ste es un cuento que habla del Extremo Oriente; una historia que
trata del honor y la vergüenza, de la justicia y la sedición;
también de traiciones, pero, sobre todo, de lealtad sin límites
ni concesiones.
Había un lejano lugar, un exótico archipiélago situado en la
zona más oriental de un mundo ya esférico; tan lejano se
encontraba, que más allá no había más tierra, y el Sol surgía
del mar e iluminaba generosamente sus ricas tierras. Un árbol
muy singular, el cerezo, florecía cada primavera perfumándolo
todo con un aroma incomparable. Un extraño país dividido en
reinos, poblado con gente de una cultura y costumbres muy
singulares, completamente distintas a las entonces conocidas por
los pueblos europeos. Uno de esos dominios estaba dividido en
regiones, gobernadas por Daimios, que debían acatar sin
discusión la autoridad del más poderoso de todos ellos: el
Shogun, que habitaba en Kagoshima, la capital del Reino del Sur.
En el Reino del Sur hubo un Shogun famoso por ser muy
inteligente, extremadamente instruido, enormemente justo y
generoso, tan valeroso como un tigre, y tan sumamente capacitado
con las armas como hábil en la política, lo cual no era óbice
para que fuese firme, disciplinado, intolerante con las
traiciones e implacable con sus enemigos. Su pueblo le adoraba;
muchos Daimios le admiraban profundamente, pero otros
conspiraban contra él, y estos últimos, para su adversidad, eran
muy poderosos y se oponían a sus decisiones, procurando bloquear
sus movimientos.
Famosos por su nobleza, su elevada espiritualidad, su desapego
al mundo material y su considerablemente elevada cultura, muchos
guerreros, conocidos como Samuráis, deseaban formar parte de su
cohorte de élite. Este Shogun tenía un ejército de miles de
soldados, pero solo a los mejores Samuráis, escogidos por él
mismo, se les concedía el incomparable honor de combatir a su
justo lado. A su juicio, el mejor guerrero no era el más rudo o
feroz, o el más rápido con la espada, sino el más noble, el de
pensamiento más puro, generoso con sus vasallos y muy amante del
arte y la cultura.
Un casual día, procedente de una pequeña y lejana región del
norte perteneciente a otro reino, apareció un Samurái cuyo
nombre era Takahishi no Ryoma o, como se lee en el lenguaje de
los occidentales, Ryoma Takahishi. Le había pedido permiso a su
ya anciano padre, un Daimio, para poder servir fielmente a este
Shogun, y aquel, en su generosidad, aunque extrañado, se lo
concedió. Cuando llegó al palacio, presentó su solicitud,
comenzando entonces una paciente espera. Pero los Samuráis son
resignados y cansinos hasta la extenuación: Ryoma estuvo día y
noche velando muy cerca del castillo esperando un mensaje que
parecía no llegar… y, sin embargo, jamás desfalleció.
Algunos días después, ante él se presentó un heraldo portando
una misiva: el Shogun había aceptado su petición, y eso
significaba que podría formar parte de los Cinco Mil Magníficos,
uno de los mayores honores que un Samurái podía aspirar a
alcanzar.
No solo entrenaba y combatía; Takahishi no Ryoma siempre trató
de aportar tintes de cordura y sensatez en sus intervenciones en
la corte ministerial, lo cual parecía no pasarle inadvertido ni a
sus hermanos de armas ni al propio Shogun, que nunca le trató
como un extranjero, sino incluso como alguien cercano y
familiar.
