N.º 72

MAYO-JULIO 2011

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COLÓN Y LA CARTA TEMPLARIA

   

Por José Antonio Hurtado

   

   

   

D

ebería ser ya una realidad que, tras casi dos siglos de estudios de todo tipo sobre la biografía de Cristóbal Colón, el tema relacionado con este personaje debería estar ya completamente resuelto, agotado, y, sin embargo, no es así. Todavía siguen apareciendo trabajos que, en líneas generales, se apartan de la biografía «oficial», ofreciendo nuevas vías alternativas.

Y no es que el tema colombino «apasione», como normalmente opinan los colombinistas, sino que con este controvertido dómine ocurre algo semejante a lo que sucede con la Orden del Temple: la falta de documentación sobre elementos esenciales de la biografía del uno y de las actividades o la organización interna de la otra es notoria y palpable, con el añadido colombino de que la familia Colón fue una contumaz y prolija falsificadora de documentos, y de que una gran mayoría de los testimonios escritos que han llegado hasta nosotros son copias de unos originales que se extraviaron hace ya tiempo y no aparecen en los archivos donde se supone que deberían estar custodiados.

Si a todas estas circunstancias añadimos los indicios reales de que las tierras americanas pudiesen ser ya conocidas en algunos círculos de la Cristiandad, indicios que van desde las menciones de los autores clásicos griegos y latinos hasta la famosa carta de Piris Reis, así como la teoría de un descubrimiento previo al colombino, teoría que nació prácticamente en el mismo instante en que retornaron los nautas del Primer Viaje, y que el profesor Manzano ha desarrollado muy hábilmente, nos encontramos con un terreno abonado para motivar a muchos al estudio del personaje y la documentación que le rodea, y, desde luego, a proponer su propia alternativa biográfica.

  

Supuestos a priori de la obra

Los indicios más relevantes referentes al conocimiento de las tierras allende la Mar Océana que, desde muy antiguo, han suscitado sospechas en todo tipo de investigadores han sido, por un lado, la expansión económica europea del siglo XIII, que queda asociada a la Orden del Temple, y, por otro, la extraña desaparición del grueso de la flota de esa Orden tras el encarcelamiento de los caballeros en 1307 y la posterior orden de disolución de la misma en el concilio de Vienne (Francia). Y quizás se hubiese especulado aún más si alguien anterior a mí se hubiese percatado de que el último día de existencia de la Orden como tal, quiero decir el día previo a la detención y encarcelamiento de los caballeros templarios, fue un 12 de octubre, exactamente los mismos día y mes en que Colón fija su toma de posesión, en nombre de los Reyes Católicos, de la primera tierra americana de que tenemos constancia escrita: Guanahaní.

Pero Colón y la carta templaria, el libro en que yo transcribo esta y otras tesis relacionadas con tan sugestivo tema, no es, como pudiera pensarse, un ensayo basado en simples conjeturas, sino un estudio riguroso y científico de las matemáticas implicadas en la navegación antigua y medieval, y el desarrollo cartográfico que se fue generando en cada momento de la Historia según avanzaban los conocimientos matemáticos de las distintas civilizaciones, griegas, romanas, islámicas. Así, el estudio comienza en el siglo II a. C. y finaliza en la carta de navegación que los portugueses poseían y que se plasmó en el Tratado de Tordesillas, carta que el rey portugués Juan II había recibido de su pariente don Enrique el Navegante, gran maestre de los Caballeros de la Orden de Cristo, descendiente directa de la Orden del Temple en Portugal.

Por tanto, lo primero es partir de una teoría matemática perfectamente sólida y consolidada que permita explicar cómo desde el siglo II a. C. determinados navegantes podían cruzar el Atlántico y situar su posición en una carta de navegación, utilizando simplemente la regla y el compás, aun desconociendo los principios matemáticos en los cuales estaba basado el método que utilizaban, pero sin necesitar en absoluto la brújula para determinar su posición en lo que hoy conocemos como «longitud» y «latitud».

La segunda parte consiste en contrastar los parámetros de esa teoría con los datos que Colón ofrece en sus escritos, tanto de las navegaciones como los geográficos y cartográficos, que sistemáticamente han sido despreciados por los historiadores, y contrastar que los unos encajan en los otros perfectamente. Así, cuando Colón escribe en la introducción de su Diario que va a utilizar la «longitud del occidente» y la «latitud del equinoccial» como valores para representar un mapa, comprender exactamente lo que significan estos datos, a fin de no confundirlos con los actuales de «longitud» y «latitud», como se ha venido haciendo hasta ahora.

