a que llegó
a ser
considerada
como una
«princesa
rodeada de
comediantes»,
esa actriz
que señoreó
su arte y su
bien hacer
escénico en
una época
donde
presidía la
exageración
extravagante
y la
vulgaridad,
esa hembra
fina y
natural
donde las
haya, esa
mujer de
prestigio y
respetada
por todos,
esa artista
que fue
causando
envidias por
donde iba
por su
profesionalidad
innata se
llamó Rita
Luna y había
nacido en
Málaga. Rita
Luna, en
efecto, pasó
por los
mejores
teatros de
España y
podría haber
llegado más
allá si no
hubiera
dejado la
escena a
temprana
edad. No se
sabe
ciertamente
el motivo de
ello, pero
debió ser
algo
bastante
duro para
ella como
para
terminar
repugnándole
el teatro y
todo lo que
le rodea a
éste.
Infancia y
adolescencia
Rita Vidal
Alfonso
García era
hija
del
matrimonio
formado por
Joaquín
Alfonso y
Royo y la
actriz
Magdalena
García. Conocida en
el mundo
artístico
de la escena con el
nombre de
Rita Luna,
había nacido en
Málaga en
1770 y en
esta ciudad
andaluza vivió
sus primeros
años.
Su padre era
descendiente
de una
ilustre
familia
aragonesa
oriunda de
Oliete
(Teruel), y,
por las
razones que
fueran, él y
su esposa
vivían
dedicados al
dificilísimo
arte de la
declamación,
en el que no
dejaron de
recoger
laureles. No
tiene, pues,
nada tiene
de extraño
que las tres
hijas de la
pareja,
Andrea,
Josefa y
Rita, se
aficionasen
al teatro,
extenso
campo que su
genio podía
recorrer,
haciendo
aspirar al
corazón el
perfumado
ambiente del
entusiasmo.
Como puede
apreciarse,
el apellido
de Luna no
era el
paterno; fue
adoptado por
ella al
salir a
escena, como
también
parece ser
que su padre
ya lo había
adoptado
antes al
hacerse
comediante.
La partida
está plagada
de
equivocaciones
En su
partida de
nacimiento
se dice que
Rita nació
el 28 de
marzo, lo
cual
desmienten
datos de la
época y así
lo ha
afirmado
también
Mesoneros
Romanos, el
más acertado
de sus
biógrafos.
El error
consiste en
que se
cambió el
mes de
nacimiento,
pues debió
ver la luz
el 28 de
abril y no
el 28 de
marzo.
Prueba de
ello la
encontramos
en que sus
padres le
pusieron
Vidal como
segundo
nombre (así,
Rita Vidal),
siguiendo la
piadosa
costumbre de
darle al
neófito el
nombre del
santo del
día, y la
onomástica
de San
Vidal, el
ilustre
mártir de
Rávena, la
celebra la
Iglesia
católica el
28 de abril.
Por otra
parte,
también es
más lógico
que fuera
bautizada
cuatro días
después de
nacer y no
al mes y
pico.
De igual
manera, en
la partida
de
nacimiento
se
equivocaron
los
apellidos
del padre y
hubo
necesidad de
instruir,
veintiséis
años
después, un
expediente
para su
rectificación.
En dicho
expediente
se hace
constar
cumplidamente
que el
apellido de
Rita Vidal
era Alfonso,
y no Royo,
ya que el
nombre de su
padre era
Joaquín
Alfonso, y
no, Alfonso
Royo, como
rezaba en la
partida
parroquial.
La educación
de Rita, lo
mismo que
las de sus
hermanas,
fue no tanto
artística,
cuanto
esmerada y
religiosa,
pues eran
muy austeros
los
principios
que
profesaba su
padre sobre
este punto.
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Una jovencísima Rita se traslada a Madrid, y, en un teatro provisional que el actor Sebastián Briñoli había insta-lado en un piso bajo de la casa número 20 de la calle de Barco, inicia sus represen-taciones escénicas. |
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Comienzos
artísticos
En 1789,
cuando
apenas
cuenta los
19 años de
edad,
comienza su
trabajo en
la escena.
Ese año, una
jovencísima
Rita se
traslada a
Madrid, y,
en un teatro
provisional
que el actor
Sebastián
Briñoli
había
instalado en
un piso bajo
de la casa
número 20 de
la calle de
Barco,
inicia sus
representaciones
escénicas.
Era una
forma de
burlar el
luto que se
había
impuesto
oficialmente
a causa del
fallecimiento
del rey
Carlos III,
según el
cual
quedaban
clausurados
todos los
teatros de
la Villa y
Corte
durante un
tiempo.
