o que empezó con el
hundimiento del
acorazado Maine marca el
comienzo de la puesta en
práctica de una forma de
hacer política de
expansión imperialista
que, a esta fechas, ya
nos resulta harto
conocida, tanto por la
forma de proceder como
por el país que la pone
en práctica. Urdir
previamente un pretexto
que ponga a un país en
la tesitura de verse
inexcusablemente avocado
a una declaración de
guerra es una cuestión
en la que un país como EE UU puede
considerarse
lamentablemente un
consumado maestro. Si la Historia
puede darnos una muestra
palpable del cinismo e
hipocresía vergonzosos
que sustentan el origen
de un conflicto bélico,
ésa podemos encontrarla
en el momento que empezó
con la más que
sospechosa voladura del
Maine en el puerto de La
Habana.
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El
"Maine"
constituía
todo un
símbolo de
la nueva
flota
americana.
Su
construcción
había sido
autorizada
por el
Congreso
norteamericano
el 3 de
agosto de
1886 y fue
botado en
1890.
Representaba
un hito en
la historia
naval
norteamericana,
ya que tanto
su diseño
como su
construcción
eran
íntegramente
americanos.
El Maine era
el primero
de una nueva
generación
de buques
diseñados
para igualar
la potencia
naval
estadounidense
a las de
Alemania,
Inglaterra o
Francia. |
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Estados Unidos y la
insurrección cubana:
1898
Aunque los historiadores
coinciden en afirmar que
la explosión del Maine
fue el detonante de la
Guerra
Hispano-Estadounidense
de 1898, el origen de la
confrontación podemos
situarlo mucho antes,
cuando Estados Unidos,
una vez superada la
crisis socio-económica
de la Guerra de Sección,
inicia una política de
expansión, por un lado,
hacia el Oeste del
continente, con el
exterminio de naciones
enteras de indígenas, y
hacia fuera del mismo, a
costa de los restos
coloniales que quedaban
todavía sin emancipar de
algunos países como es
el caso de España.
La doctrina del
presidente James Monroe,
basada en su principio
«¡América para los
americanos!» y puesta en
práctica a partir de 1823, ve en
las islas de Cuba y
Puerto Rico y en el
archipiélago de las
Filipinas, vestigios del
antiguo Imperio español
donde «el sol no se
ponía», un suculento
aperitivo y un
procedimiento de ensayo
expansionista. Las
continuas insurrecciones
de elementos cubanos en
contra del Gobierno de
Madrid van a servirle de
pretexto a la incipiente
potencia para iniciar su
intervención, que va a
manifestarse, primero,
en forma de una ayuda
logística a los
insurrectos y, luego,
mediante la
confrontación armada con
España.
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William
McKinley,
del Partido
Republicano,
25.º presidente
de EE UU
entre el 4
de marzo de
1897 y el 14
de
septiembre
1901.
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En la lucha de la
independencia cubana
pueden distinguirse dos
fases. La primera de
ellas comienza en
octubre de 1868, en el
marco de la que será
denominada la Guerra de
los Diez Años, cuando
Carlos Manuel de
Céspedes, en su ingenio
La Demajagua, intenta un
principio de
emancipación cubana, que
no prosperaría y que
concluiría con el Pacto
de Zanjón en 1878.
En un principio, las
ambiciones
expansionistas
norteamericanas
coincidían con las
intenciones originales
de los insurrectos
cubanos de anexionar
Cuba a los EE UU como un
estado más, y, aunque
los dirigentes cubanos
cambiaron luego de
opinión, la
presencia norteamericana
en Cuba queda patente
con el general Thomas
Jordan o el brigadier
Henry Reeves, entre
otros, venidos a la isla
en apoyo de la rebelión.
