N.º 68

AGOSTO-OCTUBRE 2010

12

   

   

    

   

   

   

   

UNA INTRODUCCIÓN A LA HISTORIA DE LA IDEA DE EUROPA

   

   

   

Por Alfonso Diestro Fernández

   

   

   

P

odríamos decir que hay tantas ideas de Europa como ciudadanos europeos, pero el logro más representativo de la sociedad europea del nuevo milenio sería establecer una idea común e inherente a todos. En este momento crucial, hemos de exponer aquellos motivos que justifican la existencia de la idea de Europa mucho antes de 1957. Así podremos asimilar mejor el proceso constructivo en el que nos hallamos inmersos.

Consideramos que, para poder establecer una idea general del concepto de Europa —tarea mucho más compleja que la que aquí se propone—, hemos de remontarnos a sus orígenes y revisar su historia. Pero no a la historia que narran los materiales didácticos que suelen centrar su atención en las batallas y las luchas de poder —evidentemente con claros tintes nacionalistas—, sino a la historia de la formación de la idea de Europa, el sueño utópico de unos pocos, aunque con matices muy diferenciados, finalmente realizado legal e institucionalmente por necesidades económicas en 1957.

  

Mitología y orígenes

Alcanzar la comprensión de la idea de Europa resulta un objetivo bastante complejo, incluso podemos asegurar que, ante la presentación de las ideas y datos que a continuación vamos a exponer, se pueden extraer diferentes conclusiones de lo que Europa puede representar.

Las leyendas mitológicas cuentan que Europa fue el nombre dado por Fénix y Perimeda a una hija suya, por cuyo amor Júpiter se convirtió en toro, y, cargándola sobre sus espaldas, la llevó a través del mar hasta Creta, donde ella le dio tres hijos. Más tarde, Europa tuvo como esposo a Asterió, hijo del rey de Creta, el cual educó a sus hijos y les cedió el dominio de la isla, en la que Europa recibió los honores de diosa, teniendo incluso una fiesta propia. Desde la Antigüedad, los artistas del Viejo Continente han utilizado esta representación —la mujer a lomos del toro— como icono para representar a Europa. Se sabe de la existencia de un relieve que procede de las ruinas del templo dórico de Selinonte, en Sicilia, construido el año 628 a. C. y derruido posteriormente en 409-408 por los cartagineses, en el que aparece dicha representación.

Herodoto (485? - 425 a. C.) utiliza el término Europa para referirse a las guerras de Maratón, Termópilas y Salamina, en las que unos pocos hombres de la naciente Grecia se rebelaban y vencían al imperio asiático personificado por los persas. El propio Herodoto sitúa Europa en el límite desde Grecia hasta el Norte de los países del Mediterráneo, en contraposición con los países situados al Este del mismo mar, los cuales representarían el mundo oriental o continente asiático. Posteriormente, se identifica con el límite de Asia en el mar de Azof y el río Don. Pero la situación geográfica de Europa varió mucho en los orígenes, sobre todo desde que empiezan a configurarse los primeros estados e imperios nacientes.

Durante el Imperio Romano, Europa era similar al Imperium Romanum, de tal manera que la expansión de uno implicaba el crecimiento de la otra. En el periodo de la dominación de Carlomagno (742-814), se entendía Europa como el territorio perteneciente al monarca, quien fue llamado Rex Pater Europae por el Papa León III en el 799. A partir de este momento, se consideró Europa al espacio de tierra habitado por los cristianos. Con ello, varió el contenido espiritual del significado de Europa, sobre todo porque, a partir de la época carolingia, los valores cristianos empiezan a conjugarse con la idea de Europa (Schneider, 1963: 11-13). Europa se llega a confundir con la cristiandad latina.

  

Europa como respuesta a las invasiones orientales

    
 

 

Conde de Saint-Simon

(1760-1825).

