de repente, allí, en el Hipódromo, una
pequeña puerta se abrió para desolación
de todos los espectadores. ¿Qué ocurría?
¿Dónde estaban los carros? ¿Quiénes eran
aquellas tres niñas de blanco y con
palmas verdes en la mano? Demasiadas
preguntas en tan poco tiempo. Nadie
entendía nada. La multitud, enfurecida,
gritaba estrepitosamente que las
carreras empezaran ya. Que se llevaran a
las niñas. Los minutos pasaban, pero no
había respuestas ni aclaraciones. Tras
el revuelo del público, las carcajadas y
los gritos, por fin se escuchó la
poderosa voz del oficial anunciador que,
indignado por las desaprobaciones, habló
con la mayor claridad y potencia que sus
pulmones le permitieron: “Escuchad
todos. Estas niñas acaban de perder a su
padrastro, Acacio, que se dedicaba a
guardar osos en el circo. Aunque su
madre se ha casado con su sucesor, este
cargo se le ha otorgado a otro. Las
pequeñas suplican a los verdes que a su
nuevo padre se le asigne el cargo con el
fin de evitar morir de hambre. Claman
piedad”.
Los asistentes no parecieron mostrar
ningún signo de compasión, y olvidando
por completo el problema de las niñas,
volvieron a pedir, ahora con más
insistencia y enfado, que empezaran las
carreras, que iban ya con cierto
retraso. El oficial anunciador quiso
volver a hablar, pero los gritos de la
masa enfurecida ahogaron su voz, y, al
comprobar que explicarse de nuevo iba a
resultar imposible, con un gesto de
impotencia se rindió definitivamente
mandando a las niñas que se retiraran.
Las pobres pequeñas, no comprendieron lo
que se les había ordenado y, en lugar de
marcharse, se sentaron en el suelo y
comenzaron a agitar las palmas verdes
mirando desconcertadas a la gente.
Entonces, los miembros de la otra
facción política más importante del
Imperio, la de los azules, que estaban
sentados en el lado derecho con respecto
al palco imperial del Hipódromo, vieron
la ocasión perfecta para arremeter
contra los verdes, por su falta de
compasión y humanidad, y levantándose
impetuosamente de su asiento, alzó la
voz el vocero azul: “¿Es ésa la manera
que tienen los verdes de abordar los
problemas? ¿Os mostráis con tanta
frialdad y pretendéis que vuestras
acciones se pasen por alto? No cabe duda
de que los verdes carecéis de corazón y
sentimientos humanos. Nosotros, por el
contrario, no nos olvidamos de aquellos
que nos han servido en tiempos pasados.
Nosotros, por el contrario, no evitamos
las dificultades que se nos presentan.
Nosotros, por el contrario, os
acogeremos y daremos trabajo a vuestro
padrastro, porque los azules somos
piadosos y compasivos”.
Ante el repentino discurso, la facción
de los verdes comenzó a abuchear al
vocero azul, acusándolo de oportunista y
demagogo. Los gritos y ofensas se
cruzaban a la velocidad de un rayo entre
ambos bandos, evidenciando, una vez más,
su inmemorial oposición, y los empleados
del circo, con el fin de evitar una
desgracia, se llevaron a las tres niñas
lo antes posible. Justiniano, que había
asistido ese día a las carreras del
Hipódromo, presenció lo que todos los
asistentes al evento. De una cosa no se
había había dado cuenta: una de esas
chicas, en un futuro, se convertiría en
su esposa y emperatriz del gran Imperio
Bizantino. Efectivamente, una de esas
niñas, la mediana, era Teodora. Claro
que, por aquel entonces, la pequeña sólo
contaba con cinco años de edad.
