Título original: Ingeborg Holm

Dirección: Victor Sjöström

Guion: Victor Sjöström, a partir del drama homónimo del escritor sueco Nils Krok (1865 – 1928)

  

Reparto:

Hilda Borgström: Ingeborg Holm.

Aron Lindgren: Sven Holm / Erik Holm cuando ya es un joven marinero.

Erik Lindholm: empleado de la tienda de comestibles.

Georg Grönroos: intendente de la asistencia pública.

Richard Lund: el médico.

Carl Barcklind: el médico de la familia.

William Larsson: oficial de Policía.

Bertil Malmstedt: Erik Holm de pequeño.

  

Música: David Drazin

Fotografía: Henrik Jaenzon

Año: 1913

Duración: 73 min

Color: B/N

País: Suecia

Productora: Svenska Biografteatern AB

Género: Drama. Cine mudo

  

Acto I

En la primera toma vemos a Ingeborg entrar en su casa, donde se aprecia la felicidad que reina en ella, tanto por el amor que se profesan los esposos como por el que manifiestan hacia sus hijos. Viven en una zona relativamente acomodada, cercana a un jardín en el que también podemos comprobar la alegría de todos los miembros de la familia durante una mañana de asueto. Por el sendero, regresan a la casa; el padre, Sven Holm, sube a sus hombros a la más pequeña, en una demostración de cariño. Al llegar a la casa, la sirvienta está esperándoles, con la mesa preparada. Se sientan a ella para almorzar: la madre, a la izquierda; el padre, a la derecha; Erik, el mediano, enfrente, y Valborg, la mayor, de espaldas. La pequeña corretea por las habitaciones, encontrando una carta junto a la puerta de entrada. Se la entrega a su madre y ésta a su marido, quien la abre inmediatamente y manifiesta un gran contento al leerla: el señor C. Berman, de la Colonial Produce Company, le comunica que, en premio a sus esfuerzos de ahorro, que han ascendido a 4.000 coronas suecas, la entidad le concede un crédito de 10.000 coronas, a fin de que pueda abrir una tienda de comestibles. Una vez leída la misiva, se la enseña a su mujer, que también manifiesta su contento. Esporádicamente, ya vemos toser a Sven de manera sospechosa. Termina el almuerzo, los niños se retiran y los esposos debaten en un clima de mutua confianza sus proyectos para el futuro.

Durante los preparativos de organización del establecimiento, Sven Holm, que ha subido tan sólo unos peldaños de una escalera portátil para acceder a las estanterías más altas, sufre un desmayo y cae desplomado sobre el mostrador, delante de su único empleado. Todavía la voluminosa caja automática para guardar el dinero y efectuar las operaciones con los clientes, se encuentra en el suelo, mientras que ya hay un teléfono instalado y colocado en el mostrador. El empleado ha permanecido un tanto indiferente, aunque, como es natural, avisa a su esposa, quien entra precipitadamente en la tienda, trasladando entre ambos al enfermo al dormitorio. Una vez en la cama, acude inmediatamente el médico de la familia, quien comunica a Ingeborg la gravedad del asunto, esto es, que su marido ha tenido una hemorragia, consecuencia de su tuberculosis, y que necesita absoluto reposo. En la tienda, ya abierta, campa a sus anchas el empleado, pues la esposa debe atender a su marido y a sus tres hijos, a pesar de disponer de sirvienta. El empleado es caracterizado en una sola escena como un joven indolente, negligente y falto de cualquier responsabilidad; incluso de dudosa ética. No sólo coquetea vulgarmente con una joven clienta, probablemente una criada de su misma condición social, sino que hasta incluso llega a entregarle a hurtadillas algún objeto de la tienda en concepto de regalo. En ese mismo instante entra Ingeborg, que está muy atareada, y por poco ve el pequeño hurto. Unos momentos antes, otra clienta, más seria, ha debido marcharse sin poder comprar nada, debido a la indiferencia mostrada por el empleado ante su presencia.

La situación del marido empeora. Cierto día en que Ingeborg llega de la calle y se dispone diligentemente a atenderlo, cuando casualmente se halla en la habitación contigua, Sven trata de incorporarse en la cama, pero cae desplomado sobre la almohada, muerto. Entra Ingeborg, ajena a lo sucedido, y, al mirarlo, se da cuenta del hecho fatal. Se derrumba sollozante sobre el cuerpo de su difunto esposo, mientras la más pequeña de las hijas entra en la habitación y se aproxima a su madre, barruntando que algo inexplicable para ella ha tenido lugar.

El golpe para Ingeborg no puede ser mayor. No sólo por el amor que le tenía a su esposo, sino porque está sola, con tres hijos aún pequeños y llena de deudas. Los acreedores sin escrúpulos se agolpan en la tienda. Vemos a uno que, imperturbable, le exige que las facturas deben ser satisfechas en el plazo de una semana; de lo contrario, se iniciarán las preceptivas actuaciones judiciales. Por las noches, trata, hasta altas horas de la madrugada, de poner un poco de orden en los asuntos de la tienda, sentada junto al mostrador, a la luz de una lámpara, revisando facturas y escribiendo cartas. Una de éstas se la dirige al Procurador G. Ström, comunicándole su insolvencia y solicitando ayuda.