Rita, a
pesar de sus
pocos años y
escasísima
experiencia,
reveló,
desde su
primera
salida a los
escenarios,
las grandes
cualidades
que reunía,
y comenzó a
recibir
entusiastas
y merecidos
aplausos, al
representar
con notable
acierto
varias
comedias de
nuestro tan
bello como
difícil
teatro
clásico, en
las que supo
dar grandes
muestras de
sus
brillantes
cualidades
artísticas,
particularmente
al
interpretar
las siempre
instructivas
escenas de
Una casa
con dos
puertas mala
es de
guardar,
de Calderón
de la Barca.
Competencia
personal
Los aplausos
que en esta
primera
época de su
vida
artística
obtuvo no
fueron sino
precursores
de los que
el tiempo
reservaba a
su genio. Un
año después,
en 1790, la
joven Rita
se ajusta en
la compañía
de los
Reales
Sitios,
donde
comienza a
crearse una
reputación
envidiable.
Su ya
merecida
fama hizo
que el conde
de
Floridablanca,
valido del
rey Carlos
IV, se
fijase en
ella y, el 8
de abril de
1792, da
instrucciones
para que
ingresara en
el Corral
del Príncipe
como
‘segunda
dama’ de la
compañía de
Manuel
Martínez,
quien ya
desempeñaba
sólo papeles
de barba y
acompañado
de la bella
y
desenvuelta
María del
Rosario
Fernández,
conocida
como ‘la
Tirana’, tan
famosa por
su talento
como por su
mal carácter
y sus
aventuras
amorosas; a
la graciosa
Manuela
Montéis, a
Victoria
Ferrer y a
Josefa Luna,
hermana de
Rita. Esta
farándula
contaba
también con
el gracioso
Francisco
López, el
barba
Vicente
García, el
figurón Pepe
Morales y
los galanes
Juan
Garcilaso,
Antonio
Robles y
José Huerta.
En aquel
teatro
intervino en
la comedia
titulada
La esclava
del negro
ponto,
de Luciano
Cornella, en
la que
interpretó
magistralmente
el papel de
sultana. Su
caracterización
fue tan
desenvuelta
y su aplomo
tan
extraordinario
que excitó
de tal
manera el
entusiasmo
del público
que fue
causa de que
se
repitieran
las
representaciones
durante
diecinueve
días
consecutivos,
cosa apenas
conocida en
aquel
entonces.
Rita Luna,
entre el
éxito y los
celos
Triunfo tan
completo
como
lisonjero no
pudo menos
que excitar
los celos de
la primera
dama María
del Rosario
Fernández.
Acostumbrada
‘la Tirana’
a que los
aplausos tan
repetidos
sólo se le
prodigasen a
ella, se
desencadenaron
en su pecho
todos los
malos
sentimientos
de que es
capaz de
incubar una
profunda
envidia, y,
desde aquel
momento,
pensó
únicamente
en acabar
como fuera
con aquella
naciente
reputación
que
amenazaba
con destruir
en breve la
suya.
Para
conseguirlo,
aprovechando
que se
estaba
representando
aquella
temporada la
comedia de
Antonio
Enríquez
Gómez,
Celos no
ofenden al
sol,
pieza
teatral de
una cierta
complejidad
para la
actriz
principal,
fingió estar
enferma a
fin de
forzar la
situación de
que Rita
ejecutase,
sin estudio
y ensayo
previos, el
papel en que
ella era
justamente
aplaudida.
Pero Rita no
era tonta y
ya contaba
de antemano
con alguna
treta de la
diva, así
que,
previendo
tan indigno
proceder,
había
estudiado
concienzudamente
con
antelación
los papeles,
el propio y
el de su
rival.
Llegado el
momento
previsto,
cuando se le
avisa de que
tiene que
suplir a la
primera
dama, puso
en escena
aquella
producción
con éxito
tan
lisonjero,
que un
indecible
entusiasmo
se apoderó
de los
espectadores,
produciendo
un efecto
desconocido
hasta
entonces. Su
éxito fue
arrollador.
Viendo ‘la
Tirana’ el
mal
resultado
que su ardid
había
producido,
sólo pensó
en salir
triunfante
de aquella
competencia,
aunque era
consciente
de que su
rival era
temible.
Pero el
dolor de su
herida
vanidad era
muy superior
a la mesura
que pudiera
sugerirle el
menor atisbo
de
inteligencia.
‘La Tirana’
quiso
disputar el
terreno,
luchar como
una leona, y
volvió a la
escena con
la comedia
La mujer
vengativa.
El desengaño
fue temible.
