odríamos
decir que
hay tantas
ideas de
Europa como
ciudadanos
europeos,
pero el
logro más
representativo
de la
sociedad
europea del
nuevo
milenio
sería
establecer
una idea
común e
inherente a
todos. En
este momento
crucial,
hemos de
exponer
aquellos
motivos que
justifican
la
existencia
de la idea
de Europa
mucho antes
de 1957. Así
podremos
asimilar
mejor el
proceso
constructivo
en el que
nos hallamos
inmersos.
Consideramos
que, para
poder
establecer
una idea
general del
concepto de
Europa
—tarea mucho
más compleja
que la que
aquí se
propone—,
hemos de
remontarnos
a sus
orígenes y
revisar su
historia.
Pero no a la
historia que
narran los
materiales
didácticos
que suelen
centrar su
atención en
las batallas
y las luchas
de poder
—evidentemente
con claros
tintes
nacionalistas—,
sino a la
historia de
la formación
de la
idea de
Europa,
el sueño
utópico de
unos pocos,
aunque con
matices muy
diferenciados,
finalmente
realizado
legal e
institucionalmente
por
necesidades
económicas
en 1957.
Mitología
y orígenes
Alcanzar la
comprensión
de la idea
de Europa
resulta un
objetivo
bastante
complejo,
incluso
podemos
asegurar
que, ante la
presentación
de las ideas
y datos que
a
continuación
vamos a
exponer, se
pueden
extraer
diferentes
conclusiones
de lo que
Europa puede
representar.
Las leyendas
mitológicas
cuentan que
Europa fue
el nombre
dado por
Fénix y
Perimeda a
una hija
suya, por
cuyo amor
Júpiter se
convirtió en
toro, y,
cargándola
sobre sus
espaldas, la
llevó a
través del
mar hasta
Creta, donde
ella le dio
tres hijos.
Más tarde,
Europa tuvo
como esposo
a Asterió,
hijo del rey
de Creta, el
cual educó a
sus hijos y
les cedió el
dominio de
la isla, en
la que
Europa
recibió los
honores de
diosa,
teniendo
incluso una
fiesta
propia.
Desde la
Antigüedad,
los artistas
del Viejo
Continente
han
utilizado
esta
representación
—la mujer a
lomos del
toro— como
icono para
representar
a Europa. Se
sabe de la
existencia
de un
relieve que
procede de
las ruinas
del templo
dórico de
Selinonte,
en Sicilia,
construido
el año 628
a. C. y
derruido
posteriormente
en 409-408
por los
cartagineses,
en el que
aparece
dicha
representación.
Herodoto
(485? - 425
a. C.)
utiliza el
término
Europa para
referirse a
las guerras
de Maratón,
Termópilas y
Salamina, en
las que unos
pocos
hombres de
la naciente
Grecia se
rebelaban y
vencían al
imperio
asiático
personificado
por los
persas. El
propio
Herodoto
sitúa Europa
en el límite
desde Grecia
hasta el
Norte de los
países del
Mediterráneo,
en
contraposición
con los
países
situados al
Este del
mismo mar,
los cuales
representarían
el mundo
oriental o
continente
asiático.
Posteriormente,
se
identifica
con el
límite de
Asia en el
mar de Azof
y el río
Don. Pero la
situación
geográfica
de Europa
varió mucho
en los
orígenes,
sobre todo
desde que
empiezan a
configurarse
los primeros
estados e
imperios
nacientes.
Durante el
Imperio
Romano,
Europa era
similar al
Imperium
Romanum,
de tal
manera que
la expansión
de uno
implicaba el
crecimiento
de la otra.
En el
periodo de
la
dominación
de
Carlomagno
(742-814),
se entendía
Europa como
el
territorio
perteneciente
al monarca,
quien fue
llamado
Rex Pater
Europae
por el Papa
León III en
el 799. A
partir de
este
momento, se
consideró
Europa al
espacio de
tierra
habitado por
los
cristianos.