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Justiniano I. Detalle de un mosaico de la iglesia catedral de San Vital, en Rávena (Italia). |
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Justiniano
Justiniano era de origen godo y había
nacido en una aldea de Iliria llamada
Tauresio, en la actual Serbia, el 11 de
mayo del año 483 d. C. Era sobrino del
emperador Justino I (450-527), ya que su
madre, Vigilantia, era hermana del
mismo. Recibió una buena formación
académica y militar, destacando sobre
todo en filosofía y jurisprudencia. En
el 518, tras la muerte de Anastasio, su
tío Justino se convierte en emperador,
quien, tres años más tarde, en el 521,
nombra a Justiniano cónsul y, algo
después, general del ejército de
Oriente. Aunque Justiniano participaba
activamente en los asuntos
gubernamentales, no fue hasta el 1 de
abril del 527 cuando su tío lo nombrara
co-emperador. A los cuatro meses muere
Justino, legando a Justiniano todo el
poder y el trono del Imperio. Con él
nace una nueva etapa en la historia de
la Iglesia Ortodoxa y el Imperio
Bizantino. Es considerado también como
“el último emperador romano”, por su
intento de recuperar los territorios que
el Imperio Romano había poseído en
tiempos de Teodosio I el Grande
(347-395). Entre otras cualidades cabe
destacar que fue un buen legislador,
codificó el derecho romano y mandó
construir la basílica de Santa Sofía en
Constantinopla (la actual Estambul).
Origen y primeros años de Teodora
La biografía de Teodora, sin embargo,
dista mucho de la de su esposo
Justiniano, aunque se debe admitir que,
a pesar de los orígenes humildes de la
emperatriz, ésta supo dar un cambio
radical a su vida, igualándose a la del
emperador. Según parece, Teodora había
nacido en la isla de Chipre en el año
500; no obstante, hay otras versiones
que afirman que fue Creta la isla que
vio nacer a la futura emperatriz. Hija
de cortesana y de padre desconocido,
emigró a Constantinopla con su madre y
sus hermanas, Comito y Anastasia,
buscando un futuro mejor. Allí
encuentran algo de paz y tranquilidad
cuando su madre conoce a Acacio, un
guardián de los osos del circo, con
quien viven. Pero pronto éste fallece y
la suerte de madre e hijas vuelve a
estar en la cuerda floja. La mujer,
desesperada, recurre de nuevo al negocio
de la prostitución, pero, por razones de
su edad, no tiene éxito. Los caballeros
que hacen uso de este tipo de servicios
ya no la encuentran apetecible y
atractiva, y la madre de las chicas,
desolada y rendida, pide ayuda a los
verdes un día que se celebraban carreras
en el Hipódromo de Constantinopla.
Ante la rotunda negativa de los miembros
de los verdes, la mujer y sus hijas
tienen que alojarse en una de las
habitaciones del Hipódromo, donde
reciben a los pocos clientes que tenían.
Como era sabido de todos que aquellos
sitios eran burdeles baratos, lugares de
dudosa reputación, había que estar
alerta por si llegaba alguien a
inspeccionar el asunto. La hija mayor,
Comito, en cuanto cumplió trece años, se
sumó al negocio, y Teodora, haciendo las
veces de guardián, vigilaba con recelo
la habitación de su hermana.
Pero pronto la escasez volvió a
sorprenderlas y, al comprobar que con lo
que ganaban la madre y la hermana no
había suficiente para su manutención,
Teodora decidió contribuir
económicamente también. Aunque sólo
tenía diez años, ofrecía a los señores
de paso placeres extracoitales,
caricias, compañía, que los más dados a
la carne fresca no dudaban en tomar. Al
parecer, alguien que se fijó en ella con
más insistencia la llevó a circos y
tabernas, donde empezó a trabajar como
lo que hoy en día se conoce por
cabaretera, exhibiéndose semidesnuda en
público y bailando ante los ojos
rebosantes de lujuria de los hombres que
acudían a pasar el rato, olvidando, por
un instante, sus miserables y tristes
vidas.
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Teodora. Detalle de un mosaico de la iglesia catedral de San Vital, en Rávena (Italia). |
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El buen hacer de la bailarina la hizo
‘ascender’ rápidamente en estas
actividades y no era extraño encontrarla
copulando tras las cortinas que
separaban los camerinos del escenario.
Los clientes que la habían estado
contemplando querían culminar sus deseos
del todo, y Teodora, que era muy astuta,
empezó a hacerse conocida entre las
gentes de la zona y a llenar su
tesorería cada vez con mayor facilidad.