        

Los terrenos francos de Carlomagno se configuran en el s. IX como un imperio —el Imperio Cristiano-europeo— ante la necesidad de respuesta antagónica al Imperio Bizantino de Oriente. Europa se hace Europa ante las invasiones de los orientales y africanos. Los hunos primero, con Atila al frente, irrumpiendo desde Asia a mediados del s. V, y los árabes después, liderados por Abd al-Rahmán, entrando por África hasta Poitiers a comienzos del s. VIII, intentan derrocar el poder del Imperio Europeo-cristiano, pero la derrota de ambos conatos en sendas batallas pone de manifiesto la supremacía y vitalidad del nuevo Imperio, ayudando así a la consolidación del sentido de la idea de Europa. Pero éstos no serán los únicos intentos de inclusión oriental en territorio europeo. Posteriormente, será Mohamed II, al frente de los turcos otomanos, quien protagonice un nuevo intento de abatir Europa. Constantinopla, capital y último bastión del Imperio Bizantino, cae en 1453, pero los ataques turcos contra Occidente continuarán sucediéndose hasta el s. XVII, cuando son derrotados por el ejército polaco-alemán del rey Juan II Sobieski, el duque Carlos von Lothringen en Viena y el príncipe Eugenio en las batallas de Zenta y de Belgrado a finales del s. XVII (AA. VV., 1997: 7).

La idea de Europa salió reforzada de las luchas producidas en las Cruzadas (ss. XI-XIII), las cuales han sido consideradas por diferentes autores a lo largo de la historia como «la más vigorosa manifestación de solidaridad europea». Aunque este hecho es muy discutible en cuanto a las razones solidarias, las Cruzadas pretendían liberar del yugo asiático los Santos Lugares y la zona mediterránea. Los principales estados del continente europeo se aliaron en la defensa de los valores cristianos —europeos—, reafirmándose así en la personalidad europea frente a las pretensiones y amenazas bárbaras de los pueblos orientales.

En este contexto, Pierre Dubois, jurista real de Felipe el Hermoso, rey de Francia, escribe en 1303 la obra De recuperatione Terrae Sanctae, en la cual propone la institución de una liga europea bajo la presidencia del soberano más poderoso de Europa, con el fin de asegurar una paz duradera en el seno de la cristiandad y reunir las fuerzas armadas para la reconquista de las Tierra Santa y el Mediterráneo. Dubois ve en Europa una federación y pide para ella un concilio de príncipes y un tribunal de arbitraje.

En una línea similar aparece una serie de autores, intelectuales, pensadores, etc. que intentaron mantener vivo el espíritu de la idea de Europa, aunque con diferentes propuestas. Así, Dante (De Monarchia, 1303) defiende una soberanía universal a manos del emperador grecorromano. Erasmo de Rotterdam (1467-1536) defiende la paz como valor de la Europa unida. En la misma línea de pensamiento se sitúa Leibnitz, William Penn, J. Bellers, Juan Luis Vives —en forma de comunidad de defensa— y el abate Saint-Pierre. El proyecto de este último es digno de mencionar, ya que propone un carácter federalista —liga de naciones—, basado en la idea de que a la guerra le seguirán nuevas guerras en tanto que Europa no sea una comunidad de derecho amparada por una organización internacional que vele por asegurar permanentemente el cumplimiento de las leyes entre las diferentes naciones europeas que participan de una cierta comunidad cultural e ideológica. Estas ideas llamaron la atención de personajes tan relevantes como Rousseau, Kant, Montesquieu, Leibniz y d´Alembert (Rodríguez Carrajo, 1997: 16-18).

  

«Si los profesores reconocieran que estando Europa en peligro, las mismas fuerzas que, separadas, no habrían podido ofrecer una respuesta eficaz, unidas, en cambio, aplastaron el enemigo… se sentirían inclinados a inculcar en la enseñanza de la historia occidental, la absoluta necesidad de la unión de los pueblos europeos ante la actual amenaza de Europa procedente de Oriente» (Schneider, 1963: 14).

  

Intentos contemporáneos unionistas

    

     

Giuseppe Mazzini (1805-1872).