Un día, como de la nada, surgió un extraño barco y de él
apareció una embajada de mercaderes de piel blanca, procedentes
del lejano occidente; el Shogun, muy interesado en ampliar
horizontes comerciales y buscar aliados para consolidar el país,
les atendió correspondientemente.
|
|
|
|
|
—Ve hasta allí, pregunta por un misionero conocido como
Francisco de Javier. Dicen que es un hombre santo; él resolverá
tus dudas…
|
|
|
Las diferencias étnicas y culturales eran más que evidentes, a
pesar de lo cual él procuraba mostrarse gentil y generoso con
sus inesperados invitados. Sin embargo, la intuición de Ryoma le
hacía desconfiar de sus verdaderas intenciones; opinaba que los
mercaderes y los misioneros no eran el mismo tipo de personas,
aunque su piel fuese del mismo color y sus raros ojos de similar
tamaño. Que su mismo padre había cedido tierras a los misioneros
españoles sin ningún problema, pues les consideraba gente muy
noble y bondadosa, pero que los mercaderes ya eran otro cantar,
pues a su humilde juicio, su comportamiento no era tan honorable
como a primera vista parecía. Y así se lo hizo saber a su señor.
El Shogun, que al principio pareció mostrarse interesado en la
plática de Ryoma, manifestó, luego de eso, su desacuerdo y,
quizá agobiado por la escasez de su valioso tiempo, se enfadó, y
tanto se enojó, que lo mandó echar del palacio, dando orden
terminante de que a Ryoma le fuera impedido el acceso al Jardín
de los Cerezos, el lugar simbólico donde todos los Samuráis se
reunían para orar, hablar de sus cuitas o compartir enseñanzas
militares. Y así fue como Takahishi no Ryoma quedó desplazado de
la élite del Japón del Sur.
Parecía que su suerte estaba echada, pero el Shogun —no se sabe
a ciencia cierta el motivo; quizá pudo recibir algún mensaje del
Buda, o tal vez pudo ser aconsejado por alguien cercano—
sorprendentemente, rectificó su decisión; en toda su
generosidad, invitó de nuevo a Ryoma a formar parte de su
estimada guardia de élite. Desde ese momento, el Samurái, muy
agradecido, fue mucho más prudente, y también más combativo,
comenzando a despuntar tanto por su valor como por sus fabulosos
y enrevesados escritos.
Durante todo ese tiempo, más Samuráis fueron incorporándose al
poderoso ejército de este Shogun, pero también acudieron
plebeyos, hartos de las iniquidades de sus señores, que huían de
las provincias —e incluso de otros reinos— en busca de
protección y justicia. Y hastiado de la actitud despótica de
algunos de sus gobernadores, comenzó a hostigarles tanto
política como militarmente hasta que, finalmente, muchos de
ellos se alzaron en armas contra él, apoyados por otros Shogunes
que lo envidiaban. Y sus invencibles Samuráis hubieron de
blandir sus poderosas armas en numerosas ocasiones. Entre ellos,
se encontraba Ryoma.
Los Cinco Mil Magníficos se turnaban durante la semana para
proteger la fortaleza y los territorios leales. Al Shogun le
gustaba mucho asomarse a su balcón y observar el valor y la
destreza de sus más fieles y temibles hombres mientras
entrenaban.
Al poco tiempo, Ryoma recibió una mala noticia: su padre estaba
agonizando y, como establece el código del respeto al honor
familiar, tuvo que desplazarse hasta su palacio del lejano norte
para acompañarlo durante sus últimos momentos. No obstante,
siempre estuvo pendiente de las novedades que pudieran llegar
desde Kagoshima, y dio orden terminante de que, a pesar de las
tristes circunstancias, se le mantuviera permanentemente
informado. El Shogun del sur, también enterado de esta mala
nueva, y comoquiera que comenzaba a apreciarle notablemente, le
hizo llegar misivas no una sino dos veces, preguntándole por el
estado de su honorable ascendiente, y, dada la lejanía, y el
hecho de que sus médicos personales estuviesen muy ocupados
atendiendo las heridas de sus soldados causadas en las batallas,
no pudiendo ayudarle de mejor modo, le hizo llegar un abrazo de
luz tanto a él como a su moribundo padre. Y esto, Ryoma lo
agradeció profundamente —más que si del propio Buda se tratase—
jurando en ese preciso instante eterna fidelidad a su señor
pasara lo que pasase. Finalmente, su progenitor murió,
reuniéndose con el Buda, y Ryoma se convirtió en Daimio.