Cuando en febrero de
1895 comienza la segunda
etapa de la
independencia cubana, EE
UU ve llegada la
oportunidad que estaba
esperando de intentar
someter a Cuba bajo su
control. Tanto el
gobierno demócrata de
Cleveland como el
republicano de McKinley
se encargaron de apoyar
moral y económicamente a
los revolucionarios. Por
una parte, si las
fuentes financieras que
mantenían la
insurrección manaban de
las arcas públicas de la
nación vecina, por otra,
la prensa de ésta, en
manos de magnates de
inspiración
imperialista, avivaba,
con bochornosas mentiras
y calumnias sin
parangón, la solidaridad
del pueblo americano con
Cuba, estableciendo un
oportuno paralelismo
entre la situación que
vivía el pueblo cubano
bajo dominio español y
la de los
norteamericanos bajo los
ingleses durante el
decurso de la propia
Guerra de Independencia.
Sin embargo,
inicialmente, en ambas
Administraciones hubo un
rechazo rotundo a una
intervención activa y
directa en el conflicto
cubano.
La tensión política se
incrementó con el asalto
a las redacciones de
diferentes periódicos
proindependentistas de
La Habana el 12 de enero
de 1898, y, aunque, en
realidad, las
redacciones de los
periódicos
norteamericanos salieron
indemnes, éstos
aprovecharon la ocasión
para poner de manifiesto
la supuesta ineficacia
de la Administración
española ante el
problema cubano.
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Enrique
Dupuy de Lôme,
embajador de
España en
Washinting,
antes de su
sustitución
por Luis
Polo de
Bernabé
Pilón. |
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Este hecho justificó las
exigencias del cónsul
norteamericano en Cuba,
el general Fitzhugh Lee,
de mantener un barco de
guerra en el puerto de
La Habana. Si bien esta
medida preventiva se
consideró innecesaria,
incluso
contraproducente, por la
Administración de
Cleveland, los continuos
y alarmistas comunicados
de Lee, junto con los
hechos del 12 de enero y
los disturbios
contrarios a la
propuesta de autonomía
planteada el 13 de enero
por el primer ministro
español Práxedes Mateo
Sagasta, lograron
finalmente el propósito
de Lee. En este sentido,
en el Wichita Daily
Eagle, de 13 de
enero de 1898, podía
leerse: «...como
consecuencia del ataque
a las redacciones de
algunos periódicos,
quizá sea enviado el
Maine a La Habana».
«¡Recordad el Maine!»
El 24 de enero de 1898,
se ordenaba al capitán
Charles D. Sigsbee,
comandante del Maine,
buque perteneciente a la
escuadra del Atlántico
Norte, partir hacia
Cuba. La decisión fue
tomada por John D. Long,
secretario de Marina,
con el beneplácito y la
colaboración del
Departamento de Estado.
El Maine llegó a La
Habana a las 11 de la
mañana del 25 de enero y
fue recibido con las
salvas de rigor,
saludado por los cañones
del castillo de El Morro
y los barcos anclados en
la bahía, a pesar de no
haber avisado
previamente de su
llegada, tal como exigía
el protocolo
diplomático.
El contralmirante
Vicente Manterola
esperaba la llegada del
buque y su tripulación
en los muelles del
puerto. Cuando las
maniobras de atraque
concluyeron, el capitán
Sigsbee informó a
Washington, mediante un
cable, del amable
recibimiento de que
había sido objeto de
parte de las autoridades
españolas, y del interés
y la curiosidad que
había despertado en el
pueblo cubano la llegada
del buque.
El Maine constituía todo
un símbolo de la nueva
flota americana. Su
construcción había sido
autorizada por el
Congreso norteamericano
el 3 de agosto de 1886 y
fue botado en 1890.
Representaba un hito en
la historia naval
norteamericana, ya que
tanto su diseño como su
construcción eran
íntegramente americanos.
El Maine era el primero
de una nueva generación
de buques diseñados para
igualar la potencia
naval estadounidense a
las de Alemania,
Inglaterra o Francia.