 
    

La Revolución Francesa (1789) va a provocar un cambio brusco en las sociedades europeas. Se produce un cambio de régimen estamental que deriva en el desarrollo de una alternativa política, económica y social, basada en la libertad, la igualdad, la defensa de la propiedad, la seguridad personal y la ley como expresión de la voluntad general y la regulación de los derechos y deberes de los ciudadanos de cada Estado. Paradójicamente, Napoleón Bonaparte (1769-1821) realiza el primer intento contemporáneo de agrupación europea. Nombrándose emperador —recurriendo a la tradición romana—, Napoleón intenta conquistar las tierras del Viejo Continente y erigirse como el soberano de los territorios europeos, tarea en la cual fracasa, como es bien sabido.

Poco después, en 1814, se establece la Liga de la Santa Alianza, surgida del Congreso de Paz celebrado en Viena tras la primera abdicación de Napoleón, presidida por Metternich e inspirada por el zar Alejandro I, el emperador Francisco I y el rey Federico Guillermo III. La Santa Alianza tenía como principales fundamentos conseguir una Europa unida, con un gobierno basado en los principios religiosos del cristianismo, contrario a las guerras y a las revoluciones: «Había de garantizar la comprensión y la paz entre los pueblos y conseguir que todo en Europa fuese un edificio de estabilidad, de santa legitimidad y de un gobierno de estado y de estados basados en los principios cristianos» (Schneider, 1963: 18). Pero los emperadores de la Santa Alianza «se reparten Europa sin el menor respeto por las aspiraciones de los pueblos» (AA. VV., 1997, 7).

En ese mismo año de 1814, el Conde de Saint-Simon escribe De la réorganisation de la societé europeenne ou de la necessité de rassembler las peuples d´Europe en un seule corps, en el que se muestra partidario de una economía europea planificada, la supresión de las fronteras, el mercado común, la política exterior y el sueño de una idea, los Estados Unidos de Europa (Rodríguez Carrajo, 1997: 18).

Dos décadas después se produce un nuevo intento de organización paneuropea con el nacimiento de la Joven Europa fundada en 1834 por el revolucionario Giuseppe Mazzini. Persigue la reorganización de una única Europa sobre una base democrática y nacional, conjugando la reunión de todos los movimientos revolucionarios presentes en Europa. La idea de Mazzini se viene abajo en 1848. Las revoluciones industriales, el despertar de los nacionalismos y las guerras entre algunos estados europeos, como la guerra franco-alemana (1870-1871), impidieron nuevos intentos y realizaciones coherentes de unión de los estados europeos durante el s. XIX.

Después de las victorias alemanas sobre Austria y Francia, el Congreso de Berlín, de donde surgió el Tratado de Berlín (1878), reconoce la independencia de Rumanía, Serbia y Montenegro, Macedonia, Bulgaria y Rumelia, imponiendo los criterios del canciller alemán Otto von Bismark en toda Centroeuropa. Éste es el principio de la confusión Balcánica y del cisma posterior que en este territorio se va a avecinar. Ello representa el proceso nacionalista de los países pertenecientes a la órbita europea.

El desarrollo de los nacionalismos, la expansión colonial, los movimientos políticos y religiosos, las disputas por la supremacía industrial y colonial y la competencia internacional por la supremacía estuvieron a punto de concluir con una guerra al final del s. XIX, pero los sistemas de alianzas entre las principales potencias europeas (Inglaterra, Rusia, Alemania, Austria-Hungría, Francia e Italia) evitaron el temible conflicto, aunque sólo temporalmente. El intento de unificación europea fue aletargado por una calma prebélica basada en los sistemas de alianzas entre las potencias, aunque nunca tuvieron el ideal europeo de fondo. Las relaciones entre las potencias europeas se centraban en acuerdos bilaterales —algunos de ellos secretos como el pacto de política de amistad firmado por Italia y Francia, en el que Italia, a pesar de la Triple Alianza, promete neutralidad ilimitada en caso de guerra franco-alemana—, acuerdos triangulares de defensa mutua en caso de ataque de otro estado como fue la creación de la Santa Alianza —Alemania, Austria e Italia—, o compromisos como el Tratado del Mediterráneo (1887 a 1896) —un acuerdo colonial en el que Inglaterra e Italia se comprometen a sostener recíprocamente sus políticas respectivas en Egipto y Libia contra Francia—.

