la muerte de Julio César (44 a. C.),
único
superviviente
del primer
triunvirato
y aspirante
a dictador
vitalicio,
comenzó de
nuevo la
lucha por el
control del
dominio
político.
Para evitar
un vacío de
poder en el
gobierno de
Roma, se
formó
entonces el
segundo
triunvirato
(43 a. C.),
integrado
por Marco
Emilio
Lépido,
Marco
Antonio y
Cayo
Octavio,
este último
sobrino-nieto
de Julio
César. Como
ya había
sucedido
durante el
primer
triunvirato,
cada
triunviro
tenía una
zona de
influencia.
Así, Sicilia
y las
provincias
de África
correspondieron
a Lépido;
las de
Oriente, a
Marco
Antonio, y
las de
Italia,
Galia e
Hispania, a
Octavio.
Sin embargo, aquel reparto pacífico
del poder
político no
duró mucho
tiempo, ya
que Octavio
no tardó
mucho en
percatarse
de los
peligros de
segregación
que
entrañaba la
división del
poder sobre
un
territorio
tan vasto
como el que
ya había
alcanzado
Roma e
inició su
lucha para
controlar
totalmente
el poder del
Estado.
Lépido abandonó voluntariamente la
escena
política en
el año 36 a.
C., dejando
el poder de
su parte en
manos de
Marco
Antonio y
Augusto.
Pero las
aspiraciones
de Marco
Antonio a
emancipar su
zona de
influencia
del resto de
la República
y formar un
nuevo Estado
junto con
Cleopatra,
la reina de
Egipto, hizo
que lo que
en un
principio se
vislumbraba
como una
rivalidad
personal por
concentrar
en una sola
persona el
poder se
convirtiese
en una
guerra de
secesión,
que se veía
inevitable
en el año 32
a. C.
Octavio logró que el Senado declarase
la guerra a
Marco
Antonio y
Cleopatra, a
los que
venció
definitivamente
en la
batalla de
Accio (31 a.
C.); de esta
forma, el
poder
absoluto del
Estado y del
ejército
quedaba en
sus manos,
y, con la
política y
la milicia a
su
disposición,
el éxito de
sus planes
estaba
garantizado.
Con él y su
familia iba
a
constituirse
la dinastía
Julia-Claudia
al frente
del Imperio.
Augusto y la fundación del
Imperio
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Cayo Julio César Octavio Augusto, primer emperador de la dinastía Julia-Claudia. |
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Cayo Julio César Octavio asumió el
poder de
Roma el año
29 a. C. De
manera muy
generalizada
entre los
historiadores,
se considera
que es a
partir de
ese año
cuando el
Imperio
queda
fundado y
que Octavio
fue el
primer
emperador.
Antes que nada, conviene aclarar que
la palabra
‘emperador’
no tenía
entonces el
mismo
sentido que
le
atribuimos
hoy. Dos son
los matices
que hay que
evidenciar.
Por una
parte, en lo
referente a
la forma
política del
poder, un
emperador no
es lo mismo
que un rey:
en Roma, el
rey heredaba
de su padre
(u otro
familiar
próximo) el
poder del
Estado, pero
un
emperador,
no, al menos
en los
orígenes del
sistema
imperial
romano. Y
por otra, el
término
procede del
nombre
‘imperator’,
que hacía
referencia,
sencillamente,
al grado de
‘comandante’,
con un mando
parecido al
de su
homónimo
militar
actual, ya
que el
‘imperator’
romano sólo
ostentaba el
mando de una
o varias
legiones,
pero nunca
el de todo
el ejército.
Y así,
muchos
generales
romanos
fueron
llamados
‘imperatores’,
denominación
que dejó de
emplearse a
partir de
Octavio. A
partir de
él, sólo un
hombre
ostentaría
cada vez ese
título.
Dos años después (en el 27 a. C.), el
Senado
concede a
Octavio el
título de
‘Augusto’,
índice
indiscutible
de la
excepcional
posición que
había
alcanzado el
heredero de
Julio César,
formalizando
de este modo
el paso al
Imperio y la
superación
definitiva
de las
estructuras
republicanas,
que habían
entrado en
una fase de
franca
decadencia.
A la par, se
le concede
también el
título de
‘Princeps’,
es decir,
Primer
Ciudadano.
Esta carrera
imparable a
la conquista
del poder
absoluto
culmina
cuando, en
al año 10 a.
C., se le
concede el
título de
‘Pater
Patriae’
(Padre de la
Patria).
Cayo Julio
César
Augusto era
ya el dueño
absoluto de
toda Roma. A
partir de
entonces, a
Octavio se
le conocerá
como Octavio
Augusto o,
simplemente,
como
Augusto.