Con ello,
varió el
contenido
espiritual
del
significado
de Europa,
sobre todo
porque, a
partir de la
época
carolingia,
los valores
cristianos
empiezan a
conjugarse
con la idea
de Europa
(Schneider,
1963:
11-13).
Europa se
llega a
confundir
con la
cristiandad
latina.
Europa
como
respuesta a
las
invasiones
orientales
|
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Conde de Saint-Simon (1760-1825). |
|
|
Los terrenos
francos de
Carlomagno
se
configuran
en el s. IX
como un
imperio —el
Imperio
Cristiano-europeo—
ante la
necesidad de
respuesta
antagónica
al Imperio
Bizantino de
Oriente.
Europa se
hace Europa
ante las
invasiones
de los
orientales y
africanos.
Los hunos
primero, con
Atila al
frente,
irrumpiendo
desde Asia a
mediados del
s. V, y los
árabes
después,
liderados
por
Abd al-Rahmán,
entrando por
África hasta
Poitiers a
comienzos
del s. VIII,
intentan
derrocar el
poder del
Imperio
Europeo-cristiano,
pero la
derrota de
ambos
conatos en
sendas
batallas
pone de
manifiesto
la
supremacía y
vitalidad
del nuevo
Imperio,
ayudando así
a la
consolidación
del sentido
de la idea
de Europa.
Pero éstos
no serán los
únicos
intentos de
inclusión
oriental en
territorio
europeo.
Posteriormente,
será Mohamed
II, al
frente de
los turcos
otomanos,
quien
protagonice
un nuevo
intento de
abatir
Europa.
Constantinopla,
capital y
último
bastión del
Imperio
Bizantino,
cae en 1453,
pero los
ataques
turcos
contra
Occidente
continuarán
sucediéndose
hasta el s.
XVII, cuando
son
derrotados
por el
ejército
polaco-alemán
del rey Juan
II Sobieski,
el duque
Carlos von
Lothringen
en Viena y
el príncipe
Eugenio en
las batallas
de Zenta y
de Belgrado
a finales
del s. XVII
(AA. VV.,
1997: 7).
La idea de
Europa salió
reforzada de
las luchas
producidas
en las
Cruzadas
(ss. XI-XIII),
las cuales
han sido
consideradas
por
diferentes
autores a lo
largo de la
historia
como «la
más vigorosa
manifestación
de
solidaridad
europea».
Aunque este
hecho es muy
discutible
en cuanto a
las razones
solidarias,
las Cruzadas
pretendían
liberar del
yugo
asiático los
Santos
Lugares y la
zona
mediterránea.
Los
principales
estados del
continente
europeo se
aliaron en
la defensa
de los
valores
cristianos
—europeos—,
reafirmándose
así en la
personalidad
europea
frente a las
pretensiones
y amenazas
bárbaras de
los pueblos
orientales.
En este
contexto,
Pierre
Dubois,
jurista real
de Felipe el
Hermoso, rey
de Francia,
escribe en
1303 la obra
De
recuperatione
Terrae
Sanctae,
en la cual
propone la
institución
de una liga
europea bajo
la
presidencia
del soberano
más poderoso
de Europa,
con el fin
de asegurar
una paz
duradera en
el seno de
la
cristiandad
y reunir las
fuerzas
armadas para
la
reconquista
de las
Tierra Santa
y el
Mediterráneo.
Dubois ve en
Europa una
federación y
pide para
ella un
concilio de
príncipes y
un tribunal
de
arbitraje.
En una línea
similar
aparece una
serie de
autores,
intelectuales,
pensadores,
etc. que
intentaron
mantener
vivo el
espíritu de
la idea de
Europa,
aunque con
diferentes
propuestas.
Así, Dante (De
Monarchia,
1303)
defiende una
soberanía
universal a
manos del
emperador
grecorromano.