  

«Habiéndose empezado por tratar de humanizar la guerra, pronto debería manifestarse necesariamente una corriente de opinión para suprimirla enteramente. Dejamos por demasiado remotos los esfuerzos que realizaron pensadores aislados durante la Edad Media, para convertir las armas en arados, pero no podemos dejar de mencionar el libro Proyecto sobre la paz universal del gran filósofo alemán Kant, publicado en 1785… El primer grito de guerra a la guerra fue el libro de la baronesa austriaca Bertha von Suttner titulado ¡Abajo las armas! Aparecido en 1889… Durante los diez años que siguieron al de su publicación se formaron varios grupos para intensificar la campaña contra la guerra y se adhirieron a la cruzada escritores como V. Hugo, Tolstói, Björnson, Stringberg, Renan, Sécrétan y otros». (AA. VV., 1999: XVI, 145-146).

  

Paneuropa, un movimiento en respuesta al primer gran desastre mundial

Esta escena del internacionalismo estratégico europeo tuvo inevitablemente el desencadenante de la devastadora I Gran Guerra y de la Revolución Rusa. Este periodo de conflicto y confusión internacional concluye con el Tratado de Versalles (enero de 1919), donde se consolida el triunfo de las nacionalidades a la vez que se hace patente el soterramiento de la idea de Europa, que ha perecido sumida en un mar de sangre, dolor, muerte y destrucción. La I Guerra Mundial hizo ver a la humanidad que debía evitarse en el futuro la repetición de otro capítulo tan nefasto para la historia como lo fue aquél. Por ello se creó la Sociedad de Naciones con la finalidad de reunir bajo su amparo a todos los gobiernos de la tierra. Pero la idea, a pesar de noble, fracaso por la renuncia de Estados Unidos a pertenecer a ésta para evitar el peligro de verse envuelto en los conflictos internos europeos.

   
     

 

Conde de Richard Coudenhove-Kalergi (1894-1972).

   

La Sociedad de Naciones provocó que la idea de Europa quedase en un segundo plano en aras de un ideal mucho mayor. No obstante, surgieron voces que creían en la dualidad de ambos ideales, siendo Richard Coudenhove-Kalergi el principal defensor de la idea de una Europa unida reuniendo las veintiséis democracias existentes en el Viejo Continente en la soñada Paneuropa. Para Coudenhove-Kalergi, Paneuropa representaba una federación de las democracias europeas unidas como una vía única para conservar la paz y la autonomía frente al creciente poder de las potencias mundiales no europeas: «Una Europa dividida conduce a la guerra, a la opresión, a la miseria; una Europa unida, a la paz y a la prosperidad». El empeño casi utópico de Coudenhove le lleva en 1923 a la publicación de su gran obra Paneuropa, dedicado a la juventud europea (Coudenhove-Kalergi, 2002).

En el seno de la Sociedad de Naciones no se vio con buenos ojos la idea de Paneuropa, pero pronto recibió el respaldo de importantes pensadores y estadistas. El más representativo de ellos fue Winston Churchill, quien en 1925 admitió la posibilidad de ambas organizaciones. El proyecto cobró mucha más fuerza cuando los Estados Unidos de América apoyaron la idea de Coudenhove. El sueño impetuoso de Coudenhove se hace realidad en octubre de 1926 en Viena, donde se celebra el Primer Congreso Paneuropeo, con la asistencia de más de dos mil delegados de veinticuatro países. Allí se aclama y nombra a Coudenhove presidente del Consejo Central, quien, el año siguiente, gana para el proyecto al ministro francés del Exterior, Aristide Brian, el estadista más popular de la Europa de la época.

Estos hechos producen el renacimiento de la idea de Europa, de la unión de estados europeos. Pero este renacimiento nació herido de muerte. A pesar de la buena acogida general al movimiento paneuropeo y de los esfuerzos por su desarrollo, cae en vía muerta a finales de la década de los años 20.

