ebería ser
ya una
realidad
que, tras
casi dos
siglos de
estudios de
todo tipo
sobre la
biografía de
Cristóbal
Colón, el
tema relacionado
con este
personaje debería
estar ya
completamente
resuelto,
agotado, y,
sin embargo,
no es así.
Todavía
siguen
apareciendo
trabajos
que, en
líneas
generales,
se apartan
de la
biografía
«oficial»,
ofreciendo nuevas vías alternativas.
Y no es que
el tema
colombino
«apasione»,
como
normalmente
opinan los
colombinistas,
sino que
con este controvertido dómine ocurre algo
semejante a
lo que
sucede con
la Orden del
Temple: la
falta de
documentación
sobre
elementos
esenciales
de la
biografía
del uno y de
las
actividades
o la
organización
interna de
la otra es
notoria y
palpable,
con el
añadido
colombino de
que la
familia
Colón fue
una contumaz y prolija falsificadora
de documentos, y de que una gran
mayoría de
los
testimonios
escritos que
han llegado
hasta
nosotros son
copias de
unos
originales
que se extraviaron hace ya tiempo y no aparecen en
los archivos
donde se
supone que
deberían
estar
custodiados.
Si a todas estas circunstancias añadimos los
indicios
reales de
que las
tierras
americanas
pudiesen ser
ya conocidas
en algunos
círculos de
la
Cristiandad,
indicios que
van desde
las
menciones de
los autores
clásicos
griegos y
latinos
hasta la
famosa carta
de Piris
Reis, así
como la
teoría de un
descubrimiento
previo al
colombino,
teoría que
nació prácticamente en el mismo
instante en que
retornaron
los nautas
del Primer
Viaje, y que
el profesor
Manzano ha
desarrollado
muy
hábilmente,
nos
encontramos
con un
terreno
abonado para
motivar a
muchos al
estudio del
personaje y
la
documentación
que le rodea, y, desde luego, a proponer
su propia
alternativa
biográfica.
Supuestos a priori de la obra
Los indicios más relevantes referentes al conocimiento de las
tierras
allende la
Mar Océana
que, desde
muy antiguo,
han suscitado sospechas en
todo tipo de
investigadores
han sido,
por un lado,
la expansión
económica
europea del
siglo XIII,
que queda
asociada a
la Orden del
Temple, y,
por otro, la
extraña
desaparición
del grueso
de la flota
de esa Orden
tras el
encarcelamiento
de los
caballeros
en 1307 y la
posterior
orden de disolución
de la misma en el
concilio de
Vienne (Francia). Y
quizás se
hubiese
especulado
aún más si
alguien
anterior a
mí se
hubiese
percatado de
que el
último día
de existencia
de la Orden
como tal,
quiero decir
el día
previo a la
detención y encarcelamiento de
los
caballeros
templarios,
fue un 12 de
octubre,
exactamente
los mismos día y mes en que
Colón fija
su toma de
posesión, en
nombre de
los Reyes
Católicos,
de la
primera
tierra
americana de
que tenemos
constancia
escrita:
Guanahaní.
Pero Colón y la carta templaria, el libro en que yo transcribo esta y otras tesis relacionadas con tan sugestivo tema, no es, como pudiera pensarse, un
ensayo basado
en simples conjeturas,
sino un
estudio
riguroso y
científico
de las
matemáticas
implicadas
en la
navegación
antigua y
medieval, y
el
desarrollo
cartográfico
que se fue
generando en
cada momento
de la
Historia
según
avanzaban
los
conocimientos
matemáticos
de las
distintas
civilizaciones,
griegas,
romanas,
islámicas.
Así, el
estudio
comienza en
el siglo II
a. C. y
finaliza en
la carta de
navegación
que los
portugueses
poseían y
que se
plasmó en el Tratado
de
Tordesillas, carta que el
rey
portugués
Juan II
había
recibido de
su pariente
don Enrique
el
Navegante,
gran maestre
de los
Caballeros
de la Orden
de Cristo,
descendiente
directa de
la Orden del
Temple en
Portugal.