Erasmo de
Rotterdam
(1467-1536)
defiende la
paz como
valor de la
Europa
unida. En la
misma línea
de
pensamiento
se sitúa
Leibnitz,
William Penn,
J. Bellers,
Juan Luis
Vives —en
forma de
comunidad de
defensa— y
el abate
Saint-Pierre.
El proyecto
de este
último es
digno de
mencionar,
ya que
propone un
carácter
federalista
—liga de
naciones—,
basado en la
idea de que
a la guerra
le seguirán
nuevas
guerras en
tanto que
Europa no
sea una
comunidad de
derecho
amparada por
una
organización
internacional
que vele por
asegurar
permanentemente
el
cumplimiento
de las leyes
entre las
diferentes
naciones
europeas que
participan
de una
cierta
comunidad
cultural e
ideológica.
Estas ideas
llamaron la
atención de
personajes
tan
relevantes
como
Rousseau,
Kant,
Montesquieu,
Leibniz y
d´Alembert
(Rodríguez
Carrajo,
1997:
16-18).
«Si los
profesores
reconocieran
que estando
Europa en
peligro, las
mismas
fuerzas que,
separadas,
no habrían
podido
ofrecer una
respuesta
eficaz,
unidas, en
cambio,
aplastaron
el enemigo…
se sentirían
inclinados a
inculcar en
la enseñanza
de la
historia
occidental,
la absoluta
necesidad de
la unión de
los pueblos
europeos
ante la
actual
amenaza de
Europa
procedente
de Oriente»
(Schneider,
1963: 14).
Intentos
contemporáneos
unionistas
|
|
|
|
Giuseppe Mazzini (1805-1872). |
|
|
|
La
Revolución
Francesa
(1789) va a
provocar un
cambio
brusco en
las
sociedades
europeas. Se
produce un
cambio de
régimen
estamental
que deriva
en el
desarrollo
de una
alternativa
política,
económica y
social,
basada en la
libertad, la
igualdad, la
defensa de
la
propiedad,
la seguridad
personal y
la ley como
expresión de
la voluntad
general y la
regulación
de los
derechos y
deberes de
los
ciudadanos
de cada
Estado.
Paradójicamente,
Napoleón
Bonaparte
(1769-1821)
realiza el
primer
intento
contemporáneo
de
agrupación
europea.
Nombrándose
emperador
—recurriendo
a la
tradición
romana—,
Napoleón
intenta
conquistar
las tierras
del Viejo
Continente y
erigirse
como el
soberano de
los
territorios
europeos,
tarea en la
cual
fracasa,
como es bien
sabido.
Poco
después, en
1814, se
establece la
Liga de la
Santa
Alianza,
surgida del
Congreso de
Paz
celebrado en
Viena tras
la primera
abdicación
de Napoleón,
presidida
por
Metternich e
inspirada
por el zar
Alejandro I,
el emperador
Francisco I
y el rey
Federico
Guillermo
III. La
Santa
Alianza
tenía como
principales
fundamentos
conseguir
una Europa
unida, con
un gobierno
basado en
los
principios
religiosos
del
cristianismo,
contrario a
las guerras
y a las
revoluciones:
«Había de
garantizar
la
comprensión
y la paz
entre los
pueblos y
conseguir
que todo en
Europa fuese
un edificio
de
estabilidad,
de santa
legitimidad
y de un
gobierno de
estado y de
estados
basados en
los
principios
cristianos»
(Schneider,
1963: 18).
Pero los
emperadores
de la Santa
Alianza «se
reparten
Europa sin
el menor
respeto por
las
aspiraciones
de los
pueblos» (AA.
VV., 1997,
7).
En ese mismo
año de 1814,
el Conde de
Saint-Simon
escribe
De la
réorganisation
de la
societé
europeenne
ou de la
necessité de
rassembler
las peuples
d´Europe en
un seule
corps,
en el que se
muestra
partidario
de una
economía
europea
planificada,
la supresión
de las
fronteras,
el mercado
común, la
política
exterior y
el sueño de
una idea,
los
Estados
Unidos de
Europa
(Rodríguez
Carrajo,
1997: 18).
