EL RELOJ DE LA PARED marcaba las 5:48 de la
madrugada y el frío era húmedo y de grajo viejo, una
mancha fantasmal que envolvía toda la celda.
Cerró
el libro que dejó por acabar, rajó en mil pedacitos
lentamente el marcapáginas y apagó la pequeña
linterna que intercambió por dos cartones de tabaco
de contrabando en aquellos años en que quiso dejar
de fumar, invención para sostenerse en una promesa o
para dilatar una esperanza ficticia. Se volteó en el
camastro y se tumbó bocarriba con los ojos demasiado
luminosos, ojiplático en la oscuridad, en el vacío
de la memoria y en la vuelta a la realidad, dando
vaivenes en la frontera de su existencia, en la
cuerda de un equilibrista borracho que ya había
perdido el pie y su caída era inminente.
Eran las 5:51 y sus compañeros callaban, rezaban o
dormían; a fin de cuentas, tres formas de enajenarse
de aquella sucia realidad que pesaba sobre sus
corazones.
El tiempo de observar estrellas se acabó hace ya
bastante. El tiempo de pensar en otros mundos se
evaporó en aquel lecho de hierro y jergón sudado, de
muelles oxidados y sábanas roídas. Unas sábanas que
simulaban un mapa plagado de huecos o la piel de un
fantasma desgastada por aquel jabón que arrancaba
hasta el alma. El tiempo de saber cuándo acaba una
noche ya se medía con un puñetazo en la puerta de la
celda y un desprecio de agua y pan mohoso. Era
importante no pensar, saber cómo matar ese tiempo:
leer, imaginar o soñar, cerrar los ojos y respirar
tan profundo que la desmemoria se apoderara de todo
su cuerpo, incluso de él mismo, para salir a ese
escenario que no veía desde hace veinte años. El
desgaste de su rostro era evidente, cosa que pudo
comprobar con su propio tacto, pues le desproveyeron
de todo espejo para que la condena fuese más dura,
para que no creyese que alguien más habitaba con él
ni pudiera hablar consigo siquiera.
Era triste y estúpido morir así, ser condenado por
unas ideas que muchos de sus camaradas o compañeros
habían olvidado por el camino o volcaron en el
vertedero como si de un cubo de basura y escombros
se tratara, mientras que él permaneció impasible
ante aquella catástrofe que se avecinaba. Y él no
era de los más radicales, simplemente creyó que las
cosas podían cambiar, que ser feliz y justo en su
vida estaba en sus manos por una vez, en las de
todos, y él lo creyó: enseñar que cualquier tiempo
pasado fue peor, que se alegraban de vivir en su
época porque ya no le temerían a la muerte.
Qué paz no pensar en la muerte, ni en lo que puede
haber más allá, qué alivio sería demostrar que la
felicidad se estaba consiguiendo en este mundo o en
esta vida (¿única?, qué sabía él ya), que no había
que esperar la reprobatoria de nadie más y que, si
hubiera juicio sumario al final, que fuese sobre
aquellos que prodigaban un juicio de almas
perdonadas por un puñado de monedas.
Treinta puñeteros años en aquel antro, treinta
jodidos años por un puñado de ideas, y la muerte
tropezando cada vez que lo quiso alcanzar; la muerte
tropezó en la despedida, en la trinchera, en la
huida, en las vejaciones, en las torturas y en sus
intentos de suicidio por inanición, y solo deseaba
morir, ¿para qué iba a alargar aquel momento?
Eran las 5:59, intentar adelantar el minutero,
detener el segundero, atrasar el horario.