Por tanto, lo primero es partir de una teoría
matemática
perfectamente
sólida y
consolidada
que permita
explicar
cómo desde
el siglo II a. C. determinados
navegantes
podían
cruzar el
Atlántico y
situar su
posición en
una carta de
navegación,
utilizando
simplemente
la regla y
el compás,
aun
desconociendo
los
principios
matemáticos
en los
cuales
estaba
basado el
método que
utilizaban,
pero sin
necesitar en
absoluto la
brújula para
determinar
su posición
en lo que
hoy
conocemos
como
«longitud» y
«latitud».
La segunda parte consiste en contrastar los
parámetros
de esa
teoría con
los datos
que Colón
ofrece en
sus escritos,
tanto de las
navegaciones
como los
geográficos y cartográficos,
que sistemáticamente
han sido
despreciados
por los
historiadores,
y contrastar que los unos encajan en los otros
perfectamente.
Así, cuando
Colón
escribe en
la
introducción
de su
Diario
que va a
utilizar la
«longitud
del
occidente»
y la «latitud del
equinoccial» como valores
para
representar
un mapa,
comprender
exactamente
lo que
significan
estos datos, a fin de no
confundirlos
con los
actuales de
«longitud» y
«latitud»,
como se ha
venido
haciendo
hasta ahora.
Tras varias verificaciones de los valores
mostrados en
los escritos
del
almirante,
se llega a
la
conclusión
de que Colón
era una de
esas
personas que
conocían
perfectamente
el método
matemático
de
navegación
que arranca
en el siglo
II a. C.,
aunque
desconocía
algunos de
sus
fundamentos,
lo cual le
obligaba a
partir
siempre de la isla canaria La Gomera en
sus viajes,
y, por
supuesto, se
demuestra
fehacientemente
que el valor
de la milla
que
utilizaron
las naves de
la flotilla
castellana
en su primer viaje
fue el mismo que
utilizaban
los
marineros
andaluces de
la época y
no cualquier
otro que «él se inventa» para que las
naves
lleguen a un
punto
elegido de
antemano,
como se ha afirmado por distintos estudiosos colombinistas.
Resta todavía por verificar lo que anuncié en
mi libro
La ruta T y
D,
publicado en
1999 por el
Gobierno de
Canarias:
Colón tenía
una copia
del Atlas
de Abraham y
Yahuda
Cresques, de
1375, cuyo
original se
conserva en
la
Biblioteca
Nacional de
Francia. Queda, pues, por mostrar la
forma como
dicha copia
llegó a
manos de
Colón, ya
que, por
comparación
de las
distintas
zonas
cartográficas
que tiene el
Atlas y de
las noticias
que tenemos
sobre cartas
musulmanas,
se ve que
existe una
zona del
mapa
diseñada
especialmente
para naves
que parten
del puerto
de La
Rochelle.
Los judíos
mallorquines
nos enseñan
cómo fue la
cartografía
que utilizó
la Orden del
Temple para
planificar y
seguir la
posición de
los
distintos
grupos de
naves que
integraban
su flota, y
confirman lo
que quedó
expuesto por
mí en el
Cáp. XXI de
Codex
Templi,
que el
Temple tuvo
una
encomienda
en Nicaragua, la cual desapareció
a causa de una erupción
volcánica o de un terremoto,
que cerró el
paso entre
el lago
Nicaragua y
el Pacífico.
Cuando todos
los pasos
anteriores
están
resueltos,
se pueden ir
realizando
las comprobaciones históricas pertinentes,
desde que
desaparece
la Orden del
Temple hasta
que comienza
la conquista
de las Canarias, y luego hasta la
firma del
Tratado de
Tordesillas,
pasando
posteriormente
a analizar
los
documentos
de la
biografía
colombina, para
determinar así cuál pudo
ser la
realidad de
lo que se
conoce con
el nombre de
«descubrimiento»
a la luz de
toda la
información
puesta de
manifiesto
por el
trabajo
anterior.