  

«Mas todas las esperanzas puestas en la ayuda que los círculos económicos prestarían a Paneuropa se vieron rotas por la irrupción de la crisis económica internacional ocasionada por el viernes negro de la bolsa neoyorquina, que indujo a las naciones a pensar en la salvación de su propia economía y no en una unión económica europea» (Schneider, 1963: 27).

  

El despegue del Proyecto Europeo

El estallido de la II Guerra Mundial y la formación de dos bloques antagonistas, principalmente por países europeos, unido al hecho de que el conflicto se desarrolla —en gran parte— en el Viejo Continente, representan, lamentablemente, una seria contrariedad para la viabilidad de poner en práctica la idea de Europa.

  

«La conmoción que en el mundo supuso esta guerra y los estragos que ella causó, hicieron reflexionar a las naciones sobre la posibilidad de que de la guerra saliera un mundo más unido bajo la dirección de las cuatro grandes potencias: Norteamérica, Rusia, Inglaterra y China. Para la constitución de este fin se constituyó la ONU (Organización mundial de las Naciones Unidas) en 1945. Ello hizo que se retrasara el movimiento europeísta. Pronto los Estados Unidos de América se percataron de que Rusia era su enemiga y no su colaboradora, tanto en Europa como en Asia. De ahí que Truman, presidente de los Estados Unidos desde 1945, comenzase a ver como positiva la unión de los pueblos de Europa» (Rodríguez Carrajo, 1997: 19-20).

  

En 1945, en la Conferencia de Yalta, donde se reúnen Winston Churchill, Franklin D. Roosevelt y Iosif Stalin, se adopta la Declaración de la Europa liberada, aunque con la división de Alemania y el establecimiento de regímenes satélites de la órbita comunista rusa en el centro de

Europa. Aunque ello provocará en un futuro muy cercano el establecimiento del Telón de Acero y el origen de la Guerra Fría entre Estados Unidos y Rusia en busca de la supremacía mundial, de esta conferencia salió también el acuerdo entre los tres líderes mundiales para el establecimiento de las bases de un estatuto que cobró vigencia en la Conferencia Fundacional de la ONU en San Francisco —de abril a junio de 1945—, que fue rubricada con la Carta de las Naciones Unidas. En ella se declaraba:

  

«Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas, resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha inflingido a la humanidad sufrimientos indecibles; a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de los derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas; a crear condiciones bajo las cuales puedan mantenerse la justicia el respeto a las obligaciones emanadas de los tratados y de otras fuentes del Derecho Internacional; a promover el progreso social y elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de libertad. Y con tales finalidades: a practicar la tolerancia y convivir en paz como buenos vecinos; a unir nuestras fuerzas para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales … y a emplear un mecanismo internacional para promover el progreso económico y social de todos los pueblos, hemos decidido aunar nuestros esfuerzos para realizar estos designios. Por tanto, nuestros respectivos gobiernos, por medio de representantes reunidos en la ciudad de San Francisco, que han exhibido sus plenos poderes, encontrados en buena y debida forma, han convenido en la presente Carta de las Naciones Unidas, y, por este acto, establecen una organización internacional que se denominará Naciones Unidas» (AA. VV., 1999: XVII, 55-59).

  

Al igual que sucediera con la Sociedad de Naciones, en el seno de la opinión pública subyacían muchas dudas en cuanto a la compatibilidad de la ONU con la idea de la Europa —como unión de países—, la cual había sido salvaguardada en el periodo de entreguerras por algunos pensadores, políticos e intelectuales afines al europeísmo. Pero el ingenio político de los principales mandatarios mundiales —sobre todo de los occidentales— hicieron posible la compatibilidad de ambas ideas.

  

«En el artículo 52 del pacto de las Naciones Unidas… se manifestó expresamente que nada en este pacto sería contrario a los convenios e instituciones regionales que servían al sostenimiento de la paz y la seguridad» (Schneider, 1963: 32).