Técnicamente, era un
acorazado de segunda
clase, medía más de 100
metros de eslora, 20
metros en la parte más
ancha, navegaba a una
velocidad de 15 nudos,
su potencia era de 6.682
toneladas y estaba
dotado de una
tripulación superior a
los 350 hombres.
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Aunque, en
realidad,
las
redacciones
de los
periódicos
norteamericanos
salieron
indemnes,
éstos
aprovecharon
la ocasión
para poner
de
manifiesto
la supuesta
ineficacia
de la
Administración
española
ante el
problema
cubano. |
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Al gobierno español no
le quedó más remedio que
calificar de amistosa la
visita del Maine, aunque
se tratase de un barco
de guerra, y, como
contrapartida de
cortesía, envió el
Vizcaya a EE UU, un
buque moderno de 6.900
toneladas, que haría su
entrada en Nueva York el
19 de febrero, cuatro
días después de que el
Maine fuese volado en La
Habana. Para
evitar susceptibilidades
ante el envío del Maine
a La Habana y la escasa
atención que se le había
prestado a las
peticiones del embajador
español Enrique Dupuy de Lôme, el presidente
William McKinley
(1843-1901) fue
particularmente amable
con Pío Gullón, ministro
de Estado durante el
gabinete Sagasta, en la
comida anual ofrecida al
Cuerpo diplomático,
celebrada el 27 de enero
en Washington.
La visita del Maine no
planteó mayores
problemas. Las
autoridades españolas
trataron con toda
amabilidad al capitán
Charles Dwight Sigsbee y
a su tripulación. En los
días posteriores a su
llegada, los oficiales y
marineros paseaban con
entera libertad por la
ciudad, disfrutando los
escasos permisos
concedidos por el
comandante del Maine.
Las autoridades
insulares y el
comandante del buque
intercambiaron regalos,
se celebraron
recepciones, el general
Lee ofreció una cena a
los oficiales de la nave
e incluso el capitán
Sigsbee y algunos de sus
subalternos asistieron a
dos corridas de toros. A
pesar de que no se
mostraba ningún tipo de
rechazo ante la
presencia del Maine en
el puerto cubano, la
prensa estadounidense
que se había desplazado
a La Habana para seguir
los acontecimientos,
quedó sorprendida por
las medidas de
precaución que se
tomaron, en especial
respecto a la vigilancia
nocturna.
A principios de febrero,
el secretario de Marina
John Davis Long planteó
la posibilidad de hacer
regresar al Maine, ya
que su estancia en el
puerto de La Habana
duraba ya semanas y
consideraba el objetivo
de la visita más que
cumplido. Sin embargo,
el general Lee se negaba
en rotundo ante tal
posibilidad si no era
remplazado por otro
buque de guerra
americano, lo que se
asemejaba más a una
imposición de los deseos
americanos que a la
visita de cortesía
anunciada por Long.
Quizá si las exigencias
de Lee hubieran sido
desestimadas, la
tragedia que estaba a
punto de desencadenarse
habría podido evitarse.
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El
capitán
Charles
Dwight Sigsbee,
comandante
del "Maine",
buque
perteneciente
a la
escuadra del
Atlántico
Norte. |
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A las 21:40 horas del 15
de febrero de 1898, la
noche de La Habana se
iluminó con la explosión
del Maine. El estruendo
fue sobrecogedor, hay
quien habla incluso de
dos estampidos, el
segundo más prolongado,
que causaron el
hundimiento del Maine
por la banda de babor.
Sigsbee redactaba una
carta en el barco
mientras Lee, en la
ciudad, hacía lo propio
con un informe para sus
superiores. Algunos
oficiales se encontraban
cenando en el Ciudad de
Washington, un vapor
correo americano anclado
junto al Maine. Fueron
los únicos en salir
indemnes del infierno de
humo y llamas en el que
se convirtió el Maine,
que devoró 266 vidas y
causó 59 heridos.