Dos décadas
después se
produce un
nuevo
intento de
organización
paneuropea
con el
nacimiento
de la
Joven Europa
fundada en
1834 por el
revolucionario
Giuseppe
Mazzini.
Persigue la
reorganización
de una única
Europa sobre
una base
democrática
y nacional,
conjugando
la reunión
de todos los
movimientos
revolucionarios
presentes en
Europa. La
idea de
Mazzini se
viene abajo
en 1848. Las
revoluciones
industriales,
el despertar
de los
nacionalismos
y las
guerras
entre
algunos
estados
europeos,
como la
guerra
franco-alemana
(1870-1871),
impidieron
nuevos
intentos y
realizaciones
coherentes
de unión de
los estados
europeos
durante el
s. XIX.
Después de
las
victorias
alemanas
sobre
Austria y
Francia, el
Congreso de
Berlín, de
donde surgió
el Tratado
de Berlín
(1878),
reconoce la
independencia
de Rumanía,
Serbia y
Montenegro,
Macedonia,
Bulgaria y
Rumelia,
imponiendo
los
criterios
del
canciller
alemán Otto
von Bismark
en toda
Centroeuropa.
Éste es el
principio de
la confusión
Balcánica y
del cisma
posterior
que en este
territorio
se va a
avecinar.
Ello
representa
el proceso
nacionalista
de los
países
pertenecientes
a la órbita
europea.
El
desarrollo
de los
nacionalismos,
la expansión
colonial,
los
movimientos
políticos y
religiosos,
las disputas
por la
supremacía
industrial y
colonial y
la
competencia
internacional
por la
supremacía
estuvieron a
punto de
concluir con
una guerra
al final del
s. XIX, pero
los sistemas
de alianzas
entre las
principales
potencias
europeas
(Inglaterra,
Rusia,
Alemania,
Austria-Hungría,
Francia e
Italia)
evitaron el
temible
conflicto,
aunque sólo
temporalmente.
El intento
de
unificación
europea fue
aletargado
por una
calma
prebélica
basada en
los sistemas
de alianzas
entre las
potencias,
aunque nunca
tuvieron el
ideal
europeo de
fondo. Las
relaciones
entre las
potencias
europeas se
centraban en
acuerdos
bilaterales
—algunos de
ellos
secretos
como el
pacto de
política de
amistad
firmado por
Italia y
Francia, en
el que
Italia, a
pesar de la
Triple
Alianza,
promete
neutralidad
ilimitada en
caso de
guerra
franco-alemana—,
acuerdos
triangulares
de defensa
mutua en
caso de
ataque de
otro estado
como fue la
creación de
la Santa
Alianza
—Alemania,
Austria e
Italia—, o
compromisos
como el
Tratado del
Mediterráneo
(1887 a
1896) —un
acuerdo
colonial en
el que
Inglaterra e
Italia se
comprometen
a sostener
recíprocamente
sus
políticas
respectivas
en Egipto y
Libia contra
Francia—.
«Habiéndose
empezado por
tratar de
humanizar la
guerra,
pronto
debería
manifestarse
necesariamente
una
corriente de
opinión para
suprimirla
enteramente.
Dejamos por
demasiado
remotos los
esfuerzos
que
realizaron
pensadores
aislados
durante la
Edad Media,
para
convertir
las armas en
arados, pero
no podemos
dejar de
mencionar el
libro
Proyecto
sobre la paz
universal
del gran
filósofo
alemán Kant,
publicado en
1785… El
primer grito
de guerra a
la guerra
fue el libro
de la
baronesa
austriaca
Bertha von
Suttner
titulado
¡Abajo las
armas!
Aparecido en
1889…
Durante los
diez años
que
siguieron al
de su
publicación
se formaron
varios
grupos para
intensificar
la campaña
contra la
guerra y se
adhirieron a
la cruzada
escritores
como V.