  

El movimiento paneuropeo de Coudenhove-Kalergi y de los pensadores que creían en ello, encontraba en este momento un aliado inesperado, Estados Unidos de América, que, por medio del presidente Harry S. Truman, expresó su apoyo manifiesto a los futuros Estados Unidos de Europa, evidenciándose así de manera fehaciente el temor del coloso americano a que las dificultades económicas de los países europeos, económicamente devastados por la guerra, propiciasen un avance de la órbita comunista sobre ellos. La movilización ideológica y propagandística a favor del desarrollo y la reconstrucción de Europa se hizo patente. Teniendo a los norteamericanos como principal valedor de la idea de una Europa unida, pronto se emprendió la marcha en la reconstrucción estructural, económica y política.

    

     

 Winston Churchill (1874-1965).

 
    

El impulso dado por Truman y Churchill a Paneuropa tuvieron su fruto en julio de 1946, cuando en Gestad se rubrica la fundación de la Unión Parlamentaire Européenne, y en 1947, con la celebración del primer Parlamento Europeo, «en la que se pidió la pronta fundación de los Estados Unidos de Europa y la convocatoria de una permanente para la elaboración de una constitución federal europea» (Schneider, 1963: 33). Muy importante fue el impulso económico dado por el secretario de Estado norteamericano George C. Marshall, quien en este mismo año impulsaba un plan de ayuda económica a los países europeos —17.000 millones de dólares—, el Foreing Assistance Act, más conocido como Plan Marshall. Dicho Plan tenía como finalidad «ser el restablecimiento de una economía mundial sana, de manera que permita la vuelta a las condiciones políticas y sociales en las cuales puedan existir instituciones libres» (AA. VV., 1999: XVII, 57-58).

El desarrollo de la idea de la Europa unida había alcanzado su mayor auge, llegando a ser una realidad política, renaciendo con ello el espíritu de los europeístas que habían estado aletargados en el periodo de entreguerras. En el Congreso de La Haya de 1948 se reunieron muchos de estos defensores del europeísmo, los cuales hicieron patente la necesidad de la unión política y económica de los estados europeos. Pero, frente a esta necesidad, se planteó un serio problema: el de las soberanías nacionales. La situación produjo una ruptura ideológica en el seno europeo. Surgieron entonces dos tendencias en cuanto a la idea de lo que debía representar la cooperación europea. Por un lado estaban los que entendían que la integración europea debía realizarse paulatinamente y que la cooperación interestatal debía basarse en organismos internacionales desprovistos de una acción coactiva respecto de los estados miembros, defendiendo las soberanías nacionales. Esta postura era defendida por los países escandinavos y británicos. Se les considera funcionalistas. De otro lado estaban los que defendían que el proyecto europeo debía culminarse en una federación de estados —supranacional— en la que los miembros cediesen parte de sus competencias nacionales a favor de la Federación. Defendían la idea de que había que llevar a cabo la integración rápidamente a través de disposiciones institucionales especiales —como el Consejo de Europa—. Son los denominados institucionalistas (Rodríguez Carrajo, 1996, 20-22).

En la Conferencia de Ministros de Londres de 1949 se tomó la decisión de que la Europa Unida debía ser una confederación de estados compuesta y representada por el Consejo de Europa, que estaría constituido por representantes gubernamentales y cuya finalidad sería la de llevar a cabo una más estrecha unión entre sus miembros, a fin de salvaguardar y fomentar los ideales, principios que son su herencia común, y favorecer el progreso económico y social. El Consejo de Europa comprendería a su vez el Comité de Ministros y la Asamblea Consultiva —órgano parlamentario—.

Aunque poco tiempo duró el apogeo del desarrollo europeo, pues pronto se pudo vislumbrar que el Consejo de Europa carecía de auténtica autoridad ya que el poder de decisión residía en el Consejo de Ministros, dónde sólo se podía decidir por unanimidad. Los estados integrantes fueron Francia, Gran Bretaña, Bélgica, Holanda y Luxemburgo, incluyéndose después Dinamarca, Irlanda, Italia, Noruega y Suecia; en 1951 lo haría Alemania y en 1956, Austria.

    
     

  Konrad Adenauer (1876-1967).
    