Aunque el Augusto mantuvo en vigor la
constitución
republicana
hasta el año
23 a. C., en
realidad el
poder
tribunicio y
el imperium
militar (o
mando
supremo
sobre el
Ejército)
fueron
revestidos
con una
autoridad
muy similar
a la real.
Al menos en
teoría, el
Senado
conservaba
el control
de Roma, de
la península
Itálica y de
las
provincias
más
romanizadas
y pacíficas,
mientas que
las
provincias
fronterizas
estaban a
cargo de
legados,
nombrados y
controlados
directamente
por Augusto.
Augusto conquistó, entre otros
territorios,
el norte de
la Península
Ibérica (19
a. C.),
pacificó las
provincias
de Oriente y
consolidó
las
fronteras
del Imperio.
Emprendió
diversas
campañas
contra los
germanos y a
punto estuvo
de someter
todos los
territorios
situados al
Este del
Rin, sumando
así toda
Germania a
dominio
imperial, si
las legiones
romanas al
mando del
general Varo
no hubiesen
sufrido una
severa
derrota en
la selva de
Teotoburgo
(9 a. C.),
revés que
obligó a
establecer
la frontera
del Imperio,
de manera
definitiva,
a lo largo
del Rin.
La obra del primer emperador fue
profunda y
abarcó todos
los ámbitos
de la vida
civil del
Imperio:
elaboró un
sistema
político en
el que todo
el poder se
concentraba
en el
emperador y
terminó de
hecho con
las
magistraturas,
si bien
éstas
continuaron
manteniendo
oficialmente
la
denominación
y funciones
que habían
tenido en la
época
republicana;
del mismo
modo, el
Senado
perdió
también su
protagonismo
y tuvo un
poder más
simbólico
que real;
reformó las
estructuras
sociales,
afianzando
la
importancia
de la moral
pública;
intentó
combatir las
costumbres
licenciosas
de la época
y recuperó
festividades
religiosas
que se
hallaban en
desuso, y
estableció
la
‘dinastía’
como forma
sucesoria al
trono del
Imperio
(que,
posteriormente,
a partir del
año 96 d.
C.), pasaría
a basarse en
el ‘sistema
de
adopción’.
Augusto
destacó
también en
el terreno
de las obras
públicas,
como puede
aún
contemplarse
en la zona
del Foro
romano,
donde quedan
muestras de
diversas
construcciones
del periodo.
Asimismo,
fue una
etapa dorada
para las
letras y las
artes
romanas,
gracias a la
ayuda de
relevantes
colaboradores,
como, por
ejemplo,
Agripa, gran
estadista, y
Mecenas,
memorable
protector de
artistas y
literatos.
El periodo de gobierno de Augusto es
conocido
también como
la Pax
Augustea
—la Paz de
Augusto—,
pues
constituyó
un periodo
inusualmente
pacífico,
después de
un siglo de
constantes
enfrentamientos
internos y
externos.
Al gobierno de Augusto, y de los
emperadores
que le
sucedieron,
desde
Tiberio (14
d. C.) a
Probo
(muerto en
el 283), se
le designa
con el
nombre de
‘Principado’
(palabra
derivada del
título
‘Princeps’
concedido
por el
Senado), y,
a partir del
284, ya con
el emperador
Diocleciano
(284-313),
pasa a
llamarse
‘Dominado’
(de
‘Dominus’),
ya que el
emperador
empezó a ser
considerado
como la
encarnación
del Estado y
los
ciudadanos
pasaron a
ser súbditos
del
emperador,
al que
llamaban
‘Dominus
Noster’
(Nuestro
Dueño).
La sucesión
de Augusto
experimentó
sucesivas
modificaciones
a causa del
prematuro
fallecimiento
de sus
sucesores.
Con el fin
de
garantizar
el sistema
sucesorio,
el emperador
nombró
coherederos
a Agripa
Póstumo,
tercer hijo
de Agripa,
su general
más
allegado, y
a Tiberio,
hijastro por
su
matrimonio
con Livia,
pero esta
doble
designación
hizo que
estallara la
rivalidad
entre ambos
aspirantes.
La cuestión
sucesoria
quedó
zanjada
cuando
Octavio
Augusto
fallece en
Nola el año
14 de
nuestra era
y, antes de
que tuviese
lugar la
asunción de
poderes por
los
designados,
Póstumo es
víctima de
una
conspiración,
probablemente
auspiciada
por Livia,
quien dejó
así expedito
el camino al
trono del
Imperio a su
hijo Tiberio
como único
titular.