Hugo,
Tolstói, Björnson,
Stringberg,
Renan,
Sécrétan y
otros». (AA.
VV., 1999:
XVI,
145-146).
Paneuropa,
un
movimiento
en respuesta
al primer
gran
desastre
mundial
Esta escena
del
internacionalismo
estratégico
europeo tuvo
inevitablemente
el
desencadenante
de la
devastadora
I Gran
Guerra y de
la
Revolución
Rusa. Este
periodo de
conflicto y
confusión
internacional
concluye con
el Tratado
de Versalles
(enero de
1919), donde
se consolida
el triunfo
de las
nacionalidades
a la vez que
se hace
patente el
soterramiento
de la idea
de Europa,
que ha
perecido
sumida en un
mar de
sangre,
dolor,
muerte y
destrucción.
La I Guerra
Mundial hizo
ver a la
humanidad
que debía
evitarse en
el futuro la
repetición
de otro
capítulo tan
nefasto para
la historia
como lo fue
aquél. Por
ello se creó
la Sociedad
de Naciones
con la
finalidad de
reunir bajo
su amparo a
todos los
gobiernos de
la tierra.
Pero la
idea, a
pesar de
noble,
fracaso por
la renuncia
de Estados
Unidos a
pertenecer a
ésta para
evitar el
peligro de
verse
envuelto en
los
conflictos
internos
europeos.
|
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|
Conde de Richard Coudenhove-Kalergi (1894-1972). |
|
|
La Sociedad
de Naciones
provocó que
la idea de
Europa
quedase en
un segundo
plano en
aras de un
ideal mucho
mayor. No
obstante,
surgieron
voces que
creían en la
dualidad de
ambos
ideales,
siendo
Richard
Coudenhove-Kalergi
el principal
defensor de
la idea de
una Europa
unida
reuniendo
las
veintiséis
democracias
existentes
en el Viejo
Continente
en la soñada
Paneuropa.
Para
Coudenhove-Kalergi,
Paneuropa
representaba
una
federación
de las
democracias
europeas
unidas como
una vía
única para
conservar la
paz y la
autonomía
frente al
creciente
poder de las
potencias
mundiales no
europeas:
«Una Europa
dividida
conduce a la
guerra, a la
opresión, a
la miseria;
una Europa
unida, a la
paz y a la
prosperidad».
El empeño
casi utópico
de
Coudenhove
le lleva en
1923 a la
publicación
de su gran
obra
Paneuropa,
dedicado a
la juventud
europea
(Coudenhove-Kalergi,
2002).
En el seno
de la
Sociedad de
Naciones no
se vio con
buenos ojos
la idea de
Paneuropa,
pero pronto
recibió el
respaldo de
importantes
pensadores y
estadistas.
El más
representativo
de ellos fue
Winston
Churchill,
quien en
1925 admitió
la
posibilidad
de ambas
organizaciones.
El proyecto
cobró mucha
más fuerza
cuando los
Estados
Unidos de
América
apoyaron la
idea de
Coudenhove.
El sueño
impetuoso de
Coudenhove
se hace
realidad en
octubre de
1926 en
Viena, donde
se celebra
el Primer
Congreso
Paneuropeo,
con la
asistencia
de más de
dos mil
delegados de
veinticuatro
países. Allí
se aclama y
nombra a
Coudenhove
presidente
del Consejo
Central,
quien, el
año
siguiente,
gana para el
proyecto al
ministro
francés del
Exterior,
Aristide
Brian, el
estadista
más popular
de la Europa
de la época.
Estos hechos
producen el
renacimiento
de la idea
de Europa,
de la unión
de estados
europeos.
Pero este
renacimiento
nació herido
de muerte. A
pesar de la
buena
acogida
general al
movimiento
paneuropeo y
de los
esfuerzos
por su
desarrollo,
cae en vía
muerta a
finales de
la década de
los años 20.