Tras varias verificaciones de los valores mostrados en los escritos del almirante, se llega a la conclusión de que Colón era una de esas personas que conocían perfectamente el método matemático de navegación que arranca en el siglo II a. C., aunque desconocía algunos de sus fundamentos, lo cual le obligaba a partir siempre de la isla canaria La Gomera en sus viajes, y, por supuesto, se demuestra fehacientemente que el valor de la milla que utilizaron las naves de la flotilla castellana en su primer viaje fue el mismo que utilizaban los marineros andaluces de la época y no cualquier otro que «él se inventa» para que las naves lleguen a un punto elegido de antemano, como se ha afirmado por distintos estudiosos colombinistas.

Resta todavía por verificar lo que anuncié en mi libro La ruta T y D, publicado en 1999 por el Gobierno de Canarias: Colón tenía una copia del Atlas de Abraham y Yahuda Cresques, de 1375, cuyo original se conserva en la Biblioteca Nacional de Francia. Queda, pues, por mostrar la forma como dicha copia llegó a manos de Colón, ya que, por comparación de las distintas zonas cartográficas que tiene el Atlas y de las noticias que tenemos sobre cartas musulmanas, se ve que existe una zona del mapa diseñada especialmente para naves que parten del puerto de La Rochelle. Los judíos mallorquines nos enseñan cómo fue la cartografía que utilizó la Orden del Temple para planificar y seguir la posición de los distintos grupos de naves que integraban su flota, y confirman lo que quedó expuesto por mí en el Cáp. XXI de Codex Templi, que el Temple tuvo una encomienda en Nicaragua, la cual desapareció a causa de una erupción volcánica o de un terremoto, que cerró el paso entre el lago Nicaragua y el Pacífico.

Cuando todos los pasos anteriores están resueltos, se pueden ir realizando las comprobaciones históricas pertinentes, desde que desaparece la Orden del Temple hasta que comienza la conquista de las Canarias, y luego hasta la firma del Tratado de Tordesillas, pasando posteriormente a analizar los documentos de la biografía colombina, para determinar así cuál pudo ser la realidad de lo que se conoce con el nombre de «descubrimiento» a la luz de toda la información puesta de manifiesto por el trabajo anterior.

  

Dificultades en la investigación descubridora colombina

Todo lo escrito anteriormente forma el trabajo sobre el que se asienta Colón y la carta templaria, aunque, lógicamente, no fue realizado en ese orden. Y no lo fue porque, cuando se comienza una investigación, rara vez se puede precisar cuál va a ser el resultado final de la misma: se va avanzando a través de ella completamente a ciegas, y, a lo largo del desarrollo, se cree que se han encontrado elementos nuevos que, posteriormente, resultan ser equívocos o presentan un significado distinto del que al principio les fue atribuido. Por ejemplo, uno de los puntos que jamás acepté sobre la biografía colombina apunta al hecho que afirma que los Reyes Católicos rechazaron las condiciones de Colón para el equipamiento del primer viaje, razón por la cual el navegante rompió las negociaciones y marchó de Santa Fe dispuesto a irse a Francia a negociar en aquel reino, pero los Católicos, después de reconsideras las condiciones, dieron marcha atrás y acabaron aceptando todas sus peticiones.

Esa historia siempre me pareció falsa, y, sin embargo, existe en ella una gran parte de verdad. Colón negoció, en efecto, con el Rey Católico en la tienda real del campamento de Santa Fe, de ahí que las llamadas «Capitulaciones de Santa Fe» se encuentren en los archivos de la Corona de Aragón y no en Simancas, y que se aclare el tipo de almirantazgo que deseaba ostentar Colón. Precisamente por eso, el rey Fernando no pudo aceptar lo que solicita el navegante. Es entonces cuando, gracias a la mediación de Luis de Santángel, la reina Isabel, de modo privado (no como reina de Castilla), le ofrece la financiación de la empresa. En la historia trasmitida hay una exageración, pero no es tan desafecta a la realidad como yo suponía en un principio, si bien he de reconocer que, a lo largo de toda la investigación, jamás llegué a considerarla como cierta hasta última hora, cuando quise estudiar las implicaciones del documento de las citadas «Capitulaciones». Ahí tuve que cambiar de opinión.