Dificultades en la investigación descubridora
colombina
Todo lo escrito anteriormente forma el trabajo
sobre el que
se asienta
Colón y
la carta
templaria,
aunque,
lógicamente,
no fue
realizado en
ese orden. Y
no lo fue
porque,
cuando se
comienza una
investigación,
rara vez se
puede
precisar
cuál va a
ser el
resultado
final de la
misma: se
va avanzando
a través de
ella
completamente
a ciegas, y,
a lo largo
del
desarrollo,
se cree que
se han
encontrado
elementos
nuevos que,
posteriormente,
resultan ser
equívocos o presentan un significado
distinto del
que al
principio
les fue
atribuido.
Por ejemplo,
uno de los
puntos que
jamás acepté
sobre la
biografía
colombina
apunta al hecho que afirma que los Reyes Católicos rechazaron
las
condiciones de Colón para el equipamiento del primer
viaje, razón por la cual el
navegante
rompió las
negociaciones
y marchó de
Santa Fe
dispuesto a
irse a
Francia a
negociar en
aquel reino,
pero los
Católicos, después de reconsideras las condiciones, dieron
marcha atrás
y acabaron
aceptando
todas sus
peticiones.
Esa historia siempre me pareció falsa, y, sin
embargo,
existe en
ella una
gran parte
de verdad.
Colón
negoció, en
efecto, con
el Rey Católico en la tienda real del campamento de Santa Fe,
de ahí que
las llamadas
«Capitulaciones
de Santa Fe»
se
encuentren
en los
archivos de
la Corona de
Aragón y no
en Simancas,
y que se
aclare el
tipo de
almirantazgo
que deseaba
ostentar
Colón.
Precisamente
por eso, el
rey Fernando
no pudo
aceptar lo
que solicita
el navegante. Es
entonces
cuando,
gracias a la
mediación de
Luis de
Santángel,
la reina
Isabel, de
modo privado
(no como
reina de
Castilla),
le ofrece la
financiación
de la
empresa. En
la historia
trasmitida
hay una
exageración,
pero no es
tan
desafecta a
la realidad
como yo
suponía en
un
principio,
si bien he
de reconocer
que, a lo
largo de
toda la
investigación,
jamás llegué a considerarla como cierta
hasta última
hora, cuando
quise
estudiar las
implicaciones
del
documento de
las citadas «Capitulaciones».
Ahí tuve que
cambiar de
opinión.
Mi obra y el problema editorial
Pero si el
«trabajo de
campo» no
fue
desarrollado
en la forma
que expuse,
Colón y
la carta
templaria
tampoco
sigue la
misma pauta.
En primer
lugar, por
un problema
de
«espacio»,
el editor me
encarga el
libro con un
determinado
número de
páginas, y,
en esas
páginas
contratadas,
no se puede
condensar
todo el
volumen de
información
que ha
supuesto mi
labor
investigadora.
En segundo
lugar, por
razones
obvias, no se
puede
escribir una
obra de
divulgación
para «el
gran
público»,
siguiendo
las pautas
de un
trabajo
académico:
la pesadez y
la monotonía
harían que
se
abandonase
su lectura
no más allá
de la quinta
página, y no
cabe la
menor duda
de que lo
que se ha
escrito es
un libro
para
especialistas
o para gente
muy
interesada
en estos
temas, como
es el caso
del capítulo
XXI de
Codex Templi
ya
mencionado.
El libro, una narración de relatos náuticos y
autobiográficos
Colón y la
carta
templaria
no se ha planteado, pues, como un libro de
historia, ni
de ensayo
histórico,
sino como
una
narración de
distintos
relatos
engarzados
por el hecho
común de la
biografía
colombina y
del primer
viaje que
llevó a cabo
el navegante,
narraciones
que,
aparentemente,
no tienen
una
secuencia
cronológica
pero sí un
mismo hilo
conductor,
de tal forma
que la
diversidad
de
situaciones
y momentos
históricos
que se
encadenan a
lo largo del
texto tratan
de dar
amenidad y
variedad a
su lectura,
intentando
huir de la
monotonía y
el tedio, y
procurando,
al mismo
tiempo,
dejar al
lector con
la incógnita
permanente
de cómo y
con qué va a
continuar la
narración.