En tan sólo unos meses, la chica ya
tenía rango suficiente para elegir a sus
clientes, y, allá por el 516, Teodora se
convirtió en la prostituta más famosa de
Constantinopla. Se decía de ella que era
la ramera mejor dotada para las artes
del amor y que no demostraba escrúpulo
alguno a la hora de satisfacer las
obscenas peticiones de su lasciva
clientela.
Mala fortuna corrió la cortesana cuando
el emperador Justino I dictó, en el 520,
una ley que la afectaba directamente.
Las prostitutas serían perseguidas y
multadas, y la chica se vio obligada a
marcharse a Apolonia (la actual Libia),
donde permaneció un par de años, hasta
que, el destino la volvió a llevar a
Constantinopla, donde llegaría a conocer
al que sería su esposo, el emperador
Justiniano.
Una historia de amor
No se tienen datos fidedignos de cómo se
conocieron Justiniano y Teodora, pero la
mayoría de versiones coinciden en que
fue en una cálida tarde de primavera,
cuando el futuro emperador paseaba por
las calles de la ciudad y se detuvo a
mirar a una muchacha que hilaba con una
rueca en el viejo portal de una casa.
Era Teodora, que, al parecer, quería
borrar su escabroso pasado ganándose la
vida tejiendo. Justiniano quedó
totalmente prendado de la belleza de la
costurera y cada tarde iba a observarla
al amparo de una prudente distancia,
hasta que, un día, venció su timidez y,
sacando fuerzas de flaqueza, se dispuso
a hablarle, a pesar de ser veinte años
mayor que ella.
La relación entre ellos se hizo por
momentos más estrecha e intensa, y el
hombre, enfermo de amor, decidió
llevársela con él al palacio imperial.
Corría el año 522. Justiniano ya no
podía vivir sin la presencia de aquella
hermosa joven y quería tenerla cerca.
Ella, además, no sólo le proporcionaba
placer carnal, ya que para eso cualquier
concubina del palacio hubiera servido,
sino que Justiniano, a la sazón cónsul
del Imperio, y hombre lleno de rarezas e
inseguridades, veía en Teodora una fiel
confidente, una consejera de confianza,
una compañera inseparable, que llenaba
de esperanza su nublado espíritu y
alumbraba sus incertidumbres, hasta tal
punto que todas las decisiones políticas
eran consultadas y puestas en manos de
la cortesana. Teodora se había
convertido en su amante-amiga.
Los altos cargos cercanos al entorno de
Justiniano empezaron a percatarse de que
aquella joven era algo más que una
simple amante y, temerosos de la mala
opinión pública que una amistad así
podría acarrearle al enamorado cónsul,
intentaron disuadirlo de la
inconveniencia de aquel romance, ya que
la decencia y el honor de la nobleza se
estaba exponiendo demasiado, con peligro
de ponerse en tela de juicio.
Pero el noble, ciego y sordo, pasó por
alto todos los comentarios y consejos de
sus allegados y, deseoso de cimentar su
amor, pidió consejo a Triboniano, que
entendía de leyes por su condición de
jurista, para poder casarse con Teodora.
Por aquel entonces, la leyes impedían el
matrimonio entre nobles y personas
relacionadas con la vida disoluta, pero
el cónsul, empeñado y decidido a tenerla
como esposa, volvió a acudir al abogado
pidiendo solución a su problema. Tenía
que haber otra forma, otra manera.
Triboniano, buen conocedor de todos los
entresijos del derecho romano, le
ofreció una salida totalmente loable. Si
bien había una ley que vedaba la unión
entre prostituta y aristócrata, no había
ninguna otra que impidiese que tal ley
se derogara, por lo que, sin
inconveniente alguno, fue abolida.
Cuando ya parecía que el destino se
ponía de su parte, Justiniano recibió la
cruel desaprobación de la emperatriz
Eufemia, la mujer de su tío, que
reparaba demasiado en las habladurías de
la nobleza y no obviaba en absoluto las
opiniones negativas del pueblo. Un
matrimonio así no estaba bien visto. Tan
mal le pareció a Eufemia la pretensión
del noble, que Justiniano, rendido por
las presiones de la emperatriz, decidió
postergar su boda para dar tiempo a que
cesara la tormenta, y, aunque consciente
del peso social que poseía la
emperatriz, no cesó en su empeño de
continuar el proceso de integración de
Teodora en la corte.