En un momento se pondrían en la misma línea el
horario, el minutero y segundero, igual que si se
alinearan los planetas para provocar un cataclismo
feroz en el universo, del mismo modo que se cruzan
la Luna y el Sol mirándose cara a cara en el terreno
de batalla con la Tierra de árbitro, sin saber si
elegir la noche o el día, sin saber por qué se ha
visto en medio de aquel embrollo, de aquella pugna
estúpida que nunca permitiría que ninguno de los dos
bandos ganara la guerra, aunque alentaran las
batallas interminables. ¿Quién ganó aquella guerra
estúpida? Los de hoy, mañana perderán o ya
perdieron. Nadie es libre cuando ha arrebatado la
libertad a otro, nadie tiene la conciencia limpia
cuando se ha manchado las manos de sangre y de
pólvora.
Él sabía lo que era esa sensación y quiso en ese
momento morir. Las tripas se le revolvieron, eran
una caja llena de culebras que se retorcían y se
mortificaban y engullían sus entrañas, y la
sensación de mareo fue brutal. Ella se lo pidió.
Nunca se imaginó que todo aquello llegaría tan
lejos. En su cabeza sonaban violines chirriantes que
le advertían una expiración próxima, la lejanía del
perdón o de la redención. Sonaban los mismos
violines que cuando su padre le mandaba sacrificar
los cachorros de aquella perra loba que les guardaba
la casa.
Ellos no lo permitirían aun cuando ya ni pensaran el
motivo de la condena de aquel preso de la celda 361,
aquel loco que ni hablaba ni sentía ni padecía, que
solo escribía en un papelillo que se le concedía
todos los días el título de algún libro que había
releído en su juventud para aprenderlo de memoria,
para que aquellas palabras ocuparan bastante lugar
para no pensar en nada más. Y páginas y libros y
portadas roídas. Olía los viejos libros que olían
como los que amontonaba el maestro en su escritorio
y los niños revoloteaban por el suelo o tiraban por
los aires mientras se deshacían en pájaros amarillos
de mal agüero. Aquel maestro que se sentía
melancólico y mandaba recoger cada hoja del suelo y
leerla en voz alta, uno un poema, otro un fragmento
de historia, otro una parrafada de un autor griego,
otro un fragmento de una obra de teatro… Y todos, al
unísono, aprendieron a olvidar los ruidos de su
alrededor y centraron sus cabezas en aquellas
letras. El maestro… Pobre maestro, también moriría,
¿quién quiere a los maestros en tiempos de guerra?
¿Quién quiere pensar y sufrir por el pensamiento en
tiempos de guerra, cuando la razón o el corazón se
anulan para convertirse en una máquina feroz que
obedece órdenes de corazones y razones despiadados
que nunca dan la cara?
Boquiabierto, con una baba espesa corriendo por la
comisura de su boca, estaba absorto en sus últimos
pensamientos, en lo que pudo haber cambiado para
seguir viviendo en un automatismo, en la
insignificancia de rodar y bambolearse por todo lo
que despreció. Ya no sabría vivir en ese entorno,
que cambió probablemente, que no se regía por
ninguna ley, solo la del cambio. Aquellos campos que
ya no sabrían en qué estación están, ni qué
nutriente debía darle al mismo fruto de todos los
años, a aquella tierra recién parida a la que no le
daban tregua ni para recuperarse.
Él sabía que ya no era capaz de luchar por algo que
a nadie le interesaba. Ese trozo de sí mismo hacía
tiempo que murió. Y ella era como la tierra que
sembraba: morena, fértil, con la blancura en sus
dientes de almendras agrias, con el verdor de sus
ojos de acebuche salvaje, con la negrura de una
noche de luna nueva, con sus pechos como dos lomas
que tantear, con su sexo de vaguada fresca donde
descansar y con su sonrisa de surco recién abierto
en la tierra. Ella se lo pidió. Sobre la hora que se
marcaba, ella se lo pidió y él, con los ojos
desorbitados, tal y como los tenía en ese momento,
lo hizo. La conciencia humana es un universo
ilimitado, insospechado, y se abre a golpe de dolor
como las minas se abren a golpe de pala y pico.
A las 6:07, ella se lo pidió con el verde espuma de
sus iris.