Inmediatamente después
de la explosión, una vez
se tuvo conciencia de lo
que había sucedido,
tanto los americanos del
Ciudad de Washington
como los españoles del
Alfonso XII, próximos al
Maine, rivalizaron en
valor al arriesgar sus
propias vidas intentando
salvar a los marineros
del Maine. Los heridos
eran trasladados primero
a estos dos barcos y
después a los centros
hospitalarios de La
Habana.
Las autoridades
españolas mostraron en
todo momento su dolor
por las víctimas
americanas, ofreciendo
toda la ayuda
disponible. El emotivo
entierro tuvo lugar dos
días después del suceso,
el 17 de febrero, con la
participación masiva del
pueblo cubano y los
supervivientes de la
catástrofe.
En EE UU, las noticias
de la explosión del
Maine llegaron casi
cuatro horas después de
que esta tuviese lugar.
El capitán Sigsbee envió
un telegrama en el que
notificaba del suceso.
La autoridades
norteamericanas estaban
conmocionadas. Sólo
había dos explicaciones
posibles de la explosión
del crucero: una, o era
un accidente (existían
numerosos precedentes de
explosiones fortuitas en
barcos norteamericanos,
como los buques Oregón y
Nueva York), y dos, o
era un atentado, una
declaración de guerra
encubierta por parte de
España.
La prensa amarilla
estadounidense, tan
partidaria de las
noticias tremendistas y
tan proclive a la
mentira mediática, se
encargó de defender y
difundir la segunda
hipótesis, manipulando
la opinión pública bajo
el grito de «Remember
the Maine! (¡Recordad el
Maine!)».
La guerra mediática
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Lo que quedó
del "Maine",
tras la
explosión
que sufrió,
y de cuyo
hundimiento
se inculpó a
España. |
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En realidad, no era la
primera vez que la
prensa sensacionalista
norteamericana
entorpecía las
relaciones diplomáticas
entre EE UU y España. El
9 de febrero de 1898,
The New York Journal
publicaba una carta
personal del embajador
español en Washington,
Dupuy de Lôme, dirigida
al ministro español José
Canalejas, en la que
atacaba a McKinley. La
carta, interceptada por
un rebelde cubano, tuvo
dos graves
consecuencias: la
sustitución de Dupuy de
Lôme por el diplomático
Luis Polo de Bernabé
Pilón, y la creación de
un caldo de cultivo en
el que España no quedaba
muy bien parada ante la
opinión pública
estadounidense.
La explosión del Maine
fue el telón de fondo de
la lucha privada que
mantenían los magnates
de la prensa americana
William Randolph Hearst
y Joseph Pulitzer,
directores del The
New York Journal y
The New York World,
respectivamente. Pero
además, fue la excusa
perfecta para
reivindicar la tan
aplazada intervención
armada en Cuba que, por
otro lado, también era
deseada por algunos
miembros del gobierno
como el vicepresidente
Theodor Roosevelt
(1858-1919), luego
presidente, al ser
asesinado McKinley por
un anarquista en 1901.
El 16 de febrero de
1898, el titular del
The New York Journal,
informado
convenientemente por su
enviado en Cuba
Silvester Scovel, se
ceñía a la realidad: «El
crucero Maine explota en
el puerto de La Habana».
La deformación de los
hechos realmente
ocurridos fue tan
descarada y las
repercusiones tan
importantes, tanto en el
resto de la prensa como
en el público, que
algunos la llamaron la
«Guerra de Hearst» (este
W. R. Hearst es el
personaje central de la
película ‘Ciudadano
Kane’). La guerra
mediática comenzó al día
siguiente: «El Maine,
partido en dos por una
máquina infernal del
enemigo» (léase España).
Por su parte, The New
York World, en su
edición del 17 de
febrero, informaba: «La
explosión del Maine fue
causada por una bomba».
Cuando tanto en
Washington como en
Madrid se pensó en la
creación de una comisión
especial que aclarase la
causa de la explosión
que ocasionó tantas
víctimas y el
hundimiento del barco,
ambos periódicos
hicieron paralelamente
lo mismo pero con el
objetivo único de
demostrar la implicación
española en aquel
desastre e incitar al
comienzo de la guerra.