El público
se mostró
frío, apenas
hizo sonar
sus
aplausos, y
su reserva
confirmó en
aquella
noche el
triunfo de
Rita Luna.
Pero ‘la
Tirana’ era
mujer de
gran
experiencia,
sobrada de
intención,
con amigos
influyentes
y de
admirable
diplomacia.
Poco a poco
logró
martirizar
con pequeños
pero
continuos
incidentes a
Rita, hasta
que ésta,
harta de la
presión que
le suponía
aquel acoso,
decide
abandonar la
escena del
Príncipe, en
donde quedó
su hermana
Josefa,
según se ve
en la lista
del año
siguiente.
Rita había
actuado en
el Teatro
del Príncipe
desde el 8
de abril de
1792 al 13
de febrero
de 1793. Con
el abandono
de este
escenario,
la malagueña
dejaba
también de
pertenecer a
la compañía
teatral de
Manuel
Martínez.
Su
consagración
artística
En la
siguiente
temporada
teatral,
Rita fue
contratada
por Coliseo
de la Cruz
con el mismo
carácter de
segunda
dama. En
este nuevo
recinto la
esperaban
nuevos y
bien
merecidos
laureles.
En la
representación
de El
desdén con
el desdén,
de Agustín
Moreto,
produjo
entre el
público un
entusiasmo
inefable.
Juana
García,
considerada
hasta ese
instante
primera dama
en aquel
teatro, supo
de inmediato
que era una
empresa loca
disputarle
la victoria
a aquella
eminencia
escénica, y
pidió su
retiro.
Rita, con el
camino
franco,
ocupó su
lugar, con
general
aplauso.
Una y otra
noche
recibió
ovaciones
delirantes
aquella
actriz de
origen
malagueña,
distinguiéndose
en La
dama boba,
La moza
del cántaro,
La
villana de
Vallecas,
La más
constante
mujer,
Como
amante y
como honrada,
Misantropía
y
arrepentimiento,
El
socorro de
los mantos,
El perro
del
hortelano,
No hay
contra
lealtad
cautela,
y tantas
otras
comedias en
las que el
público
continuó de
día en día
prodigándole
sus más
entusiastas
elogios;
jamás se
aficionó a
la tragedia.
Fueron sus
autores
predilectos
Moreto, Lope
de Vega,
Tirso de
Molina,
Montalbán,
Leyva y
Rojas.
El genio
artístico de
Rita Luna
El genio en
la escena es
de
indiscutible
reconocimiento,
tanto más
digno de
admiración,
cuanto que
Rita comenzó
su carrera
teniendo que
crear,
porque en
vano hubiera
querido
buscar
modelos en
su tiempo.
El mal gusto
declamatorio
de su época,
la tradición
de María
Riquelme y
la de
memoria más
reciente,
María
Ladvenant,
debieran
haber sido
obstáculos
que se
opusieran a
sus
triunfos;
pero su alma
elevada, su
sentimiento
artístico,
su fogosa
imaginación
y su
finísima
sensibilidad
lograron
apartar los
abrojos de
su glorioso
camino,
abriéndose
paso su
talento
hasta el
corazón de
los
espectadores,
cuyas fibras
hería con
esa pasmosa
habilidad
que es sólo
patrimonio
del genio.
Sus lágrimas
hacían
correr las
de los que
escuchaban
su voz; su
dolor se
transmitía
mágicamente
con su
acento y de
su mirada
brotaban ya
el odio, ya
el amor, ya
la
compasión,
ya la
venganza.
Dotada de
natural
finura y
distinguido
porte, sus
accidentes
todos podían
considerarse
como
verdaderos
modelos,
haciendo que
pareciese en
la escena,
según las
palabras de
un
distinguido
literato de
su tiempo,
«una
princesa
rodeada de
comediantes».
El teatro
francés
había
irrumpido en
los
escenarios
españoles y
ahora estaba
de moda.
Pero Rita
Luna
representaba
a los
clásicos
españoles
del Siglo de
Oro. Todos
los
entendidos
la
consideraron
como la
actriz más
eminente de
su época. Se
dice que,
entre sus
más
preclaras
cualidades,
figuraban el
bello timbre
de voz, la
modulación
fácil y el
purísimo
decir.
Rita Luna
triunfó en
toda la
línea, no
tuvo rival
que alzara
igual que
ella el
vuelo, y,
durante
dieciséis
años, fue
reina
absoluta y
señora del
Coliseo de
la Cruz.
Hubo también
sus noches
oscuras en
la vida de
esta
malagueña.