 

Acto II

En la toma siguiente, la vemos dirigirse por la mañana al buzón de correos, con la confianza de obtener alguna comprensión. No consigue nada. Cae enferma. Acude un médico a la casa, que se muestra amable con los niños, entregándoles unas monedas, aunque Ingeborg, al marcharse el médico, comprende que no le queda otro recurso que acudir a la beneficencia pública.

  

 

 

Ingeborg, desolada y abatida después de la muerte de su esposo, está acompañada aquí por su hija mayor y por el mediano.

© Imagen: Ingeborg Holm (1913)

  

  

Ingeborg llega a la sala de espera de uno de los centros de asistencia estatal. Se sienta, por indicación del empleado, junto a una mujer de mal aspecto, una alcohólica, que después será su compañera de trabajo en el centro de acogida. Su caso es tratado por un Comité de Asistencia Pública, integrado por siete tumultuosos y rutinarios funcionarios. Le hacen entrar, mientras que deliberan. Ingeborg les ha entregado un diagnóstico firmado por el médico que la atendió, un tal P. Berge, quien especifica que sufre una úlcera estomacal, probablemente ocasionada por la angustia sufrida en las últimas semanas. El Comité decide que sea llevada a un centro de acogida junto con sus hijos. La casa tiene que ser puesta en venta y cerrado el negocio. Mientras que Ingeborg ha debido permanecer en las dependencias asistenciales, pues se ha decidido que se incorpore cuanto antes a su trabajo de limpiadora, sus hijos la esperan en la casa. Llegan los funcionarios públicos, quienes proceden a retirar algunas pertenencias, subirlas a un carromato y trasladarlas, junto con los tres pequeños, al lugar donde se encuentra su madre. La escena de Ingeborg abrazando, sentada en una de las camas del dormitorio que les han asignado, a sus pequeños, es verdaderamente conmovedora.

Pero su sueldo mensual sólo asciende a veinte coronas; de ahí que, para evitar que sus hijos caigan en la mendicidad, y dado que ella no puede subvenir a las necesidades de su manutención, los responsables asistenciales decidan que los pequeños deberán ser entregados a familias de acogida, en régimen de adopción. La primera en ser cedida es la más pequeña. La escena transcurre delante del superintendente, un hombre insensible, un burócrata carente de piedad humana. Aun tratándose de casos tan delicados desde el punto de vista humanitario, el superintendente cumple fríamente con su cometido, ajeno a cualquier sentimiento de compasión. Incluso llega a recriminarle a Ingeborg que llore cuando a su hijita se la ha llevado la nueva madre adoptiva. La conmina a que abandone el despacho.

Los siguientes en ser entregados en adopción serán Erik, el mediano, y Valborg, la mayor, que es una mozuela de unos doce años. Ingeborg misma, de noche, mientras están dormidos, prepara cuidadosamente las valijas o cajas reglamentarias con las pocas pertenencias que han de llevarse hacia sus nuevos hogares. Cuando le toca el turno a la valija de Erik, Ingeborg introduce en ella una fotografía de cuando ella misma era joven, fotografía que dedica a su hijo en ese instante. Por vez primera, de las tres que tienen lugar, vemos el retrato fotográfico de Ingeborg, joven y hermosa, ocupando como un plano fijo, durante varios segundos, la totalidad de la pantalla. Se trata de un hermoso plano de un retrato fotográfico, un recurso de incuestionable osadía estética para la época.

Una vez más, la despedida de Ingeborg de su hija Valborg, en presencia del impasible superintendente, es conmovedora. El último en ser entregado en adopción es Erik, que porta una caja con el n.º 379 estampado en ella, como en las cajas de madera que transportan productos de un lugar a otro. La madre, que está a punto de quebrarse, solicita permiso para despedir fuera a su hijo. Lo hace, y cuando aún Erik cree que ella continúa detrás (volviéndose para darle un último adiós), Ingeborg se esconde rápidamente en un portal de las dependencias, a fin de que su hijo no pueda verla y no sufra más. En cuanto Erik desaparece, Ingeborg cae desfallecida al suelo. La recogen y la introducen dentro.

Escenas de Ingeborg trabajando en el asilo para pobres. Aquella desconocida que conoció anteriormente cuando por vez primera pisó las dependencias, es ahora su compañera de trabajo, una mujer sin educación, alcohólica y quién sabe si prostituta ocasional. Lo cierto es que se comporta de manera inadecuada, mientras que Ingeborg quiere cumplir con sus obligaciones. Furtivamente, esa mujer extrae del interior de la media, en la pantorrilla, una botella pequeña de licor, de la que bebe ansiosamente, ofreciéndosela a continuación a Ingeborg en pleno trabajo, cuando proceden a arreglar los dormitorios del asilo. Al negarse Ingeborg a beber, por estimarlo inapropiado, y más aún durante las horas de trabajo, la mujer se burla de ella.

Un día, el superintendente recibe una notificación en la que se indica que Valborg Holm sufre una dolencia y ha de ser intervenida quirúrgicamente. Como la familia de adopción no puede hacerse cargo de esos gastos, solicita ayuda al centro asistencial público. La carta está firmada por la madre adoptiva, Anna Jönsson. El superintendente se ausenta de su despacho unos instantes y, por casualidad, entra en ese momento Ingeborg para limpiar. Al acercarse a la mesa, repara en la misiva, la lee y una inmensa pena se apodera de ella, cercana a la desesperación. Al llegar el superintendente, Ingeborg solicita poder estar junto a su hija en momentos tan delicados: «Déjeme ver a Valborg». Aquél no sólo le recrimina el haber leído una carta que supuestamente es confidencial, sino que le dice que el centro asistencial no puede hacerse cargo de los gastos de su desplazamiento; por lo tanto, ella deberá permanecer donde está, sin poder ver a su hija.  Ingeborg permanece en pie, incrédula y paralizada ante lo que está escuchando, pero inmediatamente concibe un plan, a fin de poder ver a su querida hija. Con ese propósito en su cabeza, abandona el despacho.