«Mas todas
las
esperanzas
puestas en
la ayuda que
los círculos
económicos
prestarían a
Paneuropa se
vieron rotas
por la
irrupción de
la crisis
económica
internacional
ocasionada
por el
viernes
negro de la
bolsa
neoyorquina,
que indujo a
las naciones
a pensar en
la salvación
de su propia
economía y
no en una
unión
económica
europea»
(Schneider,
1963: 27).
El despegue del Proyecto Europeo
El estallido de la II Guerra Mundial y la formación de dos bloques antagonistas, principalmente por países europeos, unido al hecho de que el conflicto se desarrolla —en gran parte— en el Viejo Continente, representan, lamentablemente, una seria contrariedad para la viabilidad de poner en práctica la idea de Europa.
«La conmoción que en el mundo supuso esta guerra y los estragos que ella causó, hicieron reflexionar a las naciones sobre la posibilidad de que de la guerra saliera un mundo más unido bajo la dirección de las cuatro grandes potencias: Norteamérica, Rusia, Inglaterra y China. Para la constitución de este fin se constituyó la ONU (Organización mundial de las Naciones Unidas) en 1945. Ello hizo que se retrasara el movimiento europeísta. Pronto los Estados Unidos de América se percataron de que Rusia era su enemiga y no su colaboradora, tanto en Europa como en Asia. De ahí que Truman, presidente de los Estados Unidos desde 1945, comenzase a ver como positiva la unión de los pueblos de Europa» (Rodríguez Carrajo, 1997: 19-20).
En 1945, en la Conferencia de Yalta, donde se reúnen Winston Churchill, Franklin D. Roosevelt y Iosif Stalin, se adopta la Declaración de la Europa liberada, aunque con la división de Alemania y el establecimiento de regímenes satélites de la órbita comunista rusa en el centro de
Europa. Aunque ello provocará en un futuro muy cercano el establecimiento del Telón de Acero y el origen de la Guerra Fría entre Estados Unidos y Rusia en busca de la supremacía mundial, de esta conferencia salió también el acuerdo entre los tres líderes mundiales para el establecimiento de las bases de un estatuto que cobró vigencia en la Conferencia Fundacional de la ONU en San Francisco —de abril a junio de 1945—, que fue rubricada con la Carta de las Naciones Unidas. En ella se declaraba:
«Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas, resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha inflingido a la humanidad sufrimientos indecibles; a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de los derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas; a crear condiciones bajo las cuales puedan mantenerse la justicia el respeto a las obligaciones emanadas de los tratados y de otras fuentes del Derecho Internacional; a promover el progreso social y elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de libertad. Y con tales finalidades: a practicar la tolerancia y convivir en paz como buenos vecinos; a unir nuestras fuerzas para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales … y a emplear un mecanismo internacional para promover el progreso económico y social de todos los pueblos, hemos decidido aunar nuestros esfuerzos para realizar estos designios. Por tanto, nuestros respectivos gobiernos, por medio de representantes reunidos en la ciudad de San Francisco, que han exhibido sus plenos poderes, encontrados en buena y debida forma, han convenido en la presente Carta de las Naciones Unidas, y, por este acto, establecen una organización internacional que se denominará Naciones Unidas» (AA. VV., 1999: XVII, 55-59).
Al igual que sucediera con la Sociedad de Naciones, en el seno de la opinión pública subyacían muchas dudas en cuanto a la compatibilidad de la ONU con la idea de la Europa —como unión de países—, la cual había sido salvaguardada en el periodo de entreguerras por algunos pensadores, políticos e intelectuales afines al europeísmo. Pero el ingenio político de los principales mandatarios mundiales —sobre todo de los occidentales— hicieron posible la compatibilidad de ambas ideas.
«En el artículo 52 del pacto de las Naciones Unidas… se manifestó expresamente que nada en este pacto sería contrario a los convenios e instituciones regionales que servían al sostenimiento de la paz y la seguridad» (Schneider, 1963: 32).