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Otras
perspectiva
de lo que
quedó
flotando del
"Maine",
tras la
explosión. |
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Ramón Blanco y Erenas, a
la sazón capitán general
de Cuba, en
representación del
Gobierno español en la
isla, propuso una
investigación conjunta
para el esclarecimiento
del hecho, pero los
estadounidenses se
negaron radicalmente, y
decidieron constituir su
propio tribunal naval,
que estaría formado por
cinco funcionarios a las
ordenes del capitán
William T. Sampson, los
cuales partieron hacia
Cuba el 20 de febrero.
Rechazada la propuesta
del general Blanco, la
investigación española
fue llevada a cabo por
los capitanes Del Peral
y De Salas, a quienes se
les impidió, por razones
diplomáticas según las
autoridades
norteamericanas, el
examen del casco y el
interior del Maine. Con
todo, lograron unas
conclusiones fiables y
fidedignas de lo
acontecido, como
quedaría demostrado con
el tiempo.
En su informe del 25 de
marzo de 1898, el
tribunal norteamericano
dictaminaba que la
explosión del Maine fue
debida a la colocación
de unas minas en el
exterior del buque. Por
su parte, la comisión
española concluía que la
explosión había tenido
un origen interno y
aportaba pruebas
suficientemente
fehacientes que así lo
demostraban; no
obstante, este informe
fue silenciado por las
autoridades americanas,
al igual que ignoraron,
entre otras, las
opiniones del ingeniero
jefe George Melville y
las del experto en
pertrechos militares
Philip Alger, ambos
pertenecientes a la
Armada norteamericana.
La guerra que se buscaba
estaba servida.
El relevo imperialista
La conclusión del
tribunal norteamericano
era definitiva, y, a
pesar de que McKinley,
en su mensaje al
Congreso del 11 de
abril, parecer ser que
puso de manifiesto una
disposición a evitar el
conflicto con España,
era tal el veneno
destilado por la prensa
sensacionalista que el
pueblo americano se
había echado a la calle
clamando venganza.
Así las cosas, el 18 de
abril, el Presidente
firmaba la Joint
Resolution, en la que
ambas Cámaras americanas
exigían al Gobierno
español el cese de toda
autoridad en Cuba en el
plazo de tres días. Esta
exigencia, planteada en
unos términos próximos a
la humillación, fue
motivo de que España
diese por rotas las
relaciones diplomáticas
con EE UU el 21 de
abril, lo que provocó
que, el 25 del mismo
mes, las Cámaras
norteamericanas
aprobasen la declaración
de guerra con carácter
retroactivo a partir del
mismo día 21.
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Las
autoridades
españolas
mostraron en
todo momento
su dolor por
las víctimas
americanas,
ofreciendo
toda la
ayuda
disponible. |
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El 23 por la tarde, con
órdenes de bloquear los
puertos cubanos, la
flota de guerra
americana se encontraba
a tan sólo diez millas
de La Habana, y, antes
del 25, ya había
apresado a dos mercantes
españoles. La flota
española no levó anclas
hasta el 29 de abril,
pero, para entonces, el
movimiento
revolucionario se había
generalizado a todas las
colonias españolas: la
desproporción entre las
flotas españolas y
norteamericanas hizo el
resto. El 1 de mayo, en
Cavite, la flota
española que salió al
frente queda totalmente
destruida, sin ninguna
baja entre los
americanos; lo mismo
ocurrió el 3 de julio en
el cabo de Hornos; sin
flota y cercado,
Santiago se rendía el 17
de julio.
Francia se prestó a
mediar entre ambas
naciones, proponiendo a
McKinley, con fecha de
26 de julio, el
armisticio, que
finalmente se firmaría
el 12 de agosto de 1898
con serios perjuicios
para España. El 10 de
diciembre de 1898, el
Tratado de París
confirmaba la pérdida de
las últimas colonias
españolas de ultramar y
precipitaba el
hundimiento de nuestra
economía y el pesimismo
moral. El Imperio
levantado hacía cuatro
siglo había llegado a su
fin.
