca, señal de que hasta allí ha
llegado Marit, pero también símbolo de la pureza de la
joven, pues no llegará a consumar nada mientras esté
esas interminables horas con el forastero.
Otra toma extraordinaria de las aguas turbulentas con la
barca descendiendo tan dificultosamente; de pronto, los
rápidos se encrespan, debido a una zona del río algo más
elevada, y la barca, al descender por la corriente, casi
abandonada a su suerte, parece por un momento que va a
volcarse y naufragar. Han tenido suerte; a pesar del
agua que ha entrado, la embarcación logra mantenerse
estable y continuar el descenso.
En la siguiente toma, vemos a Johan sentado en los
escalones de la entrada de su casa, muy preocupado,
angustiado, apesadumbrado, aunque sin perder nunca el
dominio de sí mismo. La mano derecha sobre la rodilla
derecha, la mano izquierda posada en el escalón de
madera; detrás, el plano frontal de los maderos de la
vivienda, con sus vetas, rugosidades y pronunciadas
texturas. Si congelamos la imagen, el fotograma
resultante, con Johan sentado, visto en un plano medio,
se anticipa a algunas de las fotografías (usando
magistralmente el gelatino-bromuro) que realizara el
estadounidense Walker Evans en Hale County, en Alabama,
en 1936, durante los años de la Gran Depresión, obras
maestras de la fotografía documental de la primera mitad
del siglo veinte (Beaumont Newhall, Historia de la
fotografía, desde sus orígenes hasta nuestros días,
Barcelona, Gustavo Gili, 1983, págs. 240-241. La edición
original en inglés, publicada por el Museo de Arte
Moderno de Nueva York, es de 1982).
Johan entra en la casa, y, a pesar de la censura de su
madre, está firmemente decidido a ir en busca de su
esposa, por lo que ordena a la sirvienta que le prepare
rápidamente una gran cesta con víveres, colgándosela a
la espalda a modo de mochila. Es la primera vez que
Stiller le dice a Henrik Jaenzon que filme la estancia
viéndose también el techo. Esta innovación formal,
revolucionaria desde el punto de vista compositivo para
describir estados psicológicos, la llevará a su plenitud
Stiller pocos minutos después, cuando veamos el interior
de la choza del viejo pescador ocupada por la pareja
fugitiva. Es decir, que exactamente veinte años antes
que Orson Welles en Citizen Kane, tantas veces
citada como ejemplo pionero de esa forzada perspectiva,
ya Mauritz Stiller la ejecuta magistralmente en Johan.
El ejemplo de Orson Welles servirá para reflejar un
estado de ánimo muy distinto, si bien de inestabilidad y
crisis, pero resulta un poco grandilocuente (es verdad
que como corresponde a la personalidad egocéntrica del
protagonista); el de Mauritz Stiller, al margen de su
asombroso adelanto, refleja de manera más abstracta y
contenida la tensión interior de los huidos,
especialmente cuando los encuentra Johan. La
representación del techo de una habitación para reflejar
estados psicológicos angustiosos o desesperados, es un
recurso primordialmente pictórico. Un magnífico ejemplo
es el conocido cuadro de Vincent van Gogh titulado
Interior de café de noche, pintado en Arlés en
septiembre de 1888, conservado en la Yale University Art
Gallery, del que le dijo en una carta a su queridísimo
hermano Theo, escrita el 8 de septiembre de ese año, lo
siguiente: «En mi cuadro Café nocturno, he
tratado de expresar que el café es un sitio donde uno
puede arruinarse, volverse loco, cometer crímenes. En
fin, he tratado por los contrastes de rosa tierno y del
rojo sangre y borra de vino, del suave verde Luis XV y
veronés, contrastando con los verdes amarillos y los
verdes azules duros, todo esto en una atmósfera de
hornaza infernal, de azufre pálido, de expresar algo así
como la potencia de las tinieblas de un matadero»
(Vincent van Gogh, Cartas a Theo [selección],
Barcelona, Barral, 1981, pág. 260).