  

Acto III

Aprovechando que los indigentes están descansando o durmiendo, Ingeborg logra escaparse del asilo de modo furtivo. Sale del dormitorio sin hacer ruido, atraviesa los terrenos de la propiedad y salta la empalizada de madera, pero, en su precipitación, se le cae una prenda de tela, una especie de pequeña mantilla a cuadros. Son unos simples empleados de la institución los que reparan casualmente en la prenda, llamando inmediatamente al superintendente, que llega al lugar de los hechos acompañado por la mujer alcohólica. Ésta reconoce la prenda y certifica que pertenece a Ingeborg, mofándose de nuevo descaradamente de su desgraciada compañera.

El alguacil jefe del distrito donde vive Valborg Holm recibe la descripción de Ingeborg, a través del teléfono, de boca del propio superintendente. Inmediatamente, el alguacil ordena a sus empleados emprender la búsqueda de la fugitiva. Entretanto, Ingeborg ha conseguido salir de la ciudad y enfilar el camino en dirección al distrito donde se encuentra su hija enferma. En su agotadora caminata, consigue que un carretero la traslade unos cuantos kilómetros, hasta una encrucijada de caminos. Completamente exhausta, decide reponer fuerzas y detenerse en una casa, que resulta ser propiedad de un joven matrimonio de campesinos. El marido no está, pero la esposa la deja entrar. En la estancia principal hay un niño muy pequeño en una cuna, que hace que Ingeborg se pare a contemplarlo, pensando quizás en sus hijos. Se sienta y la vence el sueño. Entra el marido de la mujer y, al instante, una vez informado por su esposa de las circunstancias, comprueba a través de la ventana que se acercan ayudantes del alguacil del distrito, los mismos que persiguen a Ingeborg, quienes han sido informados del camino tomado por ella por unos trabajadores que se encontraban en el mencionado cruce de caminos.

El joven matrimonio despierta inmediatamente a Ingeborg, introduciéndola en un sótano a través de una trampilla que hay junto a la cuna del bebé. Los esposos cambian ligeramente unos muebles, y de pronto tienen encima a los agentes. Llama la atención del espectador la insistencia con que preguntan por la prófuga, llegando incluso a descender y mirar en el interior del sótano, máxime si tenemos en cuenta que no disponen de una orden de registro expedida por un juez. Para cuando miran en el sótano, Ingeborg ha podido ya huir por otra salida auxiliada por el dueño de la casa, quien le facilita el que pueda despistar a los agentes. Éstos, finalmente, abandonan la vivienda, agradeciendo a sus dueños la colaboración prestada.

  

 

 

Agobiada por las deudas, Ingeborg ha tenido que poner la casa en venta, cerrar el negocio y acogerse a la beneficencia pública. Aquí la vemos, junto a sus tres hijos, esperando ser atendida y saber qué va a ser de todos ellos.

© Imagen: Ingeborg Holm (1913).

   

  

Ingeborg continúa a pie su larga caminata, hasta que, por fin, agotada y polvorienta, llega hasta muy cerca de la casa donde se encuentra su hija Valborg, si bien la madre adoptiva está fuera por casualidad, en las proximidades. Ambas mujeres se saludan, pero a Ingeborg no le da tiempo a más, pues en ese momento llegan sus perseguidores. Les suplica poder ver a su hija, pero ellos le indican que eso no es posible. Ingeborg cae desvanecida. Los alguaciles no saben qué hacer. Uno de ellos, apiadándose de ella, la coge en brazos y la introduce en la casa, permitiéndole por fin poder estar junto a su hija enferma. La desgraciada mujer se arrodilla junto al sofá donde Valborg está dormida. Inclina la cabeza en el improvisado lecho, impotente, profundamente triste, abatida por completo, como si hubiese perdido toda esperanza. Los agentes la levantan con delicadeza, pero ella vuelve a desmayarse. Por fin se la llevan. La madre adoptiva permanece llorando de pena junto a Valborg.

  

Acto IV

Una vez llevada al despacho del superintendente, quien está acompañado de otro alto funcionario, debe soportar las recriminaciones de ambos. Le enseñan los gastos económicos que ha supuesto su persecución y traslado en tren al asilo, algo más de treinta y dos coronas. La factura detallada, dirigida a la Oficina de Asistencia Pública, está firmada por el jefe contable, A. Sjögren. Una vez más, ambos funcionarios dejan constancia de sus endurecidos corazones, de su indiferencia burocrática por el verdadero sufrimiento de una madre desesperada. Ante las explicaciones y reprimendas de uno de ellos, Ingeborg permanece estoicamente de pie, con el vestido lleno de polvo, los brazos caídos y la cabeza ladeada, ausente, ensimismada, pensando sólo en su desgracia y en el destino de sus hijos. Otro tercer funcionario, un poco más joven, se acerca desde el fondo y le sacude la mano izquierda, con el propósito de que reaccione, pero ella permanece en la misma postura, como si estuviese sola en el mundo y no se percatase de lo que ocurre a su alrededor. Ante eso, el funcionario, otro desaprensivo burócrata, aprieta el puño en señal de irritación contra la mujer, tan maltratada por el destino y la falta de humanidad de los hombres. Al fin se la llevan, casi como una presa, como una delincuente.