El movimiento paneuropeo de Coudenhove-Kalergi y de los pensadores que creían en ello, encontraba en este momento un aliado inesperado, Estados Unidos de América, que, por medio del presidente Harry S. Truman, expresó su apoyo manifiesto a los futuros Estados Unidos de Europa, evidenciándose así de manera fehaciente el temor del coloso americano a que las dificultades económicas de los países europeos, económicamente devastados por la guerra, propiciasen un avance de la órbita comunista sobre ellos. La movilización ideológica y propagandística a favor del desarrollo y la reconstrucción de Europa se hizo patente. Teniendo a los norteamericanos como principal valedor de la idea de una Europa unida, pronto se emprendió la marcha en la reconstrucción estructural, económica y política.
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Winston Churchill (1874-1965). |
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El impulso dado por Truman y Churchill a Paneuropa tuvieron su fruto en julio de 1946, cuando en Gestad se rubrica la fundación de la Unión Parlamentaire Européenne, y en 1947, con la celebración del primer Parlamento Europeo, «en la que se pidió la pronta fundación de los Estados Unidos de Europa y la convocatoria de una permanente para la elaboración de una constitución federal europea» (Schneider, 1963: 33). Muy importante fue el impulso económico dado por el secretario de Estado norteamericano George C. Marshall, quien en este mismo año impulsaba un plan de ayuda económica a los países europeos —17.000 millones de dólares—, el Foreing Assistance Act, más conocido como Plan Marshall. Dicho Plan tenía como finalidad «ser el restablecimiento de una economía mundial sana, de manera que permita la vuelta a las condiciones políticas y sociales en las cuales puedan existir instituciones libres» (AA. VV., 1999: XVII, 57-58).
El desarrollo de la idea de la Europa unida había alcanzado su mayor auge, llegando a ser una realidad política, renaciendo con ello el espíritu de los europeístas que habían estado aletargados en el periodo de entreguerras. En el Congreso de La Haya de 1948 se reunieron muchos de estos defensores del europeísmo, los cuales hicieron patente la necesidad de la unión política y económica de los estados europeos. Pero, frente a esta necesidad, se planteó un serio problema: el de las soberanías nacionales. La situación produjo una ruptura ideológica en el seno europeo. Surgieron entonces dos tendencias en cuanto a la idea de lo que debía representar la cooperación europea. Por un lado estaban los que entendían que la integración europea debía realizarse paulatinamente y que la cooperación interestatal debía basarse en organismos internacionales desprovistos de una acción coactiva respecto de los estados miembros, defendiendo las soberanías nacionales. Esta postura era defendida por los países escandinavos y británicos. Se les considera funcionalistas. De otro lado estaban los que defendían que el proyecto europeo debía culminarse en una federación de estados —supranacional— en la que los miembros cediesen parte de sus competencias nacionales a favor de la Federación. Defendían la idea de que había que llevar a cabo la integración rápidamente a través de disposiciones institucionales especiales —como el Consejo de Europa—. Son los denominados institucionalistas (Rodríguez Carrajo, 1996, 20-22).
En la Conferencia de Ministros de Londres de 1949 se tomó la decisión de que la Europa Unida debía ser una confederación de estados compuesta y representada por el Consejo de Europa, que estaría constituido por representantes gubernamentales y cuya finalidad sería la de llevar a cabo una más estrecha unión entre sus miembros, a fin de salvaguardar y fomentar los ideales, principios que son su herencia común, y favorecer el progreso económico y social. El Consejo de Europa comprendería a su vez el Comité de Ministros y la Asamblea Consultiva —órgano parlamentario—.
