RECOSTADA FRENTE AL hogar, atizando el fuego de vez
en cuando, había pasado la tarde entera, sumida en
mil pensamientos, tratando de explicar los por
qué de tantas cosas y acariciando mi propia alma
para acallar los duendes que se instalaron en ella
desde aquel día.
Voy hasta la ventana cuyos vidrios se habían puesto
rojizos con los últimos rayos del sol de invierno.
Era julio, y triste el paisaje. No por la lluvia, ni
por las nubes negras; no era por el frío que me
erizaba la piel, ni siquiera por lo gris. El paisaje
triste estaba en mi alma, que, con sus recuerdos,
volvía en cada atardecer, y, más aún, cuando la
lluvia me impedía salir.
Embelesada, miro el paisaje seco de los árboles de
julio, negros nubarrones movedizos, el ocaso lejano,
la estancia en penumbra y un silencio pesado dentro
del pecho. Llovía también en mi alma dolorida,
mientras de mis resecos labios brotaba la misma
pregunta de siempre:
—¿Por qué, ¿Señor, por qué te lo llevaste…?
Mi mano, inconsciente, acaricia el paño amarillo
suave, ojitos de vidrio, y, de nuevo, los duendes
bailándome dentro; como un leve ensueño flotando en
la sala, se me nublan los ojos… De pronto, apenas un
murmullo lejano… Escucho mi nombre dicho entre
sollozos. ¿Fantasía tal vez o realidad?
—Mami, mami…, ¿dónde estás?
—También en el cielo. ¿Tú me necesitas, amor?
—murmuro en voz baja, hablando con mi dolor,
tratando de impedir que se me escape del pecho el
corazón, que cabalgaba alocado.
No sé si siento o escucho la voz de mi niño que me
busca… que me llama… A ratos, su tierna risita,
cascadita alegre de fino cristal, acaricia mis
oídos, erizando mi piel.
—¡Dios! ¡Cómo lo extraño! ¡Y siempre estas rebeldes
lágrimas que no puedo evitar…!
Intento un diálogo como cimera a mi dolor; un
diálogo alado con el más allá, un lugar lejano y
desconocido donde mora mi ángel.
—¿Por dónde pasea tu almita, mi bien? No escucho
respuesta, y mi alma se encoge de angustia. Estrecho
muy fuerte el osito de paño y le digo al oído con
mucha tristeza toda mi verdad:
»Ya nunca estaremos muy juntos los tres para ver el
cielo en dulce embeleso, contar las estrellas, reír
de la nada, jugar a las nanas, mirar a lo lejos esos
nubarrones, la entrada del sol; ni éstas gotitas que
hoy, distraídas, caen hasta mi ventana.
»Un temblor de ave recorre mi cuerpo todo, tiembla
en mis manos el osito también. Siento el fresco
desde la ventana cerrada, —¿es una brisa que viene
de arriba?, ¿salió de la nada?—. No lo sé, pero está
junto a mí…
»Yo susurro al viento: perdona, mi cielo; tú eres mi
niño que vienes a enjugar mis lágrimas y a llenar mi
alma de dulces recuerdos; a secar los ojitos de
vidrio, a darme consuelo, quizá…
»Y no puedo evitar un ruego: Devuélvenos hechos
serena lluvia, llena nuestras noches de paz, de
amor, y siembra a tu paso resignación».
—Ojitos de vidrio, quédate conmigo un momento más.
Dame la tibieza como en otras noches lo hacía él;
hazme compañía sólo unos minutos.
Apreté a mi pecho aquel montoncito de paño, que,
sintiendo mi abrazo, se arrebujó en mi cuello y,
cerrando sus ojitos, se tragó un lagrimón.
La estancia ya estaba en penumbra, la tarde se
despidió y el fuego del hogar se estaba apagando.
Mi corazón de pronto cesó su raudo galopar. Quizá el
encanto se haya escapado detrás del nubarrón, o
quizá mi alma se haya curado de tanto añorar… pero
la noche no parecía tan triste ya. Hasta el
repiqueteo de la lluvia sobre el tejado tenía un
ritmo agradable.
Un aroma de dulzuras se instaló en la sala, se
adueñó de mi alma y me envolvió en un suave manto
azul.
Bajé el osito a la cama que fue de mi niño y me
dispuse a dormir, convencida de que mi ángel deseaba
verme tranquila para poder descansar. Ese día tuve
la certeza de que siempre estaría a mi lado… Y ya
nunca más nos necesitaríamos, porque Dios se encargó
de unirnos en un lazo sublime y eterno… madre-hijo. |