Ryoma hubo de regresar a la fortaleza, y un día en que penetró
en el Jardín de los Cerezos para entrenar, observó que,
inexplicablemente, su señor no aparecía a visitarlos como venía
siendo habitual. Otros pocos Samuráis que allí se encontraban
también se extrañaron de la anómala situación, y, aunque
preguntaron a la servidumbre, nadie supo, pudo o quiso darles
respuesta, lo que fue motivo de gran preocupación para ellos.
Optaron por no correr la voz para no alarmar al restante cuerpo
del ejército, ya que, por aquel entonces, su Shogun se
encontraba combatiendo contra uno de los enemigos más poderosos
y traicioneros del Imperio, otro Shogun, cruel y despiadado, que
además presumía de tener bajo sus órdenes a los Ninjas más
letales y terribles. Tanto debían de serlo que hasta los propios
Samuráis, sin reconocerlo explícitamente, les temían, pues no
los consideraban ya como guerreros espía, sino verdaderos
demonios. Ryoma, como extranjero, estaba alerta de esos
despiadados seres ya que, casualmente o no, disponía de una
información que el resto de los compañeros desconocían: la
identidad del oscuro maestro que los había entrenado.
|
|
|
|
|
Ryoma recibió una mala noticia: su padre estaba
agonizando y, como establece el código del respeto
al honor familiar, tuvo que desplazarse hasta su
palacio del lejano norte para acompañarlo durante
sus últimos momentos. |
|
|
Algunos Samuráis hablaron entre ellos. Por su parte, Ryoma no
ignoraba que un hermano de armas suyo, llamado Kyuidaiu Yoshida
en caracteres occidentales, estaba vinculado al Shogun, así que
se reunió con él para tratar este asunto tan delicado.
—No hay respuesta, querido amigo. ¿Qué hay en tus manos que
puedas hacer? ¡Estoy realmente inquieto!
—¡Y yo, Kyudaiu-San! Pero se me ocurre algo: conozco a un Ninja
de confianza al que podríamos contratar para que lo encuentre y
le haga llegar un mensaje. ¿Qué te parece?
—Si es de confianza, me parece buena idea. ¡Hagámoslo cuanto
antes!
Pero el mensaje nunca llegó a su destino.
Todos esperaban noticias alentadoras del paradero de su señor,
y, por fin, de la noche a la mañana, estas llegaron. Todo había
sido una falsa alarma. En el más absoluto secreto, el Shogun
había decidido abandonar la fortaleza junto a unos pocos de sus
más fieles guerreros durante unos días para descansar y así
poder reorganizar adecuadamente su cuerpo de élite, pues tantas
preocupaciones habían conseguido enfermarlo y sentía que
precisaba recuperarse lejos de las tensiones cotidianas y así
seguir atento a la encarnizada e interminable lucha que se
avecinaba.
Toda parecía normal, pero Yoshida no Kyudaiu recelaba, y así se
lo hizo saber a Ryoma.
—¡No es él, Ryoma-San! ¡Yo le conozco bien, y no es él!
—¿Pero qué dices? ¿Cómo puede ser eso?
—¿Recuerdas esa leyenda? Aquel Shogun que murió en extrañas
circunstancias y ocultaron su fallecimiento para que nadie
pudiera oponerse al cambio de línea dinástica… ¡Creo que aquí
pasa lo mismo!
—¿Tú crees?
—No habla igual, no actúa igual…
—Será el cansancio…
—No es eso. ¡No es él!
Atormentado por la incertidumbre sembrada, y en el más absoluto
de los secretos, Ryoma decidió investigar en persona este
confuso caso, hallando extraños indicios que no supo interpretar
adecuadamente, por lo que de nuevo consultó con su amigo, quien
se apresuró a corroborarle, a tenor de sus propios
conocimientos, la solidez de esas pistas. Mientras este
acontecimiento se producía, el Shogun, enterado de las dudas que
circulaban acerca de su identidad, hizo llamar a Yoshida, quien,
quizá algo falto de habilidad, le confesó lo que Ryoma estaba
haciendo. Este hecho enfureció notablemente al Shogun; poco más
tarde, ya con calma precisa y calculada, mandó acudir a su
presencia a Ryoma que, desprevenido, no se imaginaba lo que
estaba a punto de suceder.