Pasan los días. Es jornada de visita en el asilo. En una sala, sentados alrededor de una gran mesa cubierta con un mantel blanco, hay funcionarios, médicos, enfermeras, madres adoptivas, familiares y niños. Los niños adoptados son llevados por sus familias para que vean a sus verdaderas madres. Desde el fondo, vemos aparecer a la señora que adoptó a la niña más pequeña de Ingeborg. Viene con ella, para que la vea su madre. Ésta entra en la sala, aunque su aspecto es el de una mujer ausente, como ida, ajena a cuanto le rodea. El médico situado en el extremo más cercano de la mesa, le informa que allí está su hijita. Entonces, Ingeborg se emociona, quedándose como paralizada por la alegría. Pero cuando va a abrazar y besar a su pequeñina, ésta no la reconoce, negándose a abandonar a su madre adoptiva. El golpe que esto supone para Ingeborg es demoledor. Su mente comienza a enloquecer, a quedar bloqueada ante tanto sufrimiento. Hace un último intento de llamar la atención de su hijita. Se quita el delantal e improvisa con él un muñeco de trapo, a fin de que su hija le haga caso. Incluso llega a arrebatársela a la madre de acogida. Nada. Desesperada, se deja caer sobre la mesa, apoyada la cabeza en el antebrazo derecho, mesándose los cabellos. Se vuelve, pero ya la madre adoptiva se ha llevado a su hija. De pronto, Ingeborg comienza a reír de un modo nervioso e incontrolado, provocando de inmediato la atención general. Todos los presentes se levantan asombrados y la miran. Es en ese momento cuando besa el muñeco de trapo que acaba de hacer, enseñándoselo a todos como si fuese su propia pequeña. Está contenta de tener a su hijita en sus brazos. El médico y otros responsables deliberan, mientras ella continúa sumida en su delirio, adentrándose en un mundo de sombras. Finalmente, unas enfermeras, muy delicadamente, la cogen de los brazos y se la llevan. Ingeborg ha perdido la razón.

Así transcurren quince años.

La siguiente escena nos presenta al joven Erik, convertido en un marinero, a bordo de un barco de pesca, enrollando una maroma. Terminada su faena, se sienta y extrae de uno de sus bolsillos aquel retrato que una vez su madre introdujera en su caja numerada cuando fue dado en adopción. Siempre ha llevado consigo la fotografía dedicada de su madre, joven y hermosa. Por segunda vez, el retrato de Ingeborg vuelve a ocupar durante unos segundos toda la pantalla.

Al llegar a tierra, Erik está decidido a encontrarse con su madre. Llega hasta el asilo. Vemos de nuevo al mismo superintendente, más viejo, en su despacho. Le anuncian la visita de Erik. Accede a que entre. Inmediatamente le comunica la locura de su madre y si será conveniente que la vea. Erik, que había sido invitado a sentarse, da de pronto un respingo, como accionado por un resorte, y coge enfurecido las solapas del funcionario, pidiéndole explicaciones. Además de estupefacto, está rabioso por el hecho de que nadie se haya puesto en contacto con él. El superintendente le ruega que se calme. Erik vuelve a sentarse, pero de nuevo se levanta, exigiendo ver a su madre, aunque el burócrata insiste en que no es aconsejable. Erik está a punto de estallar. Finalmente, el superintendente accede. Traen a Ingeborg, con su largo uniforme de loca, con los pelos encanecidos, ida por completo, acunando y meciendo un trozo de madera, como si fuese su hijita pequeña. La imagen es patética y desgarradora. Al principio, Ingeborg no reconoce en absoluto a su hijo. Continúa absorta meciendo la delgada tabla. Erik no sabe qué hacer. Ruega a los presentes que salgan de la habitación y los dejen solos. Es entonces cuando se le ocurre mostrar a su madre la vieja fotografía con su retrato, dedicado otrora a su hijo y que en este momento tiene delante. Por tercera vez, la cámara enfoca el retrato fotográfico, que vuelve a ocupar entera la pantalla. Ingeborg mira su retrato. En unos segundos, comienza a recordar; su mente va ordenando su pasado. Reconoce por fin a Erik y quién es ella. Ha recobrado la razón. Por un instante incluso siente vergüenza. Se sienta en una silla, pero su hijo se arrodilla y abraza a su madre, mientras que Ingeborg acaricia la cabeza de Erik y la besa.

   

 

 

Transcurridos los anteriores acontecimientos, se reincorpora a su trabajo. Un día se presenta en el centro de acogida su hijita más pequeña, acompañada de la madre adoptiva. Al no reconocerla, Ingeborg queda por completo bloqueada, perdiendo la razón. Éste es el momento que recoge la imagen: Ingeborg acunando un muñeco de trapo con el que había intentado captar inútilmente la atención de su pequeña. Ante el fracaso, el desvarío mental. Un médico trata de ser amable con ella. Las enfermeras se la llevarán. Durante quince años permanecerá sumida en la locura.

© Imagen: Ingeborg Holm (1913).

  

  

  

 

El crítico sueco Bengt Idestam-Almquist, en su estudio titulado Cine sueco: drama y renacimiento (Buenos Aires, Losange, 1958), publicado originalmente en 1952, le dedica varias páginas del capítulo VI.