  

Mi obra y el problema editorial

Pero si el «trabajo de campo» no fue desarrollado en la forma que expuse, Colón y la carta templaria tampoco sigue la misma pauta. En primer lugar, por un problema de «espacio», el editor me encarga el libro con un determinado número de páginas, y, en esas páginas contratadas, no se puede condensar todo el volumen de información que ha supuesto mi labor investigadora. En segundo lugar, por razones obvias, no se puede escribir una obra de divulgación para «el gran público», siguiendo las pautas de un trabajo académico: la pesadez y la monotonía harían que se abandonase su lectura no más allá de la quinta página, y no cabe la menor duda de que lo que se ha escrito es un libro para especialistas o para gente muy interesada en estos temas, como es el caso del capítulo XXI de Codex Templi ya mencionado.

  

El libro, una narración de relatos náuticos y autobiográficos

Colón y la carta templaria no se ha planteado, pues, como un libro de historia, ni de ensayo histórico, sino como una narración de distintos relatos engarzados por el hecho común de la biografía colombina y del primer viaje que llevó a cabo el navegante, narraciones que, aparentemente, no tienen una secuencia cronológica pero sí un mismo hilo conductor, de tal forma que la diversidad de situaciones y momentos históricos que se encadenan a lo largo del texto tratan de dar amenidad y variedad a su lectura, intentando huir de la monotonía y el tedio, y procurando, al mismo tiempo, dejar al lector con la incógnita permanente de cómo y con qué va a continuar la narración.

Se salpica el texto de anécdotas personales del autor (siempre se dice que cualquier relato es una forma de autobiografía); sobre todo, las que hacen referencia a su niñez en Huelva o a su estancia en Sanlúcar de Barrameda, cinco después del cuarto viaje, con una especial dedicatoria a la duquesa de Medina Sidonia que, con mucha anterioridad al autor, ya defendía la tesis de que «No fuimos los primeros». Y el autor busca la complicidad del lector en elementos cotidianos como determinados vinos o mariscos o paisajes.

  

Dificultad de la obra

El autor intenta introducir al lector en algo tan fundamental para la comprensión de los textos como es la mentalidad de la época, cosa que no es tan sencilla como pudiera parecer en un comienzo, a juzgar por el rotundo fracaso que han cosechado muchos de los historiadores de prestigio que han estudiado esos textos, al llegar a interpretar equivocadamente frases tan sencillas como, por ejemplo, «dejé mujer e hijos para servir a V. A.», y, de una manera especial, en lo referente al problema de los judíos, conversos y ‛marranos’, tan determinante en esa época para la comprensión de muchas de las acciones de gobierno que tuvieron que tomar los Reyes Católicos durante su reinado en cualquiera de ambos reinos.

  

Los templarios de Canarias y el paso a la «Mar Grande»

Y, por supuesto, siempre existe el telón de fondo de la encomienda templaria de Canarias, base para que una parte de la flota que se dirigía a esa otra zona de Nicaragua a través del río San Juan rindiese viaje en ese paso al Pacífico, que el Rey Católico estuvo buscando hasta 1506, aun después de fallecido el almirante, y bajase por la costa oeste del continente suramericano a los lugares donde negociaba la adquisición de plata y otros elementos de alta cotización en el mercado que le permitieron introducir en Europa los metales precisos para aumentar el efectivo circulante, sin bajar la ley de las monedas, gracias al control directo que la Orden ejercía sobre algunas cecas importantes de nuestro continente.

Que la flota del Temple había cruzado el «paso a la Mar Grande» a través de ese estrecho que buscó el rey Fernando es uno de los secretos que el almirante vendió al rey de Sos. Hoy sabemos que el famoso «tesoro» no iba con la flota, sino que ya lo había volatilizado Felipe de Francia en las reevaluaciones de moneda que realizó en 1308, para las cuales fueron necesarias 160 toneladas netas de plata, que, si consideramos una ley media del 1% y que toda esa plata proviniese de moneda, nos dan 16.000 toneladas de moneda como la cantidad necesaria para las medidas económicas del rey galo, cantidad que agota cualquier posible «tesoro» de la época. No disponemos de ninguna base históricamente contrastada para asegurar que ese «tesoro» no le fuese ofrecido también a Fernando junto con la situación final de la flota que Colón creía conocer.