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Recalan en una orilla, pero ella permanece
sentada en la embarcación, sin saber qué
hacer, turbada, embargada por un escondido
sentimiento de culpa, ya que no puede por
menos de reconocer lo injusto de su
proceder. |
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De nuevo la acción se traslada a los fugitivos. Marit y
el forastero detienen la barca en la orilla, en un lugar
en el que hay una cabaña. Marit está exhausta; se
levanta y se agarra al cuello del seductor, flaqueándole
las fuerzas. El hombre la coge en brazos y la traslada a
la cabaña.
V Acto / Durante un tiempo indeterminado, unas pocas
horas, parecen ser felices; él, como siempre, indolente
y perezoso, tumbado, mientras que ella lo observa
contenta y satisfecha. Parece incluso feliz. Se aleja a
coger bayas silvestres, una hermosísima toma cuyos
planos, con Marit de pie, en un plano general, junto a
la espesura vegetal, evocan algunos cuadros de los
pintores franceses de la Escuela de Barbizon, de
mediados del siglo XIX. Se acerca con las bayas, se las
entrega en un recipiente al forastero, que, después de
haber avivado una hoguera para calentarse, continúa
sentado en el suelo del campo. El joven se las come con
apetito y brusquedad. Cuando casi ha terminado, se
acuerda de ella y le ofrece, pero los modales tan poco
delicados del galán provocan una transformación en Marit,
que se pone seria. El joven la sienta junto a sí, la
zarandea amistosa y jovialmente, con su habitual
despreocupación fatua y engreída, pero Marit permanece
vuelta y disgustada. Pareciera como si empezase a darse
cuenta de la mediocridad y vulgaridad del hombre por el
que, incomprensiblemente, se ha sentido atraída. Quién
sabe si ha sido por dejar la rutina diaria, unido al
comportamiento desdeñoso de su suegra. No obstante su
actitud, él la ciñe por la cintura, con una de sus manos
rozando la parte inferior de uno de los pechos de ella,
y le da un largo beso. Marit se ha abandonado a él; no
le ha opuesto resistencia alguna. La escena termina con
el característico iris circular alrededor de la pareja,
hasta que se produce el fundido.
En la siguiente toma, mientras que el galán ha ido a dar
un paseo, en el momento en que Marit va a entrar en la
cabaña, percibe una presencia detrás: es el dueño de la
casucha, un viejo pescador (el actor Nils Fredrik
Widegren). Marit se turba al comprobar que se han
instalado en una propiedad, pero el viejo pescador,
paternalmente, la tranquiliza, indicándole que pueden
continuar allí. Iris. Tiro de Johan conduciendo su barca
por las apacibles aguas del río. Otra nueva toma de
Marit con el viejo pescador, sentados juntos en un banco
de madera del interior de la cabaña; ella llora y el
anciano la consuela. Marit se sincera con el viejo,
arrepentida de su acción. Es en este instante cuando
vemos con absoluta nitidez y genial innovación formal,
el techo de la cabaña, una perspectiva que aprisiona a
sus ocupantes. Llega el seductor, pero la relación entre
ella y él se ha tornado tensa. Otra toma, en el
exterior, permite que veamos la llegada de Johan, quien
es informado por el viejo dónde se encuentra la joven
pareja. Johan se acerca. Marit percibe su llegada y se
asusta. Johan abre la puerta y entra. Marit, de pie,
permanece a la izquierda del encuadre, intentando
apaciguar a su marido; éste, con el semblante
descompuesto y sin mirarla, le aparta suavemente la mano
que ella ha colocado sobre él, a fin de detenerlo. Toda
la atención de Johan está concentrada en el seductor,
quien, al fondo de la cabaña, sonríe estúpidamente,
volviendo a hacer gala de su fanfarronería. Johan avanza
un poco, ve un pequeño montón de recios troncos de
madera, coge uno, y, con enorme rapidez, le asesta un
fuerte golpe al seductor, quien cae derribado al suelo,
asustado, sin resolución alguna para hacerle frente. Ya,
con esta breve escena, ha demostrado que es un cobarde.