El movimiento europeo se había enfriado; parecía, incluso, decadente, pero todo este desarrollo político, económico, estructural, incluso ideológico y espiritual del europeísmo no podía desaparecer de nuevo, como tantas veces ha sucedido en la historia aquí comentada sucintamente. El freno de los nacionalismos y la falta de convicción de británicos y escandinavos serán superados por una serie de políticos convencidos de la construcción europea. Henri Spaak mencionaba en 1953 unas palabras que deben representar el espíritu de lucha y convicción en la construcción formal y material de la idea de Europa:

«Hemos intentado aquí hacer posible la realización de una de las mayores evoluciones históricas, una nueva ordenación de nuestro continente. Hemos de proseguir el combate por Europa hasta un final victorioso, hasta que existan los Estados Unidos de Europa, la indisoluble unidad de nuestra patria en este continente» (Schneider, 1963, 42).

  

Los Padres de Europa

Las ideas defendidas por Spaak tuvieron un amplio eco y fueron sustentadas por una serie de políticos relevantes de la escena europea. El más representativo es Jean Monnet —artífice del Plan de Desarrollo francés que, junto al Plan Marshall, contribuyó al despegue económico de Francia—, al cual se le considera el Padre de la construcción europea junto con Robert Schuman, Konrad Adenauer y Aleide de Gasperi.

Monnet y Schuman —ambos ministros franceses— plantearon la construcción de Europa paso a paso, piedra a piedra, con realizaciones limitadas pero concretas —por etapas— que favoreciesen el establecimiento de un progresivo clima de solidaridad y respeto entre países. Gracias a las ideas de ambos y a la cooperación de Adenauer y De Gasperi, se establecen las firmas del Tratado de París (1951), por el que se constituye la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero) —de la cual Monnet será su primer presidente—, del Tratado de Roma (1957), por el que se constituye el EURATOM (Comunidad Europea de la Energía Atómica) y de la CEE (Comunidad Económica Europea) a cargo de los seis países firmantes —RFA, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, Francia e Italia—, por el que se introduce un nuevo sistema institucional de división del poder: Comisión, Consejo de Ministros, Tribunal de Justicia y Asamblea Parlamentaria.

Gran Bretaña no aceptó inicialmente unirse a la Europa de los seis: no estaba muy equivocado el por entonces presidente francés Charles de Gaulle, partidario de una Europa europea, al considerar a los británicos demasiado atlánticos y vinculados a los intereses americanos. Monnet deja en 1955 la presidencia de la CECA para promover el llamado Comité de Acción para los Estados Unidos de Europa (AA. VV., 1999: XVII, 77-80).

A partir de este momento podemos hablar de un proyecto comunitario con visos de prosperar en el futuro, como, en efecto, lo ha hecho. El embrión, pues, de la Unión Europea (UE) que conocemos actualmente se gestó en 1957 con la creación de la CEE.

  

          

           

Los jefes de Estado o de Gobierno de los veinticinco nuevos socios comunitarios posan en los jardines del Palacio Farmleigh de Dublín, en la primera foto de familia oficial de la nueva Unión Europea el mismo día de su ampliación a 25 miembros.

El centro de la primera fila lo ocupó, como establece el protocolo, el primer ministro irlandés y presidente de turno de la UE, Bertie Ahern, flanqueado por el máximo mandatario chipriota y por el presidente francés, Jacques Chirac. En la última fila, en el centro, el presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, que conversó durante el acto con su colega eslovaco, Mikulas Zurinda.

(Foto del diario SUR, edición del 1 de Mayo de 2004)

  

   

   

   

   

Alfonso Diestro Fernández (Don Benito, Badajoz, 1978). Diplomado en Maestro en Educación Primaria por la Universidad de Extremadura y licenciado en Pedagogía por la Universidad Pontificia de Salamanca. Becario del FPI, desarrolla su actividad investigadora en la línea de “La Dimensión Europea de la Educación”, sobre la que está actualmente elaborado su tesis doctoral en Ciencias de la Educación en la Universidad Pontificia de Salamanca.

   

   

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año IX. II Época. Número 68. Agosto-Octubre 2010. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2010 Alfonso Diestro Fernández. Edición en CD: Depósito Legal MA-265-2010. Disegro Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. © 2002-2010 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

   

   

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