Sobre todo, lo que ofreció Colón al rey que jalonó con éxito la última de las Cruzadas de la Cristiandad (no hay que olvidar el detalle de la guerra de Granada: para toda la Cristiandad, la expulsión de los musulmanes de la península Ibérica era tan Cruzada como las que se desarrollaron en los siglos XII y XIII) fue la cooperación de la Orden para una nueva conquista de Jerusalén, objetivo que Colón ha dejado escrito en varios documentos y al que no se le ha prestado mucha atención. Pero para que los descendientes de la Orden pudiesen apoyar al aragonés, era necesario que la Orden, fuese, en cierta forma, «revitalizada» y, para eso, Fernando hubo de moverse con presteza entre la curia cardenalicia para que el cardenal Rodrigo Borja fuese elegido Papa (con el nombre de Alejandro VI, asumió el destino de la Iglesia entre 1492.1503), lo que confirma la tesis que siempre ha defendido la duquesa de Medina Sidonia, al postular que, hasta que el ‛Borgia’ no salió papa, Colón no zarpó de Palos. El padre del futuro duque de Gandía en la cúspide de la Iglesia romana era absolutamente necesario para poder «revitalizar» la Orden.

  

Los hermanos Pinzón y la trama corsaria

Resta aún por considerar una trama de piratas y corsarios cuya cabeza visible es Martín Alonso Pinzón, pero que es manejada por Luis de Santángel, quien proporciona la información de las naves que, en travesías atlánticas o mediterráneas, pueden ser fácilmente desvalijadas y, posteriormente, se encarga de vender las mercancías. Pero la función del valenciano es compleja, porque tiene socios muy interesados en la apertura de nuevas tierras que proporcionen terrenos propicios para el cultivo de la zafra de caña de azúcar y la venta de esclavos para los ingenios azucareros o en los mercados europeos, y, a su vez, forma parte de una conspiración de marranos y conversos que desean vengarse de Fernando el Católico por haber reformado la Inquisición aragonesa a semejanza de la castellana.

Pero si el rey Fernando y Santángel logran colocar a los hombres de este último, los hermanos Pinzón, como hombres «de confianza» en el primer viaje, la reina Isabel, que tampoco tenía un pelo de tonta, introduce allí a Juan de la Cosa y la nao Santa María, y, probablemente, firma un pacto previo al viaje con los portugueses, de ahí que Colón retorne por Canarias (y no por las Azores como dice el Diario, que trata de ocultar el pacto con el rey Juan II de Portugal) y se dirija rápidamente a Lisboa a preparar con el rey portugués lo que constituirá el Tratado de Tordesillas.

  

El primer viaje colombino, entre el lauro y el desastre

En definitiva, el primer viaje es una amalgama de intereses dispares que concluye, como no podía ser de otra forma, con una cuarentena de hombres abandonados en La Española, y muertos o desaparecidos cuando Colón retorna a la isla. Martín Alonso, fallecido en su pueblo de unas extrañas fiebres contraídas durante el viaje, resulta ser el único navegante que adquirió tan curiosa enfermedad, que ha privado a la Historia de obtener una versión de ese primer viaje distinta a la colombina.

Y, en medio de todo eso, la auténtica razón por la cual Colón deseaba ejecutar ese viaje, una razón que le hizo abandonar todo, desde su casa familiar hasta a la única mujer que amó, y que se merece la dedicatoria del relato que recoge Colón y la carta templaria.

  

   

   

     
       

José Antonio Hurtado García (Madrid, 1949). Ingeniero aeronáutico por la U.P.M. Sus primeras lecturas van desde la cuaderna vía de Gonzalo de Berceo a los ensayos de Ramón Tamames, pasando por las novelas de Georges Simenon y los grandes de la literatura hispanoamericana. Una contrariedad en su salud le sumerge en el ámbito de los manuales generales o ensayos concretos de Historia, hasta que un día cae en sus manos una biografía de Colón. Fruto de sus pesquisas sobre este navegante, la navegación Medieval y las cartas náuticas de los siglos XIV y XV fue la publicación, en 1999, de La ruta T y D, un libro que abre caminos de investigación distintos a los tradicionales para enfocar el llamado descubrimiento de América. Luego, publica el capítulo XXI de Codex Templi, una obra sobre la Orden del Temple (Ed. Aguilar) y Colón y la carta templaria (Ed. Espejo de Tinta), que considera la segunda parte de  su primer trabajo sobre el almirante descubridor, en el que describe los hechos anteriores y posteriores al descubrimiento. Actualmente, está escribiendo una tercera parte en la que analiza, paso a paso, los documentos en que se basa la biografía colombina tradicional, poniendo de manifiesto que son falsos o que han sido malinterpretados, lo que lleva a proponer como única solución alternativa la que propone en el libro anterior. El Quijote sigue siendo su manual de consulta y tiene en mente dedicarle uno de esos cuentos.

   

   

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año X. II Época. Número 72. Mayo-Julio 2011. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2005, 2011 José Antonio Hurtado. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a su(s) creador(es). Edición en CD: Director: Antonio García Velasco. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2011 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

   

   

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