Se salpica el texto de anécdotas personales del
autor
(siempre se
dice que
cualquier
relato es
una forma de
autobiografía); sobre todo, las que
hacen
referencia a
su niñez en
Huelva o a
su estancia
en Sanlúcar
de
Barrameda,
cinco después del cuarto
viaje, con
una especial
dedicatoria
a la duquesa
de Medina Sidonia
que, con
mucha
anterioridad
al autor, ya
defendía la
tesis de que «No fuimos los primeros». Y el autor
busca la
complicidad
del lector
en elementos
cotidianos como
determinados
vinos o
mariscos o
paisajes.
Dificultad de la obra
El autor
intenta
introducir
al lector en
algo tan
fundamental
para la
comprensión
de los
textos como
es la
mentalidad
de la época,
cosa que no
es tan
sencilla
como pudiera
parecer en
un comienzo,
a juzgar por
el rotundo
fracaso que
han
cosechado
muchos de los historiadores
de prestigio
que han
estudiado
esos textos,
al llegar a interpretar equivocadamente frases tan
sencillas
como, por
ejemplo,
«dejé mujer
e hijos para
servir a V.
A.», y, de
una manera
especial, en
lo referente
al problema
de los
judíos,
conversos y ‛marranos’,
tan
determinante
en esa época
para la
comprensión
de muchas de
las acciones
de gobierno
que tuvieron
que tomar
los Reyes Católicos
durante su
reinado en
cualquiera
de ambos
reinos.
Los templarios de Canarias y el paso a la «Mar Grande»
Y, por supuesto, siempre existe el telón de
fondo de la
encomienda
templaria de
Canarias,
base para
que una
parte de la
flota que se
dirigía a
esa otra
zona de
Nicaragua a
través del
río San
Juan
rindiese
viaje en ese
paso al
Pacífico,
que el Rey Católico
estuvo
buscando
hasta 1506,
aun después
de fallecido el almirante, y
bajase por
la costa
oeste del
continente suramericano a
los lugares
donde
negociaba la
adquisición
de plata y
otros
elementos de
alta
cotización
en el
mercado que
le
permitieron
introducir
en Europa
los metales
precisos
para
aumentar el
efectivo
circulante,
sin bajar la
ley de las
monedas,
gracias al
control
directo que
la Orden
ejercía
sobre
algunas cecas
importantes
de nuestro
continente.
Que la flota
del Temple
había
cruzado el
«paso a la
Mar Grande»
a través de
ese estrecho
que buscó el rey Fernando es
uno de los
secretos que
el almirante
vendió al
rey de Sos.
Hoy sabemos
que el
famoso
«tesoro» no
iba con la
flota, sino
que ya lo
había
volatilizado
Felipe de
Francia en
las
reevaluaciones
de moneda
que realizó
en 1308,
para las
cuales
fueron
necesarias
160
toneladas
netas de
plata, que,
si
consideramos
una ley
media del 1%
y que toda
esa plata
proviniese
de moneda,
nos dan
16.000
toneladas de
moneda como
la cantidad
necesaria
para las
medidas
económicas
del rey
galo,
cantidad que
agota
cualquier
posible
«tesoro» de
la época. No
disponemos
de ninguna
base
históricamente
contrastada
para
asegurar que
ese «tesoro»
no le fuese
ofrecido
también a
Fernando
junto con la
situación
final de la
flota que
Colón creía
conocer.