Toda vez que este ya no podía encubrir a su amigo, intentó salir
del paso del modo más honorable posible, aduciendo la
preocupación causada por la cada vez más incontrolable actividad
de los Ninjas del poderoso enemigo. Entonces, tal vez
impresionado, en un alarde de magnanimidad, y dado que el Shogun
parecía apreciarle por su conocida bondad, se dispuso a hacer
algo completamente inusual: confiarle un secreto de Estado. Fue
así como comenzó a revelarle que un noble rebelde, presa de unas
misteriosas fiebres, había enloquecido y estaba totalmente
obsesionado con él, provocándole continuamente y haciéndole
desplantes y ofensas utilizando las argucias más infames, y que,
de momento, no podía hacer gran cosa al respecto más que ser
paciente y esperar, porque había averiguado que unos mercaderes
portugueses le respaldaban en secreto con grandes cantidades de
dinero y armas de fuego. Por ello, sospechaba de cualquiera.
Y justo cuando el Shogun se disponía a ofrecer más detalles,
Ryoma, quizá malinterpretando las palabras de su señor, cometió
la torpeza de interrumpirle para intentar referirle que todas
esas explicaciones no eran necesarias, que él no era merecedor
bajo ningún concepto de ellas, pero como estaba acostumbrado a
servir de desahogo a muchos de los suyos, estaría encantado y
dispuesto al inusual honor de escucharlas, como a observar la
máxima discreción… Lamentablemente, el Shogun no interpretó bien
las pobres y nerviosas palabras de su fiel guerrero, a causa de
lo cual, considerando su entera actitud como inaceptable, se
enfureció terriblemente, llamó a la guardia y ordenó su
detención.
Y así fue como Takahishi no Ryoma, tras pasar unos días
encarcelado, fue desposeído de su rango de miembro de los Cinco
Mil Magníficos del Shogun y convertido en un Ronín, un Samurái
sin señor ni causa a las que servir. Y fue expulsado de aquel
territorio para nunca más poder volver, por lo que hubo de
regresar deshonrado a su feudo.
Desde ese momento, Ryoma se dedicó a vagar por los caminos
lamentando su desgracia y a beber sake hasta emborracharse,
desatendiendo cada vez más sus obligaciones para con sus
súbditos. Sentía que no le importaba nada, pues no solo había
perdido el favor que tanto sacrificio le había costado obtener
de su señor para siempre, sino que había deshonrado el buen
nombre de su estirpe, lo cual, para un Samurái, era del todo
inexcusable.
|
|
|
|
|
Y fue expulsado de aquel territorio para nunca más
poder volver, por lo que hubo de regresar deshonrado
a su feudo. |
|
|
Una mañana, cuando se encontraba tumbado y resacoso bajo un
árbol del camino, descubrió frente a él la presencia de un
Yamabushi, un sacerdote, observándole.
—¿Qué quieres tú, anciano? ¿Qué es lo que miras? ¿Eh?
—Tú eres el otrora poderoso Takahishi no Ryoma, ¿verdad?
—¡Así es! ¿Cómo te atreves a dirigirte así a tu señor? ¿Sabes
que no tienes derecho ni a mirarme?
—Eso sería así si te comportases como un verdadero Samurái y
señor de esta tierra, ¡tu tierra!, y no como un borracho. ¡Yo
temo y respeto a los Samuráis y a los señores, no a los débiles
borrachos como tú!
Ryoma se levantó ofuscado y desenvainó su katana, pero presa de
los mareos provocados por el exceso de alcohol, se desplomó
nuevamente al suelo.