No puede considerarse como la primera película sueca que conquista el sentido puramente artístico y la seriedad. Ésta última ya había penetrado en el cine sueco, y en cuanto al sentido estético, no se alcanza plenamente sino a partir de Terje Vigen (1916), del propio Victor Sjöström (20 septiembre 1879 – 3 enero 1960). Ahora bien, lo que diferencia a Ingeborg Holm de los anteriores filmes de Sjöström es que trasunta una verdadera emoción humana, característica rarísima, por no decir única, en el cine de aquel tiempo. Sjöström se afana en hacer todo lo posible para dar a los personajes el carácter de personas vivas y verdaderas, como, por ejemplo, se desprende de la interpretación de Hilda Borgström en el manicomio.

Algunos críticos han resaltado el modelo de representación aún primitivo que domina el filme, presentando, por lo general, cada escenario desde un único punto de vista. Otro rasgo de primitivismo sería el maquillaje. Pero la mayoría destaca la frescura y el sano encanto de la actuación de Hilda Borgström en su papel de Ingeborg Holm, la extraordinaria heroína del filme.

El hecho nuevo consiste en que Sjöström consigue individualizar a la heroína, colmándola de auténtica vida, otorgándole volumen de persona viva. En este aspecto, logra un grado de perfección superior al que generalmente podía llegarse por entonces en el arte cinematográfico. Ni el propio Sjöström fue consciente de que había realizado su mejor película hasta entonces; lo supo por los periódicos.

Una extraña combinación de factores hará posible la realización del filme. En primer lugar, la actriz principal, Hilda Borgström, célebre por sus interpretaciones desde hacía doce años en el Teatro Dramático Real de Estocolmo. Había firmado un contrato con la Svenska Biografteatern para treinta días de filmación por una suma total de cinco mil coronas. La productora se había reservado el derecho de usar de dichos treinta días a medida que tuviese necesidad de ellos, siempre que fuese durante los años 1912-1913. En 1912 se habían rodado algunos filmes con Hilda Borgström, trabajando un total de trece días. Aún quedaban diecisiete, que se habían pagado a un altísimo precio. El 1 de agosto vencía el contrato, le recordó por teléfono Hilda a Sjöström a principios de julio. Sjöström corrió rápidamente a comunicárselo al director de la productora, Charles Magnusson (1878 – 1948). Había que encontrar lo antes posible un guion adecuado. Fue entonces cuando Sjöström recordó que guardaba en un cajón de su escritorio un argumento del escritor Nils Krok sobre un hospicio de pobres. Se trataba de una comedia que Sjöström ya había representado en 1907. Al terminar una de aquellas representaciones teatrales, Nils Krok acercóse al camerino de Sjöström y le entregó los originales de su reducción de Ingeborg Holm a argumento cinematográfico.

En aquel mes de julio de 1913, Ingeborg Holm fue una tabla de salvación. Sjöström rescató el manuscrito del olvido y le dijo a Magnusson que algo podría hacerse con él. El director de la Svenska Bio estuvo de acuerdo. Nils Krok recibió doscientas cincuenta coronas y, en tres o cuatro días, Sjöström reescribió el guion. Los preparativos para la filmación duraron otros tantos días más, y, por fin, se comenzó a filmar. No sólo se salvó la situación, sino que se rentabilizaron las dos mil ochocientas coronas que, de otra manera, la productora tendría que haber abonado a Hilda Borgström sin haber hecho nada en compensación. El guion de Sjöström llama poderosamente la atención por el calor con que fue escrito; sin duda, se encontraba muy inspirado. Lo que atrajo más su interés fue la descripción de la paulatina decadencia psíquica de la pobre mujer, así como el modo en que recuperó la razón. Nunca la locura se había representado de ese modo en una película. Por vez primera se abordaba como un caso clínico, tomado de la realidad. Tampoco hasta ese momento se había visto un relato cinematográfico tan serio y detallado. El triunfo de Victor Sjöström fue doble: como guionista y como realizador. Por su parte, la interpretación de Hilda Borgström es extraordinaria y conmovedora, apreciándose muy claramente de qué modo tan intenso aborda su personaje. Asimismo, Sjöström supo adaptar muy bien la técnica teatral de la actriz a la técnica cinematográfica. Es muy interesante comprobar cómo la descripción se vuelve cinematográfica apenas deja tras de sí las escenas de interiores, siempre «tradicionalmente teatrales», y se comienza a rodar al aire libre.

Victor Sjöström no ha olvidado las enseñanzas del actor y director de teatro francés Paul Garbagni, quien en 1912 dirigía en París el Théâtre des Capucines, en el Boulevard des Italiens, siendo contratado por la productora francesa Pathé Hermanos, motivo por el que se desplazó a Suecia, a los estudios de Lidingö (una isla en el centro de Estocolmo), a rodar un filme (se trataba de I livets var, también llamado Den första äls karinnan, esto es, La primavera de la vida o La primera amante, que, una vez listo, fue enviado a París para ser coloreado a mano).