Eligió trabajar la tierra él mismo, había aprendido
en la escuela por las tardes y en los días de
invierno que llovía; sabía leer y escribir peor,
pero sabía. Se maravilló, con once o doce años (ya
le costaba recordar la edad exacta), cómo de
aquellos garabatos que apuntaba en el papel podían
salir sonidos y de esos sonidos significados, y de
esos significados, un mundo, otra realidad nueva o
la explicación de su propia realidad, que quizás
sería también distinta.
A las 6:11 era importante no hablar, evitar susurros
o incluso seguir durmiendo.
Dormía poco (intentó también morir por insomnio). En
el momento en que venía a su mente algún recuerdo o
idea que le podía producir dolor se echaba en la
cama para conciliar el sueño y dormir un día entero
o dos y dejarse atrapar por la mentira. La costumbre
de no dormir le sobrevino después de pasar días en
las trincheras, cuando las tropas enemigas se
relevaban y ellos, que ya eran pocos, debían
aguantar el asedio durante todo el día. Bebía tanto
café que perdía la noción del lugar y el tiempo, su
vista se acostumbraba a un gris oscuro tanto de
noche como de día y sentía las órbitas resecas. Como
solo pensaba en ella, en cómo, en medio de aquellas
fogaradas, de aquellos silbidos y esparcimientos de
tierra herida por los cañones, podría escapar para
huir lejos del país con ella, a otro lugar exótico,
olvidado de la vieja civilización y de los asuntos
grotescos de cuatro mandamases, no dormía durante
dos o tres días, y cuando lo hacía se refugiaba en
medio de chumberas o zarzas para evitar ser
encontrado. Los arañazos provocados al entrar como
un jabalí herido por aquellos tarajes hicieron de su
espalda un mapa de pequeños ríos de sangre que se
acariciaba en las largas noches.
Ella se lo pidió. Estaba preparado para irse, estaba
preparado para marcharse a otro mundo. Pronto iría
al descanso, a donde no se piden cuentas de lo que
se ha pensado, de los actos, de los recuerdos. Es un
buen día para abandonar este mundo que nunca
cambiará. El acto de estupidez que consiste en
eliminar a una persona para proteger el mundo, el
mundo que, sin embargo, no va a cambiar porque él
muera o siga vivo. Pero el dolor que almacena le ha
desgastado, está cansado, ninguno podrá llorarle
cuando llegue su última batalla, sus padres fueron
los últimos en llorarle cuando se fue al maldito
frente; si ella viviera, quizás le recordaría.
Si ella viviera… a las 6:14.
Le acariciaría la cadera como de costumbre para
asegurarse de que seguía allí con él, y se volvería
al otro lado seguro de no haberla perdido, de que el
sueño de su muerte era solo eso, un mal sueño, la
pesadilla que preconizaba el mismo acto que hemos de
repetir del primero al último.
A las 6:15, como un nubarrón ennegrecido con ganas
de revancha.
Nadie podrá juzgar lo que pudimos o no hacer. Error
o acierto, el momento lo requería, nadie dirá que no
se intentó. Cuando triunfen otras ideas que no
estemos en una hoja más de tantos fusilados,
murmuraba, que nos recuerden aunque sea como la
semilla de aquel gran árbol bajo el cual se besen
los amantes, jueguen los niños y mueran en la sombra
de una tarde los viejos. Semillas del mundo
esparcidas, nunca veréis la luz, sí la oscuridad de
la tierra, el brote verde está por llegar, seguía
diciendo con un solo movimiento de labios.
Me arrepiento de no haber hecho más, de haberla
abandonado, de haberla recuperado y de haberla
dejado para siempre con manos de sangre y pólvora
(dice en voz alta ahora). Es un difunto que se
levanta en su propia ataúd y mide los pies que hay
de ancho y los brazos de largo, en un habitáculo, en
un nicho que le impide respirar y de nuevo la falta
de oxígeno le hace morir, cataléptico, súbito
espasmo.
Muerto, remuerto, a las 6:19.