En medio de
estas
ovaciones,
brotaron
espinas; por
la cara de
la artista
corrieron
lágrimas de
verdad, y
varias veces
presentó
instancias
amenazando a
la Junta de
teatros con
marcharse de
Madrid. Por
otro lado,
los sueldos
en aquella
época eran
tan
pequeños,
que con
ellos no era
posible
sostenerse.
Rita en
sociedad
Si notable
fue Rita
Luna como
actriz, no
lo fue menos
como señora.
En sociedad
era afable
en extremo:
su alma,
dotada de
una
exquisita
sensibilidad,
jamás miró
con
indiferencia
las
desgracias
ajenas, y
todos
encontraban
en ella
inequívocas
muestras de
sus
sentimientos
generosos,
hasta el
punto de
despojarse
de sus
propios
vestidos
para darlos
a los
necesitados.
Su vida,
modelo de
virtud, era
constantemente
retraída.
Llegó a
profesar una
repugnancia
inconcebible
a la escena.
Trabajaba
sola en su
habitación
y, durante
los ensayos,
no consentía
ser visitada
ni por la
familia; tal
era el
tedio, la
aversión que
le había
cobrado al
escenario,
que no
permitía
hablar
delante de
ella de cosa
alguna
referente al
teatro. No
sólo no le
gustaba oír
elogiar sus
triunfos
escénicos,
sino que
delante de
ella no
podía
hablarse
nada que el
teatro se
refiriera.
No por esto
dejaba de
participar
de los
caprichos y
de las
debilidades
humanas, una
de las
cuales fue
haber tomado
tal
resentimiento
con
Fernández de
Moratín por
haberle
censurado al
ejecutar una
de sus
comedias,
que jamás
volvió a
representar
ninguna obra
más de aquel
célebre
autor.
Su retirada
de la escena
Cuando
apenas
contaba 36
años, sin
motivo
alguno
perceptible
y cuando la
fortuna y el
favor del
público
parecían
sonreírle,
puso fin a
su gloriosa
carrera,
retirándose
del teatro
sin que nada
fuese
bastante
para hacerla
variar de
propósito.
Corría el
año de 1806.
En vano
fueron para
su
inquebrantable
voluntad los
mensurados
consejos de
respetables
personas; en
vano los
ruegos de
sus buenos y
numerosos
amigos. Poco
interesada,
desoyó
también las
amplias y
generosas
ofertas de
la
Municipalidad
de Madrid,
que, para
satisfacer
los justos
deseos del
público, le
hizo las más
ventajosas
proposiciones.
Su
resolución
era
irrevocable,
e inútiles
fueron todos
los
esfuerzos
para que
continuase
un camino
que siempre
encontró
sembrado de
flores.
La
curiosidad
del público,
avivada por
tan
inesperada
cuanto tenaz
resolución,
se esforzó
en vano
durante
largo tiempo
por
descubrir
las causas
verdaderas
que hicieron
a Rita
abandonar la
escena, y
renunciar
para siempre
a sus
legítimos
triunfos.
Unos lo
atribuyeron
a
desavenencias
con el
Corregidor
de Madrid;
otros, a un
excesivo
fondo de
melancolía,
y otros,
quizá los
más
acertados,
las
interpretaron
como la
última
página de la
historia de
unos
malogrados
amores.
¡Quién sabe
si todas
estas causas
aunadas
contribuyeron
a hacerla
tomar tan
extrema
resolución!
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|
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|
Si
notable
fue
Rita
Luna
como
actriz,
no
lo
fue
menos
como
señora.
En
sociedad
era
afable
en
extremo. |
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|
Se cometa
que solía
decir que
estaba
dispuesta a
casarse con
quien la
retirara de
las tablas.
A su pesar,
permaneció
soltera.
Bella,
agraciada y
solicitada
en
matrimonio
por
numerosos
actores,
nunca se
quiso casar
y, al
parecer,
tuvo alguna
pasión no
correspondida
que amargó
sus últimos
años, que
pasó
voluntariamente
recluida y
practicando
numerosas
obras pías y
de caridad.
Rita
pertenecía a
la Cofradía
de la Virgen
de la Novena
o del
Silencio,
como la
mayoría de
los actores
y literatos
de Madrid.
Retirada de
las escenas
la eminente
Rita Luna,
se pensó en
Coleta,
joven
discípula
suya, para
sustituirla.
María Coleta
García
Godínez de
Paz era
madrileña,
de familia
hidalga, en
la que jamás
hubo
comediantes.
En la
temporada
1799-1800
fue
contratada
por la
compañía de
Luis
Navarro, en
la que iba
de primera
actriz Rita
Luna, a la
que
sustituyó en
varias
ocasiones.