A Sjöström le llamó la atención que, mientras los filmes suecos se rodaban en seis días escasos, los franceses, en cambio, necesitaban cuarenta días. También «aprendieron» los suecos de los franceses a emplear la cámara cinematográfica, aunque se trataba de un uso muy anticinematográfico. Por ejemplo, la cámara no debía tocarse durante el desarrollo de la acción. El más mínimo movimiento podía resultar fatal. La movilidad que Charles Magnusson había impreso a sus producciones, no era «refinada» según la concepción francesa. El filme, según los franceses, debía estar sometido a la influencia teatral, y también la atmósfera, para ser «refinada», debía ser teatral. Los escenarios se hacían con esqueletos de madera, donde se fijaban los «rellenos», igual que en el teatro. Tales «rellenos» podían ser biombos dotados de puertas y ventanas. Distribuyendo los biombos de manera diferente, y cambiándoles la pintura, podía transformarse el aspecto del interior. Así se conseguía aprovechar el mismo escenario en numerosos filmes.

En el espacio entre escenario y escenario se ubicaba la cámara, y sus soportes eran clavados en el piso para que no se moviesen durante todo el tiempo necesario para las tomas. Sobre el piso y frente a la máquina se ponían dos reglas en ángulo recto, a efectos de marcar el espacio dentro del cual los actores debían moverse para mantenerse en el campo del encuadre. Esta limitación de espacio constituía la mayor dificultad que se oponía a los actores; en todo lo demás, su interpretación era idéntica a la teatral.

Estas últimas enseñanzas de procedencia francesa no fueron por cierto muy útiles y afortunadamente dejaron poca huella en los grandes directores suecos Victor Sjöström, Mauritz Stiller y Julius Jaenzon. Sin embargo, cuando había que filmar interiores, se empleaba este método anticinematográfico. En cuanto al arte del maquillaje, fue enseñado por un actor sueco que había trabajado en América y que gozaba de prestigio, Arthur Donaldson (1869 – 1955). Sabía ejecutar música, escribir y desempeñar la tarea de realizador; enseñó a los actores del estudio de Lidingö la manera de maquillarse según la receta de moda: blanco de yeso en el rostro y negro de tinta en torno de los ojos (aproximadamente como algunos modelos en yeso que conservamos de la reina Nefertiti, de la XVIII dinastía del antiguo Egipto).

Había otra manera de estudiar: ir al cine. Los filmes históricos italianos no tenían ningún valor para Suecia (pensemos en el llamado cine «colossal» o «colossale» de Los últimos días de Pompeya, dirigido en 1908 por Arturo Ambrosio y Luigi Maggi; La caída de Troya, rodado en 1911 por Luigi Romano Borgnetto y Giovanni Pastrone; Quo vadis?, dirigido en 1913 por Enrico Guazzoni; o el más célebre de todos ellos, Cabiria, realizado por Giovanni Pastrone en 1914 y ambientado en la segunda guerra púnica), pero Victor Sjöström hizo buenas observaciones en los filmes estadounidenses (los de Edwin Stanton Porter y David Wark Griffith, principalmente).

   

 

 

Han transcurrido quince años desde que Ingeborg se volviese loca. Aquí la vemos, acunando un palo de madera, como si fuera uno de sus hijos, junto a una enfermera y el superintendente. Afortunadamente, su enorme sufrimiento está a punto de concluir.

© Imagen: Ingeborg Holm (1913)

   

  

Volviendo a Ingeborg Holm, las escenas interiores son largas e ininterrumpidas como los actos del teatro. No obstante, la definición «historia de la vida cotidiana» (historia ur vardagslivet) debería trocarse en «historia de la realidad» (historia ur verkligheten). En efecto, en Ingeborg Holm no faltan los detalles ambientales característicos del hospicio de pobres. Sjöström hace que los pobres se limpien la saliva de la comisura de los labios, así como hace extraer botellas de aguardiente de unas medias.

En lo que atañe al papel femenino, Sjöström ha tratado de evitar los grandes gestos melodramáticos. Delicada y verosímil resulta la difícil escena en que la niña pequeña no reconoce a su madre; de igual modo, el epílogo, al final del Acto IV, cuando Ingeborg recobra la razón, es otra escena no menos complicada.

Al leer este guion de Sjöström de 1913, observamos fácilmente dónde los soviéticos, los franceses modernos y los italianos han encontrado impulso para su técnica cinematográfica, enriquecida ahora por acentos dulces y débiles, por medio de los cuales han obtenido tanta fuerza expresiva. Al estrenarse la película, por vez primera la gente culta fue al cine en Suecia. Aún en 1952, los viejos intelectuales de Estocolmo recordaban que Ingeborg Holm fue el filme que más les impresionó.

También es recordada Ingeborg Holm por la polémica que suscitó en la sociedad sueca del momento, provocando cambios estructurales en la seguridad social y en los hospicios existentes para los desamparados, a quienes la historia de Ingeborg Holm había humanizado parcialmente y hecho reaccionar a los sectores sociales más acomodados.