—Escúchame bien, Samurái: tú necesitas ayuda, ¡reconócelo!, y lo
sabes porque eres sabio; yo puedo brindártela...
—¿Tú? ¿Cómo es eso?
—Para ello, necesito formularte una pregunta. ¿Aceptarías
responderla?
—Lo haría.
—¿Qué es lo que te hace sentir más culpable? ¿El haber ofendido
al Shogun, el creer haberlo ofendido o la sensación de no saber
con certeza si le has ofendido o no?
—¿Qué clase de pregunta es ésa? ¡Eso es un trabalenguas! ¡No sé
responder a eso! Dudo
incluso de que alguien conozca la respuesta…
Y el anciano, previendo la contestación de su interlocutor,
sonrió.
—Creo que alguien puede, mi señor. A poca distancia de aquí,
como bien sabes, se encuentra el monasterio de los monjes
extranjeros, los de piel pálida y ojos grandes y redondos, a los
que tu honorable padre cedió tierras para profesar su culto, ese
que llaman cristianismo y que comienza a ser tan popular por
esta región. Se comenta que su Dios lo perdona todo...
—¿Qué quieres decir, anciano?
—Ve hasta allí, pregunta por un misionero conocido como
Francisco de Javier. Dicen que es un hombre santo; él resolverá
tus dudas…
Intrigado, Ryoma montó su caballo y, pertrechado de su armadura
y sus dos espadas, cabalgó hasta el monasterio de los Jesuitas
españoles. Cuando llegó, se esforzó por sobreponerse a su
vergüenza, pues suponía que las noticias de su caída en
desgracia habrían llegado hasta allí, pero los monjes se
comportaron como si nada de eso se supiera, y se sintió mejor
tratado, incluso más allá del respeto, la dignidad y,
fundamentalmente, la gratitud debida que siempre le cupo esperar
de ellos como el señor feudal que era.
Francisco de Javier le recibió con inusitada alegría, y
enseguida hizo suyo el enorme pesar que embargaba al Ronín.
Ryoma le contó toda su historia. Hablaron durante horas…
—Esa pregunta puede tener varias respuestas, pero en tu caso, mi
señor, creo que solo cabe una: debes hacer borrón y cuenta nueva
y comenzar una nueva vida. Pero tú deseas seguir sirviendo a ese
Shogun, ¿verdad?
—Así es, y por muchos motivos… Pero hay uno, más allá de la
dignidad de Samurái, que
entenderéis fácilmente: cuando mi padre el Daimio agonizaba, nos
envió un cálido abrazo de luz a ambos, y eso jamás podré
olvidarlo.
—¿Y crees posible eso que pretendes?
—¡Tiene que serlo! Para eso he venido hasta aquí. ¡Yo hice un
juramento, y debo cumplirlo por encima de todo! Ya me dan igual
su rechazo y la vergüenza; un deber siempre es un deber.
—¡Qué extraños os vemos los blancos a los orientales, con ese
tan acusado sentido del honor…! Te daré una buena noticia: quien
te dijo que nuestro Dios lo perdona todo no te mintió; así pues,
¿cómo no iba a perdonarte el Shogun? Yo sé que lo hará, pero
debes merecerlo.
—¡No puedo regresar a su palacio! Ni siquiera a sus tierras…
—No puedes como Ryoma… pero sí como otro Samurái, ¿me
comprendes?
—Me temo que no…
—¡Sírvele sin que él lo sepa! Sé un hombre totalmente nuevo,
diferente. ¿Sabes por qué el cristianismo está siendo bien
aceptado aquí, en vuestro hermoso y noble país? Porque vuestras
creencias y las nuestras no son tan distintas como parece. Te
aseguro que lo que te propongo es factible.
—¡Eso sería un engaño!