Sobre todo,
lo que
ofreció
Colón al rey
que jalonó
con éxito la
última de
las Cruzadas
de la
Cristiandad
(no hay que
olvidar el
detalle de
la guerra de
Granada:
para toda la
Cristiandad,
la expulsión
de los
musulmanes
de la
península
Ibérica era
tan Cruzada
como las que
se
desarrollaron
en los siglos XII y XIII)
fue la
cooperación
de la Orden
para una
nueva
conquista de
Jerusalén,
objetivo que
Colón ha
dejado
escrito en
varios
documentos y
al que no se
le ha
prestado
mucha
atención.
Pero para
que los
descendientes
de la Orden
pudiesen
apoyar al
aragonés,
era
necesario
que la
Orden,
fuese, en
cierta
forma, «revitalizada»
y, para eso,
Fernando hubo de moverse con presteza entre la
curia
cardenalicia para que el
cardenal Rodrigo Borja fuese
elegido
Papa (con el
nombre de
Alejandro VI,
asumió el
destino de
la Iglesia
entre
1492.1503), lo que
confirma la
tesis que
siempre ha
defendido la
duquesa de
Medina
Sidonia,
al postular
que, hasta
que el ‛Borgia’ no
salió papa,
Colón no
zarpó de
Palos. El
padre del
futuro duque
de Gandía en
la cúspide
de la
Iglesia
romana era
absolutamente
necesario
para poder
«revitalizar»
la Orden.
Los hermanos Pinzón y la trama corsaria
Resta aún por
considerar una trama de
piratas y
corsarios
cuya cabeza
visible es
Martín
Alonso
Pinzón, pero
que es
manejada por
Luis de
Santángel,
quien
proporciona
la
información
de las naves
que, en
travesías
atlánticas o
mediterráneas,
pueden ser
fácilmente
desvalijadas
y,
posteriormente,
se encarga
de vender
las
mercancías.
Pero la
función del
valenciano
es compleja,
porque tiene
socios muy
interesados
en la
apertura de
nuevas
tierras que
proporcionen
terrenos
propicios
para el
cultivo de
la zafra de
caña de
azúcar y la
venta de esclavos
para los
ingenios
azucareros o
en los
mercados
europeos, y,
a su vez,
forma parte
de una
conspiración
de
marranos y
conversos
que desean
vengarse de Fernando el Católico por
haber
reformado la
Inquisición
aragonesa a
semejanza de
la
castellana.
Pero si el
rey Fernando
y Santángel
logran
colocar a
los hombres
de este
último, los
hermanos
Pinzón, como
hombres «de
confianza»
en el primer viaje, la reina Isabel, que
tampoco
tenía un
pelo de
tonta,
introduce
allí a Juan
de la Cosa y
la nao Santa
María, y,
probablemente,
firma un
pacto previo
al viaje con
los
portugueses,
de ahí que
Colón
retorne por
Canarias (y no
por las
Azores como
dice el
Diario,
que trata de
ocultar el
pacto con el
rey Juan II de
Portugal) y
se dirija rápidamente
a
Lisboa a
preparar con
el rey
portugués lo
que
constituirá
el Tratado
de
Tordesillas.
El primer viaje colombino, entre el lauro y el
desastre
En definitiva, el primer viaje es una amalgama de intereses
dispares que
concluye,
como no
podía ser de
otra forma,
con una
cuarentena
de hombres
abandonados
en La
Española, y
muertos o
desaparecidos
cuando Colón
retorna a la
isla. Martín
Alonso,
fallecido en
su pueblo de
unas
extrañas
fiebres
contraídas
durante el
viaje,
resulta ser
el único
navegante
que adquirió
tan curiosa
enfermedad,
que ha
privado a la
Historia de
obtener una
versión de
ese primer viaje
distinta a
la
colombina.
Y, en medio de todo eso, la auténtica razón por
la cual
Colón
deseaba
ejecutar ese
viaje, una
razón que le
hizo
abandonar
todo, desde
su casa
familiar
hasta a la
única mujer
que amó, y
que se
merece la
dedicatoria
del relato
que recoge
Colón y
la carta
templaria.