Aunque poco tiempo duró el apogeo del desarrollo europeo, pues pronto se pudo vislumbrar que el Consejo de Europa carecía de auténtica autoridad ya que el poder de decisión residía en el Consejo de Ministros, dónde sólo se podía decidir por unanimidad. Los estados integrantes fueron Francia, Gran Bretaña, Bélgica, Holanda y Luxemburgo, incluyéndose después Dinamarca, Irlanda, Italia, Noruega y Suecia; en 1951 lo haría Alemania y en 1956, Austria.
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Konrad Adenauer (1876-1967). |
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El movimiento europeo se había enfriado; parecía, incluso, decadente, pero todo este desarrollo político, económico, estructural, incluso ideológico y espiritual del europeísmo no podía desaparecer de nuevo, como tantas veces ha sucedido en la historia aquí comentada sucintamente. El freno de los nacionalismos y la falta de convicción de británicos y escandinavos serán superados por una serie de políticos convencidos de la construcción europea. Henri Spaak mencionaba en 1953 unas palabras que deben representar el espíritu de lucha y convicción en la construcción formal y material de la idea de Europa:
«Hemos intentado aquí hacer posible la realización de una de las mayores evoluciones históricas, una nueva ordenación de nuestro continente. Hemos de proseguir el combate por Europa hasta un final victorioso, hasta que existan los Estados Unidos de Europa, la indisoluble unidad de nuestra patria en este continente» (Schneider, 1963, 42).
Los Padres de Europa
Las ideas defendidas por Spaak tuvieron un amplio eco y fueron sustentadas por una serie de políticos relevantes de la escena europea. El más representativo es Jean Monnet —artífice del Plan de Desarrollo francés que, junto al Plan Marshall, contribuyó al despegue económico de Francia—, al cual se le considera el Padre de la construcción europea junto con Robert Schuman, Konrad Adenauer y Aleide de Gasperi.
Monnet y Schuman —ambos ministros franceses— plantearon la construcción de Europa paso a paso, piedra a piedra, con realizaciones limitadas pero concretas —por etapas— que favoreciesen el establecimiento de un progresivo clima de solidaridad y respeto entre países. Gracias a las ideas de ambos y a la cooperación de Adenauer y De Gasperi, se establecen las firmas del Tratado de París (1951), por el que se constituye la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero) —de la cual Monnet será su primer presidente—, del Tratado de Roma (1957), por el que se constituye el EURATOM (Comunidad Europea de la Energía Atómica) y de la CEE (Comunidad Económica Europea) a cargo de los seis países firmantes —RFA, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, Francia e Italia—, por el que se introduce un nuevo sistema institucional de división del poder: Comisión, Consejo de Ministros, Tribunal de Justicia y Asamblea Parlamentaria.
Gran Bretaña no aceptó inicialmente unirse a la Europa de los seis: no estaba muy equivocado el por entonces presidente francés Charles de Gaulle, partidario de una Europa europea, al considerar a los británicos demasiado atlánticos y vinculados a los intereses americanos. Monnet deja en 1955 la presidencia de la CECA para promover el llamado Comité de Acción para los Estados Unidos de Europa (AA. VV., 1999: XVII, 77-80).
A partir de este momento podemos hablar de un proyecto comunitario con visos de prosperar en el futuro, como, en efecto, lo ha hecho. El embrión, pues, de la Unión Europea (UE) que conocemos actualmente se gestó en 1957 con la creación de la CEE.
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Los jefes de Estado o de Gobierno de los veinticinco nuevos socios comunitarios posan en los jardines del Palacio Farmleigh de Dublín, en la primera foto de familia oficial de la nueva Unión Europea el mismo día de su ampliación a 25 miembros.
El centro de la primera fila lo ocupó, como establece el protocolo, el primer ministro irlandés y presidente de turno de la UE, Bertie Ahern, flanqueado por el máximo mandatario chipriota y por el presidente francés, Jacques Chirac. En la última fila, en el centro, el presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, que conversó durante el acto con su colega eslovaco, Mikulas Zurinda.
(Foto del diario SUR, edición del 1 de Mayo de 2004) |