Tiberio
A Augusto le sucedió en el trono
imperial, en
el 14 d. C.,
su hijo
adoptivo
Tiberio
Claudio
Nerón César,
quien, en un
principio,
tuvo que
hacer frente
a la
oposición de
algunas
legiones
fronterizas
que se
oponían a su
nombramiento.
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Tiberio Claudio Nerón César |
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A consecuencia del ambiente
conspirativo
que se había
instaurado
en la corte
imperial,
Tiberio
abandona
Roma el 26
d. C. para
retirarse,
primero, a
la región de
Campania y,
luego, a la
isla de
Capri. Como
responsable
de la marcha
de los
asuntos del
Imperio
quedó su
favorito, el
prefecto de
la guardia
pretoriana
Lucio Elio
Sejano, que
estableció
un gobierno
de terror en
la capital.
La carrera
de Sejano,
sin embargo,
no duró
demasiado.
En el año
31, el
emperador
descubre un
complot
tramado por
éste para
asesinarlo y
hacerse con
el trono, y
manda
ejecutarlo
junto con
sus
partidarios.
Aunque su reinado fue menos brillante
que el de
Augusto, el
poder de
Roma siguió
creciendo y
afianzándose,
pese a que
durante dos
décadas (las
primeras) no
se
anexionaron
nuevos
territorios;
es más, Roma
se vio
forzada a
reprimir
sublevaciones
en las
regiones de
Panonia,
Germania y
Galia.
Tiberio actuó, durante el primer
periodo de
su reinado,
como un
gestor
eficaz,
mejorando
los
servicios
civiles,
imponiendo
una
disciplina
estricta en
el Ejército
y
reestructurando
las finanzas
del Imperio.
Sin embargo,
la política
que siguió
hasta el
final de su
vida fue
considerablemente
errática y
la última
época de su
reinado
estuvo
marcada por
continuas
conspiraciones
palaciegas y
un elevado
número de
ejecuciones
de
cortesanos y
antiguos
partidarios.
El reinado de Tiberio coincidió con
la
crucifixión
de un
rebelde
galileo,
conocido
como Jesús
el Nazareno,
que durante
varios años
predicó en
Palestina y
que acabaría
dando origen
a la
religión
cristiana,
pero no hay
constancia
de que la
noticia de
estos
sucesos
llegara a
Roma.
Tiberio vivió hasta el año 37, si
bien los
últimos años
de su
gobierno son
poco
reseñables,
pues las
enfermedades
no paraban
de acosar a
menudo su
castigado
cuerpo de
antiguo
soldado de
campaña.
Calígula
A Tiberio le sucedió su sobrino-nieto
Cayo César
Augusto
Germánico,
joven
desequilibrado
y falto de
escrúpulos
que
convirtió el
gobierno del
Imperio en
una sucesión
de
despropósitos.
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Cayo César Augusto Germánico, que ha pasado a la Historia con el apodo de "Calígula". |
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Su padre, el famoso general
Germánico,
hizo que le
acompañara,
desde muy
temprana
edad,
en sus
expediciones
militares
por
Germania,
donde, para
comodidad en
sus
desplazamientos,
se aficionó
a calzar las
‘caligas’ de
los
legionarios,
quienes le
dieron el
apodo
afectuoso de
«Calígula»
(el
‘Botitas’).
Si bien al principio se mostró
clemente y
generoso con
el pueblo,
una crisis
mental que
se apoderó
de él a los
seis meses
de su
entronización
lo convirtió
en un
verdadero
demente.
El conocido lema de «panem et
circenses»
(‘pan y
circo’)
alcanzó su
cenit
durante este
periodo,
pues
Calígula
organizó de
manera
continua
espectáculos
públicos
para
mantener
alejado el
peligro de
revueltas.
Calígula dilapidó su fortuna,
procedente,
en gran
medida, de
las
confiscaciones
de bienes a
que sometió
a los
miembros del
Senado,
quienes
sufrieron de
modo
especial su
desprecio e
inquina. Por
otra parte,
en apenas
cuatro años,
esquilmó las
arcas del
erario
imperial,
acabó de
manera
violenta con
la mayor
parte de los
miembros de
la familia
Julia-Claudia,
y, entre
otras
excentricidades,
nombró
cónsul a su
caballo
Incitato y
se proclamó
dios con el
mismo rango
divino que
las deidades
del Olimpo.
Tal fue el grado de depravación
alcanzado
por Calígula
que su
propia
guardia, al
mando de
Casio Querea,
organizó una
conspiración
y lo asesinó
en el año
41.