Johan, con el leño agarrado fuertemente entre sus manos,
lo levanta, y, por un momento, parece que va a descargar
sobre su rival un golpe fatal. Podría haberlo hecho,
pero se detiene: sus principios morales cristianos se lo
impiden. Mientras tanto, Marit ha abandonado la
destartalada habitación en busca de ayuda, pero cuando
el viejo pescador llega, lo peor ha pasado ya. Johan
sale de la cabaña, se cruza con el viejo, mientras que
el seductor ha quedado humillado por un hombre cansado y
mayor que él, pero que no ha dudado un segundo en
salvaguardar su honorabilidad. La siguiente secuencia es
muy bella. Johan, a la derecha del encuadre, se sienta,
agotado y entristecido, en un tronco cortado; Marit
permanece de pie, a la izquierda. Hay un amplio espacio
que separa a los esposos, pero ambos quedan integrados
dentro del plano. Comienza la reconciliación. Johan no
fuerza nada, ni siquiera le dirige una mirada o una
palabra de reproche a su esposa. Stiller nos brinda unos
maravillosos planos medios de la figura de Marit. Cuando
Johan se dispone a marcharse solo, pues no tiene la más
mínima intención de forzar o violentar a su mujer, ella
se arroja a sus pies, abrazándose sollozante a la zona
inferior de una de las piernas del marido. Es evidente
que su arrepentimiento es sincero. Ha comprendido, por
fin, la nobleza e integridad del hombre que la ama;
tanto, que puede recuperarlo. Juntos se montan en la
barca, no sin antes haber esbozado ella una sonrisa de
dicha plena, de felicidad completa, cuando aún estaba
agachada agarrada a la pantorrilla de su esposo. Se les
ve alejarse río arriba. Penúltimo plano: el seductor los
observa desde tierra, vencido y dejando constancia de su
personalidad superflua. Último plano: la barca se aleja
lateralmente, cerca de la orilla, remontando el río,
hasta que es prácticamente tapada por las alargadas
ramas de unos árboles próximos.
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Cuando Johan se dispone a marcharse solo,
pues no tiene la más mínima intención de
forzar o violentar a su mujer, ella se
arroja a sus pies, abrazándose sollozante a
la zona inferior de una de las piernas del
marido. Es evidente que su arrepentimiento
es sincero. |
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No quisiera terminar estas breves anotaciones sin
señalar el persistente recuerdo que se apodera del
espectador, una vez que ha visto la película de Stiller,
de una de las grandes obras maestras del cine mudo
alemán, Sunrise: A Song of Two Humans
(«Amanecer»), de Friedrich Wilhelm Murnau, estrenada en
Nueva York en septiembre de 1927. Me atrevería a decir
que sin Johan de Mauritz Stiller, Sunrise
hubiese podido ser concebida de otra manera,
especialmente en lo que atañe a su trama argumental,
pues resulta evidente que la profundidad moral y
psicológica, así como la inefable belleza del filme de
Murnau, los hubiese alcanzado en cualquier caso este
indiscutible genio alemán. Pero el genio de Stiller,
tanto en Herr Arnes Pengar como en Johan,
no se queda ni mucho menos atrás. Además, son anteriores
a Nosferatu, a Der Letzte Mann y a
Sunrise, las mejores obras de Murnau. La diversidad
argumental es evidente; más que de diversidad, habría
que hablar de contraposición. Mientras que en Johan
es la mujer la que tiene una aventura con otro hombre,
arrepintiéndose y volviendo con su marido, en Sunrise
es el hombre quien mantiene una aventura con una
destructiva mujer de la ciudad, llegando incluso a
disponerse para asesinar a su joven esposa, aunque los
remordimientos se lo impedirán y será posible la
reconciliación plena. En ambos casos, en Johan
primero y en Sunrise después, los seductores
contemplan impotentes y humillados la reconciliación de
los esposos, el triunfo del verdadero amor. |
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Enrique Castaños, Málaga, 23 de febrero de 2015,
festividad de San Policarpo de Esmirna, padre apostólico
y obispo, martirizado hacia 155, en época del emperador
Antonino Pío. |
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Enrique Castaños Alés
(Málaga, 1956). Profesor
de Instituto de
Enseñanza Media desde
1982 hasta 2016.