Rita, en
Málaga
Durante la
invasión
francesa
(1808-1813),
prefirió la
calma de
Málaga y
aquí se
trasladó a
vivir la
calma del
Mediterráneo,
apartada de
los
trastornos y
revueltas
que en la
Villa y
Corte se
padecían. De
aquí se
traslada a
Carratraca,
municipio
cercano,
para buscar
alivio a sus
dolencias,
y, más
tarde, a
Toledo,
desde donde
trasladó de
una vez su
residencia
al Real
Sitio de El
Pardo, en
Madrid.
Entregada a
prácticas
religiosas y
reducida a
un
voluntario y
total
retraimiento,
apenas salía
de casa. En
una de esas
ocasiones,
contrajo una
pulmonía que
sería la
causa de su
fallecimiento,
que tuvo
lugar el día
24 de
febrero de
1832. La que
había sido
merecidamente
una gran
actriz de
las escenas
españolas
durante
muchos años
bajaba al
sepulcro a
los 62 años
de edad.
La crítica
ante Rita
Luna
Apartados ya
por casi dos
siglos de la
época de sus
brillantes
triunfos, y
más
distantes
aún del
gusto
peculiar y
de las
conveniencias
artísticas
de aquel
periodo, no
nos es
posible
calificar
hasta qué
punto fue
justo ese
entusiasmo,
ni merecida
aquella
continua
ovación de
que, al
decir de la
fama, fue
objeto
constante
Rita Luna.
No obstante,
creyendo,
como
creemos, que
nunca un
público
entero se
equivoca
fácilmente
en sus
apreciaciones
artísticas,
y habiendo
leído la que
han hecho de
ésta
críticos tan
entendidos
como
respetables,
no podemos
menos de
convenir en
que debió
ser una gran
actriz, y
que las
lágrimas y
la simpatía
que logró
excitar con
dramas tan
medianos
como La
esclava del
negro ponto
o La
viuda de
Malabar,
y otros de
la época,
hubiera
sabido
alcanzarlos
con mayor
razón en la
tragedia
clásica, y
en el
romántico
drama
moderno.
Por
desgracia,
el arte de
Rita Luna
floreció en
tiempos de
gran
decadencia
literaria,
una época en
que el
teatro
estaba
avasallado
por ‘los
Comellas’ y
‘los
Valladares’.
Era
sorprendente
verla
descollar en
la escena,
por la
sencillez y
la
naturalidad
de la
expresión,
en unos
tiempos en
que dominaba
el mal gusto
y la
exageración
extravagante.
Hasta el
gran actor
Isidoro
Máiquez, que
pocos años
después
debía
regenerar
con sus
esfuerzos la
escena
española, no
llegaría a
compartir
los laureles
de la Rita,
privando a
la
admiración
del público
contemplar
juntas las
dos más
grandes
figuras
teatrales
que jamás
brillaron en
el teatro
español. Con
todo, su
mérito como
artista fue
inmenso y
así está
reconocido.
Rita Luna y
los dos
cuadros de
Goya
Tuvo la
oportunidad
de que
Francisco de
Goya y
Lucientes la
retratase,
al menos, en
dos
ocasiones.
En el primer
retrato, que
se conserva
hasta
nuestros
días,
perteneciente
a una
colección
particular,
aparece la
cómica
peinada muy
discretamente,
con una
mirada
melancólica
y triste
cara, y
ataviada de
un manto muy
pudoroso y
modesto. Así
la pintó
Goya, de
medio
cuerpo,
entre 1814 y
1816.
Por lo que
luego
ocurrió, se
supone que
el otro
retrato hubo
de ser «más
alegre» que
el primero.
Se tiene
constancia
de que,
entre los
motivos que
aparecían
plasmados en
el lienzo,
Rita se
situaba en
el campo, en
un rústico
asiento, y
al lado suyo
un perro que
ladraba. A
su pie,
aparecía
escrito de
mano del
autor: «Los
perros
ladran a la
Luna, porque
no la pueden
morder». La
inscripción
estampada
por Goya se
refería a
las muchas
envidias que
el exquisito
arte de la
malagueña
había
suscitado en
su tiempo.
Con respecto
a este
cuadro, se
sabe que
cuando la
actriz, ya
en sus
últimos años
de vida,
pasa por una
exaltación
religiosa
fuera de lo
común, quiso
romper todo
recuerdo
relacionado
con su
pasado
íntimo y con
el ejercicio
de su
profesión
histriónica.
Se dice que
el cuadro
fue pasto de
las llamas
por orden
expresa de
la
retratada.
No se sabe
qué
remordimientos
podría
traerle a la
memoria.
|