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Vista actual de la iglesia basílica de Santa Sofía en Estabul (Turquía), construida por Justiniano I y hoy convertida en mezquita. |
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Con tal propósito, volvió a reunirse con
Triboniano, en esta ocasión porque tenía
una duda. Cuando el jurista oyó lo que
pretendía Justiniano, se le escapó una
leve sonrisa algo pícara, que dejaba
entrever hasta qué punto era capaz de
llegar el cónsul para alcanzar sus
objetivos. Lo que quería el futuro
emperador era totalmente posible, y lo
era, porque, en realidad, la ley que
impedía a una prostituta ser nombrada
patricia no estaba escrita en ningún
código legal. Y así, en el 523, se
otorga a Teodora la credencial de su
nuevo estatus social, por supuesto, con
todas las desaprobaciones que requería
tal acontecimiento. Pero, criticado o
no, Teodora acababa de tener libre
acceso al Sacro Real Palacio, con todo
lo que ello suponía, es decir, pudiendo
participar activamente en la política de
la corte imperial.
Ya no había marcha atrás. Teodora era ya
un miembro más de la corte imperial, que
tomaba decisiones, que aconsejaba, que
lidiaba situaciones, le pesara a quien
le pesara. Su infinita inteligencia la
hacía aparecer cuando era preciso y
ausentarse cuando su presencia resultaba
inconveniente. Mantenía contacto con el
pueblo llano, ya que no olvidaba sus
orígenes. Aprobó leyes que permitían el
matrimonio de prostitutas, una ley del
aborto (al parecer, la primera que se
promulga en la historia), permitió el
divorcio voluntario de la mujer, y así
otras muchas leyes de corte feminista
que mejoraron la consideración de la
mujer de la época en una sociedad
siempre eclipsada por los varones. El
pueblo la quería. La veían como alguien
cercano a ellos. Alguien con quien
identificarse. Como una verdadera
heroína.
El emperador Justino I, cuya salud no se
había visto muy favorecida en los
últimos meses, nombró césar a
Justiniano, para asegurarse así un
sucesor si él moría. La emperatriz
Eufemia lo cuidaba y velaba, sabía que
el fin estaba cerca. Se dice que, un
día, mientras ésta dormía, sintió un
fuerte dolor en el pecho que la ahogaba
y, tras unos segundos, murió. Era un
infarto. Justiniano, aprovechando la
oportunidad que le brindaba el
fallecimiento de su detractora más
fuerte, se casa con Teodora en secreto,
en el 523, contando ella con 23 años y
él con 40.
Pero Justino notaba cómo la vida se le
escapaba por segundos y, en el 527,
decide celebrar la pomposa ceremonia de
imposición de la diadema imperial a su
sobrino, que tiene lugar en palacio,
siendo fiel a la solemnidad y tradición
que merecía tal acontecimiento. Cuando
Justiniano acababa de ser elevado a la
máxima dignidad imperial, anunció con
voz clara: “La ceremonia no ha
finalizado aún”. Y, ante el asombro de
todos los asistentes al acto, aparece
Teodora, tímidamente, en el umbral de la
puerta. Justiniano le pide que se siente
junto a él, y la gente, rápidamente,
entendió que Teodora era ya la mujer del
emperador, por tanto, la emperatriz.
Justiniano, recreándose, cogió la
diadema del Imperio y, saboreando cada
segundo, la colocó lentamente sobre la
cabeza de su esposa. Teodora era ya
emperatriz del Impero Bizantino.
De pronto, allí, sentada en su trono,
vio correr su vida por clichés. Se vio
en el Hipódromo demandando compasión,
cuando sólo era una niña de cinco años;
se vio vigilando los quehaceres de su
hermana mayor, que fornicaba asustada
con un hombre borracho y maloliente que
la insultaba; se vio danzando
semidesnuda en el circo; vio a su madre
llorando porque no tenían nada que
echarse a la boca; recordó las
vejaciones, las ofensas y los
improperios que le decían sus clientes.