Claudio
Si bien la primera intención de los
asesinos de
Calígula no
queda clara
(parece que
estaba en el
ánimo de
algunos
conjurados
restablecer
la
República),
finalmente
eligieron un
nuevo
emperador,
en la
persona de
Tiberio
Claudio
Druso Nerón
Germánico,
tío del
fallecido,
hombre que
padecía
numerosas
taras
físicas,
pero que
poseía una
mente
despierta y
notables
conocimientos
para la
época.
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Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico |
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Durante su mandato, se completó la
conquista de
Britania
hasta el
límite con
Caledonia,
la actual
Escocia (43
d. C.), una
empresa
iniciada 100
años antes
por Julio
César.
Claudio
continuó las
obras
públicas y
las reformas
administrativas
iniciadas
por César y
Augusto y,
en este
sentido, fue
uno de los
mejores
gobernantes
de toda su
dinastía.
No obstante, el gobierno de Claudio
se resintió
de la mala
influencia
ejercida por
su entorno,
pues, de
acuerdo con
los
historiadores
de la época,
su esposa
Mesalina
tomó pronto
las riendas
de Roma,
practicando
el nepotismo
y la
extorsión a
la clase
patricia.
Pese a todo,
el reinado
de Claudio
fue un
periodo
próspero en
términos
tanto
civiles como
militares.
Además de Britania, Claudio incorporó
como
provincias
romanas
Mauritania,
en el norte
de África;
Judea, en el
Próximo
Oriente; y
Tracia, al
norte de los
Balcanes,
afianzando
el dominio
del Imperio
sobre casi
todo el orbe
conocido.
Entre sus
obras
públicas más
perdurables
destaca el
acueducto
claudiano.
Su matrimonio con Mesalina acabó de
forma
dramática,
pues en el
año 48
ordenó su
ejecución
tras
descubrir
que le había
sido
repetidamente
infiel.
Después,
contrajo
matrimonio
con su
propia
sobrina,
Agripina la
Menor, que
ejerció
sobre
Claudio un
influjo aún
más dañino
que su
antecesora.
El propósito fundamental de la última
esposa de
Claudio se
hizo
evidente
desde un
principio:
instalar a
su propio
hijo en el
trono, para
lo cual,
primero,
obligó a
Claudio a
desposar a
su hija
Octavia con
Nerón, el
hijo de
Agripina y,
luego, forzó
al emperador
a apartar
del camino
al trono a
Británico,
hijo de su
matrimonio
con
Mesalina, y
a designar
en su lugar
al
psicológicamente
inestable
Nerón.
El matrimonio de la hija del
emperador
con Nerón y
el designio
de éste como
sucesor al
trono
imperial, en
el 53 d. C.,
dejó sellada
la suerte de
Claudio, que
murió un año
después, se
supone que
envenenado
por
Agripina.
La figura de Claudio, ridiculizada
durante
siglos a
causa de sus
deficiencias
de su
anatomía, ha
experimentado
una
considerable
revalorización
en las
últimas
décadas, y
la
historiografía
actual
tiende a
considerarlo
un
gobernante
de notable
perspicacia.
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Nerón Claudio César Druso Germánico, último represen-tante imperial de la dinastía Julia-Claudia. |
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Nerón
Nerón Claudio César Druso Germánico
inició su
gobierno en
el año 54 d.
C. bajo los
sabios
auspicios
del filósofo
cordobés
Lucio Anneo
Séneca, y
parecía que
con él iba a
iniciarse un
periodo de
prosperidad
política y
militar para
Roma, pues,
a ojos del
Senado, se
trataba de
un joven
sensible e
inquieto.
Sin embargo, en poco tiempo dilapidó
su crédito y
comenzó a
comportarse
como un
verdadero
tirano;
asesinó a
todos sus
rivales
políticos
(hermanastros,
patricios,
etc.) y, en
el año 59,
una vez se
creyó
afianzado en
el trono,
llegó a
deshacerse,
por métodos
violentos,
de su propia
madre.
Incluso el
que había
sido su
preceptor y
maestro, el
propio
Séneca, se
vio obligado
a suicidarse
(año 65) por
haber
contrariado
los deseos
del
emperador.
El incendio que sufrió Roma en el año 64,
atribuido al
capricho del
propio
emperador, que fue causa de la destrucción de diez de sus catorce distritos, y
la posterior
persecución
organizada
contra los
cristianos,
primera de
la historia,
han quedado
como otros
tantos
desmanes de
su gobierno.
En el 68, el
general
Galba, al
frente de un
potente
ejército, se
subleva en
la Galia, y
Nerón,
desesperado,
se suicidó.
Con él termina el periodo de gobierno
de la
dinastía
Julia-Claudia,
quizá el más
brillante,
pero también
uno de los
más
ajetreados
de toda la
historia
romana.
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