Un par de consideraciones más. La primera, que aun cuando a muchos espectadores actuales pueda parecerles extraordinariamente pacífica la sociedad sueca desde después de la Segunda Guerra Mundial, salvo excepciones importantes como pudo ser el asesinato del primer ministro Olof Palme el último día de febrero de 1986, lo cierto es que ni desde 1946 esa imagen trasladada al exterior coincide con la realidad interna del país, y, sobre todo, que es lo que nos interesa en relación con la película de Victor Sjöström que analizamos, que la conflictividad social era aguda en los últimos decenios del siglo XIX y en los primeros del siglo XX. Es cierto que Suecia alcanzó un prolongado periodo de paz desde la subida al trono de Carlos XIV en 1818, quien había sido un eficiente militar francés y mariscal del Imperio napoleónico con el nombre de Jean-Baptiste Bernadotte, que era propiamente el suyo, hasta que en agosto de 1810 fue elegido «Príncipe de la Corona», y, por tanto, heredero al trono de Suecia, por el rey sueco Carlos XIII, quien lo adoptó bajo el nombre de Carlos Juan. Los sucesores de Bernadotte, fallecido en 1844, prosiguieron esta política de neutralidad internacional que se ha venido manteniendo viva en lo esencial hasta el momento actual (no deja de resultar significativo que, a los pocos meses de la invasión rusa de Ucrania, iniciada el 22 de febrero de 2022, Suecia solicitase formalmente en junio de 2022 la entrada en la Alianza Atlántica, aprobada por el Parlamento en marzo de 2023, rompiendo así con dos siglos de no alineamiento militar).

La modernización de Suecia durante el siglo XIX fue un hecho incontestable, desde que el propio Bernadotte se viese obligado por la oposición liberal a reducir drásticamente su concepción absolutista del poder, llevando a cabo una reforma de la Constitución en 1840 que otorgaba poderes ministeriales al Consejo de Estado. Esta liberalización del Estado prosiguió con Óscar I, quien aceleró la modernización del país y evitó que Suecia se sumase a los acontecimientos revolucionarios de 1848, y con Carlos XV, que también impulsó grandes cambios, tales como la tolerancia religiosa para con los disidentes (1859), la modificación de la Administración local y del Código Penal (1862), la instauración del librecambismo (1864 – 1865) y la instauración de dos cámaras elegidas por sufragio censitario, que constituían el nuevo Riksdag o Parlamento (1866). El Riksdag viose pronto dominado por los campesinos del Partido Lantmanna o Partido de los agricultores, que ganaría influencia bajo el reinado de Óscar II, hasta el punto de convertirse su jefe, Arvid Posse, en primer ministro (1880 – 1883).

El rapidísimo desarrollo económico, principalmente en la industria de la madera y del acero, hizo que Suecia adoptara definitivamente el librecambismo en 1888, que se llevasen a cabo importantes reformas sociales y que se crease el Partido Socialdemócrata en 1889. Ahora bien, todo este largo periodo de paz durante el siglo XIX había favorecido especialmente a las clases medias, aumentando también la población, modernizándose la agricultura y quintuplicándose la renta nacional entre 1860 y 1925. Pero, al mismo tiempo, se creó un proletariado rural importante, debiendo emigrar a los Estados Unidos aproximadamente un millón de suecos entre 1850 y 1920, sobre todo durante la crisis económica del decenio 1880 – 1890. Junto a ese proletariado rural hay que mencionar el proletariado urbano, que nutría las fábricas y las florecientes industrias, cada vez más reivindicativo en sus demandas de mejora de sus condiciones salariales y asistenciales, protagonizando constantes e importantes huelgas, algunas muy violentas y duramente reprimidas, que irían doblegando al empresariado y a la alta burguesía sueca, en buena medida por la acción de los socialdemócratas, quienes, pese a la resistencia de los liberal-conservadores, consiguieron importantes reformas sociales y políticas: el seguro de vejez en 1913; la jornada laboral de ocho horas en 1918; el sufragio universal masculino en 1907 y el sufragio universal femenino en 1918. Bajo la dirección de Hjalmar Branting y el apoyo de los sindicatos, el Partido Socialdemócrata creció rápidamente y se convirtió en el mayor del Riksdag en 1920. El propio Branting fue nombrado primer ministro en tres ocasiones, desde ese año de 1920 hasta 1925.

En el momento de rodar Victor Sjöström la película Ingeborg Holm, en 1913, era primer ministro el liberal Karl Albert Staaf (7 octubre 1911 – 17 febrero 1914), un periodo en el que Suecia aún se debatía en convulsas luchas sociales. Los partidos de extrema izquierda, básicamente los comunistas, eran muy minoritarios, así como el movimiento anarquista, circunstancias que evitaron en buena medida una agudización radical de las reivindicaciones obreras y un enfrentamiento civil. Pero el Partido Socialdemócrata y los sindicatos hubieron de emplearse a fondo en satisfacer tales reivindicaciones, introduciendo mejoras sustanciales, como acabamos de constatar. Sjöström deja muy patente en la película la situación que se vivía en Suecia por aquellos años, de una rigidez administrativa y burocrática que deshumanizaba muchas veces las relaciones del Estado (funcionarios, policías) con los indigentes, con los parados, con los obreros o con los enfermos mentales. No obstante, no puede negarse que la política de neutralidad con el exterior favoreció considerablemente la conquista de derechos sociales fundamentales, siendo Suecia uno de los primeros países europeos en alcanzarlos, junto con Finlandia y Noruega. Este último país, que había pertenecido a Suecia desde el fin de las guerras napoleónicas en compensación por la pérdida de Finlandia, conquistada por Alejandro I de Rusia en 1808, se separó pacíficamente de Suecia en 1905.

  

 

 

Erik, el hijo varón de Ingeborg, en el momento de reencontrarse con su madre. Ha rogado a los funcionarios que los dejen solos unos instantes. Procede a enseñarle la fotografía dedicada, y, poco a poco, Ingeborg reconoce a su hijo y recobra la razón. Él de rodillas, abraza a su madre, mientras que ella, sentada, acaricia y besa su cabeza. Con esta escena termina la película.