Y miró al frente, y con los ojos
colmados de lágrimas, vio cómo todo un
pueblo, militares, clérigos, cortesanos,
la aclamaban, la querían, la aceptaban y
se sentían bienaventurados por tenerla
como emperatriz.
Tiempos de decadencia
Un hecho que pone de manifiesto la
benéfica influencia de Teodora sobre
Justiniano lo hallamos durante la famosa
revuelta popular de Nika, en las
proximidades del Hipódromo de
Constantinopla, que comenzó el 11 de
enero del 527 y que puso en jaque el
trono de Justiniano. La gravedad de la
rebelión residió en la unidad de acción
de los dos bandos políticos más fuertes,
los verdes y los azules, que, olvidando
por un momento su tradicional rivalidad,
se aunaron en contra del gobierno
imperial. Numerosos edificios fueron
quemados, el Hipódromo quedó destrozado
y la basílica de Santa Sofía, que tanto
amaba el emperador, estuvo a punto de
ser pacto de las llamas en su totalidad.
A las típicas exigencias populares y a
las consiguientes acciones violentas de
los amotinados, en esta ocasión llegaron
al extremo de proclamar nuevo emperador
a Hipatio, un noble de la corte. Pero la
animadversión y los gritos contra
Justiniano proseguían en las calles. Así
la cosas, temiendo que la vida del
emperador fuese víctima de algún acto de
violencia, Justiniano y algunos de los
altos cargos militares que habían
permanecido fieles a su persona, planean
marcharse en un barco a un lugar más
seguro, llevándose consigo el dinero de
los fondos reales que estaba guardado en
los sótanos del palacio. Cuando la
decisión estaba ya tomada, Teodora, en
un alarde de dignidad y honor, dijo: “De
más sé lo que vais a pensar. Que una
mujer no debe entrar en decisiones de
hombres. Sinceramente, creo que lo que
pretendéis es signo de cobardía. ¿Acaso
somos ladrones o fugitivos? Todo rey
debe morir por su país. Bien en su
trono, bien combatiendo. Si no es así,
no debe considerarse digno”.
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Aspecto que presenta en la actualidad el Hipódromo de Constantinopla. Está situado en la Plaza Sultán Ahmet de Estambul (Turquía).
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Justiniano y los militares que lo
acompañaban no daban crédito a lo que
habían oído, apenas se atrevían a mirar
a Teodora a los ojos. Ella, una
exprostituta, estaba demostrando más
sensatez y entereza que todos ellos
juntos. Entonces, los generales
Belisario y Mundus se deciden por acabar
con la revuelta aunque fuese de forma
violenta. Y con las tropas que había
permanecido fieles a la legalidad
imperial, acudieron al Hipódromo, se
situaron en la parte más alta de las
gradas y allí empezaron a reducir a los
sublevados. La ofensiva fue terrible y
los enfrentamientos anegaron las calles
de Constantinopla de sangre y fuego. Se
estima que ese día murieron más de
30.000 ciudadanos. El emperador Hipatio
fue asaltado por los hombres de
Justiniano y hecho prisionero. Los
supervivientes, temiendo por su vida,
cambiaron repentinamente de bando,
aliándose con el antiguo emperador, que
acabó de esta forma con la revuelta de
Nika.
Los días siguientes fueron tristes. Las
familias iban a buscar los cadáveres de
sus fallecidos al Hipódromo. Los
edificios quemados empezaron a
restaurarse, y Justiniano miraba a su
esposa Teodora con amor, admiración y
respeto, viendo en ella a la persona que
había salvado su Imperio.
La vida discurre tranquila en
Constantinopla. No se ejecuta a nadie ni
se toman represalias. Vuelve la paz a
las gentes. Justiniano y Teodora siguen
enamorados, felices. Pero todo llega a
su fin. En el año 548 muere la
emperatriz, víctima de un cáncer de
mama. La Iglesia Ortodoxa la convierte
en santa. Veinte años más tarde muere
Justiniano, en el 565. La historia
siempre recordará a esta pareja que
logró vencer con éxito las dificultades
de su tiempo. La historia recordará
siempre a Teodora de Bizancio como la
mujer que pasó de prostituta a
emperatriz. La historia recordará
siempre a Teodora de Bizancio como la
mujer que pasó de prostituta a santa.
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