Profesor asociado del
Departamento de Historia
del Arte de la
Universidad de Málaga
durante los cursos
2006-2011. Licenciado en
Filosofía y Letras en
1979, se especializó en
Historia Medieval. Su
Memoria de Licenciatura,
leída a finales de 1981
y aprobada con la
calificación de
Sobresaliente por
unanimidad, versó sobre
El socialismo
postrevolucionario
anterior a Karl Marx:
Charles Fourier, Henri
de Saint Simon, Robert
Owen y Pierre-Joseph
Proudhon. Su Tesis
Doctoral, defendida en
el año 2000 con la
calificación de
Sobresaliente cum Laude,
se centró en Los
orígenes del arte
cibernético en España.
La experiencia del
Centro de Cálculo de la
Universidad de Madrid.
Es autor del libro La
pintura de vanguardia en
Málaga durante la
segunda mitad del siglo
XX (1997),
reelaborado y ampliado
en 2011 bajo el título
Las artes plásticas
en Málaga en la segunda
mitad del siglo XX.
Crítico de arte del
diario SUR de Málaga
entre 1996 y 2012.
Colaborador de las
revistas Lápiz,
Galería,
Cuadernos
Hispanoamericanos,
Boletín de Arte de la
Universidad de Málaga,
Arte y Parte y
Fedro. Revista de
Estética y Teoría de las
Artes (Universidad
de Sevilla).
Ha sido Director de la
Sala de Exposiciones de
la Diputación de Málaga,
Coordinador de la Sala
de Exposiciones de la
Universidad de Málaga,
Director del
Departamento de
Promoción Cultural de la
Fundación Picasso-Casa
Natal y comisario de
múltiples exposiciones,
entre las que destacan
las antológicas y
retrospectivas dedicadas
a Manuel Barbadillo
Nocea, Stefan von
Reiswitz, Godofredo
Ortega Muñoz, Esteban
Vicente y Francisco
Hernández Díaz. Ha
comisariado exposiciones
monográficas de Tomás
García Asensio, Lugán,
Oriol Vilapuig, Santiago
Mayo, Jordi Teixidor
Otto, Andreu Alfaro,
Manuel Salinas, Pablo
Alonso Herráiz, Dámaso
Ruano Gómez, Manuel
Mingorance Acién y el
Colectivo Palmo de
Málaga. En 1992 fue
comisario de la
exposición El arte de
construir el arte,
con los fondos del
Colegio de Arquitectos
de Málaga. Colaborador
de la muestra «Andalucía
y la modernidad», del
volumen Arte desde
Andalucía para el siglo
XXI, y del catálogo
de la exposición El
discreto encanto de la
tecnología,
celebrada en el MEIAC de
Badajoz y el Museo ZKM
de Karlsruhe.
Ha impartido numerosas
conferencias y ha sido
ponente en diversos
seminarios organizados
por las Universidades de
Málaga y Alicante. Ha escrito y publicado en revistas especializadas amplios artículos sobre diversas novelas de Bram Stoker, Nathaniel Hawthorne, Anne Brontë, Miguel de Unamuno y Fiodor Dostoyevski, así como sobre películas de Leontine Sagan, Leni Riefenstahl, Philippe Claudel, Leopold Jessner, Ludwig Wolff y Paul Czinner. Colaborador del
Diccionario
Biográfico Español
de la Real Academia de
la Historia. En 1997
publicó unas
Consideraciones sobre «Ordet»,
de Carl Theodor Dreyer.
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral.
Edición no venal. Sección 11. Página
15. Año XXII. II Época. Número 114.
Enero-Marzo 2023. ISSN 1696-9294.
Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2021
Enrique Castaños Alés.
© Las imágenes se corresponden con
sendos fotogramas de la película,
aquí se usan exclusivamente como ilustraciones del
texto y han sido aportadas en su totalidad por el autor. Cualquier derecho que pudiese concurrir sobre las
mismas corresponde a sus creadores.
Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2023 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana.
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