—¡En absoluto! Solo lo sería si vuelves a fallarle. Pero eso no
va a suceder. ¡Yo confío en ti! ¡Mi Jesucristo y tu Buda confían
en ti! Ofrécele lo mejor, pues es lo que espera, y no habrá
engaño ninguno. Tú eres y serás siempre tú; no puedes ser otra
cosa.
|
|
|
|
|
Y un día, apareció en su vida una extraña e
insistente mujer de origen chino que decía
pertenecer a la férula del Shogun. |
|
|
Y así lo hizo el Ronín: cambió su caballo, su armadura, sus
colores y estandartes... y enmascaró su rostro. También cambió
su nombre, pasando a llamarse Kizei no Hazama. Una noche, en el
más absoluto de los secretos, y dejando el señorío en buenas
manos durante su ausencia, partió hacia el Reino del Sur.
Con una hábil estrategia, consiguió, primero, acceder a ciertas
personas de confianza del Shogun; después, tras intervenir
sorpresivamente en algunas escaramuzas contra perversos
bandoleros, depravados comerciantes, recaudadores corrompidos...
logró labrarse un prestigio en la región. Además, Hazama, como
buen Samurái, amaba la cultura, por lo que no tardó en conseguir
que sus escritos llegaran a oídos del Shogun y sus consejeros,
quienes llevaban tiempo preguntándose por su enigmática
identidad y del porqué de apoyar su causa. No quedó claro si
alguien se lo aconsejó, si fue una iniciativa propia o hasta
fruto de un error casual, pero lo cierto es que algunos
mensajeros anunciaron por las aldeas que, si el Samurái
Enmascarado se planteara acudir a su palacio a entrevistarse con
él, sería bien acogido.
Entonces, Hazama, con maestría, hizo llegar un sibilino correo
al Shogun, y este, de inmediato, le hizo llamar para incluirle
entre sus huestes. Mas sucedía que Hazama siempre luchaba solo.
No se sometía a la disciplina del ejército, sino que,
simplemente, aparecía, combatía, vencía… y se marchaba, sin
esperar premio o recompensa alguna por sus actos.
Todo iba yendo a pedir de boca, aunque era consciente de que,
tarde o temprano, las cosas ya no serían tan sencillas; su
actividad estaba llamando demasiado la atención. Y un día,
apareció en su vida una extraña e insistente mujer de origen
chino que decía pertenecer a la férula del Shogun. Mediante
sofisticadas armas femeninas, y a pesar de las consabidas
precauciones del guerrero, se ganó su confianza y logró
averiguar la identidad oculta del Samurái Enmascarado. Y este,
viéndose sin opciones honorables —pues su conciencia le impedía
exigirle a la doncella que guardase el secreto—, decidió acudir
al palacio y confesarlo todo…
. . . . . . . . . . . . . . .
NOTA DEL AUTOR: El pergamino en el que está basada esta historia
es, a juzgar por las pruebas químicas a las que ha sido
sometido, de finales del s. XVI. Fue encontrado en un antiguo y
modesto templo budista, no lejos de Kagoshima; y, aunque parece
redactado desde un punto de vista objetivo, el pormenorizado
análisis de ciertos detalles literarios hacen sospechar que fue
el propio Takahishi no Ryoma —o su alter ego, Kizei no Hazama—
quien pudo transcribirla de su puño y letra. Su estado de
deterioro no permite traducir el final del relato, por lo que
todavía se desconoce lo que sucedió tras la entrevista celebrada
entre él y el Shogun. Sí se sabe que esta se produjo; nada más.
Los más importantes especialistas en el bushido japonés todavía
se preguntan por qué, inexplicablemente, el Samurái Enmascarado
perdonó la vida de aquella mujer, la única sabedora de su
verdadera identidad, para, voluntariamente, exponerse a la más
que previsible ira del Shogun y tener que verse abocado a
cometer Seppuku —lo que los occidentales conocemos como
Harakiri— o suicidio ritual. O a su perdón. ¿De qué modo
pudieron influir en esta decisión las palabras de esta
misteriosa persona y las de San Francisco de Javier? Puede que
pronto, si las investigaciones avanzan adecuadamente, lo
sepamos. |