Las humillantes
negociaciones para la
paz con Estados Unidos
Francia, que, como toda
Europa, salvo
Inglaterra, había
mantenido hacia España
una actitud de ineficaz
benevolencia, se ofreció
como mediadora y su
embajador en Washington,
Cambon, entregaba el 4
de agosto una nota al
gobierno de MacKinley.
La administración
MacKinley contestó
imponiendo unas
condiciones tan duras
que, de haber estado
España en otras
condiciones, no las
hubiese aceptado por su
prepotencia y
arrogancia.
Estados Unidos exigía
terminantemente la
renuncia de España a la
soberanía de Cuba y
Puerto Rico, la cesión
de Guam (una isla en el
archipiélago de las
Marianas) y la ocupación
de Manila por las tropas
norteamericanas, a
reserva de lo que se
tratase en las
negociaciones para la
paz.
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Soldados
norteamericanos
posando
victoriosos
en Cuba,
tras la
vergonzosa
victoria que
infligieron
a la flota
española. |
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Inspiran admiración y
lástima los hombres
—políticos y
diplomáticos— escogidos
para negociadores de una
paz que no había de ser
otra cosa que una
rendición sin
condiciones: Eugenio
Montero Ríos, presidente
del Senado; Buenaventura
de Abárzuza, senador del
Reino; José de Garnica,
diputado a Cortes;
Wenceslao Ramírez de
Villa-Urrutia, enviado
extraordinario; y Rafael
Cerero, general de
división, que hubieron
de enfrentarse con la
comisión norteamericana
presidida por el
subsecretario de Estado
norteamericano William
R. Day, y de la cual
formaban parte también
políticos y
diplomáticos.
Como los marines de
Cavite y de Santiago,
los negociadores
españoles, inermes, no
pudieron presentar
resistencia y hubieron
de acceder a todo, en
honroso silencio, sin
objetar nada en
absoluto. España
renunciaba a la
soberanía de Cuba, causa
y pretexto del
conflicto, y cedía como
‘indemnización de
guerra’ la isla de
Puerto Rico, la de Guam
en las Marianas y el
archipiélago de
Filipinas. Incluso
concesiones sin
importancia para los
Estados Unidos, como la
liberación de la Deuda
cubana, abrumadora para
la arruinada Hacienda
española, y la puramente
espiritual del
reconocimiento de que
las autoridades
españolas no fueron
causantes de la voladura
del Maine, fueron
denegadas tajantemente a
la comisión negociadora.
Los Estados Unidos se
comprometían solamente a
repatriar a los soldados
españoles de Filipinas y
a la entrega de 20
millones de dólares. La
firma del tratado tuvo
lugar el 10 de diciembre
de 1898, fecha que ha
pasado a los Anales de
la Historia para gloria
de España y vergüenza y
escarnio de Estados
Unidos.
Epílogo
Cuba logró finalmente su
independencia en 1902,
tras cuatro años de
forzosa ocupación
militar norteamericana,
y EE UU, la nación
recién nacida, recibía
un bautismo glorioso en
política internacional y
comenzaba a aplicar su
doctrina imperialista
tantas veces aplazada
por motivos internos. El
mismo espíritu que hizo
que el obispo metodista
McCabe convirtiese a EE
UU en «el caballero
errante del mundo,
defensor a ultranza de
la libertad civil y
religiosa de los
oprimidos de todas las
naciones» justifica hoy
en día el
intervencionismo
político norteamericano
en aras de «la paz
perdurable». Y aunque el
tiempo ha dado la razón
a España y Cuba sigue
hoy en día bajo el acoso
yanqui, ¿quién recuerda
ya esa lacra que selló
con lacre el último
capítulo del Imperio
español?
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