Espíritu de boca abierta y ojos de plato, de baba
espesa y sangre negruzca, de dientes mellados y
cicatrices abiertas a los gusanos de las celdas que
se comían los gorriones alocados, a las ratas que
nunca lo quisieron, que lo olisqueaban y nunca le
mordieron, se pensaba. El miedo al dolor se le
disipó. Se esfumaba tan rápido cuando pensaba en la
felicidad de salir de allí conseguida, con aliento o
sin él y regresar a la tierra. Que lo tiraran para
convertirse en humus por el barranco en el que se
tiraban a los chivos enfermos y a los cachorros de
perras paridas, que lo quemaran en cualquier fuego y
sus cenizas las despidieran por el viento
levantisco.
El preso de la 361 estaba loco, era un loco de los
de antes, solitario, dicen que le habían torturado
con la crueldad de quien atrapa a una bestia. Le
cortaron el pelo y le abrieron con una cuchilla
pequeñas fisuras en su cabeza, aquellos soldados
invitaban a sus amigotes a escribir algo sobre el
cuero cabelludo a modo de pizarra. No gritó. Le
incrustaron cuñas de hierro en las uñas y le
levantaron una a una. No gimió. Le descarnaron los
cachetes con el rabo seco de un toro. No suspiró. Le
untaron grasa y sal en la planta de los pies y un
rebaño de cabras se entretuvieron en lamerle y
rasgarle los talones y dedos. No parpadeó. Le
rociaron plomo por los testículos. No rezó. Lo
dejaron medio inconsciente, en ese estado místico
donde el alma se separa del cuerpo y va en busca de
alguien que le agarre por el brazo y le atraiga
hacía sí para abrazarle, tocarle con su mano la
cabeza. El dolor se esfuma cuando no se soporta más.
Él escuchaba los alaridos, los borbotones de sangre
recorrían los pasillos, la orina y las heces se
olisqueaban desde lejos. Se desmayaba tras cada
paliza, tras cada zarandeo. Recuerda que el último
día de tortura le dijeron que iba a vivir el resto
de su vida sin vivirla, sin espejo, sin recuerdo,
sin un cuerpo, sin nadie, sin nada, y, en ese
momento, en ese preciso instante se le derramaron
dos lágrimas espesas.
Son las 6:23, las lágrimas no están saladas.
Pretende dar voces para que su madre le oiga desde
allí, saca la cabeza por los barrotes de la ventana
y grita «Madre, no se preocupe por mí, todo el mundo
muere, no llore», «Padre, rocíese vino por la cabeza
y cante la canción de los muertos», «Amor, me voy
contigo, espero que me hayas perdonado». Las voces
retumbaban en el patio, los presos de otras celdas
se revolvieron en sus camas y callaban, porque
creían que era un mal sueño o la resaca del mal.
«Me van a matar», «Me van a asesinar como a un
perro», los guardias se miraban unos a otros
sorprendidos por las voces de aquel viejo que pedía
clemencia después de treinta años sin hablar. Las
voces les calaban en sus mentes y no reían como
otras veces lo hicieron con los demás condenados,
aquellas voces agónicas no eran de este mundo, eran
de demonios que aterrorizaban a los hijos de los
ricos, porque a los hijos de los pobres ya les
asustaba el no poder comer nada al día siguiente.
«Yo no termino aquí, estaremos juntos», y un preso
soltó una lágrima y se arrinconó en una parte de la
habitación con la cabeza entre los brazos. Era el
mismo demonio reprimido que habitaba en la cabeza de
todos y que afloraba.
Las 6:30, todas manillas del reloj en la misma
dirección.
En la celda 361 no hay espacio, el aire ha sido
inhalado de un golpe por el preso. Los guardias
entraron a llevarse nada. Ya no había nada, excepto
un hombre casi igual que nada. Solo unos ojos que
apuntaban a la misma dirección como el reloj del
pasillo. Ella, cuando se lo pidió, vio lo mismo en
esos ojos: no un muerto, peor aún: la mirada de
quien espera la muerte. |