© Imagen: Ingeborg Holm (1913)

  

  

La segunda consideración tiene que ver con la influencia en Victor Sjöström de dramaturgos nórdicos como el sueco Augusto Strindberg o el noruego Enrique Ibsen. Ambos son eminentes exponentes del naturalismo, pero la filmografía de Sjöström no repara tanto en temas escabrosos abordados por ambos autores, tales como el incesto, la degeneración provocada por la herencia genética, el suicidio o la locura, como en otros que se imbrican en sendos literatos con los mencionados, bien sea la violación de la mujer, la violencia física y psíquica contra la mujer, los hijos extramatrimoniales, el conflicto entre las clases sociales, la rebeldía frente a la autoridad, el feminismo o la defensa del individuo frente al Estado. Aunque también es cierto que tanto Mauritz Stiller como Victor Sjöström deben algunas de sus mejores películas a la adaptación que hicieron de novelas y relatos de la gran escritora sueca Selma Lagerlöf, Premio Nobel de Literatura en 1909, de profundas creencias cristianas y muy exigente en la adaptación cinematográfica de sus narraciones, como bien tuvo ocasión de comprobar el propio Sjöström en películas tales como Tösen från Stormyrtorpet («La muchacha de la pequeña granja», 1917) y Körkarlen («La carreta fantasma», 1921), o Mauritz Stiller en Gösta Berlings saga («La leyenda de Gösta Berling», 1924).

Málaga, 16 de marzo de 2015.

  

  

  

  

  

  

  

Enrique Castaños Alés (Málaga, 1956). Profesor de Instituto de Enseñanza Media desde 1982 hasta 2016. Profesor asociado del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Málaga durante los cursos 2006-2011. Licenciado en Filosofía y Letras en 1979, se especializó en Historia Medieval. Su Memoria de Licenciatura, leída a finales de 1981 y aprobada con la calificación de Sobresaliente por unanimidad, versó sobre El socialismo postrevolucionario anterior a Karl Marx: Charles Fourier, Henri de Saint Simon, Robert Owen y Pierre-Joseph Proudhon. Su Tesis Doctoral, defendida en el año 2000 con la calificación de Sobresaliente cum Laude, se centró en Los orígenes del arte cibernético en España. La experiencia del Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid. Es autor del libro La pintura de vanguardia en Málaga durante la segunda mitad del siglo XX (1997), reelaborado y ampliado en 2011 bajo el título Las artes plásticas en Málaga en la segunda mitad del siglo XX. Crítico de arte del diario SUR de Málaga entre 1996 y 2012. Colaborador de las revistas Lápiz, Galería, Cuadernos Hispanoamericanos, Boletín de Arte de la Universidad de Málaga, Gibralfaro. Revista de creación literaria y humanidades (Universidad de Málaga), Ethic, Arte y Parte y Fedro. Revista de Estética y Teoría de las Artes (Universidad de Sevilla). Ha sido Director de la Sala de Exposiciones de la Diputación de Málaga, Coordinador de la Sala de Exposiciones de la Universidad de Málaga, Director del Departamento de Promoción Cultural de la Fundación Picasso-Casa Natal y comisario de múltiples exposiciones, entre las que destacan las antológicas y retrospectivas dedicadas a Manuel Barbadillo Nocea, Stefan von Reiswitz, Godofredo Ortega Muñoz, Esteban Vicente y Francisco Hernández Díaz. Ha comisariado exposiciones monográficas de Tomás García Asensio, Lugán, Oriol Vilapuig, Santiago Mayo, Jordi Teixidor Otto, Andreu Alfaro, Manuel Salinas, Pablo Alonso Herráiz, Dámaso Ruano Gómez, Manuel Mingorance Acién y el Colectivo Palmo de Málaga. En 1992 fue comisario de la exposición El arte de construir el arte, con los fondos del Colegio de Arquitectos de Málaga. Colaborador de la muestra «Andalucía y la modernidad», del volumen Arte desde Andalucía para el siglo XXI, y del catálogo de la exposición El discreto encanto de la tecnología, celebrada en el MEIAC de Badajoz y el Museo ZKM de Karlsruhe. Ha impartido numerosas conferencias y ha sido ponente en diversos seminarios organizados por las Universidades de Málaga y Alicante. Ha escrito y publicado en revistas especializadas amplios artículos sobre diversas novelas de Bram Stoker, Nathaniel Hawthorne, Anne Brontë, Miguel de Unamuno y Dostoyevski, así como sobre películas de Dreyer, Leontine Sagan, Leni Riefenstahl, Philippe Claudel, Leopold Jessner, Ludwig Wolff, Paul Czinner, Mauritz Stiller y Victor Sjöström. Colaborador del Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Edición no venal. Sección 11. Página 17. Año XXIII. II Época. Número 118. Enero-Marzo 2024. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2024 Enrique Castaños Alés. © Las imágenes se corresponden con diversos fotogramas de la película que se comenta, se utilizan exclusivamente como ilustraciones de la misma y han sido tomadas, a través del buscador Google, de varias webs de crítica cinematográfica que no declaran explícitamente propiedad intelectual alguna sobre ellas. En todo caso, cualquier derecho de autor que pudiese concurrir sobre la mismas corresponde a su(s) creador(es). Diseño y maquetación: EdiBal. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2024 Departamento de Didáctica de la Lengua, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón 3. 29.730. Rincón de la Victoria (Málaga).

    

    

     

 

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