deliciosamente la visión transcurre
cuando parco y soberano en su desidia,
dormita el reloj sobre un cúmulo de
huata. Entonces, la ceiba se extiende en
múltiples brazos hasta alcanzar su
sombra, el tapiz matizado de hojas que
acolchan el pie gigante buscando la
humedad de la tierra. Los fantasmas
juegan, niños del ayer, sin atreverse a
escapar de las inmediaciones, en los
aleros de fronda que transitan del verde
hasta un marrón inigualable.
El árbol es camino sin límite; allí, los
primos, las hermanas, las abuelas con
rostros lamidos por la voracidad del
tiempo... son espectros de encaje
malvavisco que estrujan un tanto la voz
después de vaciar los bolsillos en el
sueño. El árbol, siempre el árbol con
sus vainas de pelusas grises lanzándose
al viento cardinal que espera en el
sendero, el toque de una varita mágica.
Un sol como de espuma gravita en la
distancia, dibujándose el cono de luz en
que la tarde se abandona en sus
tonalidades y mis ojos a su visión
etérea. A la hora del crepúsculo, todo
ha de transformarse en chispas, en tonos
cebolla, en dorado llameante.
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El árbol es camino sin límite;
allí, los primos, las hermanas,
las abuelas con rostros lamidos
por la voracidad del tiempo...
son espectros de encaje
malvavisco que estrujan un tanto
la voz después de vaciar los
bolsillos en el sueño. |
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Los primos, las hermanas, descienden de
una nube de polvillo tornasol y huata.
El viento desempolva sus trajes de
guipur. De blanco y de celeste,
descubren sus siluetas, que acrisolan un
guiño cuando adivinan, bajo un rayo de
sol colándose por entre las ramas, mi
pelo naranja destellante.
Los primos se alegran cuando los
caracoles brillan duros y repujados como
lámparas; se pasean por el tronco de la
ceiba dejando atrás una estela plateada
en la corteza del árbol y luego
sobrevienen como un regalo en la
memoria. Entre risas y canciones
descubren el aroma de otras casas que
dicen son sus casas y llegan para
balancearse en los ramajes de la ceiba
al compás de aquellas notas que germinan
tesituras felices y se andamian en el
aire.
Las hermanas, con su aroma de humedad,
con nimbos de chispas de colores,
revuelven un rincón colmado de arañas,
de insectos azules, de mariposas
bergamota, de mariquitas rojas con
sombrillas blanquinegras, de saltamontes
esmeralda con sombreros negros de
hebillas plateadas, de ranitas
variopintas y lagartijas con pañuelos de
grana.
Las abuelas, con los dedos
entreabriéndose como gusanos rosados y
dichosos en la tarea de juntar hormigas,
escarabajos relucientes como cacerolas
de nervios de plata y asas puntiagudas
cual orejas de duende, saben escuchar
las voces que llegan de otro tiempo,
cuando el coro de la escuela va
menguando y la sombra de la ceiba
avanza, mezcla su perfil con el
crepúsculo y alcanza la inconmensurable
dimensión del tiempo.
El antojo de crecer enormes para llegar
al copo del árbol y tocar el cielo en un
camino de inflexiones, de escalas, de
compases, consagran al tronco portentoso
como el centro de la tierra. Con su
cetro de música y ramas coronadas de
lechuzas de un dorado irrepetible con
ojos de diamante y plumas grises como
perlas, la ceiba es hechicera que
emplaza en sus confines ese trozo de
dios tibio que ya se nos estaba quedado
muerto, pero el reloj regresa de su
extraña pereza: debe cumplir una
encomienda.
Entonces, la luz que se evapora en
gradaciones violeta, da paso a una
oscuridad que huele tan húmeda como
aquel corral del patio donde gallos y
gallinas se encaraman en sus vigas
favoritas para conciliar el sueño y el
crestado escarlata va a esconderse
debajo de las alas antes que la luna
venidera logre enfriarles las patas.
La noche engendrada de cocuyos de luz
verde volátil, avizora que crecimos por
dentro. La voz del padre emana del
atardecer y reclama a sus hijos
obedientes marchando en pos de las
campanas, apilando mantos de huata con
los pies hasta cubrir las casas de las
viudas negras.
Crecer es partir lentamente por la misma
vereda en que la voz se abre y acaricia
en cada rincón un tiempo con aromas de
cena, con ese deje de ternura que se
almizcla al son de las campanas, al
llamado venturoso que convida, dulce, al
olor de las guayabas, al sabor de la
guanábana, del ciruelo del que pende una
hamaca que, como la voz del padre, nos
recibe camino de regreso. Hay en el
crecer, encanto de caracola y playa
reluciente, de aguacero y canto de
tomeguines...
Saltar sobre el guijarro para eternizar
el trayecto es renacer en los efluvios
de maderas preciosas que emanan de la
voz y lentamente, muy lentamente,
dibujar cada movimiento sobre el aire
perfumado, cada pisada en la senda. A
veces, crecer, es detenerse y esperar
que surja de nuevo aquella voz que
indica el camino de regreso.
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